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Capítulo I

La primacía del ser humano en el conflicto con la idolatría: crítica de la religión, la teología profana y la praxis humanista

En una entrevista reciente, Giorgio Agamben decía: “Dios no murió. Se transformó en dinero”. La tesis es de Marx, quien la introdujo en la discusión sobre la economía política de su tiempo. Marx cita a Cristóbal Colón del siguiente modo:

¡Cosa maravillosa es el oro! Quien tiene oro es dueño y señor de cuanto apetece. Con oro, hasta se hacen entrar las almas en el Paraíso.

Y los indígenas después de la Conquista decían: “El oro es el Dios de los españoles”. Y ciertamente no se equivocaron en absoluto. Posteriormente, Walter Benjamin volvió a asumir esta posición en su fragmento sobre El capitalismo como religión, que desató una discusión en la cual participará Agamben con su afirmación. De una forma un poco más distante, este enunciado también se encuentra en Max Weber cuando afirma que “los dioses de la Antigüedad se levantan de sus tumbas” bajo la forma de “poderes impersonales”. El dinero, sin duda, es el más importante de ellos. El propio papa Francisco habla de la idolatría del dinero y la divinización del mercado.

LA CRÍTICA DE LA RELIGIÓN

Frente al gran fetiche de la sacralización del mercado aparece la crítica. El texto clásico es de Marx y viene de su Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel:

La crítica de la religión desemboca en la doctrina de que el ser humano es el ser supremo para el ser humano y, por consiguiente, en el imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones en que el ser humano sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable.

Ya antes había dicho que la filosofía hace “su propia sentencia en contra de todos los dioses del cielo y de la tierra, que no reconocen la autoconciencia humana (el ser humano consciente de sí mismo) como la divinidad suprema”.

Aquí la “autoconciencia humana” es llamada la “divinidad suprema” en relación a los “dioses del cielo y de la tierra”. En alemán, conciencia (Bewusstsein) es “ser consciente”. Marx insiste en eso varias veces. Dice por ejemplo: “La conciencia no puede ser nunca otra cosa que el ser consciente, y el ser de los seres humanos es su proceso de vida real”.

Autoconciencia, entonces, debe entenderse como la conciencia del ser humano de sí mismo a partir de su proceso de vida real. Esta autoconciencia ahora llega a ser el criterio con ayuda del cual es posible discernir los dioses: formula el juicio en contra de todos los dioses del Cielo y de la Tierra que no reconocen que el ser humano es el ser supremo para el ser humano.

Con eso Marx va más allá de Feuerbach, quien solamente conoce dioses en el Cielo, no en la Tierra. Niega la existencia de estos dioses en el Cielo. Marx acepta esta crítica, pero insiste ahora que se trata en realidad de los dioses terrestres, a los que hay que enfrentar. Son dioses que experimentamos: el dios oro se puede ver. Marx dice que todos tienen que pasar por el Feuerbach (que en alemán significa “arroyo de fuego”), pero no quedarse en él para no quemarse los pies, porque los dioses terrestres no son productos de la imaginación, como lo son los dioses trascendentes; existen realmente, en el sentido de que tenemos experiencia de ellos y que nos influyen.

Ni el mercado ni el capital ni el Estado ni ninguna otra institución o ley son el ser supremo para el ser humano. El ser humano mismo lo es. Ni siquiera Dios lo puede ser. Por tanto, todos los dioses que declaran el mercado o el capital o el Estado o cualquier institución o ley como el ser supremo para el ser humano son dioses falsos, ídolos o fetiches. Un Dios que no sea un falso Dios necesariamente es un Dios para el cual el ser supremo para el ser humano es el ser humano mismo. El teólogo de la liberación Juan Luis Segundo ha afirmado explícitamente eso.

En vez de la sacralización del mercado, es decir, de una institución y, por tanto, de una ley, aparece la sacralización del ser humano como el sujeto de toda ley e institución. La sacralización del ser humano resulta ser la declaración de su dignidad, y hoy la formulan los indignados de todo el mundo. Esto tiene que desembocar en una intervención sistemática y duradera en el mercado, las instituciones y el mundo de las leyes en pos de esta dignidad humana. La política, por tanto, tiene que ser una política de humanización, no de comercialización. Eso incluye la humanización de la naturaleza, que presupone el reconocimiento de ésta como sujeto. En el lenguaje andino se trata de la consideración de la naturaleza como Pachamama.

Por eso, en Marx se trata de una teología profana, que él desarrolla. No es una teología para especialistas ni tampoco para visitantes de iglesias. Como profana, se trata de una teología para la gente en su cotidianidad y, como tal, de una teología para todos, inclusive los teólogos y visitantes de iglesias.

Eso es la declaración de la libertad humana: libertad, igualdad y fraternidad. La otra posición fetichista e idolátrica Marx la denuncia; es libertad, igualdad y Bentham (cálculo de utilidad individual). Así lo dice en El capital. Bentham significa aquí la renuncia a toda fraternidad en nombre de la mano invisible, declarada en contra de toda experiencia del realismo del amor al prójimo o de la fraternidad. Lo racional es sometido a la magia del mercado; el mercado es declarado el ser supremo para el ser humano.

La canciller alemana Merkel decía hace un tiempo que “la democracia tiene que ser conforme al mercado”. Por tanto, de acuerdo con sus palabras, el ser supremo para el ser humano es el mercado. Eso se extiende fácilmente: no solamente al mercado, también al dinero y al capital y, como soporte de éstos, al Estado. Una carta de un lector hacía la pregunta: “¿y por qué no es al revés y el mercado tiene que ser conforme a la democracia?”. No hubo respuesta. Efectivamente, vivimos en un mundo que considera al mercado como el ser supremo para el ser humano. Según los criterios anteriores, el mercado es el dios falso de nuestra sociedad, pero la opinión dominante sigue con el mercado como el ser supremo para el ser humano.

El mercado, así considerado, implica hoy siempre la transformación de toda la economía en una gran máquina de acumulación de capital, vista en función de una maximización del crecimiento económico. El mercado como ser supremo y evaluación de toda la vida, no solamente económica sino también social y cultural, igualmente como ser supremo para el ser humano, desempeña el mismo papel.

Este criterio de discernimiento de los dioses es el juicio sobre las religiones a partir del análisis de la realidad, donde el Documento Santa Fe I exige que toda religión respete como su límite cualquier acción en “contra de la propiedad privada y del capitalismo productivo” y, por tanto, en contra de la vigencia de la mano invisible. Sin embargo, el criterio de discernimiento mencionado exige de las mismas religiones que pongan al ser humano como ser supremo por encima de esta “propiedad privada y (d)el capitalismo productivo”, y por encima de la mano invisible, que considera una idolatría, una simple magia. También el Documento Santa Fe I, entonces, declara al mercado como el ser supremo para el ser humano.

El resultado es una realidad secular que desarrolla en su propio interior una religión y hasta una teología y metafísica que no resultan de ninguna revelación de nadie, y que es independiente de cualquier Iglesia. Pero no solamente eso: resultan dos religiones contrarias y dos teologías contrarias. El propio análisis de la realidad lo revela. En nombre del realismo exige a las religiones, en el sentido de las religiones tradicionales, asumir este análisis y sus resultados como guía de su propia teología. No obstante, sigue vigente el conflicto entre las posiciones de la sacralización de instituciones y leyes y la sacralización del ser humano, en el sentido de asumir su dignidad como criterio supremo de la realidad y de todas las religiones.

