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CAPÍTULO II

El termidor del cristianismo como origen de la ortodoxia cristiana: las raíces cristianas del capitalismo y de la Modernidad

¿Qué es ortodoxia? Creo que hoy en día el fenómeno de la ortodoxia se entiende mejor a través de la definición que ofrece Marx sobre el termidor. Tenemos que hacernos esta pregunta porque el termidor vuelve a aparecer una y otra vez en casi todos los procesos revolucionarios. Marx utilizó este concepto para nombrar un proceso que se dio al interior de la Revolución francesa. Trotsky habla también del termidor, pero, en su caso, de la Revolución rusa, el cual está vinculado con Stalin, quien se apoya en la maquinaria de planificación de la Unión Soviética. Posteriormente Crane Brinton, en The Anatomy of Revolution, descubre las similitudes que hay entre las cuatro grandes revoluciones de la Modernidad: la inglesa, la norteamericana, la francesa y la rusa. Todas ellas devienen un proceso conservador al cual denominará “el termidor” de cada una de ellas.

En las tres primeras se trata de revoluciones populares que se transformaron en revoluciones burguesas, donde ciertos “intelectuales” redefinen el sentido de la revolución popular con base en ciertas absolutizaciones que, en nombre de la revolución, traicionan los principios fundamentales de ésta. La redefinición de la revolución popular se convierte entonces en la nueva ortodoxia de la revolución, y la convierte en burguesa. Las revoluciones posteriores siguieron en cierto grado este fenómeno.

Se trata efectivamente de la creación de la ortodoxia, la cual transformará y redefinirá las ideas de la revolución popular en función de la legitimación e implementación del nuevo poder político. El pensamiento legitimador que definirá al nuevo poder será el pensamiento ortodoxo, cuya encarnación es el termidor. En todos estos casos, este nuevo poder (la nueva clase dominadora) está contra el pueblo que hizo la revolución.

La problemática del termidor es el resultado de que las revoluciones indicadas trastocaron los cimientos de la injusticia y la de­sigualdad, y consideraron en serio la construcción de la base de una igualdad general humana, aunque siempre en términos de una igual­dad concreta. Esta igualdad fue expresada por primera vez en el mensaje cristiano como un universalismo práctico; pero partir de una idea de igualdad nos fuerza inevitablemente a su posible institucionalización. Dicho problema se presentó por primera vez en el cristianismo cuando el pueblo se pudo cristianizar, pero no así el Estado romano. Lo que llamamos Estado cristiano del siglo IV no es la cristianización del imperio, sino la imperialización del cristianismo, es decir, su termidor. Bajo este mismo parámetro, hoy se podría analizar la fundación del Estado de Israel como el termidor del judaísmo.

EL UNIVERSALISMO CONCRETO EN EL ANTIGUO CRISTIANISMO

A continuación, quisiera mostrar, de la mano de algunos ejemplos, el significado de este universalismo concreto.

La teología de la deuda

Consideraré como ejemplo del pago de la deuda lo que Jesús dice en el padrenuestro: “Perdónanos nuestras [deudas], como también hemos perdonado [las deudas] de nuestros [deudores]”. Este tipo de perdón tiene sentido, por supuesto, cuando se trata de deudas impagables; de lo contrario, el deudor se arruinaría a través de la obligación del pago. Incluye en la Antigüedad la venta de esclavos, aunque hoy resulte tan extremo como entonces. Jesús dice esto con ayuda de una parábola:

Por esto, sucede con el reino de los Cielos como con un rey que quiso hacer cuentas con sus funcionarios. Estaba comenzando a hacerlas cuando le presentaron a uno que debía muchos millones. Como aquel funcionario no tenía con qué pagar, el rey ordenó que lo vendieran como esclavo junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para que quedara pagada la deuda. El funcionario se arrodilló delante del rey y le rogó: “Tenga usted paciencia conmigo y se lo pagaré todo”. Y el rey tuvo compasión de él; así que le perdonó la deuda y lo puso en libertad.

