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3. La maduración de la esperanza

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La esperanza inspira al bien a revelarse.

Anónimo (atribuido a EMILY DICKINSON)

Mientras recorría ágilmente el amplio pasillo de cristal y acero de un enorme centro médico en el Oeste de Estados Unidos, meditaba sobre la naturaleza impersonal del actual sistema de salud. Justo en ese momento, la “Canción de cuna” de Brahms empezó a escucharse en los altavoces del hospital.

Le pregunté sobre esa hermosa pieza a la jefa de enfermeras, quien me acompañaba durante mis visitas a pacientes, y me contestó con una sonrisa:

—Acaba de nacer un bebé.

Sorprendido por esa respuesta, le pedí que me hablara más sobre el asunto.

Me explicó que cada vez que en ese centro médico nacía un bebé, la unidad de maternidad hacía sonar la “Canción de cuna” de Brahms, la cual llegaba a todas las habitaciones.

—¿Incluso a las de los pacientes? —pregunté incrédulo.

—Sí, y a todas las unidades: ortopedia, terapia intensiva, urgencias, salas de operaciones, oficinas administrativas, cafetería y hasta al centro de seguridad —respondió con orgullo.

—¿La ponen en todos los partos, aun los difíciles? —yo no salía de mi asombro.

—Sí —contestó—, en todos: los naturales, los de bebés prematuros y las cesáreas.

Cuando miré a mi alrededor, vi que las personas que corrían a su siguiente reunión hacían una pausa. Las conversaciones se interrumpieron y dieron paso a sutiles sonrisas. Por unos momentos, donde había habido tensión y estrés había ahora deleite y tranquilidad.

Los hospitales son imanes del sufrimiento, lugares llenos de dolor físico, temor, ansiedad y otros inconvenientes. El personal tiende a abstraerse en los detalles técnicos de la atención, abrumado por el dolor de los enfermos y su incapacidad para responder a él.

La “Canción de cuna” de Brahms era un bálsamo, un jubiloso recordatorio del potencial de vida nueva que existe en todo momento, un impulso para seguir, aun frente a la adversidad. Esa pieza era algo más que un anuncio de agradable optimismo; por un breve instante, el ambiente se llenaba de esperanza.

La esperanza es una actitud sutil —y a veces inconsciente— de la mente y el corazón, y un recurso esencial de la vida humana. Es el ingrediente que nos motiva a levantarnos cada mañana y ansiar las posibilidades del nuevo día. Es la anticipación de un futuro positivo. Desmond Tutu, la conciencia moral de Sudáfrica y crítico declarado del apartheid, dijo en una ocasión: “La esperanza es la capacidad de ver luz a pesar de tanta oscuridad”.1

Los expertos difieren en si la esperanza es una emoción, una creencia, una decisión consciente o las tres cosas al mismo tiempo. El ideólogo Václav Havel, primer presidente de la República Checa, sugirió que la esperanza es “una orientación del espíritu”.2 Yo pienso que es una cualidad innata del ser, una confianza abierta y activa en la vida que se resiste a desvanecerse.

De lo que sí estamos seguros es que la esperanza nos lleva más allá de lo racional. A veces esto puede ser invaluable para nuestra sobrevivencia; otras, cuando la esperanza se malentiende, puede hundirnos en ilusiones y volverse un obstáculo para enfrentar las realidades de la vida.

Para distinguir el verdadero valor de la esperanza debemos trazar una línea entre esperanza y expectativa. La esperanza es una fuerza optimizadora que nos mueve hacia la armonía, a nosotros y a la vida entera. No viene de afuera; más bien, es un estado perdurable del ser, un manantial oculto en nosotros. Cuando la mente está quieta y alerta podemos ver más claramente la realidad y reconocerla como un proceso vivo y dinámico. La esperanza posee una osadía imaginativa que nos ayuda a percibir nuestra unidad con toda la vida y a buscar el ingenio que necesitamos para actuar en su nombre. Podemos sentir la tranquilidad, el optimismo de este tipo de esperanza, el entusiasmo y positividad que engendra; nos tonifica para realizar actividades que, suponemos, enriquecerán nuestro futuro. Esta versión de la esperanza es una necesidad humana básica.

Sin embargo, nuestro tipo usual de esperanza es poco más que una ilusión. A menudo se le asocia con una creencia casi infantil, a veces incluso con una fe ciega, en que una autoridad o agente externo producirá lo que queremos. Deseosos de nuevas condiciones, esta visión convencional de la esperanza es un rechazo de lo que está frente a nosotros en el aquí y ahora, es el otro lado del temor.