Ha aparecido una teología secular y hasta profana, producto de la propia Modernidad, que se vislumbraba ya en el siglo XVIII, cuando Rousseau empezó a hablar de la religión civil. Tiene que ver con las teologías anteriores en el sentido de una transformación de la ortodoxia cristiana en teología de la sacralización del mercado.

Se trata de una religión que está en las calles; una que Marx describía como “religión de la cotidianidad” (Alltagsreligion). Tiene dioses falsos, pero no tiene dioses trascendentes. Podría construirlos como dioses, cuya voluntad es que el ser humano sea el ser supremo para el ser humano. Sin embargo, en la lógica del argumento, su construcción no es necesaria. Hay una lucha de los dioses, y toda nuestra sociedad está del lado del dios mercado, pero se trata de una lucha entre los dioses terrestres falsos y el ser humano que tiene como ser supremo al ser humano.

Max Weber, en su tiempo, también percibió estos dioses terrestres. Dice en su conferencia “La ciencia como vocación”, de 1918:

Los dioses de la Antigüedad se levantan de sus tumbas y, bajo la forma de poderes impersonales, aunque desencantados, se esfuerzan por ganar poder sobre nuestras vidas, reiniciando sus luchas eternas.

Weber percibe de manera muy realista a estos dioses terrestres de modo parecido y siguiendo a Marx, pero se rinde frente a ellos. Renuncia sin cuestionamientos a un discernimiento de los dioses y se escapa por su ya conocido fatalismo de más preguntas; deja de lado al ser humano, cuyo ser supremo es el mismo ser humano; lo borra en nombre de una cientificidad falsa que él defiende y que es incompatible con la dignidad humana. Todo lo reduce a lo privado: lo que para uno es Dios, para otro es el diablo. Pero no se trata de valores privados, sino de un juicio sobre la propia sociedad: lo que para el capitalismo es Dios, es el diablo —en el sentido de dios falso— para los críticos del capitalismo, y lo que aquí es el diablo para el capitalismo, para sus críticos es el ser supremo para el ser humano, es decir, el ser humano mismo.

Marx, en cambio, hace un discernimiento de los dioses a partir de su afirmación de que el ser humano es el ser supremo para el ser humano. Weber evita en apariencia tomar una posición, pero la toma indirectamente en el sentido de que la razón humana no puede discernir entre los dioses. Afirma así la sociedad capitalista existente al negar la posibilidad a la razón para postular algo distinto. Lo que es el Dios de uno es el diablo de otro y al revés, y nada más. Es una vuelta del juego paulino de las locuras.

EL PENSADOR HUMANO ES MARX, NO MAX WEBER

Sin embargo, Marx considera a estos dioses como realmente existentes, en el sentido de que se los puede experimentar; pero a la vez son un producto humano. Al tiempo que el ser humano crea las relaciones mercantiles y el Estado, crea la posibilidad de vida de estos dioses. La vida que quitan a los seres humanos les sirve para vivir, pues vida propia no tienen. Mas son producto en un sentido determinado: el ser humano los produce “a sus espaldas”, es decir, de manera no intencional. Por tanto, aquellas fuerzas que se veneran como dioses terrestres son producidas por los seres humanos. Sin embargo, en la situación que viven, no pueden no producirlos; pueden hasta cierto grado liberarse frente al mercado y el Estado, pero el intento del socialismo histórico por dejar de producirlos en todos los casos ha fracasado.

Entonces el producto no intencional de la acción humana se produce, pero no se puede dejar de producir. En contra de lo que Marx esperaba, estos dioses terrestres falsos están en una lucha sin fin contra el ser humano, en cuanto tiene como ser supremo al ser humano. Luchan por someter al ser humano a las obras de sus propias manos sin que efectivamente éste se pueda liberar de forma definitiva. En cada momento puede liberarse, pero en cada momento también puede perder esa liberación. Eso tiene un matiz diabólico sin tener en su fondo ninguna sustancia diabólica.

A pesar de esto, ninguna sociedad puede organizarse sin determinar quién es el ser supremo. Por tanto, Max Weber, al poner la sociedad capitalista como el non plus ultra de la historia humana, necesariamente tiene que poner al mercado como este ser supremo para el ser humano. Lo esconde detrás de su tesis de neutralidad de la ciencia, principalmente de las ciencias sociales y, en especial, de la economía. Hoy el neoliberalismo hace presente eso en la forma hasta ahora más extremista. Quiere tragarse todo lo que no sea mercado, y ha reducido al ser humano a “capital humano”. Para lograrlo, conforma una concepción mágica del mercado guiado por una mano invisible autorreguladora, que hace lo que es la dialéctica maldita del pensamiento burgués: “El mercado es el ser supremo para el ser humano”.

Día y noche, nuestros medios de comunicación y la gran mayoría de economistas repiten sin cesar este sinsentido y expresan su desprecio por el ser humano cuando lo reducen a “capital humano”. No solamente lo hacen con todos los otros, sino también consigo mismos. Aparece así un universalismo del misántropo: desprecio a todos por igual, hombres y mujeres, blancos y negros, y, al final, a mí mismo, como a todos los otros. Lo que distingue es nada más que la suma de dinero de la cual dispone cada uno. Y todo es un rito religioso.

Esta beatería del mercado quien mejor la hace presente es Hayek, el más importante gurú del neoliberalismo, cuando dice:

No existe en inglés o alemán palabra de uso corriente que exprese adecuadamente lo que constituye la esencia del orden extenso, ni por qué su funcionamiento contrasta con las exigencias racionalistas. El término “trascendente”, único que en principio puede parecer adecuado, ha sido objeto de tantos abusos que no parece ya recomendable su empleo. En su sentido literal, sin embargo, alude dicho vocablo a lo que está más allá de los límites de nuestra razón, propósitos, intenciones y sensaciones, por lo que sería desde luego aplicable a algo que es capaz de generar e incorporar cuotas de información que ninguna mente personal ni organización singular no sólo no serían capaces de aprehender, sino tan siquiera de imaginar. En su aspecto religioso, dicha interpretación queda reflejada en ese pasaje del padrenuestro que reza: “hágase tu voluntad (que no la mía) así en la tierra como en el Cielo”, y también en la cita evangélica: “No sois vosotros quienes me habéis elegido, sino Yo quien os eligió para que produzcáis fruto y para que éste prevalezca” (Juan 15, 26). Ahora bien, un orden trascendente estrictamente limitado a lo que es natural (es decir, que no es fruto de intervención sobrenatural alguna), cual acontece con los órdenes de tipo evolutivo, nada tiene que ver con ese animismo que caracteriza a los planteamientos religiosos, es decir, con esa idea de que es un único ente, dotado de inteligencia y voluntad (es decir, un Dios omnisciente), quien, en definitiva, determina el orden y el control.

Con las últimas frases, Hayek insiste en que la divinidad suprema del mercado no es un dios transcendente, sino —para decirlo con el lenguaje de Marx— un dios terrestre. Todo eso es la palabrería teologal, que quiere hacer ver el mercado como la más alta divinidad.