Pero, al salir, este funcionario encontró a uno de sus compañeros que le debía una pequeña cantidad, y, tomándolo del cuello, comenzó a estrangularlo, diciéndole: “Págame lo que me debes”. El compañero, arrodillándose delante de él, le rogó: “Tenga paciencia conmigo y se lo pagaré todo”. Pero él no quiso, sino que lo hizo meter en la cárcel hasta que le pagara la deuda. Esto dolió mucho a los otros funcionarios, que fueron a contarle al rey todo lo que sucedió. Éste lo mandó llamar y le dijo: “¡Malvado! Yo te perdoné toda aquella deuda porque me lo rogaste. Pues tú también debiste tener compasión de tu compañero, del mismo modo que yo tuve compasión de ti”. Y tanto se enojó el rey que ordenó castigarlo hasta que pagara todo lo que debía.

Jesús añadió: Así hará también con ustedes mi Padre celestial, si cada uno de ustedes no perdona de corazón a su hermano. (Mt 18, 23-35)

En el padrenuestro, el asunto se trata del pago de deudas, lo cual no es ningún pago, sino un anti-pago. El ser humano tiene deudas con Dios, mientras que otros hombres tienen deudas con él. Dios, sin embargo, no quiere ningún pago positivo de la deuda, y el ser humano tampoco podría pagarla. No existe en realidad ninguna moneda con la cual pudiese pagarle. El pago es totalmente otro: el hombre le paga a Dios en tanto que perdona las deudas de sus prójimos. Dios perdona las deudas porque el hombre también las perdona. El pago no es ningún pago; es una correspondencia.

Este legado de la deuda del creyente frente a su deudor es la herencia de un quebranto a la ley. Este perdón de la deuda del prójimo implica suspender la ley. Según la ley, hay que pagar las deudas, lo que se deriva del séptimo mandamiento (“No robarás…”). El pago de la deuda es una obligación legal y, cuando es tratada así, la autoridad está, junto con la policía, los jueces y el verdugo, de lado del acreedor. En cambio, lo que el padrenuestro exige es incluir este quebranto de la ley por parte del creyente. Dios lo exige. Sólo así puede el ser humano “pagar” sus deudas con Dios. En el judaísmo, donde también vale la ley del “No robarás…”, significa lo siguiente: si el pago es imposible, la ley de Dios tiene que ser quebrantada, y esto es voluntad de Dios. Si no se quebranta, el creyente se hace deudor ante Dios, pues Dios puede perdonarle sus deudas, siempre y cuando él perdone las deudas de sus deudores y lo declare, por ello, deudor.

Esto es una teología del pago por parte de Jesús, la cual se encuentra totalmente en la lógica de la historia judía y está medianamente establecida en el orden institucional de los años del Sabbat y del Jubileo. Sólo ahora cada año es año del Sabbat.

El pago del salario

Jesús ofrece una parábola que problematiza el propio pago del salario:

Sucede con el Reino de los Cielos como con el dueño de una finca que salió muy de madrugada a contratar trabajadores para su viñedo. Se arregló con ellos para pagarles el salario de un día y los mandó a trabajar a su viñedo. Volvió a salir como a las nueve de la mañana y vio a otros que estaban desocupados en la plaza; les dijo: “Vayan ustedes también a mi viñedo, y les daré lo que sea justo”. Y ellos fueron. El dueño salió de nuevo a eso del mediodía, y otra vez a las tres de la tarde, e hizo lo mismo. Alrededor de las cinco de la tarde volvió a la plaza de nuevo y encontró en ella a otros que estaban desocupados y les dijo: “¿Por qué están ustedes aquí todo el día sin trabajar?”. Le contestaron: “Nadie nos ha contratado”. Entonces les dijo: “Vayan también ustedes a mi viñedo”.

