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SERMÓN EN LA FIESTA DE LA CONCEPCIÓN DE NUESTRA SEÑORA
POR MUCHOS MOTIVOS CELEBRAMOS el día en que fue concebida la que fue principio de nuestra vida, puerta y llave de nuestro remedio, medianera de nuestra salvación. Y mucha razón tenemos para decir: Bendito sea el año, el mes, la semana, el día, la hora y el instante en que amaneció esta luz al mundo y fue concebida la que concebiría al Redentor, la que sería templo y morada de Dios. Dice el profeta que en este templo «vive la santidad por días sin término»[1].
Dos casas principales tuvo Dios en este mundo: la humanidad de Jesucristo —en la que «habita la divinidad de Dios corporalmente»[2]— y las entrañas virginales de nuestra Señora —donde moró por espacio de nueve meses—. Estas dos casas ya estaban prefiguradas en los dos templos que hubo en el viejo Testamento: el que edificó Salomón y el que edificó Zorobabel después del cautiverio de Babilonia. Entre ellos hay semejanzas y diferencias. Se parecen en que han pertenecido a un mismo Dios; se diferencian en la riqueza y calidad de la construcción —pues fue mucho más rico el primero— y también en la fiesta de su dedicación. En la dedicación del templo de Salomón todos cantaban y alababan a Dios[3], y en la de Zorobabel unos cantaban pero otros lloraban[4]: cantaban los que veían ya acabada aquella obra que tanto habían deseado, y lloraban los que se acordaban de la riqueza y hermosura del templo antiguo, viendo qué poca cosa era el suyo en comparación con aquel.
Pues esto mismo sucede hoy, en el día de la dedicación de estos dos templos místicos de los que hablamos. El día de la dedicación es el de la concepción, porque desde ese momento fueron dedicados y consagrados a un mismo Dios. En el día de la concepción del hijo todos cantan y alaban a Dios: todos dicen que fue concebido por el Espíritu Santo y que por eso su concepción fue santa y limpia de todo pecado, y donde no hay pecado no hay motivo para lágrimas que no sean de alegría y alabanza. Pero en la concepción de la madre, unos cantan y otros lloran. Los que cantan, dicen: «Toda eres hermosa, amiga mía, y no hay en ti mancha»[5]. Otros, lloran y dicen: «Todos pecaron en Adán»[6] y tienen necesidad de la gracia de Dios. Pero unos y otros están de acuerdo en que la santísima Virgen había estado desde antes de nacer llena de las gracias y dones del Espíritu Santo, porque así convenía que fuese la escogida desde la eternidad para ser la madre del Salvador del mundo.
Para entender esto debemos saber que antes de crear Dios al hombre edificó una casa para él y le preparó el lugar donde lo iba a colocar. Y como el lugar ha de ser conveniente a la condición y dignidad de quien ha de habitar en él —y Dios iba a crear al hombre en una altísima dignidad—, le preparó el hermoso lugar que la Escritura llama paraíso de deleites. Era un lugar de grandes arboledas y frescos aires, con un cielo muy claro y muchos ríos y fuentes de agua, con innumerable variedad de flores y frutas, entre las que estaba el árbol de la vida; y había una fuente en medio del paraíso que regaba todo aquel verdor y arbolado. Era tan hermoso el lugar que se llamaba paraíso de deleites, porque así lo exigía la dignidad del hombre para el que estaba preparado.
Pues del mismo modo que Dios dispuso para el primer Adán este lugar maravilloso, con mucha más razón fue conveniente que lo hiciera con el segundo Adán, que es Cristo nuestro Salvador; pero este lugar no sería terreno y material, sino celestial, como su morador. Este paraíso es el alma de la Virgen, plantado por la mano del Espíritu Santo, donde estaban espiritualmente las mismas flores que en el primero. Allí estaba la rosa de la paciencia, el lirio de la castidad, la violeta de la humildad, el verdor de la esperanza y muchas otras virtudes que el hortelano celestial había plantado en este huerto. El mismo Espíritu dice en los Cantares: «Huerto cerrado eres, hermana mía, huerto cerrado y fuente sellada»[7]. En medio de este paraíso estaba también el árbol de la vida, que era la palabra de Dios, de la que la Virgen perpetuamente se alimentaba, y una fuente que regaba los árboles, que era la gracia del Espíritu Santo infundida en la esencia de su alma, y también regaba las plantas de sus virtudes para que dieran fruto de vida eterna.
La lengua humana no puede explicar la grandeza de esta gracia y estas virtudes. La razón es que Dios hace todas las cosas de acuerdo a los fines que se propone y les concede lo que necesitan para alcanzarlos. Así, escogió a Oliab[8] para fabricar el Arca, a san Juan Bautista como testigo de su venida y a san Pablo y los demás apóstoles como maestros de su Iglesia, otorgándoles las habilidades y facultades que necesitaban. De acuerdo con esto, escogió a la santísima Virgen para la mayor dignidad que se puede conceder, y la adornó y engrandeció con las mayores gracias, dones y virtudes que jamás se otorgaron a ninguna criatura.
