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2. Trabajadores, campesinos y desafío al gobierno colonial

A FINALES DE LA DÉCADA DE 1930 y durante la década de 1940, el dominio colonial fue obstruyéndose dentro de la angostura de los senderos que había trazado. Al tratar de confinar a los africanos en compartimentos tribales, y al buscar cómo obtener de ellos cuanto supusiera de exportación y mano de obra, sin tratarlos como «trabajadores», «granjeros», «residentes» o «ciudadanos», los regímenes coloniales cayeron en la cuenta de que los africanos no iban a permanecer dentro de las limitadas funciones que se les había asignado. Por el contrario, las restricciones generaron exactamente el tipo de peligro que temían los administradores. Los tumultos urbanos dentro de un continente muy rural suponían un desafío a los gobiernos coloniales; un escueto número de trabajadores asalariados amenazaba las economías coloniales; una reducida elite cultivada minaba las pretensiones ideológicas del colonialismo; supuestos «paganos», al adorar a dioses y antepasados locales, estaban generando movimientos religiosos cristianos y musulmanes de gran amplitud e incierto significado político; y los granjeros que comerciaban dentro de un continente de productores de «subsistencia» exigían tener su propia voz en el ámbito político y oportunidades para sus hijos que los sistemas coloniales no podían satisfacer.

Estos problemas se juntaron durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, una guerra que había mostrado la hipocresía de las ideologías colonialistas y la debilidad que había bajo la aparente fuerza de esos mismos regímenes. La coyuntura de distintos tipos de activismo africano y de pérdida de confianza de los imperios en sí mismos produjo una crisis en la política y el pensamiento coloniales, una crisis que llevaría a los gobiernos británico y francés —casi con pánico— a inclinar la balanza de su propia función hacia un planteamiento deliberadamente reformista.

Desde el punto de vista de la década de 1940, no estaba claro adónde acabaría llevando todo esto. Asumir que diferentes quejas, aspiraciones y esfuerzos de progreso personal o colectivo, en la década de 1940, convergían naturalmente en una política nacionalista supone interpretar la historia desde el prisma del triunfo independentista africano de la década de 1960. Este capítulo se fija en los campesinos, los obreros y los profesionales, en las esposas y en los maridos, en los reformadores religiosos y en los intelectuales laicos, a lo largo de un periodo incierto, doloroso, pero dinámico, de la historia africana, para dotar de sentido a las diferentes posibilidades y constricciones y, sobre todo, a las diferentes aspiraciones.

LA POLÍTICA DEL LABRIEGO PRÓSPERO

En algunas partes de África, la colonización llevó a los habitantes de zonas rurales a una pobreza más profunda; a veces se trataba de una política deliberada para crear «reservas de mano de obra» donde la gente tuviera apenas otra alternativa que vender barata su mano de obra; otras veces era resultado de operaciones que deterioraban aún más aquellos ecosistemas. Menos conocidas, pero no menos importantes, son las islas de prosperidad labriega que surgieron entre los productores de cacao en el sur de Ghana y en el oeste de Nigeria, en las regiones de aceite de palma de la costa occidental de África, en la Cuenca del Cacahuete de Senegal, o en los cafetales de las tierras altas próximas al monte Kilimanjaro en Tanganika.

Desde finales del siglo XIX en el sur de Costa del Oro, y durante comienzos del siglo XX en el suroeste de Nigeria, la producción de cacao comenzó entre agricultores que emigraban desde las lindes de zonas boscosas, y que negociaron con los clanes de terratenientes el acceso a buenas tierras forestales. La administración colonial merecía poco crédito, pues los cultivos se debían a los misioneros y la iniciativa a los africanos, si bien los gobiernos coloniales estaban satisfechos por contar con las rentas de exportación que pudieran obtenerse. La plantación del árbol de cacao exige mano de obra durante varios años antes de que genere ingresos, y los agricultores inmigrantes se servían de sus tramas de parentesco para sobrevivir. A medida que iba despegando el cultivo del cacao, los inmigrantes más lejanos comenzaron a ofrecerse como mano de obra, y se les pagaba con una mezcla de salario y cupos de cultivo; aunque también establecieron relaciones de clientela con la primera generación de cultivadores, los cuales, tras un periodo de leal servicio, a veces ayudaban al trabajador a convertirse él mismo en cultivador. Los productores de cacao son ilustrativos, pues apenas encajan en las categorías de sociedad agraria y política agraria derivadas de la experiencia europea. No eran cultivadores de subsistencia; participaban en mercados laborales y agrícolas. Pero tampoco eran exactamente granjeros capitalistas.

