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4. El meollo del asunto

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El perdón no es un acto ocasional, es una actitud constante.

MARTIN LUTHER KING JR.1

El perdón nos libra de la calcificación que se acumula en nuestro corazón. El amor puede fluir entonces con más generosidad. Blaze y Travis me enseñaron esto.

Blaze fue la primera persona que murió en el Zen Hospice Project. Vivía sola en un sucio cuarto de hotel cuando se le diagnosticó un cáncer terminal. Un trabajador social me la presentó en el Hospital General de San Francisco. No tenía casa a la que volver y era obvio que necesitaba afecto, así que la invitamos a quedarse con nosotros en el San Francisco Zen Center. No fue una invitación bien meditada (no teníamos el hospicio todavía), pero Blaze necesitaba alojamiento y varias de nuestras habitaciones para estudiantes estaban vacías; por alguna razón, supuse que todo saldría bien. En ese entonces yo era joven, idealista, un poco ingenuo y malo para hacer planes.

Aunque Blaze no tenía amigos, poco después de que llegó nos pidió que localizáramos a su hermano, Travis, a quien no había visto en más de veinticinco años. No fue fácil; esto sucedió antes de que apareciera el internet y Travis era un vaquero del circuito de rodeos, lo cual quiere decir que no tenía residencia fija. Nos pusimos en contacto con la Asociación Profesional de Vaqueros de Rodeo y al final lo encontramos.

—Su hermana está a punto de morir y quiere verlo —le dije por teléfono, pese a que en realidad no esperaba nada de este acto.

Una noche, Travis apareció en la puerta del Zen Center con un aspecto impresionante, ataviado con todos los accesorios del vaquero: sombrero Stetson, una enorme hebilla de plata y botas de piel de serpiente.

—¿En qué clase de lugar tienen a mi hermana? —preguntó mientras miraba el modesto interior.

—Ella está arriba —contesté—, ¿quiere verla?

—¡Claro! —dijo, así que lo llevé a la habitación de Blaze.

Pero cuando llegamos allá, se resistía a entrar; sólo daba nerviosas vueltas en el pasillo.

Le sugerí que descansara y volviera a intentarlo al otro día. Cuando le ofrecí una habitación en el Zen Center, aceptó quedarse a pasar la noche.

A la mañana siguiente lo encontré en el comedor con su traje de vaquero y rodeado de monjes zen rapados y con túnicas negras que comían tofu. ¡Era todo un espectáculo!

Un rato más tarde dijo sentirse listo para subir y entrar a la habitación de su hermana. Yo me senté en una esquina a observar en silencio. Me sorprendió que el reencuentro de los hermanos fuera tan trivial. No hablaron del cáncer de ella ni de nada serio, sólo de banalidades como el clima, los rodeos y las apariciones del cantante Hank Williams en la radio.

A partir de esa fecha, Travis la visitaba todos los días, y sus conversaciones fueron profundizándose poco a poco. Ella hablaba de sus experiencias en hospitales, con los médicos y de lo que significaba tener cáncer. Compartían recuerdos y había algunas reminiscencias divertidas.

Diez días después de la llegada de Travis, la afección de Blaze dio un giro negativo. Mientras ella descansaba, Travis y yo salimos al patio, donde a veces íbamos a platicar; él fumaba un cigarro y yo escuchaba. Como en esta ocasión no parecía suceder nada importante, decidí marcharme a casa con mi familia, pero de repente Travis murmuró:

—Quisiera decírselo a ella, pero no puedo.

Me recosté en mi silla.

—¿Sabes qué, Travis? Si hay algo que debas decirle a tu hermana, hazlo pronto. No esperes; ya no le queda mucho tiempo.

—No soy bueno para las palabras —replicó.

—Si no puedes decírselo a ella —le propuse—, ¿por qué no me lo dices a mí?