Cuando llegó la noche, el dueño dijo al encargado del trabajo: “Llama a los obreros y págales comenzando por los últimos y terminando por los que entraron primero”. Se presentaron, pues, los que habían entrado a trabajar alrededor de las cinco de la tarde, y cada uno recibió el salario completo de un día. Llegaron después los primeros, creyendo que iban a recibir más, pero cada uno de ellos recibió también el salario de un día. Y, al recibirlo, comenzaron a murmurar contra el dueño, diciendo: “Estos últimos trabajaron nada más que una hora, y tú les das lo mismo que a nosotros, que hemos soportado el peso del trabajo y el calor de todo el día”. El dueño respondió a uno de ellos: “Amigo, no te estoy haciendo ninguna injusticia. ¿Acaso no te arreglaste conmigo por el salario de un día? Pues toma tu paga y vete. Si yo quiero darle a éste que entró a trabajar al final lo mismo que te doy a ti, es porque tengo el derecho de hacer lo que quiera con mi dinero. ¿O es que te da envidia que yo sea bondadoso?”. De modo que los que ahora son los últimos, serán los primeros, y los que ahora son los primeros, serán los últimos. (Mt 20, 1-16)

Lo determinante aquí es que, al prometer, el propietario les dice a los trabajadores: “les daré lo que sea justo”. Él promete, así, lo que es justo. La respuesta del final no vale más. Sin embargo, nosotros tenemos que preguntar bajo qué punto de vista es justo lo que el propietario hace, y éste surge del propio contexto. Los trabajadores que llegan tarde no habían trabajado porque no había trabajo. Si observamos la condición de que el pago de un salario (un denar) se encuentra en la línea de subsistencia, los trabajadores no podrían vivir sólo con el salario correspondiente a la cantidad de trabajo. No obstante, tienen o deben poder vivir. Así, todos, por razones de justicia, tienen que recibir, tal como con los primeros trabajadores, el mismo salario. De esta forma, es justo lo que hace el propietario, pero es entendible también que uno de los trabajadores sienta el pago como injusto: él quisiera ganar por lo que trabajó, es la justicia del mercado desde la cual juzga; mientras que el propietario paga desde otra perspectiva: desde la justicia para la vida digna del trabajador. Se ven, entonces, dos tipos de igualdad. Por una parte, la igualdad ante el mercado, en el cual cada uno recibe lo que ha aportado; por otra, la igualdad de la vida y de la dignidad humana, de acuerdo con la cual todos tienen que cubrir sus necesidades y, por ello, siempre que el pago se encuentre cerca del mínimo para vivir, todos reciben lo mismo independientemente de cuánto hayan trabajado, con el fin de que prevalezca la justicia. Marx formula esta justicia concreta de la vida humana mediante su definición de justicia, que retoma de la tradición de la clase trabajadora de entonces; a saber: “cada uno de acuerdo con sus capacidades, a cada uno de acuerdo con sus necesidades”.

Ya no es necesario discutir si el propietario —si es que lleva a cabo esta justicia— puede aprobar el mercado. En este caso, de esta idea de justicia concreta surge una crítica al mercado y a su tipo de justicia. Lo cual sería, de nuevo, una crítica a la ley y, por tanto, a la imprescindible libertad de contrato en la relación entre hombres como una ley de la injusticia; o bien, como Pablo dice, como una ley del pecado. Para Pablo, en este caso, el propietario habría pagado de acuerdo con la ley de la razón y, por tanto, de acuerdo con la ley de Dios.

LA CRÍTICA DE PABLO A LA LEY

Pablo tiene un concepto universal de la ley. En él se trata de dos leyes: por un lado, la de la Torá y, por otro, la romana. De esta forma, indica:

En efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley. (Rm 2, 14)

