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SERMÓN EN LA FIESTA DEL NACIMIENTO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
EL MISTERIO DEL NACIMIENTO DE NUESTRO Salvador es el más enternecedor y lleno de maravillosa doctrina de entre todos los sucesos de su vida; es, por consiguiente, digo de ser considerado. En este día, dice la Iglesia, los cielos destilan gotas de miel por todo el mundo; nos ha amanecido el día de la redención nueva, de la reparación antigua y de la felicidad eterna.
«Salid, hijas de Sion —dice la esposa en los Cantares— y veréis al Rey Salomón con la corona con que le coronó su madre en el día de su desposorio, el día de la alegría de su corazón»[1]. ¡Salid en espíritu de las preocupaciones y asuntos del mundo, vosotros que amáis a Cristo! Y con vuestros pensamientos y sentidos recogidos, contemplad al verdadero Salomón, pacificador de los cielos y tierra. Pero no lo veáis con la corona que le puso su padre al engendrarlo eternamente comunicándole la gloria de su verdad, sino con la que le coronó su madre cuando le parió temporalmente, vistiéndolo de nuestra humanidad. Venid a ver al Hijo de Dios en los brazos de la madre, no en el seno del Padre; no sobre los coros de los ángeles, sino entre pobres animales; no sentado en las alturas a la derecha de la Majestad, sino reclinado en un pesebre de bestias; no tronando y relampagueando en el cielo, sino llorando y temblando de frío en un establo. Venid a celebrar este día de su desposorio, cuando sale del tálamo virginal desposado con la naturaleza humana, con un vínculo tan estrecho de matrimonio que no se puede romper ni en la vida ni en la muerte. Este es el día del júbilo secreto de su corazón: llora como niño chiquito y se alegra como Redentor por nuestra salvación.
Para ahondar en este misterio considera en primer lugar los trabajos que la Virgen pasaría en el camino que hizo desde Nazaret a Belén. El camino era largo y los caminantes pobres y mal provistos; la Virgen, muy delicada y cercana al parto; el tiempo, áspero para caminar por los grandes vientos y frío que hacía, y las posadas mal preparadas para tantos huéspedes que acudirían de tantas partes. Camina tú en espíritu con ella, sigue sus pasos con la pureza y sencillez de un niño, humildemente y con corazón ardiente, para que siendo compañero del camino y del trabajo lo seas después de la alegría y gloria del cielo. Contempla la extrema pobreza y humildad en las que el Rey de los Cielos quiso nacer: pobres la casa y la cama, pobres la madre y el padre, y un ajuar no solo pobrísimo sino —como dice san Bernardo[2]— prestado por unos animales. «No había allí —dice san Cipriano— ninguna casa espléndida, pues el aposento era el portal, la madre estaba en el heno, el hijo en el pesebre y ya no había más estancias. Así fue la posada que escogió el Creador del mundo, y esos fueron los regalos y deleites que tuvo aquel sagrado parto»[3].
Cuenta el Evangelio que estando en esta casa se cumplieron los días del parto de la Virgen. Llegó aquella hora tan deseada por todas las gentes, tan esperada por todos los siglos, tan prometida en todos los tiempos, tan cantada y celebrada en todas las escrituras divinas. Llegó la hora de la que pendía la salvación del mundo, el remedio del cielo, la victoria sobre el demonio, la muerte, el infierno y el pecado; la hora, en fin, por la que suspiraban los santos. Era la medianoche más clara que el mediodía, cuando todas las cosas estaban en silencio, gozando del sosiego y reposo de la noche quieta. En esta hora tan dichosa sale de las entrañas virginales a este nuevo mundo el Hijo de Dios. La Iglesia lo canta diciendo que igual que la estrella produce rayos sin perder nada de su hermosura e integridad, así la santísima Virgen parió este nuevo rayo de luz eterna sin perder nada de su pureza virginal.
En esta hora tan feliz la omnipotente palabra de Dios descendió desde los asientos reales del cielo a este muladar de miserias, vestido de nuestra carne y acompañado de las flaquezas con que nacemos los hombres. De esta manera ya puede Él decir por sí mismo las palabras del sabio: «Yo también soy hombre mortal, del linaje terreno del que fue formado antes que yo. En el vientre de mi madre tomé sustancia de carne, después de nacido recibí este aire común y caí en la misma tierra, y la primera voz que di fue llorando como todos. Ningún rey ha tenido otro origen en su nacimiento, pues todos tienen la misma manera de entrar en la vida y de salir de ella»[4].