EL CRITERIO DE VERDAD FRENTE A LOS DIOSES TERRESTRES

La praxis humana puede ahora entrar en el centro del análisis por el hecho de que esta crítica de los falsos dioses terrestres no se hace en nombre de ningún otro dios que no sea falso. No se enfrenta a los dioses falsos con un Dios verdadero; se hace en nombre del ser humano y de los derechos humanos. Los dioses falsos son dioses que niegan la dignidad del ser humano, lo cual desemboca en la exigencia de una praxis humana que también sea de liberación y emancipación. Con eso aparece el ser humano en el centro de la sociedad, sometiéndola en su integridad a los criterios de su propia digni­dad. Pero, debido a que el ser humano es un ser natural, esta dig­nidad humana no se puede afirmar sin afirmar a la vez la dignidad de la naturaleza entera y, por tanto, del mundo entero.

Al hacer esta crítica, un Dios que no sea falso solamente puede ser concebido como un Dios cuya voluntad es que el ser humano esté en el centro del mundo. Cualquier otro dios sería falso. Ya habíamos citado esta afirmación por parte de Marx, que dice que la filosofía hace “su propia sentencia en contra de todos los dioses del cielo y de la tierra, que no reconocen la autoconciencia humana (el ser humano consciente de sí mismo) como la divinidad suprema”. A esta autoconciencia la llama después el “ser supremo humano como ser supremo del ser humano”. Es decir, todos los dioses que no reconocen al ser humano como ser supremo para el ser humano son dioses falsos. Sobre los dioses que sí lo reconocen, Marx no se pronuncia; deja ver un lugar para ellos, pero lo deja vacío.

Es muy consecuente que Marx deje abierto este lugar vacío. Dentro de su crítica de la religión, no lo puede negar. No sabemos si Marx tiene claridad al respecto, pero, aunque se haya dado cuenta, evidentemente no le interesaba sacar de su propia crítica de la religión un sitio vacío como consecuencia. Sin embargo, nunca abandonó esta estructura básica de su crítica de la religión, que podemos interpretar como “teología profana”. Ningún teólogo la ha descubierto: es un resultado crítico de las ciencias sociales en cuanto toman en serio la crítica de la religión.

Este núcleo de una teología profana, Marx lo elabora durante la década de 1840. Una vez desarrollado, amplía el marco de su crítica y se dedica cada vez más a lo que él llama la “crítica de la economía política”. Eso es necesario para poder desarrollar una praxis en la lí­nea del humanismo, cuya estructura básica ha desarrollado; no obstante, jamás abandona esta estructura de la teología profana, sino que le dará el marco de las ciencias sociales que le permite desarrollar después los instrumentos teóricos de una praxis de transformación. Lo expresó de una manera contundente: el imperativo categórico “de echar por tierra todas las relaciones en que el ser humano sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable”. Es consciente, entonces, de que esta praxis exige continuar con la crítica de la religión frente a los dioses terrestres de la sociedad capitalista. La crítica de la religión no ha terminado, porque la religión que se critica no ha terminado. Es el “capitalismo como re­ligión”, como lo llamará después Walter Benjamin.

Aún existen dioses falsos, en nombre de los cuales se humilla, sojuzga, abandona y se desprecia al ser humano, y que mueven esta misma sociedad capitalista. Dictan normas éticas cuya regla superior es: “explota al otro como puedas, pero hazlo dentro de los mecanismos del mercado y en nombre de este mismo mercado, con su ética”. Aparecen dentro de esta teología profana lugares sagrados, donde se concentra el culto a los dioses del mercado; se trata especialmente de los bancos y las grandes corporaciones, y también de muchos lugares eclesiásticos. Pero la línea de esta piedad es siempre la misma: la dictada por los dioses del mercado. También aquí está la indoctrinación de la ética del mercado.

En Alemania, el canciller Helmut Schmidt hablaba constantemente de las virtudes y los vicios del mercado. Son las referencias éticas máximas. Tienen incluso una teología expresa, que es la de la mano invisible del mercado. Se trata de una fuerza mágica que, según sus teóricos, asegura un funcionamiento perfecto del mercado, en el cual éste se autocorrige y autorregula de una manera tal que siempre asegura por el acto de su magia resultados óptimos que ninguna intervención podría alcanzar y menos superar. El mismo mercado se transforma en una instancia mágica.

Benjamin, sin embargo, se equivoca cuando sostiene que el capitalismo como religión no tiene ninguna teología; su núcleo es una teología, que es la teología profana de la mano invisible. Incluso tiene una metafísica; la del modelo del mercado perfecto en la actual teoría de la firma perfecta, que todavía son materia básica para introducir a los estudiantes de economía en la teoría económica dominante hoy. Por eso encontramos en el centro del análisis económico una teología profana, que se mantiene presente en casi todos nuestros medios de comunicación: la de la mano invisible. Se presenta como ciencia; sin embargo, es la tesis central de una teología del mercado que —sin duda— tiene un núcleo mágico. El Documento Santa Fe I, de 1979, que definió las líneas de gobierno de Reagan, lo expresó de la siguiente manera:

Desafortunadamente, las fuerzas marxistas-leninistas han utilizado a la Iglesia como un arma política en contra de la propiedad privada y del capitalismo productivo, infiltrando la comunidad religiosa con ideas que son menos cristianas que comunistas.

Ya antes, el vicepresidente bajo el gobierno de Nixon, Spiro Agnew, llegó en 1969, en el curso de un extenso viaje por América Latina, a un resultado muy parecido: declaró en su informe que la teología de la liberación era una amenaza para la seguridad estadounidense.

Considerada desde la teología profana del mercado, la teología de la liberación es, en efecto, una herejía. Eso explica la enorme fuerza que ha tenido su persecución en América Latina por parte tanto del gobierno de Estados Unidos como, sobre todo, de las Dictaduras de Seguridad Nacional, con sus miles de víctimas; las más conocidas son el arzobispo Romero de San Salvador y un grupo de seis jesuitas de la Universidad Centroamericana (UCA), una institución jesuita del mismo Salvador.

La del mercado es una teología profana que declara herejías profanas. No pertenece a ninguna Iglesia, aunque hay algunas que pueden adherirse y que también lo son. El mercado contiene necesariamente esta teología profana, y, donde el mercado se vuelve generalizado y universal, esta teología se hace presente y su crítica es la inversión de la profana teología del mercado. Como hemos dicho, la formulación clásica la ha dado Marx: “el ser humano es el ser supremo para el ser humano”. Para la teología del mercado, el mercado (o el dinero o el capital) es el ser supremo para el ser humano. La respuesta, por tanto, sólo puede ser: “el ser humano es el ser supremo para el ser humano”. Así, pues, se trata de la humanización del ser humano en contra de exigencias como la transformación del ser humano en capital humano.

Aquí se trata de someter al mercado (y, por consiguiente, también al dinero y al capital) a las condiciones de la vida humana y, por tanto, de la vida de todos, lo que siempre tiene que incluir también la vida de la propia naturaleza fuera del ser humano. El capitalismo, como es ahora, es asesino, pero a la vez suicida. La base no puede y no debe ser el mercado, a pesar de que éste sea inevitable para hacer funcionar hoy la economía. Pero no puede y no debe ser el dios, como hoy lo ve e impone nuestra dominante ideología con su teología profana; tenemos que verlo como una idolatría radical que nos está destruyendo.