Soltó entonces una larga historia. Me contó que Blaze y él fueron abandonados de niños, que habían crecido en orfanatorios y casas de asistencia dispersos por todo el Oeste, a veces juntos y otras tantas separados; todo eso había sido muy triste. Además, él era un año mayor que Blaze, y la lastimó mucho en diversas ocasiones, dijo haberle hecho cosas horribles y haber abusado de ella en formas muy variadas; por eso habían dejado de verse durante tantos años.

Mi reacción inicial fue: “¿Quién soy yo para oír esta confesión? No soy sacerdote ni terapeuta, ni tengo un título en psicología”.

Sin embargo, recordé la ocasión en que conocí al gran psicoterapeuta humanista Carl Rogers, quien era abuelo de un buen amigo mío. Tiempo después estudié cintas en las que él aparecía trabajando con algunos sujetos, y noté que, aunque rara vez hablaba, escuchaba con tanta atención que extraía la verdad de sus pacientes como un bálsamo curativo. Algo que él escribió me ha acompañado siempre:

Antes de cada sesión, dedico un momento a recordar que soy un ser humano. Es imposible que la persona con la que voy a reunirme tenga una sola experiencia que yo no pueda compartir, algún temor que yo no pueda comprender y un sufrimiento que no pueda interesarme, porque yo también soy humano. Por profunda que sea su herida, no hace falta que se avergüence ante mí; yo soy vulnerable también, y con eso basta. Sea cual sea su historia, ya no es necesario que la guarde en secreto y esto le permitirá empezar a sanar.2

Compartir nuestra historia nos ayuda a sanar. Intuitivamente, yo sentí en ese momento que el mejor regalo que podía hacerle a Travis era concederle toda mi atención. Escuchar sin juzgar es quizá la forma más sencilla y profunda de vincularnos; es un acto de amor.

Cuando Travis concluyó su relato, estaba apenado y confundido. Supongo que su arranque lo sorprendió tanto como a mí.

—Eso fue lo que pasó, ¿qué hago ahora? —preguntó. Era evidente que creía que lo único que podía hacer era sufrir las consecuencias de su deplorable conducta.

Le sugerí que fuéramos a hablar con Blaze.

Cuando llegamos a su habitación, él jaló una silla junto a la cama y dijo:

—¿Sabes qué, hermana? Hay algo que he querido decirte todos estos años pero nunca encontré las palabras correctas… Sólo quería hablarte… de todo eso que hice…

Ella alzó la mano para detenerlo, como un agente de tránsito, y dijo con tranquilidad:

—En este sitio, Travis, hay personas que me dan de comer y me bañan. Estoy rodeada de amor. No hay ninguna culpa.

Lo que yo acababa de presenciar me impresionó sobremanera: toda una vida de dolor había sido perdonada en un instante. Bastó con un sincero acto de piedad para hacer borrón y cuenta nueva. Todos lloramos, y a esto le siguió un silencio liberador.

Recordé entonces que, poco antes de la llegada de Travis al Zen Center, Blaze, quien usualmente se mostraba taciturna, me había formulado una pregunta.

—Hay personas que entran a mi habitación y me dicen que ame y otras que me dicen que me entregue. ¿Qué debo hacer primero?

Aunque tardé en contestarle, cuando lo hice le dije:

—Puedes confiar en que sabrás qué hacer, Blaze, pero el hecho es que ambas son acciones casi simultáneas; el amor es lo que nos permite entregarnos.

Amar y entregarse son actos inseparables. No puedes amar y aferrarte al mismo tiempo. Demasiado a menudo confundimos el apego con el amor.

En el budismo, la bondad amorosa, o metta, se considera un estado sublime del ser, un reino celestial generoso, tolerante, unificador y atento. El apego se disfraza de amor; parece amor y huele a amor, pero es una imitación burda. Se siente que el apego posee una cualidad adhesiva y es movido por el miedo y la necesidad. El amor es desinteresado, el apego egocéntrico; el amor es liberador, el apego posesivo. Cuando amamos nos relajamos, no nos aferramos tanto y renunciamos naturalmente a las cosas con más facilidad.

