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2. Presencia y desaparición
ОглавлениеSé un aprendiz de la curva de tu propia desaparición.
DAVID WHYTE1
Los aparatos de uso más común en hospitales para percibir la muerte son unos monitores semejantes a televisiones que siguen el paso de la respiración con un pitido electrónico y que rastrean el pulso del corazón con una gráfica que sube y baja. Cualquiera que haya presenciado un drama médico ha visto una escena de un individuo o un doctor que, con valentía, intenta salvar una vida mediante la resucitación cardiopulmonar o la administración de electrochoques con un desfibrilador sobre el reacio corazón de un paciente en una lucha infructuosa contra la línea horizontal. Esta temida línea es lo que las familias aguardan en los hospitales. Con un tono constante y agudo, el monitor anuncia la ausencia de actividad en el cuerpo; en efecto, la muerte se ha consumado.
Por desgracia, estamos tan distanciados de la experiencia real de la muerte que a menudo los familiares observan la defunción en una pantalla, en lugar de mirar a los ojos a su ser querido, o en lugar de sentirla visceralmente en su propio cuerpo.
No obstante, existen señales de la llegada de la muerte más sutiles que el pitido de un monitor. Son señales que nos unen en vez de alejarnos. Señales que nos hacen participar en lugar de inducirnos a esperar.
En el sudeste asiático es común que, como parte de su educación, los jóvenes entren a la vida monástica por un periodo de un año, que podría convertirse en toda una vida. Cuando se incorporan a la comunidad, se les rapa ritualmente y se les da su túnica de novicios, de un vivo color azafrán. En ermitas en los bosques, esos jóvenes monjes reciben la instrucción de introducirse en la selva, sentarse a meditar y permanecer ahí hasta que sepan que ése es el lugar al que pertenecen.
Esta “pertenencia” que buscan los jóvenes monjes representa algo más que una mera membresía a cierta comunidad monástica. Se les alienta a reflexionar en una sensación fundamental de pertenencia, la cual implica la desaparición de las diferencias.
Esto se asemeja a lo que ocurre naturalmente en el proceso de la muerte. Las formas en que hemos definido nuestro “yo”, las identidades que hemos asumido durante tanto tiempo —de madre o padre, proveedor o cuidador, persona solitaria o sociable, rico o pobre, éxito o fracaso—; todas estas descripciones son despojadas poco a poco por la enfermedad y la vejez, o renunciamos a ellas de buena gana. Descubrimos entonces algo más elemental e integrador, una verdad fundamental de la naturaleza humana.
Numerosas tradiciones espirituales y cosmologías, como la de los antiguos griegos, han sugerido que toda la vida se compone de cuatro elementos básicos: tierra, agua, fuego y aire. El Zohar, texto místico judío escrito en el siglo XIII, vio esos cuatro elementos como el fundamento de toda sustancia. Otras visiones del mundo, como el pensamiento indio y la filosofía china, hablan de cinco o seis elementos esenciales. El budismo señala que cada uno es un proceso en permanente cambio, más que algo estático. Se dice que todos esos componentes se disuelven cuando morimos, a través de un proceso interdependiente del cuerpo y la mente. Los cuatro elementos son algo más que una forma física; son estados emocionales y mentales, procesos creativos. Poseen un espectro de características: la dureza y la suavidad de la tierra, la fluidez y la cohesión del agua, la osadía y el calor del fuego, la quietud y el movimiento del aire.
A veces las explicaciones médicas de los signos y síntomas de la proximidad de la muerte son demasiado estériles y extrañas. Yo he sentido con frecuencia que el modelo de los cuatro elementos es útil cuando los parientes velan, a lo largo de muchos días y noches de continua agonía, a sus seres queridos. Es una manera de comprender cómo liberarnos de nuestras identidades y las características que las componen. Todo se disuelve: los elementos físicos del cuerpo, los pensamientos, percepciones y sentimientos, todas nuestras circunstancias en su totalidad.
Samantha tenía cuarenta y cinco años y era guía de excursiones. Una larga noche me senté a su lado mientras su esposo, Jeff, fallecía. Ella me preguntó qué podía hacer para ayudarlo.