En cambio, se trata de hacer valer al ser humano como ser supremo para el ser humano, pero eso solamente es posible si logramos subordinar el mercado a la vida humana, lo que sólo se puede hacer si de nuevo lo intervenimos sistemáticamente. Lo hemos hecho en las primeras décadas después de la Segunda Guerra Mundial, y hoy tenemos que continuar y ampliar la acción. Sin esta intervención, posiblemente la reconstrucción de Europa habría sido improbable. Hoy la supervivencia de la humanidad no es posible sin someter de nuevo la economía a una intervención sistemática.

Marx empieza su punto de vista de una teología profana de la humanización, que no pertenece a ninguna religión institucionalizada y es, a la vez, una crítica de la religión indirectamente dependiente de la crítica de la religión de Feuerbach. La existencia de los dioses del mercado contra los cuales se dirige la crítica de Marx no depende de que los seres humanos crean o no en ella. Frente a ellos no hay ateísmo. En cambio, la posibilidad del ateísmo en la crítica de la religión de Feuerbach tiene pleno sentido.

Pero se nota ahora que Walter Benjamin se equivoca cuando sostiene que el capitalismo es una religión sin teología. Su teología es esta teología profana. No obstante, cuanto más se dedica Marx a la crítica de la economía política, más introduce nuevas palabras para los polos de su teología profana. No habla ya de los dioses terrestres falsos sino de fetiches, y al culto a éstos lo llama fetichismo. Se trata de la piedad respecto de estos fetiches. También formula ahora de diferente modo el criterio para juzgar sobre el carácter fetichista y, en consecuencia, el carácter idolátrico de estos fetichismos. Ya no habla del ser humano como el ser supremo para el ser humano, sino que formula lo que considera la sociedad lograda: una sociedad “en la cual el libre desarrollo de cada uno es condición para el libre desarrollo de todos” (Manifiesto comunista). Se ve enseguida que los dos polos son de hecho idénticos: por un lado, los dioses falsos; por el otro, el ser humano y su humanización. Estamos ante una formulación de los criterios de igualdad entre los seres humanos.

No ha cambiado la formulación excepto en palabras: aún se trata de la negación de lo humano lo que transforma los mecanismos de los mercados, del dinero y del capital en fetiches, es decir, en dioses falsos. Y sigue siendo el ser humano el ser supremo para el ser humano, sólo que ahora es parte de una concepción de la sociedad entera y puede formular caminos de la praxis, sin pretender ser todavía una especie de programa de gobierno. Marx hace eso por medio de su “crítica” de la economía política.

Posteriormente da otra formulación de este principio humano que subyace a su crítica, y lo resume de la siguiente manera:

Y frente a la vieja reina de los mares se alza, amenazadora y cada día más temible, la joven república gigantesca:

“Un duro destino atormenta a los romanos; el crimen del asesinato del hermano” (Horacio).

Lo que dice Marx sobre este Imperio británico —“vieja reina de los mares”— se suele decir igualmente sobre Roma, por eso puede citar a Horacio, el poeta del siglo I a.C., con su juicio sobre esta última, que para Marx es igualmente el juicio sobre el Imperio británico de su tiempo. Hoy sería sobre la nueva “vieja reina de los mares”, que resulta ser Estados Unidos.

Se trata de un juicio condenatorio. La “vieja reina de los mares” está condenada por sí misma a un duro destino por la maldición que lleva encima, que viene del asesinato del hermano y sobre el cual descansa su poder. Esto hace que aparezcan otras connotaciones: es Leviatán, el monstruo que surge del mar. Marx vio levantándose frente a este poder asesino del hermano a la “joven república gigantesca”; la república que nace de la sociedad civil desde abajo, cuando logra hacerse democracia vigente.

Aquí aparece también la tarea de hoy, en la cual estamos empeñados con el movimiento que se enfrenta a la actual estrategia de globalización: recuperar la democracia, la libertad de opinión, recuperar la capacidad del ciudadano para controlar las burocracias privadas de las empresas trasnacionales y así poner la economía al servicio de la vida humana y de toda la naturaleza. Es la tarea de la realización del bien común.

De esta manera, Marx dice, citando a Horacio, que el fetichismo es la pantalla de un asesinato, el del hermano, que está inscrito en las lógicas del mercado, del dinero y del capital. Se inscribe así en una tradición judía, la del asesinato de Abel por Caín. Marx cita a Horacio, pero, entre líneas, no hay duda de que se refiere al asesinato perpetrado por Caín. En esta larga tradición, la civilización se considera como fundada sobre el asesinato del hermano —Caín es el fundador de las ciudades—, y Marx lanza esto en contra del Imperio británico, como hoy lo lanzaría contra Estados Unidos. Con eso concibe la transformación necesaria como la fundación de una civilización sin base en el asesinato del hermano. Además, no se trata solamente del homicidio violento, sino también del asesinato por dejar morir. En el texto anterior lo ha denunciado como un homicidio también, y lo hace citando a Shakespeare en El mercader de Venecia: “Me quitan la vida si me quitan los medios por los cuales vivo”.

La cita horaciana, Marx la pone en un lugar muy destacado de El capital: al terminar el capítulo XXIII. A éste sigue solamente otro —el XXIV— que, de hecho, es un anexo a El capital. En este sentido, pone la cita al final de la edición como el resultado del libro entero. Considera el asesinato del hermano como una maldición que pesa sobre estos imperios.

Así pues, de acuerdo con la tradición judía, Marx piensa la historia humana a partir de un primer asesinato, al revés de lo que piensa Freud, para quien la historia humana también se inicia con un asesinato, pero en su caso es el del padre. Marx piensa correspondientemente la nueva sociedad como una sociedad que no descansa sobre el asesinato del hermano. Es su específica imaginación de un reino mesiánico, que sobrevivirá en el lema “otro mundo es posible”. Freud no piensa en estos términos; no se imagina una sociedad que sería redención humana (por lo menos no la tematiza como tal). Por eso, cuando en El hombre Moisés[1] se dedica al análisis de la tradición judía, busca un asesinato del padre que no encuentra. No duda, como resultado, de sus convicciones, sino que inventa un asesinato del padre: un pretendido asesinato de Moisés por parte del pueblo y que haya sido reprimido. Ve entonces en los salmos y en los profetas un retorno de este asesinato del padre, que retorna sin ser reconocido.

Al partir Marx de la negación o del asesinato del hermano, tiene que desembocar en su afirmación: el ser humano es el ser supremo para el ser humano. Para Freud el ser supremo es el padre, no el ser humano. En la tradición judía hay otro padre: el padre Abraham, que no sacrifica a su hijo Isaac. Al no hacerlo, tampoco su hijo lo asesina. A este padre, Freud no lo puede reconocer. Por tanto, cuando éste analiza el cristianismo, lo aborda como religión del hijo que ha sido muerto por el padre. Puede sostener eso cuando se apoya en la ortodoxia cristiana, en la cual Dios padre manda a su hijo a sacrificarse y morir a manos de los seres humanos. El resultado, aunque metafórico, es que el hijo, al resucitar, mata a su padre y funda el cristianismo como religión del hijo.