En su fase expansiva, el cacao produjo diferencias de riqueza, pero estas diferencias no constituían una línea divisoria de clases sociales. El colono adinerado sembraba tanto simpatizantes como cultivos, patrocinaba ceremonias y, en todo caso, se esforzaba por convertir la riqueza en prestigio. En vez de llevar el capitalismo agrícola a extremos rigurosos, estos colonos estaban más bien dispuestos a invertir el excedente de los beneficios en dar pie a empresas comerciales o de transporte, o en asegurar el acceso de sus hijos a la educación, y, de ahí, a puestos en la administración civil. A medida que las buenas tierras para el cacao escaseaban a finales de la década de 1930 en Costa del Oro, y en la década de 1950 en Nigeria, proliferaron tensiones y frecuentes litigios. En Costa del Oro, las antiguas formas de agrupación de hombres jóvenes a veces constituían un desafío a la combinación del cacao con la riqueza y, sobre todo, con la posición social. Pero no llegó a darse ninguna especie de dicotomía entre terrateniente y agricultor sin tierra en propiedad; es más, la riqueza que originaba el cacao agudizó los lazos de parentesco y de comunidad, así como el cometido del «hombre fuerte» («mandamás», «padrino» o «patriarca») en ambos ámbitos.

El «hombre fuerte» era, efectivamente, un varón. Pero la división del trabajo por sexos no era uniforme. En algunas áreas de cultivos comerciales, los hombres —en virtud de sus vínculos con los misioneros, con los agentes agrícolas coloniales o con los vendedores— gozaban de funciones privilegiadas en la comercialización de la agricultura, a pesar de que las mujeres resultaban esenciales para la producción de alimentos, y aunque los hombres dependieran de la mano de obra femenina dentro de la producción cultivos para exportación. Sin embargo, el incremento de la actividad económica también mejoró en cierto modo las posibilidades de las mujeres. Por ejemplo, entre los productores yoruba de cacao, una división compleja del trabajo dentro del hogar aseguraba que las mujeres pudiesen conseguir parte de las ganancias de la producción de cacao; y muchas de ellas emplearon estas ganancias invirtiéndolas en el comercio de alimentos y menaje. La «mujer de lonja» del África occidental disponía de una considerable autonomía en su negocio y, habitualmente, en su propio hogar; a menudo ella contribuía a la educación de los niños. Sin embargo, los hombres estaban mucho mejor posicionados para emplear la riqueza en construir redes clientelares y para introducirse en la política del cacicazgo local y, a ser posible, en la política regional y nacional.

El éxito no significaba la aceptación de un orden colonial. Los granjeros africanos tenían que negociar con las grandes y monopolísticas empresas europeas de importación y exportación. Entre 1937 y 1938 en Costa del Oro, los cultivadores de cacao adinerados organizaron un boicot a las ventas de cacao, usando su considerable prestigio y autoridad para imponer su disciplina a los productores más pequeños. A la postre, forzaron al gobierno colonial a intervenir en el mercado del cacao, para que reemplazasen a las empresas europeas con una junta gubernamental de comercio y redes de agentes de compra africanos. El sistema de juntas de comercio —como la que había en Nigeria— permitió durante un tiempo que el gobierno sosegara las inquietudes sobre los aumentos de precio que acometían las empresas, pero los líderes políticos africanos y las autoridades coloniales pronto entraron en conflicto sobre cómo debía emplearse el excedente.