Le pregunté:
—¿Qué haces cuando tus hijos se enferman?
—Me siento en silencio junto a su cama —contestó—, o me acurruco con ellos. Hablo menos y escucho más. Les hago saber que estoy a su lado; les repito con palabras y caricias que los quiero mucho.
—¡Qué hermoso! —exclamé—. ¿Qué más?
Vi que recordaba cosas que ya sabía; casi susurró:
—Intento crear un ambiente pacífico y agradable para que no sientan miedo. Trato de hacer cosas sencillas en forma muy atenta. Les prometo que no los dejaré solos. Les digo que es normal que se hayan enfermado y que no durará para siempre —sollozó y después rompió a llorar—. ¡Pero nunca había vivido esto de la muerte! No entiendo qué pasa.
Es natural que una pérdida nos haga sentir que nos derrumbamos; sería inútil que tratáramos de impedirlo. A menudo nuestros antiguos mecanismos de respuesta no dan resultado en ese nuevo contexto. Buscar nuestra base o recordar qué ha sido lo más significativo para nosotros puede ayudarnos a estar presentes en lo que experimentamos. Para algunos, aquello es el aliento o la fuerza que reciben de su relación; para otros, sus tradiciones culturales o su fe religiosa. La iglesia de Samantha era la naturaleza.
En vista de que yo sabía que Jeff y ella se habían enamorado en un campamento, le pregunté qué era lo que más le gustaba de la naturaleza.
—Estar en medio de ella, ser parte de ella —respondió—: las rocas que subo, la lluvia que me cala los huesos, el frío cielo nocturno, los vientos que recorren las montañas y que llevan sonidos y olores hasta mis pies. Ése es mi verdadero hogar, el sitio al que de verdad pertenezco.
Samantha y Jeff habían vivido en la naturaleza; conocían sus maneras y su idioma, y la veían como parte de ellos mismos. Me atreví a sugerir entonces que quizá Jeff estaba “en medio de ella”, era “parte de ella”. En un sentido muy elemental, su cuerpo estaba hecho de tierra, agua, fuego y aire, de tal forma que al fallecer estaba regresando a la naturaleza que ambos amaban tanto.
El cuerpo de Jeff se había puesto rígido; esto sucede cuando el elemento tierra se debilita. En las primeras etapas de la muerte, la gente puede quejarse de que se le entumen los pies o las piernas. Éstos pueden volverse insensibles, difíciles de mover.
—¿Puedes ver el elemento tierra en Jeff? ¿Era una persona sólida? —pregunté.
Samantha lo tomó de la mano y besó su cabeza. Rio y dijo con ternura:
—¡Siempre ha sido muy obstinado y testarudo!, aunque su piel es de lo más suave.
Se refería no sólo a sus cualidades físicas, sino también a sus características de personalidad, las cuales veía disiparse.
—Bueno —dije—, era sólido, una forma que pierde su fuerza, que está perdiendo energía, incapaz de sostenerse más. Pensé en un par de líneas de Cuna de gato, de Kurt Vonnegut:
Y yo era parte del lodo que se irguió y miró en torno suyo.
¡Bendito yo, bendito lodo!2
Cuando el elemento tierra —la forma— se disuelve, da paso al agua. La persona que está muriendo puede experimentar entonces dificultad para tomar líquidos, incontinencia urinaria o intestinal y mala circulación de la sangre.
En los días previos, Samantha le había dado a Jeff sorbos de agua, y más tarde pedazos de hielo; ahora humedecía su boca con una esponja porque él ya no podía beber. Habló de la libertad y creatividad que Jeff y ella compartían cuando planeaban una excursión. Dijo que días antes había visto que el cuerpo y la mente de Jeff comenzaban a contraerse de miedo. Le recordé el elemento agua y sus rasgos tanto de fluidez como de cohesión. Hablamos de los grandes ríos, de que algunos se secan en ciertas estaciones y de los desprendimientos de hielo de los glaciares de Alaska, del modo en que sus extremos se separan y se deslizan bajo el agua.
El poeta persa Ghalib escribió: “Para la gota de lluvia es una gloria entrar al río”.3
Ahora el elemento agua se disolvía y daba paso al fuego. Cuando esto sucede, la temperatura del cuerpo fluctúa. Las infecciones pueden producir fiebre, o un metabolismo lento causar que la piel se ponga fría y húmeda.