De esta manera se ve cómo el humanismo que Marx desarrolló en los años 40 del siglo XIX le sigue toda su vida. Marx es humanista, mas, como tal, es hombre de la praxis. Lo que él fomentó es un humanismo de la praxis en contra del humanismo de puras palabras, tan en boga en nuestra sociedad. La famosa ruptura —que construye sobre todo Althusser— presente en la transición del Marx del humanismo, que sería el joven, al del pensamiento de estructuras no existe. También el joven Marx ha sido bastante maduro. Althusser es incluso capaz de sostener que “El marxismo no es un humanismo”, pero el cambio de Marx se produce simplemente porque desarrolla la praxis de este humanismo. Para ello tenía que efectuar la crítica de la economía política. Por eso incluso este humanismo de la década de 1840 ha sido ya una llamada a fomentarlo como humanismo de la praxis, y su análisis quiere explicar cómo a partir de las estructuras del capitalismo se produce este asesinato del hermano. Marx da a su humanismo un fundamento de praxis al desarrollar la crítica de la economía política.

Resulta, entonces, que la crítica de la religión en Marx pasa por toda su vida y obra. Es en todo momento una crítica de la idolatría referida a los ídolos que el capitalismo sustenta o crea; es siempre, entonces, una crítica hacia la idolatría —o el fetichismo— del mercado, del dinero y del capital. En el siglo XX habría incluido la crítica del fetichismo del Estado y el correspondiente fetichismo del crecimiento económico, que aparece con fuerza comparable tanto en el socialismo soviético como en el capitalismo, que hizo de este crecimiento un fetichismo económico-escatológico. Dicho carácter escatológico del capitalismo es adquirido por su uso de la magia de la mano invisible en la interpretación de la realidad empírica como una realidad destinada a un crecimiento ilimitado e infinito.

De esta manera se ve que Marx no es un ateo dogmático. El problema fundamental en su crítica de la religión no tiene mucho que ver con el conflicto entre ateísmo y teísmo. Su problema son los dioses falsos, que entran en conflicto con el ser humano como ser supremo para el ser humano. Marx da cuenta del conflicto decisivo entre los falsos dioses terrestres y la dignidad humana, y una crítica de la religión de este tipo excluye un ateísmo dogmático. Hasta donde se puede imaginar, un Dios para el cual también el ser humano es el ser supremo para el ser humano, no es su problema. Deja abierta esta pregunta, y con ello también un espacio que permite pensar que alguna vez y en algún lugar será tratado este problema.

Pero de esta manera se ve claramente que su crítica de la religión tiene una gran diferencia con la de Feuerbach, y va mucho más allá de ésta. Feuerbach deja desaparecer los dioses, que dejan de existir si el ser humano deja de creer en ellos. Los dioses de Feuerbach son trascendentes y no pertenecen al mundo concreto de la experiencia; en cambio, los dioses que critica Marx son terrestres: actúan en la realidad terrestre, aunque no se crea en ellos. Existen aunque Marx los revela como dioses falsos, como fetiches. Pertenecen al mundo concreto de la experiencia humana. Estos dioses, Feuerbach no los conoce. En cambio, son los únicos que le interesan a Marx después de la crítica de la religión feuerbachiana.

Por ello, para Marx es irrelevante la pregunta de si alguien es ateo o no. La respuesta es un asunto privado. En cambio, la pregunta de si existen “dioses terrestres” y si el ser humano se define en contra de ellos para ejercer resistencia es, según él, una pregunta sobre vida o muerte. La supervivencia de la humanidad no es solamente un problema técnico; depende de que lo humano logre la primacía en el ser humano, que éste sea “emancipado” y derrote a los falsos dioses.

MARX Y KANT

De su afirmación de que el ser humano es el ser supremo para el ser humano, Marx deriva una exigencia que presenta como un imperativo categórico. Se trata, evidentemente, de una alusión a Kant, quien había empezado a hablar de dicho concepto; mas el imperativo categórico de Marx no es el kantiano, es más bien su contrario y la respuesta a la formulación de Kant.

La forma más conocida del imperativo categórico de Kant es:

Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal.

Se trata de las normas universales que de esta manera definen el núcleo de la ética kantiana, por eso las llama imperativo categórico: son normas cuyo cumplimiento nunca debe faltar, sin consideraciones de la situación en la cual se aplican.

Sin embargo, Marx descubre la injusticia de esta ley universal, en tanto es tratada como ley de cumplimiento. Es una ley que rige en nuestros mercados y éstos, en cumplimiento de la ley, condenan a muerte y ejecutan. La leyes universales que Kant puede derivar, casi todas son leyes que conforman lo que Max Weber llama la ética del mercado, en cuyo marco se lleva a cabo una lucha donde los perdedores en gran parte mueren efectivamente. Algo así vivimos hoy con Grecia: se cobra una deuda a precio de sangre humana. Esta política colinda con el genocidio, pero se trata de un genocidio que no viola ninguna ley. Los tribunales y la policía colaboran con él, y la opinión pública lo aprueba o lo esconde. Marx descubre eso en relación con casi todo lo que denuncia como explotación. Aunque se explote hasta la muerte, casi nunca la explotación del otro viola una ley. Los asesinos cumplen la ley; los asesinados, al no pagar sus deudas, la violan. Los asesinos, al cumplir la ley, tienen una conciencia completamente tranquila y por eso defienden la ley.

Marx no afronta esta situación con lo que en el lenguaje de Nietz­sche se llama “moralina”, mas contesta con un argumento que también Nietzsche despreciaría: declara, como vimos, que aquí el ser humano es el ser supremo para el ser humano; denuncia estos crímenes que se cometen en nombre de leyes abstractas e instituciones que se basan en estas leyes, y deriva de la situación su respuesta (según él, una respuesta a los falsos dioses, los fetiches, que exigen sacrificios de vidas humanas). De acuerdo con Marx, estas instituciones, sobre todo la del mercado, se levantan como el ser supremo para el ser humano, y en tal rol son dioses falsos, pero ninguna institución es ser supremo para el ser humano. Posteriormente, Marx llama fetiches a estos dioses falsos y los analiza en sus varias teorías del fetichismo.

Como hemos dicho, es de esta afirmación del ser humano como ser supremo para el ser humano de donde deriva lo que él postula como su imperativo categórico enfrentado a la formulación kantiana. Así, desemboca en esto:

Por consiguiente, es el imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones en que el ser humano sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable.

La afirmación implica necesariamente este enfrentamiento con cualquier explotación y desprecio hacia el ser humano. Hoy, evidentemente, también incluiríamos aquí toda la naturaleza externa al ser humano.

No hay duda: Marx supone que la ética kantiana es incompatible con la ética de humanización del ser humano, que necesariamente subyace a cualquier política de transformación. Por eso no se condena la ética de Kant, sino que se la pone en segundo lugar. Siempre que entra en conflicto con la humanización del ser humano, tiene que ser o suspendida o complementada por leyes tipo decreto, que limitan la validez universal de las normas derivadas por Kant. Así se puede crear un espacio en el cual pueden coincidir el uso de la ley —como la formula Kant— y su sometimiento a las necesidades de la vida humana como ser corporal.

Con eso Marx se inscribe en una tradición de crítica de la ley que hasta cierto grado se desarrolló durante la Edad Media. Hay dos formulaciones que hacen ver eso: “Fiat iustitia, et pereat mundus” y “Summa lex, maxima iniustitia”.