La expectativa que se disfraza de esperanza se mantiene fija en un resultado específico. Esta esperanza se combina con el deseo de cierta consecuencia futura. Se centra en el objeto, nos saca de nosotros mismos. El problema es que cuando no se obtiene el resultado esperado, cuando no se consigue el objeto, nuestras esperanzas se ven truncadas.

Basar nuestra felicidad en un resultado específico nos causa todo tipo de sufrimientos. Para contener esta pena, tratamos de controlar todo lo que sucede a nuestro alrededor. Pero no tenemos ningún control sobre el clima del día de nuestra boda, el estado de ánimo de los demás, la posibilidad de que ganemos la lotería o incluso de que recibamos un diagnóstico de cáncer. Como ya vimos, la ley de la temporalidad prevalece sobre nuestros mejores planes.

En el siempre novedoso panorama de nuestra existencia, el apego a resultados disfrazado de esperanza sólo genera ansiedad e interfiere en nuestra capacidad para estar presentes en nuestra experiencia de la vida tal como se desenvuelve en este momento. La ya desaparecida antropóloga Angeles Arrien, quien me honró con su amistad, recomendaba estar “abiertos a los resultados, no apegados a ellos”. Escribió: “La apertura y el no apego nos ayudan a recuperar los recursos humanos de la sabiduría y la objetividad”.3

Yo observaba las visitas de Fred a su esposa, Rachel, en el Zen Hospice Project. Ella moría de cáncer de colon y Fred iba todos los días a darle de comer sandía. No un poco, sino lo que en cada ocasión parecía una sandía entera.

—¡Vaya que te gusta la sandía! —le comenté a Rachel una vez.

—No mucho en realidad —replicó—. Fred leyó en internet que es buena contra el cáncer, así que la como para complacerlo.

La sandía… Sé que suena absurdo, pero no es raro que personas desesperadas recurran a toda clase de curas. En ocasiones, algunas surten efecto.

Fred amaba a Rachel y era incapaz de aceptar la realidad de que su esposa agonizaba. Aferrarse a la fantasía de que había descubierto una cura secreta del cáncer era una esperanza ciega.

Una noche le pedí que me enseñara la página que promovía la cura de sandía. Entusiasmado, me la leyó él mismo. De pronto se desanimó y cubrió su cara con sus manos; se dio cuenta de que había entendido mal el contenido de esa página. En ella no se sugería que la sandía fuera una cura milagrosa, sino que consumir esa fruta contribuía a la hidratación, la cual era un aspecto importante de la curación.

Después de darle tiempo para que viera disiparse sus expectativas sobre la sandía, le pregunté qué esperaba de los que quizás eran sus últimos días con Rachel.

—Espero amarla con todo mi corazón —respondió sin vacilar—. Amar sin reservas todo su ser. Hacerle saber que mi vida fue bendecida gracias a que me casé con ella.

Durante la última semana de Rachel, Fred no se apartó un solo momento de su lado.

Al igual que él, los enfermos graves y sus seres queridos suelen emprender el viaje hacia la muerte con una esperanza egoísta en un milagro, sea la completa recuperación de un cáncer o el retorno de todas sus capacidades físicas y mentales. Lo que en esas circunstancias llamamos esperanza en realidad es sólo una expresión de nuestro temor. En ese estado no generamos soluciones confiables, porque emergen de nuestra confusión.

La esperanza es una cualidad humana innata que puede contribuir positivamente a una sensación de bienestar; por lo que no parece adecuado que la descartemos. Quizá lo que debemos hacer es volver a trabajar en nuestra comprensión y aplicación de ella.

Yo he descubierto que la esperanza puede cambiar con el apoyo de la compasión. Deja de ser entonces el control de síntomas, que no elegimos ni podemos evitar, y se convierte en un descubrimiento del valor de vivir plenamente en nuestras condiciones presentes. Con frecuencia se transforma en lo que yo llamo esperanza madura, una esperanza que nos lleva dentro de nosotros mismos y hacia el descubrimiento de lo que hay de bueno en nuestra experiencia.