Yo pienso que es maravilloso que quien habla como rey confiese humildemente las miserias que tiene en común con los hombres; y mayor maravilla es que quien lo dice sea el Señor de todo lo creado; y aún mayor que se pueda afirmar del segundo Adán lo que con ironía y burla se dijo del primero: veis aquí a Adán como uno de nosotros, «que conoce el bien y el mal»[5].
He aquí al creador del mundo, la gloria del cielo, el Señor de los ángeles y la bienaventuranza de los hombres. Él es la sabiduría engendrada antes del lucero de la mañana, a la que Salomón hace decir: «No estaban aún creados los abismos, y ya era yo concebida; aún no habían nacido las aguas de las fuentes ni se habían asentado los montes en sus lugares; antes que todos los collados yo había sido engendrada»[6].
Veis que acaba de nacer el que no tiene comienzo. Veis que se ha hecho carne quien fue el creador de toda carne. Veis desnudo a aquel que ha vestido a todos. Quien se alegraba en el seno del Padre sin tener experiencia del mal, sabe ahora de todo como uno de nosotros. Sabe de penas, de trabajos, de dolores, de ansias y gemidos, de azotes, de clavos, de cruz. De todo sabe, y no poco, sino mucho, pues —como dice Isaías— él «es varón de dolores y sabe de enfermedades»[7].
¿Hay algo más maravilloso? Como dice san Cipriano, qué admirable es tu nombre, Señor Dios nuestro, en toda la tierra. Verdaderamente eres un Dios que haces maravillas. Ya no me asombro de la hechura del mundo, ni de la firmeza de la tierra, aunque está cercada de un cielo tan movedizo, ni de la sucesión de los días, ni de las mudanzas de los tiempos, en los que unas cosas se secan y otras reverdecen, unas mueren y otras resucitan. Nada de esto me sorprende, sino ver a Dios en el vientre de una doncella y al Todopoderoso en la cuna. Me llena de estupor ver cómo a la palabra de Dios se pudo unir la carne, y cómo siendo Dios sustancia espiritual recibió vestidura corporal. Me espanto de tantos gastos, de tan largo proceso, de tan grandes espacios como se gastaron en esta obra. En menos tiempo se hubiera podido concluir y evitar trabajos tan grandes, pues con una sola palabra creó Dios el mundo y con una se hubiera podido redimir. Aunque así se manifiesta que el hombre racional es una criatura más noble que el mundo corporal, pues tanto más se hizo para su remedio.
Para los demás misterios de la fe encuentro razones que me satisfacen; pero el asombro roba mis sentidos ante el nacimiento del Señor, y con el profeta me hace exclamar: «Señor, oí tus palabras, y temí; consideré tus obras, y quedé pasmado»[8]. Me maravillo del ayuno, de las tentaciones, de ver al Todopoderoso en el sepulcro, de verlo muerto y resucitado. Estas son los nuevas maravillas que profetizó Jeremías cuando dijo: «Una novedad hizo Dios sobre la tierra: la mujer cortejará al varón».[9]
¿Qué tienes que ver tú, Rey de la gloria y espejo de inocencia, con estas angustias, con las lágrimas, los ayunos, los fríos y la pobreza, con el tributo y el castigo de los culpados? ¡No podemos comprender la caridad, la humildad, la piedad y la misericordia de nuestro Dios! ¿Con qué amor lo amaremos? ¿Cómo darle gracias y corresponder a su misericordia? ¿Con qué humildad responder a su humildad, con qué bondad a su bondad, con qué agradecimiento a sus dones? Me veo aplastado por tantas deudas, como anegado bajo las olas de tantas gracias, y no veo la manera de corresponder a ellas.
Antes me parecía que el que te ofendía merecía mil infiernos, pero ahora, después de tan grandes nuevas bondades, pienso que ya no hay pena que baste para quien no te sirva. Bendito seas para siempre, Dios mío, que me has apresado con estas cadenas y has puesto estos grilletes a mi corazón para tenerlo contigo. Con el misterio de tu nacimiento me has ayudado a encenderme más en tu amor, a conformarme en tu esperanza, a sustentarme más en la inocencia, a inclinarme más al trabajo, a la pobreza, a la humildad, a la cruz y al desprecio de las cosas mundanas.