A medida que Jeff se acercaba a la muerte, las manos y los pies se le enfriaron y el calor se acumuló en el centro de su cuerpo, hacia su gran corazón. Samantha recordó el fuego apasionado de su amor, sus acaloradas discusiones y la horrible sensación de apartarse uno del otro en la cama en señal de fría indiferencia. Lo besó de la cabeza a los pies y se disculpó por haber discutido con él en varias ocasiones.
Los científicos especulan que hace mucho tiempo una estrella explotó en alguna zona de nuestra galaxia y arrojó grandes cantidades de gas y polvo. Al cabo de miles de millones de años, esta supernova formó nuestro sistema solar. Los poetas dirían que alguna vez fuimos estrellas brillantes que ahora se han enfriado, luz del sol cristalizada en forma humana.
El elemento fuego se disolvía para dar paso al aire. En esta última etapa de la muerte física, la gente suele exhibir drásticos cambios en sus patrones respiratorios, una respiración lenta y rápida con largas pausas entre exhalaciones e inhalaciones. A veces, lo único que queda en la habitación es la respiración. En este sentido, la muerte es muy similar al nacimiento; la atención de todos se centra naturalmente en la simplicidad de la respiración.
Para Jeff no había ya lucha ni agitación. La ansiedad, desorientación y caos de los últimos días se habían evaporado. Todo lo que restaba era el errático ritmo de su respiración. El tiempo transcurría y Samantha guardaba silencio en una meditación informal en la que sentía la vitalidad, el milagro de la existencia que alguna vez había sido evidente y que ahora se alejaba.
Escribió T. S. Eliot: “En el punto inmóvil del mundo que gira. Ni carne ni ausencia de carne; ni desde ni hacia; en el punto inmóvil: allí está la danza. […] De no ser por el punto, el punto inmóvil, no habría danza, y sólo existe la danza”.4
Poco antes de que Jeff exhalara su último suspiro, Samantha le habló y dijo:
—Estoy a tu lado y quiero entrar muy dentro de ti para que nos reunamos por última vez.
Cerró los ojos y no se movió. Aparentemente, se encontró con Jeff en un espacio profundo e ilimitado. El pasado había quedado atrás, no había futuro; sólo estaba el presente.
Jeff exhaló un par de veces más y no inhaló de nuevo.
La quietud y la calma nos abrazaron. Yo lo experimenté como calidez y sentí una luminosidad, una especie de brillo. Poco después Samantha habló, como si se dirigiera al espacio más que a mí:
—Pensé que lo estaba perdiendo, pero está en todas partes.
La tierra se disuelve hasta convertirse en agua. El agua se disuelve hasta volverse fuego. El fuego se disuelve y se convierte en aire. El aire se disuelve hasta volverse espacio. El espacio se disuelve hasta transformarse en conciencia.
En muchos casos, la muerte no sucede de repente. Es un proceso gradual de retiro de la vida. Cuando hablo de los cuatro elementos que se disuelven no me refiero precisamente a la forma física; apunto más bien a las indescriptibles pero observables cualidades anímicas que al parecer están ausentes cuando lo único que nos queda es la pesadez del cadáver después de la muerte. Hay algo más allá de los cuatro elementos: el espíritu, alma o presencia anímica. Nuestros aparatos e instrumentos pueden medir sin duda la desintegración física, pero la disolución interior que acontece en forma simultánea es quieta y sutil.
Todo se disuelve: los elementos y sus estados asociados, y en consecuencia el yo se disuelve también. Esto sucede todo el tiempo; nosotros nada más vemos lo superficial al momento del morir.
¿Quién eres tú, entonces?
Aun personas como Samantha, que no creen en el más allá ni en ninguna clase de conciencia sutil, pueden percibir una cualidad cada vez más radiante del ser, de la que los adeptos a la espiritualidad han hablado desde hace siglos. Lo único que necesitan es abrirse a ella. Este aspecto etéreo de la existencia parece ser más tangible cuando alguien se acerca más a la muerte. Aunque es inexplicable, puede sentirse, intuirse y conocerse por personas comunes y corrientes conforme la aparente solidez y densidad del cuerpo se desvanece.