Blaze comprendió algo acerca de esta renuncia. No perdonó a Travis porque olvidara lo que había ocurrido ni porque aprobara todo lo que él le había hecho. Básicamente le dijo: “Si quieres cargar con este dolor el resto de tu vida, está bien, pero para mí ya terminó”. En la proximidad de la muerte, había llegado a un punto en el que deseaba librarse del resentimiento y la angustia que la habían acompañado durante décadas. El pasado ya no la definía. No quería morir llena de conflictos; quería ser libre, estar llena de amor y comprendió que la única forma de hacer eso era perdonar a su hermano completamente, sin hacer preguntas.

Murió dos días después.

El perdón es crucial por dos razones: nos cura porque nos permite olvidar nuestras antiguas penas y nos ayuda a abrirnos al amor.

Para ser libres tenemos que perdonar. Cuando hablo de la libertad en este contexto, no me refiero a ningún tipo de iluminación suprema, sino a algo mucho más práctico e inmediato: la libertad respecto a las acusaciones, recriminaciones y juicios que tanto dolor nos causan. Aferrarnos a nuestro dolor no nos beneficia en absoluto.

La negativa a perdonar es una forma de resistirnos a la vida. Podemos ser leales a nuestro sufrimiento; pero cuando nos aferramos a nuestro pasado, nos asimos no sólo a los recuerdos, sino también a la tensión y los estados emocionales que los acompañan. Resistirse al perdón es como tomar un carbón ardiente y decir: “No lo soltaré hasta que te disculpes y pagues lo que me hiciste”. En nuestro afán de castigar, los únicos perjudicados somos nosotros.

El perdón nos permite desprendernos del dolor no porque lo cubra con pensamientos positivos, sino porque hace que nuestra experiencia pase a primer plano para que podamos acercarnos con compasión a nuestro pesar. No tenemos por qué tolerar que antiguas heridas definan lo que somos aquí y ahora. Podemos permitir que el pasado se disuelva, podemos dejarlo atrás, podemos despedirnos de nuestras viejas heridas. Al perdonar, nos libramos del sufrimiento que nos ha aquejado desde que el suceso originario tuvo lugar.

Si perdonamos, conocemos más íntimamente nuestra pena. Esto fue lo que le ocurrió a Travis cuando me contó la historia de su pasado. Por primera vez en su vida sacó esa vieja herida de su bolsillo trasero, la desempolvó y la examinó con detenimiento. Sólo entonces fue capaz de recibir el perdón de Blaze.

El perdón tiene el poder de vencer lo que nos divide. Puede derretir la armadura de temor y resentimiento de nuestro corazón que nos separa de los demás, de nosotros mismos y de la vida. Una vez le pregunté a una joven con cáncer, que había sido abandonada por su familia y vivía en la calle, si creía que el perdón requería valor.

—Sí —dijo—, pero para mí fue una manera de descubrir si era capaz de volver a amar.

El perdón descarga a nuestro corazón del peso del enojo y otros sentimientos negativos y abre el camino al amor.

Al igual que las ama, las japonesas pescadoras de perlas de la antigüedad, cuando nosotros nos sumergimos en nuestras heridas podemos volver a la superficie con un tesoro. Con el pecho desnudo, estas mujeres sólo portaban un pequeño taparrabos, un visor y un par de aletas. Llenaban de aire sus pulmones y se zambullían valientemente en las frías y oscuras aguas del mar, bajo las cuales desaparecían, para volver minutos después a la superficie en poder de una perla. Además de contribuir a nuestra curación, explorar nuestras heridas nos ayuda a sentir empatía por quienes han sufrido daños similares a los nuestros.

En ocasiones, una gran acumulación de dolor puede abandonarse de golpe, como en el caso de Blaze y Travis, pero el perdón no suele suceder de esa manera. Puedo afirmar que noventa y nueve por ciento de las personas con las que he trabajado se beneficiaron de la práctica del perdón y que cada una de ellas llegó a él a su modo, aunque éste es con frecuencia un proceso largo y difícil. La gente suele sentirse agobiada por las circunstancias de su congoja, su relación con el perpetrador, la falta de motivación o el simple paso del tiempo.