Cuando dice que los paganos no tienen ninguna ley, es la Torá a la cual se refiere. Sin embargo, cuando cumplen los preceptos por naturaleza y son, por esta razón, ellos mismos la ley, ya no dependen de ningún Sinaí. La ley, entonces, no es exclusivamente la Torá. El caso que Pablo tiene en mente es el de la ley romana. Así, cuando en la Carta a los Romanos cita la ley, refiere siempre los mandamientos del sexto al décimo. Si se prescinde del décimo, se constata que todas esas normas existen en todos los códigos de leyes, incluso también en el romano. Con el décimo mandamiento es diferente: no es ninguna norma formal como las otras. No obstante, existen normas similares a este tipo en otras leyes, como, por ejemplo, en aquello que Aristóteles llamaba crematística y que condena como innatural. Por esta ley llega Pablo —de forma muy general— al siguiente juicio: “El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la ley” (1 Cor 15, 56). Dado que la palabra “pecado” ya está muy desgastada, prefiero la siguiente traducción: “El aguijón de la muerte es el crimen. El poder del crimen es la ley”.

Esto se debe a que lo que provoca la muerte es el crimen; la fuerza del crimen es la ley. No todos los pecados son crímenes, pero todos los crímenes sí son pecados, y en la discusión de la cual hablan Jesús y Pablo no se trata propiamente de pecados, sino sobre crímenes. Esto puede entenderse también si este problema lo relacionamos con nuestro tiempo.

Brecht dice, en La ópera de los tres centavos, “¿qué es el asalto a un banco comparado con la fundación de un banco?”. Esto es una declaración muy general sobre cada ley, sea la romana, la judía o cualquier otra. Se trata sobre el pecado. Sabbat y condonación de la deuda están necesariamente conectados, aun cuando no se lo mencione explícitamente.

Sin embargo, la afirmación de que la fuerza del crimen (del pecado) es la ley, vale para cualquier caso, incluso para la ley de Dios, es decir, la Torá. Éste es el escándalo de la ley; de toda ley.

Quisiera ahora dar un ejemplo. Pablo dice:

Hablamos de una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra antes que existiera el mundo; aquella que ninguno de los dominadores de este mundo alcanzó a conocer, porque, si la hubieran conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria. (1 Cor 2, 7-8)

Esto me parece que es para Pablo el escándalo de la ley de por sí. Los señores del mundo condenaron a Jesús y lo crucificaron. Sin duda se trata de las autoridades judías y romanas; aunque no sólo las autoridades. En tanto que condenan a Jesús, cumplen con la ley: los romanos con la ley romana; los judíos, con la judía. Las dos partes tienen la ley de su lado. La ley de Dios también condena a Jesús justamente; éste es precisamente el núcleo del escándalo. Pero estas autoridades que cumplieron con la ley cuando ajusticiaron a Jesús, no reconocieron la sabiduría de Dios y, por ende, lo condenaron. Y éste es precisamente el problema para Pablo.

Aquello que está en contra de la pena de muerte de Jesús no es algo así como la verdadera ley de Dios —la cual no pudo ser quebrantada mediante esta pena de muerte—, sino la sabiduría de Dios, que no fue reconocida por los señores. La definición de la sabiduría de Dios que Pablo propone se encuentra en 1 Corintios 1, 27-29. Reconocer esta sabiduría es de lo que se trata. Además, la afirmación de que los plebeyos y los despreciados son los elegidos de Dios es el centro de esta sabiduría.

Esto tiene que ver con el pecado que a Pablo le concierne, pues él también lo había cometido y había perseguido a los cristianos. Este pecado no es algo así como una abstracción; es, en realidad, lo más concreto que Pablo conoce. Se trata de lo que es la voluntad de Dios:

No tomen como modelo a este mundo. Por el contrario, transfórmense renovando su espíritu, a fin de que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto. (Rm 12, 2)

La voluntad de Dios no está escrita en ninguna parte, ni siquiera en la Torá. Mucho menos si la Torá es la ley de Dios. Se la tiene que encontrar, en tanto que se evalúe lo que es la voluntad de Dios, en lo que es bueno, lo que le agrada, y en la perfección. El “criterio” es la sabiduría de Dios y no la ley. Se tiene que buscar y encontrar la voluntad de Dios en la realidad. Ni en la Biblia ni en la ley se encuentra escrita para poder realizarla. Si se busca ahí, deviene la ley, la fuerza del pecado, aun cuando sea de Dios. Esto no es de ningún modo totalmente extraño para la tradición judía, que considera que la voluntad de Dios no está tampoco, tal cual, en el texto, sino en el texto interpretado.

