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ОглавлениеPRÓLOGO
Juan José Bautista S.
Vivimos una coyuntura histórica que muchas generaciones anteriores hubiesen querido vivir. Es muy especial porque en esta época muchas grandes certezas o verdades evidentes se están cayendo literalmente a pedazos. Grandes verdades otrora sostenidas por argumentos científicos o filosóficos tan sólidos, literalmente se están esfumando como nubes al viento; lo cual produce una situación en general carente de un sentido definido. No es sólo el pasaje de un mundo unipolar a uno multipolar lo que afecta nuestra visión de la realidad, sino el ocaso de un mundo, de una cultura y hasta de una civilización. Decir que el capitalismo está en crisis no es ninguna novedad, y que estamos en transición hacia una economía poscapitalista tampoco.
Pero decir que la Modernidad está en crisis, y su secuela posmoderna también, ya no es tan obvio. Las críticas a la Modernidad que surgieron en el siglo XX presuponían su continuidad o, al menos, su superación en caso de asumir tareas pendientes, pero éste ya no es el caso. Por ello es que poco a poco comienzan a surgir voces o argumentos tendentes a mostrar lo que podría seguir como proyecto económico, cultural o civilizatorio más allá del capitalismo y la Modernidad.
Sin embargo, como todo proceso de transición, lo nuevo no aparece diáfanamente en el horizonte sin hacer antes, o paralelamente, la evaluación de cómo hemos llegado a este punto. Más cuando el criterio de “futuro” ya no está más en futuro, porque la concepción del futuro que produjo la Modernidad es la que se está difuminando. El golpe de timón que reclamaba Benjamin ya no es más un lema, es una necesidad de la existencia, pues ya no es evidente que creamos en el futuro de la Modernidad como antes —pese a que aún vivimos en ella y el capitalismo—. Entonces, ¿cómo vamos o vemos más allá de ellos?
La obra de Franz Hinkelammert muestra desde hace décadas cómo el capitalismo y la Modernidad produjeron una realidad tal que obnubiló nuestra visión o comprensión de lo que hace posible cualquier realidad. Esta visión moderna de la realidad no tuvo origen en 1492, sino que viene gestándose desde mucho antes, cuando se empezó a configurar lentamente en la tradición occidental un tipo de subjetividad de dominación que, aplastando cualquier proceso de liberación, fue configurando poco a poco una visión de la realidad que la Modernidad pudo desarrollar hasta sofisticaciones tan inauditas que ahora, con lenguaje y hasta discurso emancipador, se pueden producir relaciones de dominio muy complejas y crudas en nombre del ser humano y la libertad. Éste es el problema del fetichismo que fue formulado por Marx y que Hinkelammert desarrolla como muy pocos en este tiempo.
Supuestamente vivimos en un mundo y una época en los cuales el ser humano, después de tanta “prehistoria”, no sólo tiene acceso al conocimiento científico, o sea “verdadero”, sino que ahora ha alcanzado por fin su humanidad. El problema es ¿por qué en medio de tanto conocimiento “supuestamente verdadero”, de tanto desarrollo científico y tecnológico sin precedentes, hay tanta acumulación de miseria y tanta injusticia y destrucción de la naturaleza a niveles nunca antes imaginados? Ya no es sólo el capitalismo el problema, sino el horizonte histórico y cultural que lo hizo posible, llamado Modernidad. Ésta produjo su propio conocimiento, su propia cultura y su propia ciencia para justificarse a sí misma como lo mejor, y al capitalismo como bueno. De igual modo, para poder fundamentarlos como lo más desarrollado, superior y racional, produjo su propia idea de racionalidad. Es por ello que la actual producción de miseria y la destrucción de la naturaleza se pueden hacer conforme a esta racionalidad. Los grandes organismos internacionales, tales como el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y el Banco Mundial (BM) utilizan argumentos lógicos, racionales y hasta científicos para justificar sus actos como buenos o necesarios.
Pero los resultados de este proceso de racionalización y modernización son, aparte de desastrosos, irracionales. Es lo que Hinkelammert llama la irracionalidad de lo racionalizado; es decir, el problema no es la razón en general, sino el tipo de racionalidad que produjo la Modernidad, que no se estructura de conformidad con la razón ni con la humanidad ni con la vida, sino con la sinrazón y hasta la destrucción de las condiciones de posibilidad de toda forma de vida. Y si supuestamente la Modernidad es lo más racional que la humanidad pudo crear a lo largo de su historia, ¿dónde está la contradicción?