Si todos estamos de acuerdo en que el perdón tiene muchos beneficios, ¿por qué nos resistimos a él?

El perdón es una práctica valiente. Requiere verdadera fortaleza, la disposición a aceptar algo muy difícil. Nos pide enfrentar nuestros demonios. Requiere una honestidad absoluta. Debemos estar dispuestos a ver las cosas tal como son, a dar fe de actos lamentables sufridos o infligidos por nosotros. A veces tenemos que enfurecernos; otras, debemos aceptar nuestra culpa; otras más, tenemos que hundirnos en una profunda angustia. El perdón no implica sofocar ninguna de esas emociones, sino enfrentarlas con bondad y prestar atención a lo que se interpone en el camino de nuestra renuncia a la sensación de agravio.

Sé por experiencia que la gente suele llegar al perdón cuando se da cuenta de que “No quiero que esto interfiera con mi capacidad de amar; no quiero dejar este legado a mis hijos ni a nadie”. Perdonamos porque es absurdo esperar a quitarnos el peso que nos agobia, es absurdo perder tiempo en apegarnos a viejos resentimientos. Perdonamos porque no queremos llegar al final de nuestra vida llenos de lamentos y pesares. Perdonamos no porque sea “malo” no hacerlo, sino porque obsesionarnos con nuestras penas nos lastima demasiado y nos impide amar en forma plena.

Magda, de noventa años, asistió a uno de mis retiros. Dedicó mucho tiempo de esa semana a quejarse de su esposo, Jerzy, de su edad. Tras sortear sesenta años de matrimonio, él había empezado a distanciarse de ella, a causa de su envejecimiento y debilidad creciente. Le decía que quería mudarse a un asilo o regresar a Polonia, su país de origen, y eso molestaba y ofendía a Magda.

“¿Cómo es posible que él me haga esto después de tantos años?”, preguntó.

Cuando hablamos del perdón, sentí su resistencia. Ella esperaba a que Jerzy le ofreciera disculpas; no estaba dispuesta a renunciar a su sensación de que había sido maltratada. Pero aunque las barreras contra el perdón parezcan impenetrables, el amor puede entrar hasta por la más pequeña grieta de tales defensas.

Semanas más tarde, recibí esta carta de Magda:

En el retiro, aprendí que a todos nos espera la muerte y que Jerzy también morirá. No quiero estar enojada con él los últimos días que esté a su lado. Comprendí que debía cambiar mi perspectiva y vencer mis sensaciones de enfado e indignación. Entendí que sus constantes amenazas de abandonarme eran sencillamente su forma de protegerse. Me di cuenta de que lo amo y debo perdonarlo. Quiero disfrutar cada momento con él; no deseo dedicarme a pelear el tiempo que nos queda.

Aceptar con misericordia nuestros aspectos negativos o los de otro puede ser difícil. Lo bueno del perdón es que el análisis de nuestras sensaciones de distanciamiento, enemistad, miedo y amargura nos permite sentir, con bondad, esas emociones dolorosas y redescubrir que somos tan humanos como los demás.

Todos tenemos zonas oscuras en nuestro interior, pero también la capacidad de perdonar.

La experiencia me enseñó lo difícil que puede ser el perdón. En la década de 1980 viajé a las montañas de Guatemala, una nación en ese tiempo asolada por una brutal guerra civil. Ofrecí colaborar en una improvisada clínica dotada de bienintencionados pero inexpertos médicos residentes de Ciudad de Guatemala.

Una noche, una pareja maya llegó a toda prisa con un niño de cinco años; yo no hablaba maya y ellos hablaban muy poco español y nada de inglés. Luego de examinarlo, resultó que el chico padecía un misterioso pero severo dolor abdominal y que necesitaba una operación de emergencia. El problema era que el hospital más cercano estaba a ocho horas de camino en jeep; si el niño no recibía ayuda en menos tiempo era indudable que no pasaría de esa noche.