Se nota que ha habido cierta conciencia de esta problemática de la ley, pero no se la ha elaborado. Más presente se hace en los análisis de las relaciones de endeudamiento que efectúa Jesús según el Evangelio y, con mucha precisión, en la crítica de la ley que hace Pablo de Tarso. Pero es Marx quien da a esta crítica un significado de transformación de nuestra sociedad por la praxis humana. Hoy muchos intentan evitar esta crítica a Kant, y para ello citan otra formulación en la cual éste expresa su imperativo categórico de otra manera:

Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio.

Se especula entonces con otros significados, que esta formulación podría tener una comparación con la citada más arriba. Pero Kant alude aquí simplemente al contrato que se firma entre los actores. Según él, si se ha firmado un contrato, está siempre y necesariamente asegurado que el otro asegurado no será tratado como medio, sino siempre también como fin. Esto es para Kant lo mismo, y se observa de manera muy llamativa en su definición de “matrimonio”, procedente asimismo de la Metafísica de las costumbres: “la unión entre dos adultos de sexo opuesto sobre el uso mutuo de sus órganos sexuales para la vida entera”.

Ni esta postura de Kant frente al matrimonio viola el principio formulado por él mismo, según el cual el otro siempre tiene que ser tratado como fin y no exclusivamente como medio. Hay un contrato que las dos partes han aceptado; por tanto, el otro es tratado también como fin. Aquí también se ve que Kant juzga sobre las relaciones intersubjetivas exclusivamente según normas abstractas. Se nota entonces la forma escandalosa en la que trata las relaciones sociales entre personas… Por lo menos eso vale desde el punto de vista actual.

LA CRÍTICA DE LA IDOLATRÍA SEGÚN EL PAPA FRANCISCO

Para ver el espectro amplio de la crítica de la idolatría hoy, quiero analizarla como aparece en una determinada corriente de la teología de la liberación, en la que participaba el cardenal Bergoglio. Quiero ver ahora la posición de Francisco en el campo de la ética social, considerándola en relación con las posiciones de Marx resumidas arriba. Francisco presenta sus propias posiciones, según lo he visto, en dos lugares: en un discurso que hizo el 16 de mayo de 2013 frente a cuatro nuevos embajadores ante el Vaticano, y en su exhortación apostólica Evangelii gaudium, del 24 de noviembre de 2013, en los capítulos 51 a 60. Los dos coinciden en gran parte, pero hay algunas diferencias importantes. Una de ellas se refiere a la introducción, que Francisco presenta en el capítulo 53 de la exhortación.

La situación de partida

Dicha introducción es una gran denuncia del sistema económico-social actual como un sistema asesino:

Así como el mandamiento de “no matar” pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir “no a una economía de la exclusión y la inequidad”. Esa economía mata. […]

No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la Bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida… Los excluidos no son “explotados” sino desechos, “sobrantes”.[2]

Este “matar” es un asesinato en un sentido muy específico de la tradición judeo-cristiana. Aparece muy temprano en el Eclesiástico (34, 22) del Antiguo Testamento: “Mata a su prójimo quien le arrebata su sustento, vierte sangre quien quita el jornal al jornalero”.

El mismo Bartolomé de las Casas escoge su camino de apoyo a los indígenas de América en el siglo XVI al leer y meditar este texto. Se da cuenta de que el Eclesiástico se refiere a eso, a lo que los conquistadores de América hacían con aquéllos; por tanto, los denuncia como asesinos del hermano.

A finales del siglo XVI Shakespeare asume esta denuncia y la pone en la boca de Shylock, en su drama El mercader de Venecia, cuando le hace decir: “Me quitan la vida si me quitan los medios por los cuales vivo”.

Marx cita este texto en El capital siguiendo esta misma tradición de denunciar como asesinato al interior del sistema económico el acto de dejar morir. También para Marx se trata de un asesinato del hermano. Francisco sigue:

La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera.[3]

Así pues, ve una situación de simple indiferencia que da capacidad para cometer los crímenes y genocidios más grandes sin siquiera una reacción mínima frente a ello.

En esta economía que mata hay un elemento que hace falta exaltar: aunque se provoquen por parte del sistema financiero grandes genocidios económico-sociales, no aparece en nuestra opinión pública el reproche por violación de alguna ley. Ni siquiera un genocidio viola la ley. Desde el punto de vista de la ley, nunca se trata de genocidios. Sin embargo, Pablo trata precisamente este punto cuando afirma en 1 Cor 15, 56:

El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley.

También se podría traducir como:

El aguijón de la muerte es el crimen, y la fuerza del crimen es la ley.

Si la ley encubre ciertos crímenes, entonces se transforma en la fuerza para otros y peores crímenes. No estamos acostumbrados a darnos siquiera cuenta de ello. En la Edad Media había mayor conciencia para este problema cuando se insistía en decir “Summa lex, maxima iniustitia”. Quiero hacer ver el problema con una cita de Bertolt Brecht, quien dice en La ópera de los tres centavos:

¿Qué es el asalto a un banco comparado con la fundación de un banco?

El asalto a un banco es simplemente una violación de la ley. La ley protege frente a eso. La fundación de un banco, en cambio, da un poder que posiblemente puede cometer grandes crímenes, incluidos genocidios. Hasta Joseph Stiglitz, anterior economista jefe del Banco Mundial y premio Nobel de Economía, habló en este contexto de las “armas financieras de destrucción masiva”. Los peores genocidios son posibles y se cometen sin que sea violada ni siquiera una jota de la ley. El mismo Estado de derecho se transforma en un Estado que apoya tales crímenes por medios legales; no nos protege de ellos. La fuerza de estos crímenes es, como dice san Pablo, la propia ley.

Bertolt Brecht llama la atención, y sabe que la opinión de Pablo es compartida por Marx, quien a su vez le da la mano a Pablo; pero ni el cristianismo ni el marxismo posterior a Marx han desarrollado esta problemática. En El capital, Marx la alude cuando habla de la “máscara característica” del capital, y este tipo de análisis está presente en toda su obra.

La afirmación de Pablo en referencia a la ley vale para todas las leyes. Sin embargo, él se refiere en especial a la ley judía y a la ley romana de su tiempo. Argumenta por medio del decálogo, especialmente la parte segunda, del sexto al décimo mandamientos, y cuando en la Carta a los Romanos cita la ley y sus normas, siempre menciona estos y no otros mandamientos. No obstante, en Romanos 2, 14-16 se refiere a una ley que no se encuentra solamente en el decálogo, sino también en otros pueblos. En este caso, se trata de las leyes que se encuentran también en la ley romana, las cuales regulan el intercambio de bienes y de seres humanos. En todos los casos vale lo que Pablo afirma: la ley es la fuerza del crimen.

Los crímenes económico-sociales se cometen con tanta facilidad porque las ideologías decisivas del poder los esconden detrás de “inevitables” dictados de ahorro. Reconocidas personas como políticos los cometen, pero se sienten sin culpa, porque todo lo que hacen es legal. Dejan correr cabezas y matan a granel, pero sus guantes blancos no tienen ninguna mancha de sangre. Son limpios, como lo son el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Banco Central Europeo o los políticos europeos y norteamericanos. Con sus decisiones pronuncian “juicios” sobre vida y muerte, condenan a seres humanos a la muerte y cumplen las condenas. De hecho, no se trata de ahorrar, se trata de matar. Constantemente se cometen crímenes de este tipo, como por ejemplo hoy en los países del sur de Europa —Grecia, Italia, España—, igual que en la década de 1980 se cometieron en toda América Latina a consecuencia de la crisis de deudas de aquel tiempo. Mas nadie persigue estos crímenes, porque no violan ninguna ley. Al contrario, la ley da la fuerza para cometerlos. Como uno de los principales argumentos siempre se cita la magia del mercado, la mano invisible o “fuerzas autorreguladoras del mercado”. Todo este argumento es parte de la idolatría del mercado sin ninguna sustancia de seriedad.