No tenemos un lenguaje adecuado para describir este tipo de experiencia incomprensible, de manera que la llamaremos Misterio, con M mayúscula. Al paso de los años, he descubierto que lo que experimentamos o conocemos directamente puede ser mucho más importante que nuestra capacidad para explicarlo o medirlo.
Cuando acompañamos a personas que fallecen, lo innegable es que la fragilidad y temporalidad están en la naturaleza de la vida. Ésta se une y separa siempre, no sólo sus propiedades físicas, no sólo al momento de morir.
Y es posible contenerlo todo en la compasión y el amor. Curiosamente, todos coincidimos en que la vida está en constante flujo, pero preferimos aferrarnos a la ilusión de que somos cosas sólidas que se mueven en un mundo variable. “Todo cambia menos yo”, nos decimos.
Estamos equivocados. No somos los pequeños seres sólidos que creemos ser.
No somos el contador, el maestro, el barista, el ingeniero de software. Tampoco el escritor ni el lector de este libro. O al menos no lo somos como lo imaginamos. No estamos separados ni aislados; nos encontramos en estado de flujo. Estamos hechos de elementos que danzan. Como todo lo demás, somos al mismo tiempo presencia y desaparición.
Somos como las ventanas de la granja centenaria donde viví. Sus vidrios parecían tan sólidos como los de cualquier ventana. Yo podía golpear el cristal y oír el nítido sonido de mis nudillos cuando hacían contacto con él. Pero luego de una inspección más atenta, saltaba a la vista que el vidrio era más grueso en la base del marco que en lo alto. El cristal no es enteramente sólido; es un fluido sujeto a la fuerza de gravedad. Después de muchas décadas, la ventana, que parecía tan rígida, tan permanente, se había transformado y cambiado, el cristal se había asentado en dirección descendente.
Nuestro concepto de nosotros mismos es tan temporal como el cristal de esa ventana. Tiene un propósito, pero no es sólido. No te dejes engañar por su apariencia perdurable.
Aunque una enfermedad es capaz de reducirnos a un concepto de nosotros mismos todavía más estrecho, muchos enfermos o moribundos dicen no estar limitados por las restricciones previas de sus conocidas y antiguas identidades. Están expuestos a un panorama más amplio. En una forma extraña, la enfermedad —lo mismo que un intenso encuentro con la belleza— nos sacude, nos hace madurar y nos abre a dimensiones más profundas del ser. Esto no quiere decir que la vida se vuelva perfectamente agradable y pulcramente ordenada. Hay aún mucha locura, caos y tumulto. Pero acabamos por adoptar identidades mucho más amplias. La vida interior y el mundo exterior se impregnan y combinan entre sí.
Charles era un hombre elegante. Cuando se mudó al Zen Hospice Project llevó consigo sus finas copas champañeras de cristal y su servicio de plata español. Todos los viernes en la noche ofrecía con orgullo pequeñas cenas para sus amigos. Vestía trajes italianos y corbatas de seda a diario… hasta que no pudo hacerlo más. Poco a poco dejó de ponerse otra cosa que no fuera su túnica, y de invitar a sus amigos íntimos.
Con el paso del tiempo, también otros elementos de su concepto de sí empezaron a desgajarse. Adoptó la costumbre de tocar los senos de las mujeres y de maldecir como un marinero. Comprensiblemente, esto molestó a sus amigos, a quienes horrorizó la impropiedad de su comportamiento. “¡Nunca antes había hecho cosas así!”, murmuraban. No es fácil ni agradable atestiguar cambios de conducta tan radicales.
Conforme la fatiga y confusión de Charles aumentaban, se alejó de sus antiguos círculos sociales y decidió invitar únicamente a un viejo amigo de confianza, que alguna vez había sido su amante. Él era quizá la única persona que comprendía que los cambios de Charles no se debían a la demencia que el sida le había provocado, sino a que su mundo inconsciente se inmiscuía en su vida consciente.
