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PRÓLOGO

FRAY LUIS DE GRANADA (1504-1588) pasó los últimos treinta y ocho años de su vida en Portugal. Esta circunstancia apenas tuvo reflejo en su producción literaria, pues solo publicó en portugués el Compendio de la doctrina cristiana, que apareció en Lisboa en 1559, cuando Fray Luis gozaba de gran prestigio, tanto en tierras portuguesas como castellanas. Era entonces Provincial de los dominicos portugueses (1556-1560) y su obra escrita, bien conocida y apreciada, ya comenzaba a traducirse a otras lenguas. Su fama como predicador era extraordinaria entre personas de toda condición, desde la jerarquía eclesiástica, la nobleza y la corte hasta el pueblo llano.

El Compendio es una extensa síntesis de la fe compuesto, como Fray Luis explica en el prólogo, para ser leído sistemáticamente los domingos y días de fiesta en las iglesias donde no se predicaba, de modo que «a la falta de la voz viva sirviese la letra muerta, que puede obrar alguna cosa en los corazones de los piadosos oyentes». El mismo volumen incluía al final estos Trece sermones de las principales fiestas del año que ahora se publican sueltos, y que son un excelente testimonio tanto del arte retórico de su autor como de sus más profundas convicciones acerca de la naturaleza de la oración y de la auténtica vida espiritual del cristiano.

Fray Luis se había formado en el ambiente religioso propio del humanismo renacentista que, en síntesis, se podría caracterizar por la búsqueda de una espiritualidad sincera y afectiva, bien fundamentada en el conocimiento y meditación de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia, y también ilustrada por el cultivo de las ciencias profanas. Se puede decir que Fray Luis de Granada es uno de los mejores exponentes del humanismo español, uno de los grandes clásicos de nuestro Siglo de Oro. En opinión de Azorín, no hay en nuestra literatura estilo más vivo, más espontáneo y más moderno. Ya sus contemporáneos comenzaron a llamarle “el Cicerón español”.

Es de notar que el mismo año de la publicación del Compendio y los Trece sermones vio la luz el Índice de libros prohibidos del inquisidor Fernando de Valdés, en el que se incluyen nada menos que tres obras de Fray Luis: el Libro de la oración y meditación, la Guía de pecadores y el Manual de diversas oraciones y espirituales ejercicios. No nos detendremos en el contexto histórico y doctrinal del momento; baste señalar que uno de los motivos de esta prohibición fue que el autor mantiene la idea de que cualquier cristiano, sean cuales fueren su condición y estado, y sin necesidad de profundos conocimientos de la doctrina, está llamado a la plenitud de la vida de oración y contemplación. El inquisidor no vio tampoco con buenos ojos que nuestro autor pusiera al alcance de cualquiera en lengua vernácula los textos de las Sagradas Escrituras. Posteriormente, una comisión del Concilio de Trento, al que Fray Luis recurrió y envió sus escritos, dio el visto bueno a sus doctrinas, de modo que quedó libre de sospechas y sus obras no tardaron en salir del Índice.

Valga este excurso para resaltar que el nervio de los sermones ha de buscarse precisamente en la dirección que tan sospechosa pareció a sus detractores. El afán del predicador, afirma Fray Luis, debe ser despertar en el corazón de los oyentes la experiencia íntima —personal y afectiva— de la cercanía de Dios, de su inefable amor. Y el camino pasa por la contemplación de la Humanidad de Cristo, que conduce el espíritu tanto hacia el conocimiento de Dios como al conocimiento propio. Por eso, la lectura y meditación de las Sagradas Escrituras ha de convertirse en «compañera de nuestra vida», en práctica necesaria y frecuente en el camino de contemplación, ya que «son las palabras más profundas, más dulces, más provechosas y de mayor autoridad y eficacia que pueden ser, pues son palabras salidas del pecho del mismo Dios».

La fe es mucho más que un asentimiento racional o un ejercicio especulativo. La fe es el seguimiento de Cristo, que invita a todos a corresponder a su amor. En el sermón sobre la Ascensión del Señor, Fray Luis explica que «la Iglesia celebra las fiestas de nuestro Salvador para que, además de imitarlo, se enciendan nuestros corazones en su amor, pues el fin de la doctrina de Cristo es el amor. Por eso [la Iglesia] nos pone ante los ojos la multitud de beneficios que nos hizo, lo mucho que nos amó, los pasos que dio por nosotros, todo lo que padeció; y así, considerando bien estas cosas, se enciendan nuestros corazones en su amor».