La ley es la fuerza del crimen precisamente porque declara que éste no viola una ley. Lo que no está prohibido, es lícito. Justo por eso, personas con una conciencia moral fina son capaces de cometer crímenes increíbles sin sentir el más mínimo problema moral. Se usa un lenguaje mentiroso. Hablan de reformas que son inevitables: del sistema de salud, de las leyes de trabajo, del sistema de educación, del Estado. Una gran parte de estas reformas, que en tiempos anteriores se han realizado gracias a las luchas populares, movimientos sindicales y otras manifestaciones de masa del pueblo, simplemente son ahora abolidas. Y a esta abolición de las grandes reformas anteriores se la llama cínicamente “reforma”. Las palabras solucionan el problema. Ya no se efectúan las preguntas más sencillas: ¿se puede abolir un sistema de salud pública sin condenar a muerte a muchas personas? Muchas veces ni nosotros mismos las planteamos. En muchos lugares se repite este mismo problema. No saben lo que hacen porque tampoco quieren saber lo que hacen, para así poder seguir con lo mismo sin entrar en conflictos con su propia conciencia moral. El Antiguo Testamento habla en relación a esto; lo llama el “endurecimiento de los corazones”. El Nuevo Testamento habla del pecado contra el Espíritu Santo. Hannah Arendt habla de la “banalidad del mal”.

El pasaje a la crítica de la idolatría por parte de Francisco

Por un lado, hasta ahora hemos resumido el análisis que hace Francisco de la economía actual y, por otro, hemos añadido algunas reflexiones nuestras. Desde este punto de partida, el papa Francisco pasa al análisis de las causas, que le parecen importantes. Destaca, por tanto, la creación de nuevos ídolos que lleva consigo la negación de la primacía del ser humano:

Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cfr. Ex 32, 1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano. (N.º 55)

Los ídolos que él destaca son el mercado y el dinero. Son ídolos porque son usados sobre la base de la negación de la primacía del ser humano, y se han transformado en fetiches en cuyo nombre se impone la dictadura de una economía sin rostro. La negación de la primacía del ser humano transforma mercado y dinero en ídolos de un fetichismo despiadado que convierte a la sociedad en la dictadura de una economía que ha perdido todo rostro (humano). Es inhumana:

El afán de poder y de tener no conoce límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertido en regla absoluta.[4]

En esta idolatría, el poder se diviniza, lo que resulta ahora una regla absoluta. Todo lo humano, incluso la naturaleza, queda sin defensa. Se quita al ser humano su dignidad y se pasa a los mecanismos mediante los cuales es explotado y degradado. Como resultado, éstos acaban divinizados y la primacía del ser humano destrozada. En ese mismo capítulo 56 habla incluso de una tiranía invisible que es resultado de la dictadura de la economía sin rostro.

Los ídolos esclavizan al ser humano; tienen que reconocer la primacía del ser humano para dejar de ser ídolos. Dicha constatación de Francisco es muy tajante. No obstante, está en contradicción con la Lumen fidei, que en realidad es de Ratzinger, aunque Francisco la firma también para que pueda salir como encíclica: un acto de cortesía. En ella dice:

La fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la idolatría; es separación de los ídolos para volver al Dios vivo, mediante un encuentro personal. (N.º 13)

Lo que posteriormente dice Francisco es que lo opuesto a la idolatría no es el Dios vivo, ni tampoco ningún Dios verdadero, sino el ser humano como primacía frente a las obras humanas diosificadas (fetichizadas), tales como el mercado, el dinero y el capital. Esta diferencia es esencial. La Lumen fidei sostiene que se trata de un conflicto religioso entre dioses falsos y un Dios verdadero. Tal era ya la opinión de aquellos que, como conquistadores de América, asesinaron a la gran mayoría de la población para llevarla al Dios verdadero. Lo que tendrían que haber llevado era precisamente la exigencia de reconocer al ser humano como el ser supremo para el ser humano. Eso habría dificultado mucho este gran genocidio. En Evangelii gaudium, en cambio, y de un modo muy parecido a Marx, se trata de un conflicto entre dioses falsos y el primado del ser humano por relaciones justas. A partir de esta primacía, Francisco elabora un humanismo de la praxis:

Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible. (N.º 56)

Así pues, ve ahora toda la problemática como un problema del bien común, y a través de éste introduce al Estado en su análisis, visto como el encargado para el bien común en el mercado o en el ámbito del dinero; deja bien claro que el bien común no se puede asegurar sin que el Estado establezca un sistema de intervenciones en los mercados que ayuden y aseguren justicia en las relaciones humanas. No hay solución sin este ordenamiento y encauzamiento de los mercados.

Ahora bien, Francisco no analiza el bien común como es corriente en la doctrina de la Iglesia católica. Ésta se refiere siempre a la tradición aristotélico-tomista y desprende, por tanto, sus exigencias del derecho natural correspondiente. Francisco deja esta tradición de lado y lo concibe en la línea del pensamiento de emancipación humana, tal como se desarrolló a partir de la Revolución francesa y a lo largo del siglo XIX hasta hoy. Aquí se trata de los derechos humanos del ser humano en cuanto sujeto, con derechos de resistencia legítima. Esta formulación es muy importante, aunque los contenidos pueden corresponder con lo que antes determinaba el derecho natural, el cual, en cambio, no se dirigió al sujeto humano, sino a la autoridad. Si la autoridad no respondía, no daba derecho de resistencia. En el siglo XIX se trató especialmente de la emancipación de los esclavos, las mujeres y los obreros, lo que en el siglo XX se amplió hacia la emancipación del colonialismo y hacia la propia emancipación de la naturaleza externa al ser humano. Pero ocurre ahora por luchas de resistencia.

Para Francisco se trata de la constitución de la ética. Dice:

La ética suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se considera contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se la siente como una amenaza, pues condena la manipulación y la degradación de la persona. En definitiva, la ética lleva a un Dios que espera una respuesta comprometida que está fuera de las categorías del mercado. Para éstas, si son absolutizadas, Dios es incontrolable, inmanejable, incluso peligroso, por llamar al ser humano a su plena realización y a la independencia de cualquier tipo de esclavitud. (N.º 57)

Este Dios que Francisco concibe llama al ser humano “a la independencia de cualquier tipo de esclavitud”. Con eso llama a la emancipación. Pero no da una ley para tal efecto y no crea ninguna obligación legal hacia esta emancipación, sino al contrario: este Dios llama a la plena realización del propio ser humano y, en este sentido, a la autorrealización. No se trata de una ética heterónoma, sino autónoma. Tampoco de una autorrealización a la Nietzsche; se trata totalmente de lo contrario. Esta autorrealización ocurre a través de la liberación de todos de cualquier tipo de esclavitud. Dios llama a eso; no lo ordena. Quiere despertar. Aparece una autorrealización que resulta de la emancipación. El que tiene esclavos se autoemancipa al liberarlos. No obstante, los que tienen esclavos posiblemente no van a interpretar la liberación de éstos como autoemancipación, y muy probablemente buscarán su autorrealización en la voluntad del poder a la Nietzsche. Pero la autorrealización, como la concibe Francisco, llama a entrar en este conflicto. Aparece un Dios en nombre de la primacía del ser humano.