En este libro, Hinkelammert muestra cómo a lo largo de la historia aparece en casi todo proceso emancipatorio, revolucionario o de liberación el fenómeno del termidor, entendido como aquel sujeto, sector, partido o sección del movimiento revolucionario que, en nombre de la revolución, traiciona los elementos básicos o fundamentales de dicho proceso. Para ello el termidor elabora un discurso, una interpretación de los hechos, una teoría y hasta una filosofía, la cual se convierte en la interpretación oficial del hecho o acontecimiento revolucionario. Esto es: al elaborar esta versión oficial o “verdadera” de la revolución, el termidor produce su propia ortodoxia.
El contenido de la ortodoxia normalmente es una “inversión” del sentido con el que el proceso revolucionario fue creado. En el caso de la Revolución francesa, paradigmática de las revoluciones modernas, de ser un movimiento popular se convierte después en una revolución burguesa. Marx es uno de los primeros en advertir este fenómeno, que siguió apareciendo durante el siglo XX, y la Revolución rusa de 1917 también podría ilustrarlo, pues ésta produjo una ortodoxia contraria u opuesta no sólo al socialismo sino hasta al pensamiento de Marx. Pero ahora, desde fines del siglo XX y comienzos del XXI, este fenómeno se ha complejizado mucho más, porque —supuestamente— la Modernidad iba a ser la época en la cual no sólo el ser humano por fin podía ser libre, sino verdaderamente humano…
Desde el principio, la Modernidad se había apropiado de los anhelos de humanidad más excelsos, tan es así que muchas otras culturas no europeas abrazaron con entusiasmo dicho proyecto como un nuevo modo de humanización, y por eso se “modernizaron” con mucho entusiasmo y esperanza. Pero parece que ahora el discurso de la Modernidad se ha convertido en el termidor de las esperanzas de la humanidad, y para ello produjo su propia ortodoxia de humanidad, ciencia, desarrollo, racionalidad e incluso de revolución. Tal vez por ello, todo proceso revolucionario actual que se funda en el proyecto de la Modernidad deviene casi inevitablemente su contrario, es decir, otra forma de dominación. ¿Cómo salimos de este impasse?
Uno de los argumentos centrales de este nuevo libro de Hinkelammert consiste en mostrar que la Modernidad, como momento cultural del capitalismo, y éste como el momento económico de aquél, son partes de un mismo proceso aparentemente secular. En apariencia, el capitalismo y la Modernidad, para desarrollarse y realizarse, hacen ciencia y filosofía; es decir, argumentan lógicamente mediante razones con base en hechos, y no así en creencias, mitos, teologías o ideologías. Sin embargo, como bien nos muestra, tanto el capitalismo como la Modernidad no sólo producen mitos y utopías en los cuales creen; también hacen teología, sólo que de modo formalizado, encubierto, es decir, secularizado.
Para afirmarse a sí mismos como racionales o buenos, tanto el capitalismo como la Modernidad supuestamente no recurren a ningún dios celeste, sino a argumentos racionales basados en hechos y no en creencias. No obstante, ningún hecho habla por sí mismo, éste siempre tiene que ser interpretado; o, en otras palabras, siempre aparece como hecho al interior de un horizonte de comprensión, respecto del cual tiene tal o cual sentido y no otro. Dicho horizonte no proviene de la ciencia o la filosofía, sino de lo que está presupuesto en ellas y que ahora la ciencia moderna ya no tematiza, pues las considera como mera metafísica y, por ello, no científicas, ya que no son empíricamente verificables de modo óntico. Pero el hecho de que no sean verificables de modo inmediato no quiere decir que no existan y que a su vez cumplan una función hermenéutica fundamental para cualquier forma de comprensión o interpretación, incluso la moderna. Éste es el caso de las cosmovisiones, de los modelos ideales, de los grandes mitos y utopías que, in the long run, producen consecuencias empíricamente verificables. La Modernidad, como cualquier otro estadio civilizatorio, se basa también en mitos y utopías; esto es, en grandes relatos o mitos imposibles de ser verificados empíricamente, pero que ahora producen sus efectos o consecuencias negativas que empiezan a evidenciarse empíricamente, pero que —no obstante— cumplen la función de producir la comprensión del sentido de lo que llamamos Modernidad. Es el problema de la razón mítica, como el “más allá” de la razón; en este caso, de la razón moderna.
Para mostrar la incomprensión de este problema fundamental para el pensamiento crítico, Hinkelammert pone como ejemplo las reacciones que produjo entre cierta intelectualidad de izquierda la posición boliviana frente a la declaración final de Cochabamba sobre el cambio climático en 2010. La posición boliviana basó su desacuerdo en la afirmación de la naturaleza como Pachamama, es decir, como Madre Tierra; en cambio, el capitalismo, puesto que trata y concibe a la naturaleza como objeto y mercancía, la puede explotar hasta la cuasi destrucción de toda forma posible de vida en el planeta.