En la zona cafetalera del norte de Tanganika, los jefes y cabecillas de clanes relativamente acomodados lograron cristalizar su control político sobre la región, a veces en colisión con una administración colonial que favorecía a los intermediarios frente a los productores. Entre los kikuyus de la Kenia central, los labriegos se enfrentaban al reto que suponía el acaparamiento de tierras por parte de los colonos blancos y la contratación de mano de obra a gran escala. Muchos dejaron de tener acceso a tierras, pero otros lucharon por encontrar un hueco dentro de una estructura que dejaba en manos africanas algunas tierras al lado de las zonas de asentamientos blancos. Los jóvenes podían trabajar como asalariados en fincas propiedad de blancos, o bien en la ciudad de Nairobi y, con perspicacia y suerte, ahorrar lo suficiente para invertir en adelantos agrícolas en una fase posterior de su curso vital. Los jefes empleaban sus conexiones con la administración colonial para obtener acceso a tierras y al mercado laboral dentro de las «reservas» africanas. Las mujeres comercializaban alubias y otros cultivos en las cercanías de Nairobi, donde una creciente población obrera necesitaba alimentarse. Sin embargo, hasta finales de la década de 1940, la legislación de sesgo racial impedía a los africanos dedicarse al cultivo más lucrativo: el café. Cuando se suavizo esa legislación, la combinación de la acumulación de tierras por parte de africanos y de colonos blancos generó una división cada vez más aguda entre quienes tenían acceso a tierras y quienes no tenían acceso a tierras. Este complejo sistema social explotaría a principios de la década de 1950.

En Senegal, el cultivo de cacahuete había estado dominado desde mediados del siglo XIX por los líderes de las hermandades islámicas. Estos líderes, llamados morabitos, promovieron nuevas zonas de cultivo, al establecer asentamientos para sus discípulos (llamados talibés[1]), los cuales se beneficiaban de la protección de una colectividad y del conocimiento, las semillas y la habilidad organizativa de los morabitos. Tras un tiempo trabajando para un morabito, el talibé ya podía funcionar por su cuenta. La hermandad muridí se volvió particularmente rica y poderosa, a medida que iba surgiendo lentamente un campesinado dedicado al cacahuete.

Las autoridades coloniales, en cuanto echaron cuentas a sus datos de exportación, supieron que los agricultores africanos —a través de una amplia variedad de acuerdos sociales— eran productores innovadores y activos. Sin embargo, en las discusiones políticas en París o en Londres, semejante corroboración quedaba eclipsada por la previa suposición de atraso. En la década de 1930, algunos gobiernos —por ejemplo, en las África Central y Oriental Británicas— se propusieron salvaguardar de las malas prácticas africanas los terrenos. Esas toscas intervenciones acarrearían mucha oposición rural tras la guerra. En algunos lugares, como en Rhodesia del Norte (Rhodesia Septentrional), los administradores durante la década de 1940 comenzaron a pensar que podrían formar a «cultivadores de progreso» a partir de aquellos a quienes consideraban como agricultores de subsistencia, si bien hicieron relativamente poco para proporcionar la infraestructura que tal pretensión requería. Lo más importante estribaba en que el planteamiento oficial sobre la agricultura africana estaba tan aferrado a una idea de atraso, que resultaba difícil para las autoridades reconocer cuánto habían producido los cultivadores africanos de cacao, café, cacahuete, productos de palma, algodón y tabaco, así como una amplia gama de alimentos para mercados regionales. Tras la guerra, los gobiernos coloniales sostuvieron que era necesaria una «revolución agrícola» en África, como si la evolución del siglo anterior no hubiera sucedido.

El desigual proceso de transformación agrícola en el África colonial, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, acarreó diversas consecuencias políticas: la ira de los sin tierra tanto contra los blancos acaparadores de tierra, como contra los africanos que negaban las implicaciones de una solidaridad comunitaria; la desesperación de los empobrecidos, que ahora necesitaban dinero en efectivo para pagar las tasas escolares y otros gastos «modernos», pero que tenían menos posibilidades que nunca de ahorrar dinero; las quejas de los agricultores prósperos contra los bajos precios que pagaban los intermediarios, o contra el autoritarismo de los funcionarios coloniales del Ministerio de Agricultura; la política patriarcal de los jefes que tornaban posición en riqueza y riqueza en poder; y las vinculaciones cada vez más amplias que los agricultores prósperos iban desarrollando gracias al comercio, la inversión y la educación de sus hijos. Estas vinculaciones colocaban a los agricultores en condiciones de actuar políticamente y también los ponían en contacto con los brazos represores de la administración colonial. En el periodo de postguerra, la movilización política rural iba a proceder de varias direcciones: desde los moderadamente adinerados hasta los extremadamente pobres.

