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SERMÓN EN LA FIESTA DE LA ANUNCIACIÓN
AL CONTEMPLAR EL MISTERIO DE LA Encarnación del Verbo piensa en el inmenso amor que Dios mostró al hombre. Él no nos necesitaba ni nosotros lo habíamos merecido, y solo por las entrañas de su infinito amor envió a su Hijo para salvarnos y ennoblecernos con su nacimiento, para santificarnos con su justicia, enriquecernos con su gracia, enseñarnos con su doctrina, animarnos con su ejemplo, resucitarnos con su muerte y rescatarnos de la cautividad al precio de su sangre.
Este es el gran beneficio que el mismo Salvador explicó a sus discípulos diciendo: «Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo para que los que crean en él —y creyéndole, lo amen y obedezcan— no perezcan, sino que alcancen la vida eterna»[1]. Aunque había otros muchos medios para hacerlo, escogió el Señor el más costoso para Él y el más provechoso para nosotros; se olvidó de sí mismo para buscar la honra y provecho de quienes no lo amaron.
San Agustín no se cansaba de meditar en esto al principio de su conversión, contemplando la sabiduría con la que Dios dispuso nuestra salvación[2]. Considera tú también lo conveniente que fue que del mismo modo que por un hombre entró el mal en el mundo, por otro hombre fuéramos liberados. Por la soberbia de un hombre, que deseó ser como Dios, fuimos todos condenados; y por la humildad de otro, el hombre nuevo, que siendo verdadero Dios se hizo verdadero hombre, fuimos todos perdonados.
Nada mejor para pagar nuestras deudas que la sangre del Hijo de Dios; nada mejor para ennoblecer nuestra naturaleza que su Humanidad. ¿Quién podía negociar mejor nuestros negocios que el Hijo de Dios, y defender nuestra causa que el Sumo Sacerdote del Padre? ¿Quién podría ser el mejor y más fiel intermediario entre Dios y los hombres que el que era Dios y hombre? En cuanto juez, salvaguardó la justicia; en cuanto parte, consiguió la misericordia para nosotros. Como hombre, cargó con nuestras deudas; como Dios, pagó por ellas. Empleó el título de hombre para deber y el de Dios para pagar. En fin, no se pudo inventar un modo más conveniente en el que estuviese todo lo necesario para nuestra salvación. Como dice el papa san León, «si no fuera verdadero Dios, no podría dar el remedio; y si no fuera verdadero hombre, no nos podría dar ejemplo»[3].
La Encarnación es prueba de la grandeza de la bondad, de la misericordia y de la justicia de Dios, que se hizo hombre para castigar el pecado y perdonar al pecador. El precio que Cristo pagó, que fue su sangre, manifiesta la excelencia de nuestra alma, el valor de la gracia, la grandeza de la gloria, la hermosura de la virtud, la fealdad del pecado y la dignidad del hombre redimido. La Encarnación fue la medicina más eficaz para curar las llagas de nuestra alma, que eran tantas y tan grandes. ¿Qué ejemplo más vivo encontraremos para confortarnos y arrepentirnos que el que nos dio quien era Dios y hombre? Nuestra soberbia la cura su humildad; nuestra avaricia, su pobreza; nuestra ira, su paciencia; nuestra desobediencia, su obediencia; los excesos de nuestra carne, los dolores de la suya. Su amor vence nuestro desamor; sus dones, nuestra falta de agradecimiento; nuestros descuidos, su providencia. Y por su amor y gracia recobramos la confianza perdida.
Fija ahora tu mirada en las virtudes y excelencias de la Virgen que Dios escogió para ser su madre. Acuérdate de que antes de crear a Adán, Dios le había preparado una casa, que era el paraíso terrenal; pues del mismo modo, antes de nacer el segundo Adán, que era celestial, le había preparado otro paraíso que era el alma de la santísima Virgen. Igual que aquel estaba plantado por la mano de Dios con flores y arbolados de gran hermosura, el Espíritu Santo había preparado admirablemente este con todas las flores de las virtudes y los dones del cielo.
Para hacerlo así, dispuso que cuando la Virgen tuviera tres años fuera llevada y presentada en el Templo, y allí comenzaron enseguida a resplandecer estas nuevas flores de virtudes y gracias divinas. Sobre esto dice san Jerónimo: «Procuraba la Virgen ser la primera en las vigilias de la noche; en la ley de Dios, la más diligente; en la humildad, la más humilde; en los cantares de David, la más elegante; en la caridad, la más encendida; en la pureza, la más pura, y en las virtudes la más perfecta. Todas sus palabras estaban llenas de gracia, porque su corazón estaba lleno de Dios. Oraba y meditaba, como dice el profeta, en la ley del Señor día y noche[4]. Tenía también cuidado de sus compañeras para que fueran recatadas y no dijesen palabras injuriosas o soberbias a las demás. Siempre bendecía a Dios, y para no dejar de hacerlo, cuando la saludaban, respondía: Gracias a Dios»[5]. Hasta aquí son palabras de san Jerónimo.