La esperanza madura requiere tanto una intención clara como una renuncia simultánea. No depende de los resultados. De hecho, está vinculada a la incertidumbre, porque nunca sabemos qué pasará después. La esperanza radica en el potencial de nuestra respuesta, no en que las cosas salgan de determinada manera. Es una orientación del corazón, sustentada en el valor y en la confianza, en nuestra bondad humana básica, no en lo que podemos lograr. Esa confianza fundamental guía nuestras acciones, nos permite cooperar con los demás y perseverar, sin apegarnos a una consecuencia específica. En la enfermedad, la esperanza madura nos ayuda a llegar a una situación de integridad aun si no existe una cura.

Cuando relajamos nuestra inquebrantable visión del futuro —la idea de que “Las cosas deberían ser así”—, no estamos atrapados ya en una visión convencional de la esperanza. Abrimos un espacio para la sorpresa. Como descubrió Fred, con bondad y flexibilidad podemos reimaginar la esperanza incluso en una situación que parece irremediable. El vigor de la esperanza madura nos ayuda a permanecer abiertos a la posibilidad de que, aunque la vida no resulte como lo creímos en un principio, podrían surgir oportunidades que no imaginamos nunca.

Los desastres naturales, terremotos, incendios e inundaciones son ejemplos claros de situaciones devastadoras que perturban drásticamente la vida diaria; se pierden hogares, mueren personas. El caos imprevisto nos impacta de maneras muy diversas. Pero en estas condiciones hemos comprobado, una y otra vez, que las personas se unen en formas positivas, se alimentan unas a otras, actúan con valentía, hacen amistad con desconocidos y muestran lo mejor de sí mismas. Quizás esto se debe a que somos abruptamente expuestos a la inmediatez de la vida, de un modo similar a la impresión que nos provoca recibir un diagnóstico que pone en peligro nuestra existencia.

Las historias de personas que enfrentan con dignidad condiciones difíciles nos alientan y nos inspiran esperanza en la bondad y altruismo básicos de los seres humanos.

La mayoría de nosotros optamos por la comodidad por encima de la verdad. Pero si lo piensas bien, en nuestras zonas de confort no crecemos ni nos transformamos. Lo hacemos cuando nos damos cuenta de que no podemos controlar todas las condiciones de nuestra vida, y por tanto se nos reta a cambiar. Cuando dejamos de apegarnos a lo que fue y de ansiar lo que, según nosotros, debería ser, podemos aceptar la verdad de este momento.

La esperanza madura acepta la verdad de que, hagamos lo que hagamos, las cosas cambiarán. El cambio es constante e inevitable. La esperanza de un mundo sin cambios deriva pronto en desaliento. En vez de ello, debemos confiar en nosotros y en los demás, en la acción correcta y la perseverancia, sin impaciencia.

Una vez conocí a un señor de setenta años que había plantado diez mil robles. Ignoraba cuántos de ellos habían llegado a ser árboles adultos y es indudable que jamás vería uno en plena madurez. Decía que la esperanza era un presagio compartido entre él, los árboles y los niños que algún día se subirían a las espléndidas ramas de esos robles.

No conocí a Crystal. Un día llamó para preguntar si era posible que yo le leyera El libro tibetano de los muertos a su maestra, una psicóloga de renombre mundial, que estaba muriendo. Le expliqué que esa obra era muy esotérica y que algunas de sus imágenes podían ser terribles para los no iniciados. Además, le pregunté por qué creía que le haría bien a su maestra que yo le leyera ese libro en su lecho de muerte.

—Ha sido una profesora valiosa y llevado una vida notable —respondió—, así que queremos que tenga una muerte igualmente importante.

Sentí que esta expectativa podía presionar demasiado a aquella maestra y repliqué:

—Quizás ella quiera una muerte perfectamente ordinaria.

Crystal colgó. Supuse que había decidido llamarle a otra persona.

Pero más tarde volvió a llamar y me explicó que, después de haber hablado con sus compañeros, comprendieron que lo que de verdad querían era ayudar a su profesora a morir en paz.

Accedí a colaborar, siempre que se hiciera todo lo posible por saber qué era lo que la maestra realmente necesitaba. Le pedí a Crystal que observara y escuchara con atención lo que ella decía.

—No puedo hacerlo —repuso—. Está en coma parcial, no puede hablar.

—Observa con más atención. ¿Está sudando? —le pregunté.

—Sí —contestó.

—Busca una toallita húmeda y ponla delicadamente en su cabeza. Te está diciendo que tiene fiebre.

—De acuerdo.

—¿Hace muecas con algún signo obvio de dolor? —pregunté en seguida.

—No —respondió.

—Muy bien. Demos el paso siguiente —indiqué—. ¿Cómo es su respiración?