Aprendemos muy pronto en la vida a ocultar lo indeseable. Empezamos a moldearnos en la infancia, porque queremos que nuestros padres nos quieran y porque nuestra sobrevivencia depende de ellos. Inevitablemente adoptamos sus supuestos y prejuicios inconscientes —buenos y malos—, junto con los de nuestra educación cultural y religiosa particular, o nos rebelamos contra ellos. En uno u otro caso, desde un momento muy temprano de nuestra vida se nos condiciona a actuar de cierto modo. Este patrón de adaptación —de buscar la aprobación y evitar la reprobación— continúa a lo largo de nuestra vida escolar, con nuestros jefes y amigos y sirve de modelo para nuestras futuras relaciones íntimas.
En suma, escondemos bajo la superficie de nuestra conciencia lo que tememos que amenace nuestra sobrevivencia y presentamos ante el mundo lo que creemos que nos permitirá obtener lo que necesitamos. Con el paso de los años, esos patrones se arraigan tanto en nosotros que forman y mantienen nuestro concepto de nosotros mismos, lo que a su vez da origen a un sentido de identidad personal.
Cuando enfermamos de gravedad, como Charles, es probable que necesitemos toda nuestra energía para el mero acto de ponernos de pie, ir al baño o realizar las funciones más simples de la vida diaria. La enfermedad aniquila nuestra noción de control. Aunque no nos damos cuenta de ello, el proceso de la represión, que dura toda la vida, consume energía. Cuando ya no disponemos de esa energía, el material inconsciente empieza a escapar y con frecuencia nos sorprende.
Cuando esas tendencias reprimidas salen a la superficie y las identidades se modifican, puede ser muy inquietante no reconocer a un amigo o a uno mismo. Al mismo tiempo, una nueva libertad deja de oprimir lo que, muchas veces durante toda nuestra vida hasta entonces, nos avergonzaba o hacía sentir inadecuados. Las dualidades y falsos límites creados hasta ese momento pueden disolverse. Este relajamiento permite conocer la verdad e integrarla a un más extenso concepto de sí.
En ocasiones lo que reprimimos no es nuestra energía sexual, nuestra vergüenza o algo de lo que nos sintamos culpables, sino nuestra bondad innata.
Sean llegó al Zen Hospice Project gracias a que compasivamente fue puesto en libertad. Antes, purgó en la cárcel parte de una condena por haber matado a su hermana mayor, a quien había asestado diecisiete puñaladas, por lo que fue sentenciado a cadena perpetua; como consecuencia, era desconfiado, solitario y agresivo.
El hospicio fue al principio demasiado difícil para él; era muy íntimo. Nos rehuía. Se ponía de mal humor cuando la demanda de sus alimentos chatarra favoritos no era satisfecha de inmediato. Rara vez hablaba de su vida y, en cambio, criticaba a los voluntarios por ser demasiado comunicativos. En ningún momento dejamos de tratarlo como a todos los demás, con respeto y amor.
A mí me agradaba estar con él, platicar y fumar un cigarro. Me enteré poco a poco de que había crecido en casas de asistencia e ingresado al reformatorio a los trece años. Había pasado en la cárcel la mayor parte de su vida adulta. Si en aquellos días hubiera pedido ayuda o se hubiera mostrado amable con alguien, se habrían burlado de él, o incluso lo habrían matado.
Un día estábamos en el patio y me dijo:
—Hoy me dejé ayudar, Frank.
—¿En qué? —le pregunté.
—Dejé que las enfermeras me ayudaran a meterme a la ducha.
Meterse a la ducha. No a darle una ducha. Sean había permitido que las enfermeras le ayudaran a entrar al baño con la ropa puesta para que se desvistiera en cuanto ellas se retiraran. Ésa fue la primera vez en décadas que él permitió que alguien le ayudara a hacer algo.
En forma gradual, a medida que el comprensivo y amable entorno del hospicio hizo que relajara sus defensas, Sean estuvo en posibilidad de descubrir y revelar más de sí mismo, aspectos de su identidad que había ocultado por mucho tiempo para protegerse. Fue así como en él salieron a la luz cualidades como la cordialidad y la generosidad.