VINCULACIONES INTELECTUALES

Una de las ironías de la historia política africana estriba en que el momento que parecía inaugurar una nueva época en la movilización panafricanista resultó ser su etapa cimera. La política se iría moviendo luego por otros derroteros. El panafricanismo de entreguerras contó con diferentes tipos de elite. Uno lo representaban los afroamericanos y caribeños, que plantaban cara al imperialismo por su racismo a escala mundial, y que argüían que los afroamericanos con cultura debían ser una vanguardia que sacara a África de su páramo. Otro lo impulsaban Léopold Sédar Senghor y Aimé Césaire, cuyo concepto de negritud suponía una contribución de los africanos a la civilización universal. El panafricanismo también contaba con su versión populista, auspiciada por Marcus Garvey, y que se propagaba por medio de marineros africanos y afroamericanos en los puertos de África. Hubo organizaciones con sede en Londres, especialmente la Oficina Internacional de Servicios Africanos, vinculadas a círculos comunistas o trotskistas antiimperialistas. Estas organizaciones se horrorizaron y encolerizaron cuando, después de que Italia invadiera Etiopía en 1935, la Sociedad de Naciones no logró actuar contra la agresión italiana. Los líderes políticos africanos y afroamericanos intentaron encrespar la oposición pública a esta nueva conquista imperialista, pero poco adelantaron con los gobiernos europeos.

También había vinculaciones regionales. Sierra Leona, adonde desde finales del siglo XVIII el gobierno británico había enviado africanos «libertos» tomados de navíos esclavistas capturados y de otros lugares, había sido un punto de esparcimiento para los comerciantes y misioneros africanos, cultos y cristianos, que ayudaron a crear formas culturales híbridas a lo largo del litoral occidental africano desde Gambia hasta Nigeria. Comerciantes, artesanos, abogados y médicos de origen sierraleonés vivían en la mayoría de ciudades portuarias bajo influencia británica. En la Nigeria occidental, muchos de estos «retornados» —capturados originariamente en esta región como esclavos— impelieron a los diversos pueblos de lengua yoruba a verse a sí mismos como una «nación», mientras recalcaban que esa nación necesitaba de la ayuda de misioneros africanos para progresar. Los afrobrasileños, también con raíces en la Nigeria occidental, comerciaban entre Brasil y Nigeria y, además, ayudaron a forjar una nación de diáspora. En Nigeria, los yorubas podían ser cristianos, mahometanos o lo que fuera, llevar ropa inglesa o cualquier otra. Los yorubas podían ser culturalmente conscientes de sí mismos, pero también mirar hacia afuera, hacia África en su conjunto y hacia su diáspora, e igualmente hacia ciertos aspectos de la cultura británica. Así, quedaban muy cuestionadas qué prácticas debían seguirse, por ejemplo, en el matrimonio.

En ciudades de África occidental como Lagos, esta clase cristiana, consciente y profesional —unida por vínculos escolares, amistades y relaciones comerciales con personas parecidas en otras ciudades del África Occidental Británica— se vio profundamente afectada por las exclusiones del dominio colonial. En los años de entreguerras, el gobierno colonial proclamó que los africanos cristianos no eran los africanos «de verdad». Fue a partir de este contexto, y de las frustraciones que la colonización imponía, cuando se formaron las primeras asociaciones políticas, especialmente el Congreso Nacional del África Occidental Británica (NCBWA). El NCBWA fue una organización regional de africanos con buena formación que se unieron tras la Primera Guerra Mundial, para redactar propuestas, publicar revistas y folletos, y exigir un asiento en los consejos asesores y legislativos creados por los británicos y dominados por blancos. La organización insistía en que tales personas —no solo los líderes con aspecto de ser más «africanos»— debían tener voz en la articulación de los problemas. Su enfoque político no era Nigeria, Costa del Oro, Sierra Leona o Gambia, sino el espacio cosmopolita que los conectaba a todos. No se oponían necesariamente al Imperio Británico, pero al menos exigían desempeñar una función en su gobierno, así como una considerable autonomía local.

En el África Occidental Francesa, la población equivalente era mucho más pequeña; la actividad educativa misionera resultaba más limitada. Sin embargo, en cuatro ciudades de Senegal colonizadas durante el siglo XVII (las Cuatro Comunas), los habitantes (llamados originarios) tenían casi todos los derechos de un ciudadano francés. En 1914, un africano negro, Blaise Diagne, fue elegido para representar a estas ciudades en la cámara legislativa de París, rompiendo el monopolio político de los mulatos y de los ciudadanos blancos. Durante la Primera Guerra Mundial, Diagne se dio cuenta de lo mucho que Francia necesitaba de su ayuda para reclutar soldados, así que empleó su influencia para consolidar los derechos de ciudadanía de sus electores, ensanchar el censo de votantes y ensamblar su propia maquinaria política. Más tarde, la administración francesa trató de contener estos logros subrayando la naturaleza «tradicional» de la sociedad africana y la autoridad de los jefes; la ciudadanía estaba demostrando ser una idea demasiado arrolladora.