Frente a esta posición que procede de los pueblos originarios andino-amazónicos, cientistas sociales como David Harvey piensan que no tiene sentido recurrir a la defensa de una “hipotética Madre Tierra”, sino a otras formas de organización social en la cual los seres humanos transformen la naturaleza según sus propias leyes. Pero, como bien dice Hinkelammert, la “Madre Tierra” no es una hipótesis, sino un argumento de una “razón mítica” no moderna, ni europea, ni occidental. “Este argumento de la razón mítica boliviana contesta a la razón mítica subyacente a las argumentaciones de Harvey, quien ni tiene consciencia de esta razón mítica suya. Es el argumento del progreso infinito con todas sus consecuencias de rational choice y este mito resulta de una razón mítica. Pero aplasta toda realidad. […] ¿O es acaso más mítico recurrir a la Madre Tierra que recurrir al mito del progreso infinito? Más bien es una respuesta. La pregunta es más bien: ¿cuál mito lleva a la razón?”
Así como hay mitos de dominación, también los hay de liberación. Los mitos de la Modernidad están conduciendo a la humanidad al suicidio, pero de ello los modernos no se dan cuenta, porque son ingenuos e inconscientes de sus propios mitos, que están presupuestos en toda su argumentación y forma de racionalidad. Creen que están en el logos, por ello no se dan cuenta de que están atrapados al interior de otro mito (irracional, por cierto, porque no todo mito es racional en sí mismo). ¿Cómo podemos entender este problema? Tiene que ver con el surgimiento de la racionalidad y la ciencia moderna, las cuales empiezan con la producción explícita de modelos ideales imposibles de verificación empírica, como la idea de res extensa, perpetuum mobile, mano invisible del mercado, etcétera.
Esto es, antes de hacer ciencia, la Modernidad produce sus propios mitos, a los cuales llama modelos “trascendentales”, “ideales”, “de imposibilidad”, pero a su vez los desarrolla argumentativamente en la medida que la ciencia le permite producir más conocimiento que reafirme esta cosmovisión, este gran metarrelato, modelo ideal o utopía. La idea del “progreso infinito” es un mito debido a que no tiene forma de demostración científica; y por ello —en última instancia— puede o no creerse en ella. Esta idea presupone una realidad infinita en la cual no sólo el ser humano sino especialmente la realidad natural también lo sería. Para demostrar que lo son, tendríamos que tener una experiencia empírica de esta infinitud, lo cual es imposible debido a la finitud por la cual estamos atravesados tanto nosotros como la naturaleza.
El hecho de que podamos concebir o imaginar el infinito no quiere decir que exista efectivamente; lo mismo podemos decir de la idea de Dios. El hecho de que lo concibamos o imaginemos no quiere decir que exista efectivamente, pero igualmente el hecho de que no lo concibamos o imaginemos no significa que no exista; por ello nos movemos frente a la disyuntiva de si creemos o no. De hecho, debido a su no posibilidad de demostración empírica, la Modernidad niega su existencia, pero pasa lo mismo con la idea del “progreso infinito”, con la mano invisible del mercado que la conduce al equilibrio, o con la del perpetuum mobile o la de res extensa.
Siendo la idea del “progreso infinito” un mito, no aparece como tal debido a la forma de argumentación, la cual la hace aparecer como algo secular, racional, lógico y por ello perfectamente pensable. Esto es, cuando la Modernidad argumenta con su marco categorial, sus mitos no aparecen como tales, sino como formas racionales de la realidad acordes con el pensamiento y la ciencia modernos. No reconoce sus mitos como mitos porque “cree” que está ubicada en la verdad, en la razón y en la realidad, y que otras formas de vida no (especialmente si son anteriores a la Modernidad). Sin embargo, poco a poco se demuestra que es falso que el crecimiento pueda ser sostenido de modo infinito, no sólo por los límites demostrados empíricamente desde la década de 1970, sino también por las consecuencias nefastas que, en toda realidad está produciendo este tipo de concepción moderna de la realidad como totalmente infinita. Esto es, la idea o imagen de la realidad como progreso infinito es una idea en la cual “creo o no creo”, y, para que sea creíble, la razón moderna “argumenta” y produce sus propios criterios de verificación empírica, del mismo modo que cualquier otro estadio cultural o civilizatorio. Si una cultura o civilización no produce sus propios criterios de verificación empírica, desaparece.