Durante los casi veinte años en que trabajé en el Zen Hospice Project, Sean fue el único que me organizó una fiesta sorpresa de cumpleaños. Insistió en usar para ello el dinero de su menguado cheque del gobierno. Quiso contratar a una desnudista para que emergiera de un brinco de un pastel falso, pero las enfermeras lo disuadieron. Se contentó con globos y un pastel de verdad.
Todos los voluntarios y enfermeros se habían reunido ya cuando llegó el pastel con las velitas encendidas y me cantaron “Feliz cumpleaños”. Yo no estaba enterado del asunto ni supe hasta después que todo había sido idea de Sean. Este gesto me conmovió mucho; él no habría podido hacer algo más bueno por mí.
Antes de morir hizo un video para su hijo, al que no conoció nunca. Le dijo: “Sabes que jamás estuve a tu lado; ni siquiera me conoces. Pero ahora quiero decirte que mi vida ha llegado a su fin y que es importante saber estas cosas”. Después le dio instrucciones de padre sobre la bondad y el perdón.
Fue una transformación prodigiosa. Cuando Sean bajó la guardia y permitió que su corazón se abriera, emergió su innata compasión, afecto y amor. Esto no se debió a que nosotros hayamos tratado de hacerlo cambiar, ilustrarlo o convertirlo; se debió únicamente a que lo queríamos. Con amor, al fin fue capaz de deshacerse de su identidad, que había forjado con violencia para protegerse pero que en definitiva lo limitaba: la idea de que era un convicto, una mala persona sin nada bueno que ofrecer al mundo.
Mi infarto anuló mi concepto de mí. Un día yo era el respetado maestro budista; al siguiente, apenas otro paciente de hospital cubierto con una bata que dejaba al descubierto mi trasero. En los meses posteriores me sentí despojado de las defensas psicológicas e identidades que alguna vez me habían definido. Me sentí humillado e indefenso. Cedí días enteros a las lágrimas, la añoranza, el pesar y el pánico, aferrado a historias trilladas que me dieran una pasajera sensación de control.
Perder contacto con mi concepto de mí mismo fue alarmante en un principio. Yo había sido siempre el fuerte, el que cuidaba a los demás. Ahora me sentía molido, más débil que nunca; no podía bañarme ni amarrarme los zapatos sin ayuda. Me sentía endeble y dependiente y temía, de forma irracional, que no volvería a trabajar nunca ni a servir de nada en el mundo. Una parte de mí pensaba que, si hacía un esfuerzo, podría recuperarme, pero lo que debía hacer era justo lo contrario: abandonarme al proceso.
Recordé entonces el antiguo mito sumerio del descenso de la reina Inanna al inframundo, imagen metafórica de lo más profundo del inconsciente. Es el relato de un viaje arquetípico a la integridad, lo que para la reina Inanna implica aceptar su lado oscuro y sombrío y despojarse de los lujos de su antiguo ser para conseguir un discernimiento esencial de la muerte y regresar al final con una apreciación más plena del ciclo de la vida. Ella viste al principio finos ropajes y porta la corona de una diosa celestial. En su trayecto al inframundo pasa por siete puertas, en cada una de las cuales se le pide renunciar a sus símbolos de poder: un anillo de oro, su peto, su cetro de lapislázuli, hasta quedar completamente desnuda.
Yo me sentía así de desnudo.
Por lo general, nos ataviamos con brillantes adornos para componer un positivo concepto de nosotros mismos y exageramos nuestras capacidades o importancia. A la inversa, podemos añadir leña al fuego de un concepto negativo y enfatizar nuestros defectos o debilidades. Sabemos de modo intrínseco que esa versión que cargamos y proyectamos al mundo no es real ni sustancial, pero invertimos en ella y terminamos por confundirla con la realidad.
De pronto ocurre algo que pone en evidencia lo que parecía sólido. Nos damos cuenta de que somos representaciones en constante cambio; lo único que mantiene nuestro relato es la saliva, el pegamento y el hábito. Vemos que la identidad no es un estado estático.