Por tanto, la representación política africana se convirtió en un fenómeno asumible, y, aunque la mayoría de los «súbditos» siguieran sin opciones de llegar a ser ciudadanos, entendían el concepto y podían aspirar a él. Más tarde, políticos como Senghor funcionarían dentro de un entorno político que recalcaba por igual la ciudadanía y la negritud: los derechos y obligaciones de un ciudadano del Imperio Francés y las formas de expresión y sensibilidad de un africano no eran incompatibles, tal como lo veía Senghor. En 1945 Senghor resumía su visión con la expresión «que no te asimilen; asimílate tú».

Esta era la política de vinculaciones: regionales e imperiales. A finales de la década de 1930, las personas que deambulaban dentro de estos circuitos se fueron desplazando hacia una dirección más radical. Se debía en parte a un problema generacional, de hombres más jóvenes que no soportaban a sus mayores. La Organización Estudiantil del África Occidental y las diversas «ligas juveniles» formadas entre estudiantes africanos y jóvenes urbanitas expresaban este rasgo en los nombres que elegían para sí mismos. Sus líderes procedían de circuitos más amplios: Kwame Nkrumah y Nnamdi Azikiwe estudiaron en universidades históricamente negras de los Estados Unidos, y experimentaron de primera mano el troquel de racismo virulento americano. Se expusieron a una variedad de radicalismos en los círculos izquierdistas de Londres y entre los afroamericanos de ciudades estadounidenses. I. T. A. Wallace Johnson marchó de Sierra Leona a Moscú, trayéndose consigo un concepto internacionalista de lucha contra el imperialismo. Entre tanto, el creciente activismo de un movimiento sindical en las ciudades portuarias y minas de África espoleó a un estrato social de mejor formación académica hacia una mayor militancia.

Las comunicaciones dentro de África también brindaban posibilidades de vinculación. A pesar de que, durante mucho tiempo, rutas comerciales, vías de peregrinaje y otras redes de comunicación habían cruzado África a lo largo y ancho, los ferrocarriles, las carreteras, los servicios postales y la radio facilitaban el movimiento de personas y mensajes. Los gobiernos coloniales establecieron tanto oficinas postales como censura en el correo. Emplearon la palabra escrita y la radio como propaganda, y también como método, en manos de funcionarios, para coordinar mensajes y actividades. Sin embargo, las comunicaciones podían ser un arma de doble filo. Un periódico que solo unas pocas personas pudieran leer podía leerse en voz alta; una radio que solo una persona pudiera pagarse podía ser escuchada por muchos; y el contenido de las comunicaciones —o las formas como pudieran interpretarse— no era fácilmente controlable. Los africanos alfabetizados podrían promover el valor de sus propias culturas e historia por medio de textos escritos, o reinterpretar las enseñanzas de los misioneros como apelaciones a su propia emancipación. Los africanos que trabajan en una estafeta de correos o en una estación de telégrafos podrían hacer acopio de información. Quizá no sea coincidencia que dos de los líderes africanos más radicales de la década de 1950 comenzaran sus carreras como funcionarios de correos: Ahmed Sékou Touré en el África Occidental Francesa, y Patrice Lumumba en el Congo belga.

Para los africanos que se desenvolvían en el ámbito continental o internacional, la Segunda Guerra Mundial se vivió de una manera cruelmente contradictoria. Oían hablar constantemente sobre la perversión del racismo nazi y de las conquistas nazis, y sobre las virtudes de la «autodeterminación» por la que los aliados estaban luchando. La invasión italiana de Etiopía había introducido el fascismo en el continente africano. El planteamiento del primer ministro británico Winston Churchill de que el principio de autodeterminación se debía aplicar a los territorios recién conquistados en Europa, pero no a los territorios antaño conquistados en África, no convencía a muchos africanos. Algunos, como por ejemplo Wallace Johnson, vivieron la guerra como una represión, ya que padecieron detenciones, censura y prohibiciones de la actividad política. Mientras tanto, los pueblos colonizados estaban haciendo grandes sacrificios en nombre del esfuerzo de guerra: soldados del África Occidental Británica en Birmania, del África Ecuatorial Francesa en el norte de África e Italia, trabajadores de todo el continente obligados a fabricar productos considerados útiles para el esfuerzo de guerra. De modo que el año 1945, el momento de la victoria, adquirió un significado especial: las deudas políticas se tornaron en un activo, y las elites africanas vieron, en la retórica antirracista que los Aliados acababan de descubrir, un lenguaje con el que abultar su crítica al dominio colonial.