—Muy rápida, algo errática —dijo.

—Siéntate en silencio junto a ella y sigue el ritmo de su respiración; inhala cuando inhale, exhala cuando exhale. No es necesario que la guíes, nada más acompáñala. De ese modo, le brindarás una presencia amable y bondadosa, pacientemente atenta a los cambios que ocurren en su experiencia, momento a momento.

Continuó así durante más de veinte minutos. Aun por teléfono, era notorio que había ocurrido un cambio en el ambiente.

—¿Qué pasa ahora? —inquirí.

—Su respiración es muy rápida aún, ¡pero yo estoy mucho más tranquila! —contestó entre risas. Su voz era muy diferente a la de su primera llamada.

—Sigue escuchando así —le dije—. Observa el tono de su piel, escucha su respiración, ve qué pasa cuando mueve los ojos. Obsérvala con cuidado, percibe todo como una comunicación contigo. Deja que ella te muestre el camino; te guiará. Sabe cómo hacer esto. Los seres humanos hemos partido de la existencia desde hace cientos de miles de años.

Tras expresar mi admiración por el minucioso cuidado de Crystal, colgamos. Al día siguiente me llamó para avisarme que su maestra había muerto en paz durante la noche, cuando la mayoría de sus alumnos estaba ausente.

En la cultura occidental nos agrada cultivar la idea de lo que significa “bien morir”. Abrigamos la romántica esperanza de que, cuando una persona fallece, todo marchará a la perfección; todos los problemas se resolverán y ella estará en absoluta paz.

Pero esta fantasía dista mucho de ser real. El “bien morir” es un mito. La muerte es desordenada. Los moribundos suelen dejar marcas de que derraparon, de que arrastraron los talones mientras se iban. Algunos se apartan de los demás y jamás vuelven a mirarlos, muchos dejan sin cuestionar los hábitos de toda su vida y se obstinan en mantenerlos, otros se enorgullecen; quieren marcharse dándose aires. Muy pocos encuentran paz y armonía en el inmenso desafío de morir. Pero ¿quiénes somos nosotros para determinar cómo debe fallecer otra persona?

Sé, por experiencia, que la expectativa romántica del bien morir impone al moribundo una carga enorme e innecesaria. Que la gente no se sumerja tranquilamente en la oscuridad puede ser visto como un fracaso. “Mi madre no vio túneles de luz; murió aterrada, fue una muerte espantosa”, oí quejarse a un individuo una vez. Muchos se sienten un fracaso por el solo hecho de morir, ya que nuestra cultura inculca el lenguaje de “luchar hasta el final”. ¿Por qué hemos de agobiar más todavía al moribundo juzgando cómo debe partir? Como lo descubrió Crystal, permitir que nuestros seres queridos tengan la muerte que precisan es muy liberador para ellos y para nosotros.

Cuando me siento junto a la cama de una persona que agoniza, mi principal meta es mantener un corazón abierto. Siento que tengo la responsabilidad de apoyarla, esté donde esté, en su trayectoria. Señalo sus recursos interiores. Trato de iluminar capacidades que ya posee, pero que quizá no había notado. A veces esa persona encuentra bondad en mis ojos; ésta es un reflejo de la suya y de repente es capaz de verse de una nueva manera.

Emily tenía apenas treinta y cuatro años cuando llegó al Zen Hospice Project aquejada de cáncer de mama. Antes de que cayera en lo que un amigo llama “el sueño crepuscular” —un sueño del que es raro que volvamos—, me contó el horrible tormento que había sufrido de niña a manos de Ruth, su abusiva madre.

Cuando la afección de Emily se volvió crítica, Ruth viajó desde el otro extremo del país para estar junto a su hija. No se habían hablado en años; había mucha animadversión entre ellas. La madre se deshizo en disculpas a su única hija por su conducta en el pasado y rogó que la perdonara. Emily permaneció callada e insensible, tal como se había mostrado durante incontables días.

De pronto se incorporó, miró a su madre a los ojos y le dijo con voz fuerte y clara:

—¡Te odio! ¡Te he odiado siempre! —y murió.

Había un sufrimiento enorme en esa habitación. Ruth se conmocionó; vivía la peor de sus pesadillas. Fue estremecedor que las últimas palabras de Emily hayan sido tan duras.