Identificarse es un acto interior, un proceso al que nos sometemos. Podemos identificarnos con casi cualquier cosa: un empleo, una nacionalidad, una preferencia sexual, una relación, nuestro progreso espiritual o un pensamiento pasajero. De igual forma, podemos abandonar esas identidades por curiosidad. Justo ahora podríamos reparar en las actitudes y reacciones, las preferencias que hacen que nos apeguemos a aquello con lo que nos identificamos. Una vez reconocido esto, podríamos aceptar esa identificación sin repelerla; no hay necesidad de que la combatamos. Se disolverá gradualmente, porque también es temporal.
Esto es a lo que se refirió el maestro zen Suzuki Roshi cuando dijo: “Lo que llamamos yo es sólo una puerta que se agita cuando inhalamos y cuando exhalamos”.5
Si atenuamos esas identidades, sentiremos menos restricción, más libertad, más inmediatez y presencia, aunque al principio nos sentiremos vulnerables.
A la entrada de casi todas las salas de meditación zen hay un han: un bloque grande y sólido de madera que los monjes golpean con un mazo para llamar a los estudiantes al zendo para meditar. A lo largo de él, con tinta negra sumi, está escrita esta enseñanza:
Toma conciencia del magno suceso del nacimiento y la muerte.
La vida pasa pronto,
¡despierta, despierta!
No desperdicies esta vida.
Estudiantes y maestros pasan junto a ese bloque cada mañana, lo que les recuerda la verdad fundamental de la temporalidad. Al cabo de varios años, en el punto de impacto del mazo con el grueso bloque de roble se abre un agujero y lo que parecía sólido se vuelve frágil y vulnerable.
Las palabras se borran y el bloque pasa a ser la enseñanza.
Todo indica que ése es el resultado de ser vulnerables. Cuando dejamos de aferrarnos a nuestras preciadas creencias e ideas, moderamos nuestra resistencia a los golpes de la vida, dejamos de tratar de controlar la incertidumbre y nos tomamos más a la ligera, nos volvemos menos sólidos. Nuestra identidad es menos fija.
En los meses posteriores a mi infarto me di cuenta de que entre más permitía que emergiera mi vulnerabilidad, menos inclinado estaba a ser alguien. Me ocupaba menos del trabajo de tiempo completo de la autogeneración. Sentía la fatiga de sostener mi personalidad. Ésta parecía en ocasiones un globo enorme que yo trataba de inflar a todo trance, al punto de quedarme sin aliento. Mientras aceptaba la fragilidad de mi vida, me abrí. Sentí que yo mismo era algo poroso, más transparente, más impregnable.
Uno de los escasos recuerdos que guardo de mi curso de biología de la preparatoria es la enseñanza de la ósmosis, el proceso mediante el cual las moléculas entran y salen de nuestras células por medio de una membrana semipermeable. Pienso que nuestra naturaleza más profunda puede impregnarnos a través de un proceso muy similar al de la ósmosis.
Gracias a nuestra vulnerabilidad, la posibilidad de conocer nuestra identidad esencial está presente siempre. No es necesario que esperemos otro momento, condiciones perfectas o nuestra muerte para percatarnos de eso. De hecho, el reconocimiento de nuestra temporalidad suele aparecer en el momento menos esperado, estimulado por las condiciones mismas que queremos evitar.
Durante mi recuperación, me sentí permeado por todo. La sublime belleza y el horror del mundo podían entrar en mi conciencia sin resistencia alguna. Era sensible a todo y lo recibía con gusto. No había filtros entre mi yo y cualquier otra parte de mí o del mundo. Yo era simplemente un ser.
Tomaba de la mano a Sid, una anciana del hospicio que, cuando llegó con nosotros, era cortante y malhumorada.
—¡Buenos días! —le decía un voluntario.
—¿Qué tienen de buenos? Me estoy muriendo de cáncer —replicaba ella.
En sus últimos días, sin embargo, pasó de ser dura y antipática a ser cada vez más transparente. Su piel se volvió casi traslúcida y todo su ser la siguió. Bajó tanto de peso que parecía que el viento podía atravesarla. Su agresividad se desvaneció y fue reemplazada por una actitud amable y tranquila. Fue como si esa evolución permitiera que su naturaleza esencial se manifestara, porque ella ya no se desgastaba en mantener el trillado relato de su vida.