Contempla ahora a la Virgen cuando la visitó el ángel. Mírala en el lugar donde solía recogerse, porque aunque la casa fuera pobre, no faltaría en ella un lugar para la oración; allí tendría los libros de los salmos y los profetas, y quizás, como santa Judit, su cilicio y disciplina para mortificar aquel santísimo cuerpo, que no lo merecía. Dicen los santos que en ese instante estaría su espíritu en arrebatada contemplación.
Tras el dulce saludo del ángel, tan lleno de gracia, pon tus ojos en las virtudes de la Virgen que resplandecen maravillosamente en todo este diálogo, en particular su silencio, su humildad, su virginidad y su fe. Resplandece su silencio pues, al contrario que el ángel, habló poco y sin precipitarse; es como si quisiera enseñar que el mejor adorno y hermosura de la virginidad es el silencio y el pudor. Su humildad se manifiesta en la sorpresa y temor ante las palabras tan honrosas del ángel, porque para quien es verdaderamente humilde no hay nada más sorprendente y extraño y que cause mayor temor que oír alabanzas propias. Menos teme el rico avariento que le hurten sus dineros que quien es humilde teme que le alaben los hombres, que son los ladrones que le roban el tesoro de la humildad. La virginidad y el amor inestimable que tenía la Virgen a esta virtud se manifiesta en las palabras que dijo: «¿Cómo será esto, porque yo no conozco varón?». Explica san Bernardo que es como si hubiera dicho: «Sabe mi Señor que su sierva ha hecho promesa de virginidad; pero si Él dispone otra cosa, me alegro por el hijo que me da, aunque me duele que se dispense mi promesa. Pero en todo estoy sujeta a su divina voluntad»[6]. No se puede decir nada mejor en alabanza de la santísima Virgen que verla estimar en tanto esta virtud, pues la dignidad que se le ofrecía de ser madre de tal hijo, que es la mayor de las que Dios puede dar, no fue suficiente para quitarle el pesar de perder su propósito de virginidad. ¡Qué maravillosa alabanza de esta virtud, que es una piedra preciosa de valor inestimable, tan apreciada por los buenos y tan despreciada por los malos! La Virgen, llena del Espíritu Santo, siente la pérdida de esta gloria aunque reciba una dignidad inefable, mientras que el hombre carnal y miserable no duda en cambiarla por placeres despreciables.
Pues siguiendo con lo dicho, además de estas tres virtudes resplandece también la fe de la Virgen. Ella no dudó de lo que el ángel le decía ni le pidió una señal, como sí hizo Zacarías, aunque mayor milagro es que una mujer virgen dé a luz que lo haga una estéril, y mucho mayor aún que dé a luz al mismo Dios. Como verdadera hija de Abraham imitó su fe, pues él creyó que aunque sacrificara a su hijo Isaac, Dios le podría resucitar para darle descendencia, y ella creyó que siendo virgen sería madre por obra de Dios. Por eso piensan los santos que si la Virgen preguntó cómo sería eso no fue porque dudara de que así sería, sino para saber de qué manera, ya que ella tenía el propósito de ser virgen. Y el ángel respondió a las dos cosas, diciéndole que daría a luz un hijo y se mantendría virgen, de modo que gozaría del fruto de la maternidad sin perder la corona de la virginidad.