Pero la Modernidad no produce sólo mitos o modelos ideales, sino también dioses —falsos, por supuesto— a los cuales Marx llama fetiches. El fundamental es el mercado capitalista, al cual la economía y la política modernas han sacralizado de tal modo que ahora lo han impuesto como “ser supremo” ante el cual la humanidad debe someterse. Para los líderes de los grandes organismos financieros como el BM, el FMI, el BID, dignatarios de Estado y economistas de Primer mundo, el mercado no sólo tienes leyes “naturales” que la humanidad no debiera intervenir, sino que, porque tiende de modo inmanente al equilibrio, es la institución más justa, que da a cada quien lo que merece. Por eso la imponen de modo totalitario, porque creen en este fetiche. Hinkelammert sostiene que el mercado capitalista concebido como ser supremo no sería posible sin su propia teología; el modelo neoliberal. Esto es, si Marx dijo que la religión era como el opio, Benjamin va más allá al afirmar que el capitalismo es como una religión. Si esto es así, tendríamos entonces que el capitalismo es el opio del opio y peor que cualquier religión. Pero no nos damos cuenta de ello porque “creemos” que la ciencia moderna argumenta racionalmente y no con base en creencias.
Aquí es necesario resaltar que la Modernidad es posible gracias a su propio marco categorial de comprensión de la realidad y los hechos, los cuales no hablan por sí mismos: los hacemos hablar cuando los interpretamos, y los interpretamos siempre “desde” un tipo de teoría, filosofía, paradigma o ideología, que a su vez presuponen una cosmovisión, un gran metarrelato, mitos o utopías o modelos ideales, de los cuales la racionalidad moderna es ingenua. Por eso cree que sus mitos no son mitos sino grandes verdades. Y cuando se enfrenta a otros modelos ideales, cosmovisiones, los toma como mitos, en el sentido de meros relatos, o, si no, como meras hipótesis, como ocurre con la idea de la Madre Tierra. Por ello ahora se puede decir que ya no basta con someter a crítica al capitalismo o al neoliberalismo, sino especialmente a su fundamento, que es la Modernidad, entendida no como una mera idea o concepción, sino como una forma de racionalidad que, de no ser desentrañada, nos mantendrá atrapados al interior de ella.
La hipótesis más fuerte que Hinkelammert sostiene en este libro es que la Modernidad, como forma de racionalidad, se funda en la justificación racional de un “asesinato fundante” que se podría resumir en: Yo soy, si tú no eres, donde el tú no es sólo otro ser humano, sino también la naturaleza. Esto es, el “ego” moderno —como yo— “es” o se realiza a costa de la negación de otro ser humano. Este proceso habría empezado con la negación de la humanidad de los pueblos originarios, de los africanos esclavizados, de las culturas dominadas por Europa y ahora por Estados Unidos, y habría continuado con la denigración de la naturaleza a mercancía y objeto explotable. Y, para hacer aparecer esta deshumanización como racional o lógica, produjo ciencias naturales y ciencias humanas y sociales, es decir, produjo una lógica de argumentación tal que ahora esta negación tanto de la humanidad de pueblos y culturas como de la naturaleza nos aparece como lógica y hasta natural.
Tanto es así que hoy Estados, corporaciones y organismos internacionales producen a diario matanzas que las leyes no prohíben, sino que amparan legalmente. Según Hinkelammert, el derecho moderno habría producido básicamente dos principios de la justicia moderna, éticamente perversos y moralmente injustos: el no perdón de las deudas y la idea del salario justo. Como bien nos recuerda con una cita de Bertolt Brecht, se puede matar de muchas maneras, como, por ejemplo, exigiendo el pago de deudas impagables, o, si no, con la regulación de salarios miserables como “justos”.
Hinkelammert nos recuerda cómo Marx era consciente de este asesinato fundante como asesinato del hermano, con una reflexión en torno de la cita de Horacio al final del capítulo XXIII del tomo I de El capital. Pero va más allá cuando, a partir de esta reflexión, muestra cómo este asesinato desemboca en el suicidio. De ahí su afirmación de que el asesinato en última instancia es suicidio.
A partir de esta reflexión, ahora el pensamiento crítico puede devenir más radical si es que devela que la fuerza de este crimen radica en la concepción que de ley ha producido el derecho moderno, el cual ha formalizado jurídicamente esta racionalidad de la muerte. Es por ello que la crítica ahora lo es cuando critica esta forma de irracionalidad en la racionalidad moderna, pero desde otro criterio, que Hinkelammert resume en: Yo soy, si tú eres. El tú ya no es sólo otro ser humano, sino también la naturaleza, reconocida ahora en su dignidad.