Es difícil mantener un corazón abierto en un infierno como ése. Pero cuando lo hacemos, podemos ver más allá de la angustia inmediata y tomar conciencia de que existen otras posibilidades. Emily al fin había sido capaz de decirle la verdad a su madre, algo que temió hacer toda la vida. Lo que le dijo fue horrible pero era cierto. Decir la verdad es indispensable para un futuro basado en la curación y la esperanza madura.

¿El de Emily fue un “mal morir”? Muchos dirían que sí; yo ya he dejado de juzgar. El “bien morir” de una persona es la peor pesadilla de otra. Algunas querrían que la muerte les llegara de súbito, otras esperan fallecer con lentitud. Algunas esperan verse rodeadas por sus familiares, otras temen la interferencia de individuos bienintencionados.

En los meses posteriores a la muerte de Emily, trabajé con Ruth para apoyarla en su pena. Fue un camino arduo, pero asumir la responsabilidad de sus acciones pasadas y enfrentar la aparentemente intolerable verdad del odio de Emily resultó esencial para que se perdonara a sí misma. No pretender modificar el pasado fue decisivo en la curación de sus heridas y en su reconciliación consigo misma y con su hija, pese a su turbulenta relación de tantos años. Cuando tomó conciencia de que no podía alterar esas condiciones, de que no podía cambiar lo que había sucedido en el lecho de muerte de Emily ni dar marcha atrás para ser una madre distinta, fue capaz de aceptar que las cosas eran así y hacer las paces con ello.

En la muerte y en la vida, ¿debemos “esperar lo mejor” o “lo peor”? ¿Qué tal si, en lugar de eso, cultiváramos un cuidado sin juicios y un compromiso con la verdad que está presente, sea la que sea? Supongamos que en vez de escoger un lado u otro, desarrolláramos claridad mental, estabilidad emocional y presencia necesarias para no dejarnos llevar por un ciclo de altibajos, esperanzas y temores. La ecuanimidad da origen a la flexibilidad, la cual es fluida, no fija, así como confiada, adaptable y receptiva. Podríamos aceptar nuestro pasado, a nosotros mismos, a los demás y las condiciones siempre diversas de nuestra vida “tal como son”, ni buenos ni malos, pero sí manejables.

En este caso es útil buscar refugio en la temporalidad. No en la expectativa de que las cosas resulten como esperamos o tememos, sino en el hecho de que cambiarán aun si no lo deseamos.

Hablamos de vivir en el presente, pero ¿dónde se halla el presente? ¿Es el nanosegundo que delimita el espacio entre el pasado y el futuro? Parafraseando a san Agustín, el ahora no está a tiempo ni a destiempo. El escurridizo presente no se mide con el tictac de un reloj, que los seres humanos inventamos, ni está separado del pasado y el futuro. No existe una línea cronológica, no al menos como la concebimos convencionalmente.

Todos hemos tenido sensaciones de atemporalidad, cuando un momento se ensancha como si fuera un sueño. Cuando recuerdo a mi madre, que murió hace más de cuarenta y cinco años, ¿acaso el pasado no ocurre en el ahora? El presente incluye al pasado y, en potencia, al futuro. Mi nieta es apenas una bebé, así que por lo pronto no determina conscientemente su futuro; pero el potencial de ese futuro ya vive en ella, igual que en cada uno de nosotros.

Aquí es donde entra en juego la energía de la esperanza, no como un deseo que cumplir o un plan que formular y ejecutar, sino en el modo en que enfrentamos el momento, que no deja de modificarse. El presente incluye todo el tiempo; es el ahora totalmente incluyente. Su descripción óptima sería el flujo de la vida Nos determina siempre y nosotros lo determinamos a él por la manera en que lo enfrentamos y le respondemos.

No esperes es una exhortación a sumergirte completamente en la vida. No te pierdas este momento por querer que llegue el siguiente. No esperes a actuar cuando algo de verdad importa. No te aferres a la esperanza de un pasado o un futuro mejor; vive el presente.

El párkinson de David estaba muy avanzado. Al principio, el deterioro de su cuerpo le causó temor y frustración. Advertía que a menudo se relacionaba con su cuerpo a partir del deseo de que fuera distinto.

“¡Si pudiera detener esta enfermedad!”, pensaba. “¿En qué momento se agravará mi dolencia?”, “¿Cómo?”, inquiría. Esperar a que sus circunstancias cambiaran, esperar un futuro diferente, lo mantenía cavilando casi todo el tiempo y lo llenaba de ansiedad.