Semanas antes yo había conocido al coronel guatemalteco a cargo de las tropas gubernamentales en el área, quien se jactó de las maravillas que el ejército hacía por los indígenas. Así pues, corrí a su casa para pedirle que nos permitiera usar un helicóptero del ejército a fin de transportar al chico al hospital para poder salvarle la vida.

El militar se mostró molesto cuando llegué hasta su puerta. Tras describirle la situación con mi defectuoso español, hizo un ademán de desdén como si dijera “¿Me despertó a media noche para hablarme de este insignificante niño indígena?” y me dio con la puerta en las narices.

Me puse furioso; tuve que regresar a la clínica con las manos vacías.

Cuando llegué, el niño se retorcía de dolor y su madre clamaba en español: “¡Apiádate de él, Virgencita!” Los padres creían que yo era médico, no sabían que no podía hacer nada por su hijo; lo único que hice fue tomar entre mis manos la sudorosa cabeza del niño. Su padre y yo nos turnábamos para cargarlo; entre tanto, su madre le daba de comer una mezcla de maíz con jarabe, un remedio casero. Rezaron oraciones en maya toda la noche.

Pasé impotente horas enteras mientras los padres abrazaban a su hijo de cinco años y lo veían consumirse en una muerte horrible, quizá debida a un desgarramiento del páncreas. Después lo envolvieron en una manta raída tejida a mano, el padre se echó a cuestas el cuerpo del niño y se lo llevaron.

Esta experiencia despertó en mí una furia incontenible. Estaba muy molesto con ese coronel; él habría podido impedir esa muerte horrenda e innecesaria. Francamente, pienso que si hubiera tenido un arma, le habría disparado. Nunca antes había sentido tanto odio, ni creo haberlo sentido después.

A mi retorno de Guatemala hacia California, continué mi labor en beneficio de los refugiados promoviendo cambios políticos en el Congreso y hablando públicamente de las consecuencias de esa persistente guerra civil. Meses más tarde, sin embargo, la imagen de ese niño tendido en agonía y de mi desesperación por la imposibilidad de ayudarle aún me atormentaba.

Una noche escuchaba un noticiero radiofónico sobre las guerras en Guatemala y el resto de Centroamérica cuando mi cólera volvió a la superficie. Sin darme cuenta, empecé a gritar en dirección al radio. Cuando volteé, vi horrorizado que mi hijo, Gabe, de dos años, estaba encogido en la esquina, presa de temor; se hallaba en cuclillas y se cubría la cara con las manos.

Supongo que todos los padres hemos tenido momentos así, en los que pensamos: “¡Qué gran daño le he hecho a mi hijo!”; esta experiencia puede ser aniquilante. Yo me di cuenta de inmediato de que debía dejar de librar esa guerra; no era la guerra en Guatemala, sino la que tenía lugar en mi corazón. Nunca aprobaría lo que el coronel había hecho; fue algo malo y lo sería siempre. En sus acciones hubo una malevolencia que no olvidaré jamás. Pero mi incesante batalla interior con él me destrozaba, y perjudicaba mi relación con mi hijo.

En definitiva, fue mi interés en el bienestar de mi hijo lo que me motivó a mirar de frente justo aquello que no quería ver —mi extremo enojo con el coronel— y a olvidarlo de una vez por todas. Me percaté de que el paso siguiente sería muy difícil de practicar. Tenía que poner fin a mi furia, que lastimaba demasiado mi corazón. Pero el amor me condujo al perdón.

Cuando mi cólera me confundía, cuando aparecían obstáculos, mi buena intención me servía de brújula para regresar a la indulgencia. Algunos días, esto último era imposible. La resistencia me apabullaba o me seducía la duda: “Esto no dará resultado; el perdón no es más que una historia que me he contado a mí mismo”. Pero al volver, una y otra vez, a mi amor por Gabe y a mi deseo de librarme de mi pena, me acercaba a mi confusión con conciencia plena y piedad. Me decía a mí mismo: “Ya no quiero seguir encadenado a este resentimiento”.