En la siguiente cita se puede ver la idea que tiene Pablo sobre la ley:

[...] pero observo que hay en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón y me ata a la ley del pecado que está en mis miembros. (Rm 7, 23)

Es una ley que ha encarcelado la verdad en la injusticia (Rm 1, 18), con lo cual se observan dos leyes: la de la razón, que es también la ley de Dios y a la cual sirve el sujeto con la razón, y la del pecado, que antepone la ley a la codicia y a la injusticia:

Yo en mi razón me someto a la ley de Dios, pero, por lo que en mí es carnal, sirvo a la ley del pecado. (Rm 7, 25)

Lo que llama la atención es que en Pablo ambas leyes tienen un texto perfectamente igual, e intentaré mostrarlo de la mano de una cita del Padre de la Iglesia Juan Crisóstomo, a quien el papa Francisco cita en su texto Evangelii gaudium:

No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos.[1]

Por supuesto, aquellos de los que habla Crisóstomo, aquellos que han robado, pueden ir ante el tribunal y cada tribunal les puede confirmar que no lo hicieron. Pero lo que dice Crisóstomo es que sí lo hicieron, y lo justifica cuando dice que los bienes que nos pertenecen no son nuestros sino de ellos, de los pobres. Acepto que esto significa que ellos tienen derecho de propiedad sobre los bienes de los otros y, en tanto que éstos no los concedan, entonces son robados. Lo que Crisóstomo señala como robo es lo que en la crítica al capitalismo del siglo XIX se define como explotación, y que será el punto de partida de las enseñanzas marxianas sobre el plusvalor.

Esto está claro. La norma “No robarás…” tiene dos significados contrapuestos, aunque la formulación sea igual. Uno es el significado del mercado: en tanto que los bienes se intercambian, “No robar” significa aquí hacer contratos y respetarlos; el otro es aquel que Pablo señala como sabiduría de Dios (1 Cor 1, 28) y de lo cual, por tanto, se sigue: la vida de todos es el derecho de todos. Eso se puede incluir fácilmente en el juego de la locura del cual habla Pablo en el primer capítulo de la Primera Carta a los Corintios. Visto desde una de las interpretaciones de la ley, la otra interpretación podría parecer loca. Para Pablo (y para Crisóstomo) es además la ley de la razón —a la cual llama también “ley de Dios”—, que Crisóstomo exige. La ley de la injusticia, que Pablo llama “ley del pecado”, es, por el contrario, la ley del mercado. Ésa es la inversión tal como sigue vigente hoy en día en nuestra interpretación del mundo. Visto desde la ley de Dios, la ley del mercado está loca; pero visto desde la ley del mercado, la ley de la razón, la “ley de Dios” para Pablo, es la loca.

Crisóstomo camina por las huellas de Pablo, es decir, sobre la idea que aparece en el capítulo 7 de la Carta a los Romanos; aunque ya en los tiempos del Antiguo Testamento existían este tipo de ideas, como, por ejemplo, en Jesús Sirach:

Un asesino de su prójimo es quien a él le arrebata el sustento y derrama sangre, quien le priva de su salario al trabajador.[2]

Este punto presupone ya el desdoble de la ley, como está señalado por Pablo. Aquí se habla sobre el asesinato, y no del robo; pero se trata del mismo desdoblamiento de la ley. Crisóstomo tenía un destino destacable, y una idea de futuro que se parece a lo que Heinrich Heine expresaba en el siglo XIX Con: “queremos hacer el Reino de los Cielos ya en la Tierra” (“Wir wollen auf der Erde schon das Himmelreich errichten”).