De modo que la tarea del predicador es ayudar a los fieles a contemplar el misterio de Dios manifestado en Cristo con los ojos del corazón, pues en eso consiste exactamente la oración. «Cuando oigáis que se habla de oración no debéis entenderlo como lo hace la mayor parte de la gente, que es decir mil avemarías y salmos sin espíritu, sin atención, sin reverencia y sin mirar con quién se habla, que es con el mismo Dios. Hacerlo así es más distracción que oración». La verdadera oración, escribe en el Libro de la oración y la meditación, «desencierra lo encerrado, despliega lo recogido y aclara lo oscuro; y así, esclareciendo nuestro entendimiento con la grandeza de los misterios, le da virtud y eficacia para mover nuestras voluntades e inclinarlas a todo bien».

Fray Luis volcó en los sermones su saber teológico, su conocimiento del alma humana y sus extraordinarias cualidades retóricas como predicador. Pero la categoría formal y la profundidad doctrinal de estos sermones no se pueden en modo alguno desvincular de su fuente, del alma apasionada de su autor. Fray Luis se asombra ante la grandeza de Dios, y esta actitud es la que transmite a sus oyentes o lectores. Dios es admirable en su manifestarse al hombre, en su creación, en sus acciones; y no hace falta mucho para percibir tales maravillas: basta la sencillez y la humildad de corazón, el deseo de purificar la mirada para que sea capaz de ver a la luz de la fe y el amor.

Fray Luis va repasando los episodios de la vida del Señor y de la Virgen que relatan los evangelios, y desde ellos también contempla el misterio de la Eucaristía y la vida eterna en Dios. Con frecuencia se apoya en textos del Antiguo Testamento, cita a Padres de la Iglesia —sobre todo san Agustín y san Cipriano— y a san Bernardo, pero en ningún momento imposta la voz, nunca se pierde la frescura y la cercanía. Los sermones de Fray Luis de Granada, a quien el mismo Azorín describió como hombre sencillo, afable y digno, brotan de lo profundo de su alma, alegre y delicada, capaz de volcarse en una ternura casi infantil a la vez que exige reciamente el abandono de lo que no es compatible con el amor de Dios.

Fray Luis habla de lo que sabe, de lo que ha experimentado, y de ahí su autenticidad. Después de casi cuatrocientos cincuenta años sus palabras nos siguen conmoviendo. Él es un verdadero espiritual, un hombre de Dios que ha frecuentado la escuela del Espíritu Santo. Como explica en el sermón que dedica a Pentecostés, esta es «la escuela donde han de aprender los predicadores a predicar; estas son las palabras vivas que han de dar vida: porque ni las palabras muertas pueden dar la vida a nadie, ni las que salen de un corazón frío pueden calentar ningún otro corazón».

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En 1595 aparecieron simultáneamente las dos primeras traducciones al castellano del Compendio de doctrina cristiana con los trece sermones, una en Madrid, realizada por Enrique de Almeida, y otra en Granada, de mano de Juan de Montoya, que es la que hemos tenido a la vista para esta edición. No es este el lugar para referirnos a la suerte de estas traducciones hasta nuestros días. El dominico Justo Cuervo presentó su propia traducción, que en realidad no se aparta gran cosa de las primeras, en la edición crítica de la obra completa de Fray Luis, que publicó en 1906. Esta traducción es la que se reproduce, junto al texto portugués, en el volumen XXI (1998) de la relativamente reciente edición de obras completas llevada a cabo por Álvaro Huerga.

La versión que ahora presentamos de los Trece sermones no se ajusta a las habituales normas de edición de textos del Siglo de Oro. Se ha pretendido sencillamente ofrecer al lector no familiarizado con la prosa del siglo XVI una versión modernizada a la vez que fiel al particular estilo de Fray Luis.

El autor distribuyó los sermones de modo que sus temas fueran siguiendo el curso de los meses del año: desde la circuncisión de Jesús en enero hasta su nacimiento en diciembre. En esta edición se ha preferido ordenarlos de acuerdo con la cronología de los acontecimientos y misterios que se consideran en cada sermón: desde la Concepción de la Virgen hasta la festividad de Todos los Santos.

Fidel Villegas

Diciembre de 2019


Trece sermones

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