Fue un momento que los líderes panafricanistas intentaron aprovechar, para formular objetivos y estrategias con las que plantar cara al edificio del colonialismo en África y su diáspora. Pero fue también un momento en el que los problemas de salarios, vivienda, educación y precios de los cultivos se agudizaron, sobre todo debido a los apuros económicos de la guerra. El racismo de la sociedad colonial se sintió no solo como la denigración de la cultura africana y la vida africana en general, sino como cientos de actos de discriminación que se percibían día a día, y de ciudad en ciudad, pueblo minero por pueblo minero, colonia a colonia. Este tipo de problemas se pusieron sobre el tapete, tanto durante la guerra como en los años inmediatamente posteriores. El momento de la postguerra ofrecía oportunidades a los movimientos políticos y sociales para emplazar a las administraciones imperiales, sin tener en cuenta su ininterrumpida autoridad, y conscientes de cuánto necesitaban los europeos de la contribución africana en la reconstrucción de las economías imperiales. Había llegado un punto de inflexión, si bien aún no era posible discernir si el cambio significaría la reforma del imperio, su destrucción, o la forja de nuevos tipos de unidades políticas.

RELIGIÓN MÁS ALLÁ DE LA «TRIBU»

Los intelectuales no eran los únicos africanos que cruzaban las fronteras. La imagen de «una tribu, una religión» que muchos occidentales tienen de África nunca ha sido precisa. Las creencias han transitado rutas diferentes de las personas, por lo que los círculos de líderes religiosos o sistemas de creencias concretos a menudo se han desperdigado bastante. La influencia del islam y del cristianismo se remonta a mucho antes de la colonización, si bien el dominio colonial abrió nuevos territorios para los misioneros católicos y protestantes. Menos obvio es el hecho de que la colonización, a pesar de las intenciones de los colonizadores, también conllevó un ensanchamiento a gran escala del islam; algo así como un tercio de la población del África subsahariana es ahora musulmán. Queda aún menos claro que las nuevas religiones hayan significado el eclipse de todos los elementos de las antiguas. Viejos y nuevos conceptos de lo sobrenatural y diferentes formas de espiritualidad todavía pueden dar sentido al mundo y articular creencias morales; muchas de estas formas coexisten con las nuevas creencias.

Los amplios cambios sociales que siguieron a la extensión de las comunicaciones y del comercio antes de la colonización, así como la mayor movilidad fomentada por la paz colonial, las migraciones de mano de obra, el crecimiento urbano y la comercialización de la agricultura, pusieron a pueblos y personas en contacto con otros cuyas creencias no eran necesariamente las mismas. Robin Horton interpreta la expansión del islam y del cristianismo durante los siglos XIX y XX como consecuencia de que había personas y pueblos que abandonaban el territorio donde los dioses «locales» ejercían su dominio. Horton arguye que la religión monoteísta se propagaba mejor y proporcionaba símbolos, creencias y códigos morales compartidos que permitían la cooperación entre zonas distantes. Pero las prácticas religiosas indígenas también podían expandirse más allá de las fronteras étnicas, y los profetas, curanderos y videntes a menudo eran personajes regionales, no sólo locales. Las prácticas religiosas a veces variaban poco a poco, de modo que la idea de «conversión» al cristianismo o al islam puede causar una impresión engañosa sobre cómo las ideas y prácticas religiosas se difundieron entre las poblaciones rurales, quizá durante décadas, antes de que se implantara la estructura institucional de misiones e iglesias, o bien de mezquitas y madrasas (escuelas coránicas).