Crisóstomo dice:

[…] hay que considerar qué honor nos hizo Dios al encomendarnos tal tarea. Yo, dijo él de igual forma, he creado Cielo y Tierra. Yo te di también fuerza para crear; convierte la Tierra en el Cielo, tú puedes.

Por otro lado, me encuentro en Wikipedia con la siguiente descripción de vida de Crisóstomo:

Este Padre de la Iglesia fue famoso por sus discursos públicos y por su denuncia de los abusos de las autoridades imperiales y de la vida licenciosa del clero bizantino. Su enfrentamiento con la corte del emperador Arcadio y de su esposa Elia Eudoxia resultó en su destierro. Reins­talado en su sede episcopal temporalmente, fue por último depuesto y exiliado hasta su muerte. Un siglo después, Juan de Constantinopla recibió el título por el que le conoce la posteridad: Juan Crisóstomo. Ese término proviene del griego, chrysóstomos (χρυσόστομος), y significa “boca de oro” (chrysós, “oro”; stoma, “boca”) en razón de su extraordinaria elocuencia, que lo consagró como el máximo orador entre los Padres griegos [...]. Con el transcurso del tiempo, Crisóstomo llegó a ser el sucesor de Flaviano I. Durante su misión como obispo mostró gran preocupación por las necesidades espirituales y materiales de los pobres. También se pronunció en contra de los abusos de los poderosos y de la propiedad personal [...]. Se puede decir que Crisóstomo se caracterizó por la falta de límites y temeridad al denunciar las ofensas de las instancias superiores y su actitud condujo a que se creara una alianza en su contra entre Eudoxia, Teófilo y el clero molesto, quienes convocaron un sínodo en 403 y acusaron a Crisóstomo de favorecer las enseñanzas de Orígenes. El Sínodo de la Encina (Synodus ad Quercum) se pronunció por la deposición de Crisóstomo. Sin embargo, al poco tiempo fue restituido por Arcadio, temeroso de la ira del pueblo y porque un incidente que ocurrió en el palacio, la emperatriz lo atribuyó a la ira de Dios. Sin embargo, la paz fue corta. Una estatua de plata que Eudoxia se hizo erigir frente a la catedral fue denunciada por Crisóstomo y una vez más fue suspendido y enviado a una región lejana en la frontera con Armenia. Cuando el papa Inocencio supo las circunstancias de la deposición de Crisóstomo, presentó su protesta, pero no fue escuchado. Crisóstomo continuó escribiendo cartas que resultaban de gran influencia dentro de Constantinopla y, como su vida se prolongaba más de lo deseado por sus adversarios, se determinó desterrarlo a un extremo fronterizo cerca del Cáucaso. No obstante, éste nunca llegó a su nuevo destino, porque murió en el viaje el 14 de septiembre de 404. Es probable que su muerte fuese intencional, porque se sabe en qué estado de salud quebrada se encontraba.

De acuerdo con lo citado, parece que Crisóstomo fue un mártir víctima de un emperador cristiano. Si se leen de nuevo las dos anteriores citas, puede entenderse el motivo, pero también se verá el paralelismo con la muerte del cardenal Romero en San Salvador, quien también, por posiciones similares, fue asesinado por cristianos ultras. Algo similar sucedió con Martin Luther King. Se trata de la persecución de cristianos por propios cristianos. Es, respectivamente, el termidor del cristianismo que se expresa.

Crisóstomo vivió en el mismo tiempo que san Agustín, y muere en el 407. Es el tiempo en el cual la ortodoxia del termidor del cristianismo se formula definitivamente por medio de san Agustín. Con ello se eliminará —o bien será calificado como herejía— el pensamiento crítico tal como es elaborado por Pablo y que está presente en Crisóstomo, pero resurge permanentemente.

Termidores de este tipo los experimentamos continuamente de nuevo, y no sólo en el nivel de la historia mundial. El periodo de Juan Pablo II, junto con el de Benedicto XVI, son el termidor del Concilio Vaticano II.

Totalitarismo del mercado

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