Precisamente una de las cosas en que mejor se manifiesta la grandeza de la bondad, sabiduría y omnipotencia de Dios es en la santidad y perfección de la Virgen. Si nosotros tuviésemos ojos para saber mirar y penetrar la alteza de sus virtudes, en ninguna cosa creada veríamos tan claramente la sabiduría de Dios como en ella. Ni el sol, ni la luna, ni las estrellas, ni la tierra con todas sus flores, ni el mar con todos sus peces y ni siquiera el cielo con todos sus ángeles reflejarían tanto las perfecciones y hermosura del Creador como la excelencia y perfección de la Virgen. Si, como dice el profeta, «Dios es admirable en sus santos»[9], cuánto más lo será en la que es madre del Santo de los santos: en ella están juntas las prerrogativas de todos ellos.
En lo que hemos dicho hay dos cosas asombrosas. La primera es que una criatura de carne y hueso como nosotros posea toda esa perfección. Porque no nos sorprende que un artesano haga de oro y plata unas obras más delicadas que si estuvieran hechas de barro, porque el material es mejor; tampoco nos sorprende ver a un águila volar por encima de las nubes. Pero sí nos asombraríamos de ver a un hombre cargado con dos arrobas de hierro trepando por una soga. Quiero decir que no es extraño que un ángel, que es una sustancia espiritual, vuele más alto y esté más adornado de virtudes y perfecciones que un alma revestida de carne; pero que un alma, encerrada en un cuerpo sujeto a tantas miserias y administrada por sentidos corporales, pase de vuelo sobre todos los ángeles en perfección y sea más pura que las estrellas del cielo, sí que es algo digno de admiración. Tampoco es extraño que una dama, que no tiene más oficio que andar alrededor del trono de la reina, vaya limpia y aseada; pero que una que toda su vida anda sirviendo en la cocina entre tizones, después de cincuenta o sesenta años de servicio, salga de allí más limpia que la que está en el palacio real, sí que sería algo digno de la mayor admiración. ¿No es, entonces, admirable ver que durante toda la vida de la Virgen ningún sentido corporal se rebelara contra su alma ni el grueso de un cabello? ¿Que sus ojos nunca se desmandasen en ver, nunca sus oídos en oír, nunca su paladar en gustar? ¿Que siendo necesario comer, beber, dormir, hablar, negociar, salir de casa y conversar con las criaturas, llevase las cosas tan ordenadamente, y jamás se desmandase en una palabra, un pensamiento, un movimiento, un afecto, un bocado de más? ¿Quién no admira esta armonía tan grande, esta perfecta igualdad y orden y este concierto tan perpetuo como es el de los mismos cielos y de sus movimientos?
En segundo lugar, nos resulta admirable que con tan pocos esfuerzos llegase a tan extremada perfección. El apóstol san Pablo recorría el mundo, predicaba a los gentiles, disputaba con los judíos, escribía cartas, hacía milagros y otras cosas semejantes. Pero la santísima Virgen no se ocupaba de eso, pues su condición y estado de mujer no lo permitía, y sus principales ocupaciones, después del servicio y crianza de su hijo, eran espirituales, obras de vida contemplativa, aunque no faltaban, cuando eran necesarias, las de la vida activa. Con tan poco estruendo de obras exteriores, lo que sucedía en el silencio de aquel sagrado aposento, de aquel corazón limpio, la hizo tan merecedora de Dios y ganó tanta tierra, o por mejor decir, tanto cielo, que se elevó por encima de los ángeles y de los querubines. ¿Qué pasaría en aquel corazón virginal de noche y de día? ¿Qué maitines, qué laudes y qué magníficat se cantarían allí? ¡Quién tuviera ojos para poder conocer los movimientos, los arrebatamientos, los sentimientos, los ardores, los resplandores y los excesos de amor y todo lo que pasaba en aquel sagrado templo! El Espíritu Santo sí que los tenía, pues enamorado de esa perfección y hermosura tan grandes, decía: «Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres. Tus ojos son de paloma»[10], porque lo que está escondido dentro solo lo pueden ver los ojos de Dios, no los de los hombres. Sería sorprendente que uno que tocase una vihuela con solo una o dos cuerdas, o un monocordio de una o dos teclas, pudiera tañer tantas obras y hacer tanta armonía como otro que tañese con un instrumento perfecto. Pues más maravilloso es que con solo su corazón la Virgen hiciese tantas obras, tantas maravillas, y diese tantas y tan suaves músicas a Dios.