De esta manera Francisco se inscribe en la concepción de la emancipación humana moderna y pone en lugar del dios como déspota legítimo —con la legitimidad absoluta de imponer su propia voluntad— a un Dios que él mismo llama al ser humano a actuar como la primicia del universo. Se trata de un Dios débil, en el sentido en el cual Pablo dice: “en la debilidad está la fuerza” (1 Cor 1, 27).

Esta reflexión la termina con comentarios muy válidos sobre la paz y la guerra, porque la máxima expresión del bien común sigue siendo la paz:

Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos, será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres, pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. (N.º 59)

La opinión que Francisco expresa es que el sistema, si no se recupera, cae en la disolución y en la muerte:

Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y de muerte. (N.º 59)

Francisco considera esta construcción básica como una referencia imprescindible para su intención central, que es evangelizar, y esto en estrecha cercanía con lo que es la promesa: el Reino de Dios. Pero no promete su realización; describe lo que espera como resultado con las siguientes palabras:

Evangelizar es hacer presente en el mundo el Reino de Dios. (N.º 176)

Para él se trata de hacer presente este Reino, que es una promesa completa. Pero Francisco la trata no como un reino por realizar, sino para hacerlo presente más bien en sentido de una idea regulativa. Como tal, puede ser trasfondo de las transformaciones necesarias.

Creo necesario que también el pensamiento marxista realice reflexiones paralelas. Marx trabaja con el concepto de meta, que al comienzo llama “comunismo”, y posteriormente más bien “reino de la libertad”. Aquí vale algo parecido como con la referencia al reino de Dios: ambas imaginaciones se refieren a metas que no son realizables para la acción humana. Para Marx vale que lo que él imagina como reino de la libertad no sería realizable sin una correspondiente abolición de las relaciones mercantiles y del Estado. Los dioses terrestres a los cuales Marx se enfrenta críticamente son abolidos sin problemas si las relaciones mercantiles y el Estado son también abolidos. Sin embargo, la historia del socialismo ha comprobado que esta abolición es imposible. Se puede pensar sin contradicciones una sociedad sin mercado ni Estado, pero no se la puede realizar. Por tanto, como seres humanos seguimos para siempre en enfrentamiento con los dioses terrestres —en el lenguaje de Marx, fetiches— para ponerles límites por nuestra resistencia. Definitivamente no pueden ser abolidos. De esta forma, tendríamos también el reino de la libertad como Marx lo entendía, como idea regulativa, y habría que tratarlo correspondientemente de ese modo.

La imaginación de “ideas regulativas” viene de Kant, aunque tenga en nuestro contexto un significado diferente. Para él se refiere al lenguaje; para nosotros, en cambio, se trata de una regulación dirigida a nuestra acción. Para Kant un significado de este tipo no tendría sentido, pues para él toda ética es limitada a la validez de normas abstractas y universales. En nuestro contexto, se trata precisamente de la “regulación” de las éticas del tipo kantiano. Este problema aparece por primera vez en Pablo de Tarso y, desde el siglo XIX, es desarrollado por Marx.

Este problema del utopismo es tan actual como raras veces lo fue anteriormente. Se trata de la utopía del neoliberalismo. La visión del mercado total destruye cualquier realismo de la política, como antes ha ocurrido con otros utopismos. Hoy este utopismo amenaza con la destrucción del mundo entero. Es evidentemente el más peligroso hasta ahora. Está en camino de desarrollar otro totalitarismo, que esta vez es del mercado, y utiliza el totalitarismo del Estado total sólo como instrumento. Este utopismo ya no se determina desde la política, sino desde los poderes del mercado, que pueden presentarse como poderes anónimos. Podría llegar el primer totalitarismo, que es efectivamente casi total. Se está montando un poder total que está presente en cada momento en cada lugar. Todos los totalitarismos anteriores tenían fronteras, que en Rusia se expresaron al decir “Rusia es grande y el zar está lejos”. Ahora ya no es así; ahora vale: “Rusia es grande y el zar está en todas partes omnipresente”. Este zar es el mercado que cubrió completamente al mundo, que está en todas partes y que domina hasta las almas. Y el poder promovido por este mercado quiere dirigir al mundo entero, y existe el peligro de que la resistencia se haga tan irracional como es este mercado utopizado. La resistencia cada vez más tiene carácter de esta irracionalidad, frente a la cual aparece. Eso ya conduce a la guerra eterna, y este utopismo habla de la paz perpetua como meta de la guerra eterna. Posiblemente no nos queda mucho tiempo antes de que esta jaula se cierre, y quién sabe por cuánto tiempo.

El punto de vista del análisis

Hemos visto hasta ahora sorprendentes paralelos y coincidencias entre la crítica de los ídolos o fetiches de Marx y de Francisco; pero también diferencias profundas. No obstante, estas diferencias no constituyen contradicciones. Son diferencias, como dice la palabra.

Con eso quiero volver a una cita de Marx, que ya he comentado al comienzo, donde dice que la filosofía hace

su propia sentencia en contra de todos los dioses del cielo y de la tierra, que no reconocen la autoconciencia humana (el ser humano consciente de sí mismo) como la divinidad suprema.

Dentro de la lógica de su argumentación, no puede evitar esta restricción de la sentencia. La sentencia no cae sobre todos los dioses simplemente, sino sobre aquellos que no reconocen al ser humano como ser supremo para el ser humano. Con eso define un lugar vacío sin poder prohibir ocuparlo.

Francisco imagina un Dios que ocupa este sitio: presenta una imaginación de un Dios que llama al ser humano a autorrealizarse al independizarse a la vez de todas las esclavitudes humanas vigentes y, por tanto, al enfrentarlas. Lo hace cuando declara la primacía del ser humano; en consecuencia, que el ser humano es el ser supremo para el ser humano. Destituye al Dios del despotismo legítimo que dominaba la Edad Media por uno que es colaborador, compañero, que apoya y hasta es cómplice, pero también un Dios del imperativo categórico de Marx.

Habría que preguntar cuáles son las razones de estos paralelos y coincidencias. Se trata más bien de una manera de acceder a la realidad que constituye y marca los resultados del análisis. Se trata del punto de vista desde la posición de los más postergados de nuestra sociedad, y desde aquí sigue el análisis de la idolatría del mercado, dinero y capital, independientemente de quién lo hace, ya sea Marx o Francisco; es el punto de vista del ser humano en cuanto “ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable”. Con este punto de vista de la realidad se llega a estos resultados.

El mismo papa dice esto de la manera siguiente:

La palabra “solidaridad” está un poco desgastada y a veces se la interpreta mal, pero es mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad. Supone crear una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. (N.º 188)

[1] S. Freud, El hombre Moisés y la religión monoteísta: tres ensayos, Madrid, Akal, 2015.

[2] Capítulo 53.

[3] Capítulo 54.

[4] Capítulo 56.

Totalitarismo del mercado

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