Por fortuna, le gustaba la meditación y con el paso del tiempo modificó su mentalidad. Sus pensamientos se aquietaron. Se relajó y se volvió más sereno y reflexivo. Describía esos momentos como “atemporales” y me dijo: “Hoy comprendo que el constante deseo de que las cosas fueran distintas me impedía ver los aspectos positivos de mi experiencia del párkinson. Ahora me concentro en mi gratitud para quienes me cuidan. Confío en mi capacidad para vencer todos los retos que aparezcan en mi camino”.

Después añadió: “En mi mente ordinaria, tengo la esperanza de que mi enfermedad cambie. Ella es el objeto de mi temor y quiero controlarlo, pero con eso no hago sino exponerme a una gran desilusión, me pierdo. Cuando estoy más tranquilo, ese objeto viene a mí y lo veo como un ‘pensamiento nacido del miedo’. Me doy cuenta de que si estoy consciente de ese pensamiento y del temor que lo acompaña, eso no es lo único presente; también está presente la conciencia. Y gracias a este reconocimiento puedo tomar la decisión de operar mediante el temor o mediante la conciencia”.

Continuó: “Es como cuando, al ver por primera vez la Tierra desde la Luna, pudimos comprendernos en formas antes imposibles. Cuando no dependo tanto de la esperanza o de la expectativa, mi visión panorámica es más amplia. Veo oportunidades que antes se me escapaban. Éste no es un estado pasivo e indefenso o un espacio vacío en mi mente; es una apertura total que posee un dinamismo intrínseco y que está llena de curiosidad y descubrimiento”.

Lo que David describió con tanta elocuencia es una dimensión sutil de la idea que yo llamo la no espera. Es el antídoto contra la trampa de la expectativa, una cualidad sensible y abierta de la mente. En la no espera permitimos que los objetos, las experiencias, los estados de ánimo y el corazón se desenvuelvan por sí solos, se nos revelen sin que interfiramos en ello.

La diferencia entre No esperes y la no espera es similar a la que existe entre el desapego y el no apego. El desapego implica distanciarnos de un objeto o experiencia particular; puede provocar una sensación de frialdad, como al retraernos o desprendernos. El no apego significa simplemente no aferrarse, no adherirse, no involucrarse; no hay necesidad de distanciamiento.

De igual forma, la no espera es amplia y relajada, es un modo de permitir que la experiencia se acerque a nosotros sin necesidad de que extendamos el brazo para tomarla. Al final, conocemos nuestra experiencia por revelación, no porque le hayamos extraído un significado, la hayamos manipulado para que fuera como queríamos o la hayamos agobiado con nuestros conocimientos previos. La no espera es una bienvenida serena, una invitación más que una exigencia. Cuando dejamos de depender del futuro esperando un resultado particular, o del pasado esperando ser capaces de cambiarlo, podemos conocer por completo este momento.

La no espera nos ofrece un nuevo punto de vista, un poco como Google Maps. En determinado momento podríamos tener una visión muy estrecha de una calle y concentrarnos en minucias como la dirección de una casa. Pero después podemos retroceder y adoptar una perspectiva más amplia; veremos entonces que esa casa no es más que un pequeño punto en la ciudad, el país, el hemisferio donde reside. Cuando vemos el panorama general, podemos incluir más opciones.

La no espera no es paciencia. La paciencia implica expectativa, esperar el momento siguiente, aunque en forma más calmada. La no espera es más bien como el contacto continuo con la realidad. Estamos alerta, despiertos y plenamente conscientes. Sea cual sea la experiencia —“buena” o “mala”, de nuestro agrado o no—, ponemos toda nuestra atención en lo que sucede justo ahora.

En la vida, tanto como en la muerte, cuando separamos la esperanza de la expectativa y la vemos como algo independiente del apego a los resultados, desarrollamos un sabio contacto con la realidad. Estamos presentes en el desenvolvimiento de la vida y participamos directamente en él. Nos ocupamos del viaje en vez de esperar la llegada a nuestro destino.

La esperanza con una actitud de no espera da origen a una generosidad infinita, una apertura gozosa, una receptividad que no depende de las circunstancias y condiciones. Surge de un contacto inmediato con la benevolencia de la vida humana, gracias a lo cual podemos avanzar en la vida sin mucha interferencia. La esperanza madura es un poco como la “Canción de cuna” de Brahms, un dulce recordatorio que nos ayuda a relajarnos y a apreciar el potencial de vida nueva de la cual el presente siempre está lleno.

Las cinco invitaciones

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