Cuanto más permeable me volvía yo, más me daba cuenta de que los seres humanos somos sencillamente un conjunto de condiciones en cambio permanente. Deberíamos tomarnos más a la ligera; tomarnos demasiado en serio causa mucho sufrimiento. Nos decimos que lo podemos todo —“¡Fájate los pantalones y hazlo!”— cuando en realidad estamos indefensos, sujetos a los hechos que ocurren a nuestro alrededor. Pero esa indefensión nos pone en contacto con nuestra vulnerabilidad, la cual puede ser una puerta a una mayor intimidad con la realidad.
Mi concepto de mí mismo no desapareció por completo luego de mi infarto. Todavía era Frank, aunque mi personalidad no era ya la fuerza dominante que había sido alguna vez. Durante esos meses de recuperación pasé mucho tiempo sentado en un viejo sillón de piel con una hermosa vista al mar. Dejaba abierta la puerta para que si alguien llegaba a visitarme, yo pudiera invitarlo a pasar con un grito y él entrara sin que yo tuviera que levantarme, lo cual era difícil para mí.
Seis meses después de la operación, un día oí que sonaba el timbre; me paré instintivamente de un salto y me dirigí a la puerta. Cuando cruzaba la sala, sentí que mi concepto de mí mismo volvía a mi cuerpo. Fue como una escena de Invasion of the Body Snatchers (La invasión de los usurpadores de cuerpos); mi yo se reafirmaba con más fuerza que antes.
“¡Ya regresé, no se preocupen, estoy a cargo de nuevo!”, decía él.
Por extraño que parezca, no me dio gusto que eso pasara; en realidad, lo sentí como una derrota. Temí volver a mis antiguas costumbres y perder contacto con mi recién descubierta noción de mi naturaleza fundamentalmente ilimitada.
Eso no ocurrió, por fortuna.
Descubrí en cambio que podía operar como Frank, mi personalidad que hace las cosas en el mundo, pero que también tenía acceso al más pleno sentido del ser que había encontrado durante mi recuperación. Me di cuenta de la posibilidad de paz interior. Cualesquiera que fueran las condiciones de mi vida, podía dejarlas, podía cambiar, podía encontrar satisfacción.
Por suerte, no tenemos que esperar a estar enfermos o agonizantes para aceptar nuestra temporalidad; cualquier hecho de los que cambian la vida nos ofrece esa oportunidad. Piensa en la forma en que los nuevos padres amplían su visión de sí mismos para incluir en ella su rol como padres o madres. Piensa en el caso de una alta ejecutiva que pierde su puesto; podría tambalearse durante meses, incluso años, si se adhiriera demasiado a su identidad como profesional. Sólo si es capaz de olvidarla y aceptarse como una persona más grande que el puesto que tenía, si es capaz de reconocerse como un ser humano con pasiones, intereses, temores y heridas que crecen y evolucionan al paso del tiempo, podrá recuperarse y forjar un nuevo sendero para sí.
Cuando nuestro concepto de nosotros mismos se desplaza hacia el ser, trascendemos nuestra resistencia a la temporalidad. No sólo eso; también, como me pasó a mí después del infarto, tomamos conciencia de algo más allá de la temporalidad: la fuente permanente de la que brota la vida. Suzuki Roshi escribió: “Vivir […] significa morir como un ser inferior momento a momento”.6 Con esto quiso decir que el yo no es una cosa estática y única sino un proceso, o más bien una red de procesos entrelazados. Cuando comprendemos esto, vemos que siempre es posible responder creativamente a una situación. Nada nos impide cambiar y transformarnos, nada lo hizo nunca.
Aceptar nuestra temporalidad es un viaje que nos pone cada vez más en contacto con la verdadera naturaleza de las cosas. Primero aceptamos que todo lo que nos rodea cambia. Después entendemos que nosotros mismos cambiamos siempre: nuestros pensamientos, sentimientos, actitudes y creencias, incluso nuestras identidades.
Lo maravilloso de nuestra temporalidad es que nos une a todos los demás seres humanos. La empatía surge de la apreciación de nuestra transitoriedad y de la comprensión de nuestra interconexión. No estamos aislados, como lo creímos alguna vez. De hecho, estamos firmemente enlazados con todos y con todo.