Luego dice el Evangelio que la Virgen tomó al niño recién nacido y envolviéndolo en unos pobres pañales lo puso en un pesebre, porque no había otro lugar en aquel portal[10]. Es un misterio santo, más para sentirlo con silencio y admiración que para explicarlo con palabras.
Qué maravilla es ver en tan extrema pobreza al que está sentado sobre los querubines y vuela sobre las plumas de los vientos, al que tiene «colgada de tres dedos la redondez de la tierra»[11], su trono es el cielo y la tierra el escabel de sus pies. Los ángeles alaban, las dominaciones adoran y las potestades glorifican al que su madre puso en un pesebre cuando nació. ¿Qué esclava, qué mujer tan humilde llegó nunca a tal extremo de pobreza, que por falta de mejor abrigo fuese a recostar a su hijo en un pesebre? ¿Quién unió estos dos extremos tan distantes: por un lado, Dios, que se asienta sobre querubines; por otro, un pesebre, que es lugar para animales? ¿Quién no pensaría que no es razonable algo tan extraño?
Hubo en estos tiempos un hombre honrado a quien otro más poderoso mandó dar de palos. El injuriado, considerando por una parte la calidad de su persona y por otra la injuria recibida, pensaba continuamente en lo ocurrido, repitiendo en su corazón: —¿A mí me han apaleado? ¿A mí me han apaleado? Finalmente acabó por salir de sí, perdiendo el juicio. Cómo es posible entonces que no salga de sí el hombre y quede como atónito considerando estos dos extremos tan distantes: Dios en un pesebre, Dios en un establo, Dios entre las bestias...
Si «el Señor está en su santo templo y tiene el cielo como trono»[12], ¿cómo es que se cambió el templo por el establo y el cielo por el pesebre? Creo que cuando los santos contemplaban la grandeza del amor y de la bondad de Dios, quedaban atónitos y extasiados. Y no solamente los hombres, sino que si fuera posible que el mismo Dios saliera de sí, diríamos que eso hizo al llevar a cabo una obra tan portentosa. Al menos así pensaban los filósofos de este mundo cuando decían que la predicación del evangelio es una locura[13] porque no es posible que la altísima, simplicísima y nobilísima sustancia quisiera humillarse sujetándose a tan grandes penalidades. Pues hasta eso llegó la bondad, misericordia y amor de Dios, que hizo tales cosas por los hombres que ellos mismos las consideraron una locura. Elegantemente dijo un sabio que amar y ser juicioso apenas se le concede a Dios. Y así vemos ahora a Dios, como fuera de sí —ya que no podía perder el juicio— y transformado en hombre: tomando lo que no era, sin dejar de ser lo que era, por la grandeza del amor.
Noé plantó una viña después del diluvio, y bebió tanto vino que acabó fuera de sí, desnudo y escarnecido por sus mismos hijos[14]. Pues así tú, Dios mío, pusiste a los hombres en este mundo como sarmientos en una viña: y fue tan grande y excesivo el amor que les tuviste que parecía que hubieras perdido la cordura, vistiéndote de una naturaleza extraña.
Si perseveras en la contemplación de este sagrado pesebre, conocerás no solo la bondad y el amor de Dios sino también todas las virtudes. Aprenderás la humildad de corazón, el menosprecio de las cosas mundanales, la aspereza de cuerpo y la desnudez y pobreza de espíritu, tan celebradas en el Evangelio. Sabía muy bien este médico y maestro del cielo cuánta inocencia y paz moran en la casa del pobre de espíritu, y cuántas guerras, desasosiegos y cuidados traen consigo el desordenado amor de las riquezas. Por eso, desde la cuna y el pesebre, como desde una cátedra celestial, la primera lección y voz que dio fue condenando la codicia, raíz de todos los males, y engrandeciendo la pobreza de espíritu y la humildad, fuente de todos los bienes. Esto —dice un doctor[15]— nos predican el pesebre, los pañales, la pobre casa y el establo. ¡Qué casa tan dichosa! ¡Qué establo, más precioso que todos los palacios reales! En ellos sentó Dios la cátedra de la filosofía del cielo: aquí la silenciosa palabra divina habla con más claridad cuanto más calladamente nos previene. Piensa, pues, hermano, que si quieres ser verdadero filósofo[16] no te has de apartar de este establo, donde la palabra de Dios enseña llorando, y en este llanto hay más sabiduría que en toda la elocuencia de Tulio[17] y de los ángeles del cielo.