Escribe san Bernardo, comentando estas palabras: «Has oído, María, lo que va a ocurrir y cómo va a ocurrir, y es algo maravilloso y de mucha alegría. Alégrate, hija de Jerusalén, y que igual que el Señor llenó de alegría tus oídos, oigamos nosotros la respuesta de alegría que esperamos, para que así se alegren los huesos afligidos y humillados[7]. Has oído que concebirás y darás a luz no por obra de varón sino del Espíritu Santo; el ángel está esperando tu respuesta, porque ya es tiempo de volver al que le envió. Señora: nosotros, que fuimos condenados por la justicia divina, también esperamos esta palabra de misericordia que no hará libres. La palabra de Dios nos creó, pero a pesar de todo morimos; por tu palabra seremos ahora salvados para no morir eternamente. Esta palabra te pide, piadosa Virgen, el triste Adán desterrado del paraíso con toda su descendencia; y también Abraham, David y todos los otros padres, de los que tú naciste, y que habitan en tinieblas y sombras de muerte. Te la pide el universo, postrado a tus pies, porque de esta respuesta depende todo el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos y la salvación de los hijos de Adán. Responde enseguida, María, que esperan tu respuesta los cielos, la tierra, y el infierno. El mismo Rey y Señor de todo desea tu respuesta —con la que ha decidido restaurar la naturaleza humana— tanto como le agradó tu hermosura. A quien agradaste callando agradarás ahora hablando, pues Él te habla desde el cielo diciendo: “¡Hermosa entre las mujeres, suene tu voz en mis oídos!”[8]. Si tú le haces oír tu voz, Él te hará ver el misterio de nuestra salvación.
»¿No es eso lo que buscabas, aquello por lo que suspirabas día y noche? ¿Eres tú aquella por la que se hicieron estas promesas o esperamos a otra? Sí, eres tú la prometida, aquella a quien aguardan y desean. Jacob esperaba de ti la salvación cuando decía estando para morir: “Esperaré, Señor, tu salvación”[9]. ¿Por qué esperas de otra lo que a ti se te ofrece y por ti se cumplirá si das con una palabra tu consentimiento? Responde al ángel o, mejor dicho, a Dios a través del ángel. Di una palabra tuya y recibirás en ti la palabra del eterno Padre. Di la palabra temporal y recibirás la eterna. ¿Por qué temes y te demoras en responder? Cree, confiesa y recibe. Que tu humildad se llene de audacia y tu pudor de confianza, porque aunque no conviene que la sencillez virginal se olvide de la prudencia, no temas ser presuntuosa. Porque aunque sea agradable el silencio pudoroso, las palabras son más necesarias ahora. Abre, bienaventurada Virgen María, el corazón a la fe, la boca a la confesión y las entrañas al Creador. Mira que el deseado de las gentes está llamando a tu puerta. Mira no se te vaya a ir si dilatas la respuesta y tendrás después que buscar con dolor al amado de tu alma. Levántate, Señora, con la fe, apresúrate con la piedad, abre la puerta con tu palabra.
»Y la Virgen dijo: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. La virtud de la humildad siempre está junto a la gracia divina, porque “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes”[10]. Por esto responde con humildad, para preparar una morada conveniente a la divina gracia. “He aquí la esclava del Señor”. ¡Qué humildad tan alta, que no se deja vencer por la honra ni se engrandece con la gloria! La escoge Dios por madre y ella toma nombre de esclava. No es pequeña muestra de humildad seguir siéndolo en medio de tanta gloria, porque no es gran cosa ser humilde en las bajezas, pero sí lo es serlo en las grandezas.
»“Hágase”. Esta palabra es significativa del gran deseo que la Virgen tenía de este misterio. O quizás sea palabra de oración, que pide lo que le prometen —porque Dios quiere que le pidamos lo que nos promete—. Y por este motivo promete muchas cosas que quiere dar, para que con la promesa se despierte el fervor y merezca la oración lo que él había decidido dar»[11]. Todo esto que acabamos de decir es de san Bernardo.
En el instante en que la Virgen dijo aquellas palabras, se encarnó Dios en sus entrañas por obra del Espíritu Santo, a quien se le atribuye en particular por ser la Encarnación obra de bondad y amor, que son sus atributos. ¿Quién sería capaz de explicar las grandezas y maravillas que en ese momento sucedieron en aquellas entrañas virginales? ¿Quién podrá contar los sentimientos y afectos y resplandores que sintió aquel purísimo corazón con aquella nueva entrada del Hijo para hacerse hombre y del Espíritu Santo para llevar a cabo este misterio?
Pero esto ha de quedar ahora en silencio para la consideración de las almas que buscan a Dios.
[1] Jn 3, 16.
[2] S. AGUSTÍN, Confesiones, IX, 9: PL 32.
[3] S. LEÓN MAGNO, Sermo 21, 1: PL 54, 192.
[4] Cf. Sal 1, 2.
[5] PSEUDO-JERÓNIMO, Epist 50: PL 30, 311.
[6] S. BERNARDO, Super ‘missus est’, 4, 3: PL 183, 80.
[7] Cf. Sal 51, 10.
[8] Cant 2, 14.
[9] Gén 49, 18.
[10] St 4, 6.
[11] S. BERNARDO, Super ‘missus est’, 4, 8-9: PL 183, 83.