Os quejáis injustamente los que decís que sois pobres y enfermos, y no tenéis con qué hacer el bien ni podéis padecer por amor de Dios, pues basta con tener corazón para amarle y alabarle y alcanzar muchas virtudes. ¿En qué se ocupaban aquellos padres antiguos, aquellos monjes que vivían en los desiertos, sino en la contemplación de Dios noche y día? Este ocio es el mayor de los negocios; este no hacer nada es mejor que todo lo que se puede hacer. Porque el hombre espiritual alaba a Dios en su interior y allí ora, adora, ama, teme, cree, espera, reverencia, llora, se humilla ante la majestad de Dios, canta y pregona su gloria. Lo hace todo con más pureza cuanto mayor es el secreto y no hay testigos.
Pues volviendo a nuestro propósito, fue conveniente que así naciera la que desde toda la eternidad había sido escogida para ser la Madre de Dios. Él, como se ha dicho, da los medios adecuados a la excelencia del fin, y como había escogido a la Virgen para la mayor dignidad que hay, que es ser la Madre del mismo Dios, le dio el Espíritu Santo y la gracia conveniente para la excelencia de esta dignidad.
El templo de Salomón fue una de las obras más famosas que hubo en el mundo porque se edificaba para Dios, no para el hombre; pues del mismo modo el templo espiritual en el que Dios había de morar fue una obra perfectísima. El alma de la Virgen, que el Hijo de Dios había tomado como especial morada, había de estar llena de santidad y pureza; y su carne, de la que tomaría carne el Hijo de Dios, había sido libre de todo pecado y corrupción. Como el cuerpo del primer Adán había sido hecho de tierra virgen, antes de que la maldición de Dios cayese sobre él después del pecado, el cuerpo del segundo Adán fue formado de otra carne virginal, libre y exenta de toda corrupción y maldición de pecado.
Por eso está muy bien prefigurada la Virgen en aquel Arca del Antiguo Testamento, hecha de madera de setín[11], que es incorruptible, para significar la incorrupción y pureza de la Virgen, arca mística en la que estuvieron el maná del cielo, pan de los ángeles, y la vara de la raíz de Jesé, sobre cuya flor se asentó el Espíritu Santo. Del trono de Salomón dice la Escritura que estaba hecho de marfil y oro resplandeciente, y que nunca se había hecho una obra así en ningún reino del mundo, y esto también conviene a la Virgen, que es trono espiritual del verdadero Salomón, pacificador del cielo y de la tierra. Y también queda prefigurada en aquel huerto cerrado y fuente sellada de los Cantares, y en aquella puerta oriental que vio el profeta Ezequiel: porque nadie comió de la fruta de aquel huerto, ni bebió agua de aquella fuente, ni entró por aquella puerta sino el Hijo de Dios, porque sólo Él era su amor, su pensamiento, su deseo, sus cuidados, su memoria continua. Como explica san Agustín[12], toda la vida y obras de María siempre estuvieron atentas a Dios, que residía en medio de su corazón. Así lo dice el salmista: «Dios está en medio de ella y nunca vacilará; él la socorrerá al despuntar la aurora»[13], que es el principio de la vida, cuando Dios, como quien pone los cimientos de la obra que tanto deseaba levantar, la colmó de las gracias y dones del cielo. Porque si el santo Job se gloriaba de ser misericordioso desde que salió del seno de su madre, ¿qué diremos de la que había de ser madre de misericordia? Y si Jeremías y san Juan Bautista fueron llenos de gracia ya en el vientre de sus madres, uno porque lo escogía Dios para ser profeta y otro para ser más que profeta, ¿qué diremos de la Virgen, que fue escogida para ser la madre del Señor de los profetas?
Esta es, pues, la fiesta que hoy celebramos por tantos motivos: para dar gracias al Señor por la concepción de la Virgen, que fue principio de nuestra redención; para maravillarnos de la sabiduría y omnipotencia de Dios, que puede poner un tesoro tan grande en vaso tan débil, y tan gran perfección en algo tan humilde como el corazón de una mujer; para encender nuestros corazones en amor y devoción de la Virgen, tan perfecta, tan graciosa y tan hermosa. Y así, conociéndola, la amemos, y amándola, la imitemos, e imitándola, la invoquemos, e invocándola, merezcamos alcanzar su favor en este mundo por la gracia y después por la gloria. Amén.
[1] Sal 92, 5.
[2] Col 2, 9.
[3] II Cró 7, 3.
[4] Cf. Esd 3, 12.
[5] Cant 4, 7.
[6] Rom 3, 23.
[7] Cant 4, 12.
[8] Cf. Ex 35, 34.
[9] Sal 66, 5.
[10] Cant 4, 1.
[11] Madera de acacia. Cf. Ex 25, 10.
[12] Cf. S. AGUSTÍN, Tratado sobre la Asunción de Santa María Virgen, 6.
[13] Sal 46, 6.