Para recordar esta intención, le pedí a un maestro calígrafo que escribiera en un lienzo mi cita favorita de Buda: “El odio jamás acabará con el odio en este mundo; sólo el amor puede hacerlo. Esta antigua ley es eterna”.3 Esta obra de arte ha permanecido más de treinta años en el centro de mi altar, donde continúa hasta la fecha. Es lo primero que veo todos los días cuando me siento a practicar la meditación.

Junto a esa cita de Buda, puse en mi altar una foto del coronel. Al iniciar mi meditación sobre el perdón, miraba ambos objetos y recitaba en silencio esta frase: “Te perdono por todo lo que hayas hecho para perjudicarme en tus pensamientos, palabras y acciones”. Luego permitía que emergieran en su totalidad los aspectos negativos de mi mente y mi corazón.

A decir verdad, era raro que me sintiera indulgente; experimentaba más furia y enojo que aceptación y mi mente se llenaba de estrategias de venganza. Cuando esto sucedía, no forzaba el perdón, lo cual es imposible de todas formas; sabía que debía experimentarlo de un modo auténtico. Así, experimentaba directamente lo mucho que me afectaba aferrarme al dolor. Sentía duelo y sufrimiento, un ardiente odio y repugnancia. Tratar de esconder o ignorar este desagrado era inútil; volvía a la superficie por sí solo, como un zombi que regresa de entre los muertos, tal como lo hizo el día en que le grité al radio. Entonces permitía que esos sentimientos salieran a la superficie y me acercaba a ellos con piedad.

Cuando perdonar me parecía imposible, me daba permiso de dejar de lado al coronel. Recordaba el atinado consejo que mi maestro me había dado años antes: “Cuando vayas al gimnasio no comiences con las pesas de doscientos kilos, sino con las de diez”. Practicaba perdonar los desaires menores: que otro conductor se cerrara en la autopista o que un colega usara palabras hirientes para descalificar un comentario mío. Desarrollaba el músculo del perdón ejercitándome con las ofensas ordinarias.

Llamé a algunos aliados para que me acompañaran en mi viaje: la compasión, la bondad y el amor. Todos ellos me sirvieron de base para la práctica del perdón, fueron los recursos que podía utilizar. Imaginaba el aprecio que sentía por mis mejores amigos y maestros, mi familia y mi hijo, y cultivaba conscientemente emociones positivas mientras miraba la foto del coronel.

A veces descubría que me apegaba a mi menosprecio y resentimiento. Me ilusionaba con la idea de que algún día el mundo confirmaría mi justificado punto de vista. Pero sabía que era probable que ese día no llegara jamás; que ese militar no pagaría nunca el precio de haber dejado morir a aquel niño maya.

Es común que la gente arrastre su resentimiento a todos lados. Algunos preferirían morir antes que perdonar; es como si cada parte de ellos gritara: “¡No, no quiero perdonar!”. Al mismo tiempo, muchos ni siquiera recordamos qué nos causó tanta rabia. Resulta que lo que recordamos, aquello a lo que nos aferramos, no es el suceso en sí y ni siquiera el daño que nos provocó, sino el remordimiento que hemos acumulado desde entonces.

Yo descubrí que era muy liberador no dejarse llevar por sueños de resultados idealistas. Al principio, toda mi práctica se reducía a permitirme experimentar mis sentimientos por completo. Tenía que llorar la pérdida de ese niño, y para lograrlo debía sentir mi odio por el coronel. La clave era indagar, con el corazón abierto, cuáles eran los obstáculos que se interponían en mi camino. Cuando impartía una conferencia, solía preguntar: “¿Cómo se refleja tu resentimiento en tu cuerpo, tu corazón y tu mente? ¿Se te tensan los hombros? ¿Aprietas la quijada? ¿Qué pasa con tu mente? ¿Imaginas escenarios de venganza? ¿Repites tus discusiones con el acusado para decir lo que quisieras haber dicho en el momento? ¿Eso te hace sentir importante? ¿Qué es lo que en verdad sientes en tu corazón? ¿No sólo enojo sino también impotencia, agravio o desolación, todo aquello que está detrás del enojo? Debes conocer íntimamente tu resentimiento”.

Las cinco invitaciones

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