Algunos especialistas aseguran que la adopción del cristianismo significaba la colonización de la mente, pues iba más allá de un cambio de dimensión específica del comportamiento humano denominado «religión», y abarcaba la transformación de muchas prácticas personales, desde el modo de vestir hasta el diseño de las casas y los ritos de iniciación. La actividad misionera se centraba en la persona, dejando de lado los clanes de parentela, los consejos de ancianos, los grupos de edad y otras colectividades básicas en la vida social africana. Los misioneros a menudo pensaban que estaban derribando todo un entramado de creencias «salvajes». Que lo lograran es otra cuestión.

Desde el principio, muchos cristianos africanos se negaron a seguir el esquema misionero. A veces, los clérigos africanos llevaban su rebaño lejos del severo control de los misioneros blancos para construir iglesias muy parecidas a las que habían dejado atrás. O bien, los conversos podían permanecer dentro de las comunidades misioneras, aunque empleando su alfabetización para escribir la historia de sus comunidades, o para elaborar su propio discurso moral que los definiera a sí mismos como cristianos de una manera distintiva. Los movimientos autonomistas ampliaron su espectro de posibilidades doctrinales en una doble vertiente, al negar que ser cristiano significara actuar como un europeo.

En la década de 1930, un movimiento de «despertar religioso» se extendió por varias partes del África Oriental, apelando a una participación en una visión mundial de la comunidad cristiana, y rechazando las religiones locales y los sistemas de clanes. Sin embargo, en algunos de los sitios donde acaeció este despertar se experimentó lo que Derek Peterson llama «patriotismo étnico», un renovado énfasis en la comunidad, el patriarcado y el parentesco. El patriotismo por el que se abogaba era kikuyu, wahaya o batoro, no keniano o ugandés. Distintos planteamientos morales se disputaban un espacio en el que las relaciones sociales estaban cambiando.

Sin embargo, también más allá de los entornos donde los proselitistas y los patriotas confrontaban sus creencias con las de los demás, la relación del cristianismo con las prácticas sociales indígenas podía ser un tema delicado. La poligamia era una fuente de controversias, los ritos de iniciación otra. Los líderes que surgieron entre los kikuyus conversos a fines de los años 1920 y 1930 fundaron, por ejemplo, escuelas e iglesias para poder mantener la fe cristiana y educar a sus hijos, a la vez que rechazaban lo que les parecía como un empeño misionero por destruir la cultura kikuyu. Las tensiones llegaron a un punto crítico debido a una campaña misionera que intentaba abolir la clitoridectomía (ablación de clítoris), parte de los rituales de iniciación femenina considerados por muchos kikuyus como esenciales para conducir a una niña al umbral de la edad adulta y para señalar mediante un rito comunal los vínculos de los kikuyus. Los misioneros excluían de la iglesia y de la escuela, y también de sus familias, a las niñas que se hubieran sometido a este proceso, a lo cual ciertos kikuyus respondieron fundando sus propias escuelas. El conflicto cultural alimentaba una confrontación más vasta que tomaría un giro violento tras la guerra, si bien ya en la década de 1930 provocó un profundo debate sobre qué significaba ser cristiano y ser kikuyu.

Para algunos africanos, la «religión del hombre blanco» podía servir para propósitos instrumentales —en las escuelas misioneras se aprendía a leer y escribir, así como ciertas destrezas de utilidad laboral— o también podía propiciar un camino de integración dentro del mundo cosmopolita de la ciudad, un mundo vinculado a la «sociedad colonial», pero que no se reducía sólo a ella. También podía dar lugar a movimientos —como los de los vecindarios de Salisbury, o a lo largo de las rutas migratorias de mano de obra en el norte de Rhodesia— que recalcaban un distanciamiento de los valores y la autoridad de los colonizadores, los jefes y los clanes.

La diversidad de las organizaciones religiosas que proliferaban en África, y que siguen proliferando hasta la actualidad, sugiere las muchas formas en que uno podía sintetizar y combinar diferentes sistemas de creencias. Muchos misioneros reducían las creencias africanas a mera «superstición», y aunque los antropólogos de la era colonial a menudo eran más comprensivos, ese campo de investigación tendía a recalcar la naturaleza holística de las creencias y de la organización social dentro de cada «tribu». Una concepción más actual sobre la religión en África subraya la flexibilidad, adaptabilidad y naturaleza participativa de las prácticas religiosas. Cada cual hacía juegos malabares con diferentes sistemas de creencias y códigos morales contradictorios. El emprendedor de éxito, por ejemplo, podía estar sujeto a presiones para repartir su riqueza entre los parientes y vecinos, con tal de que no se lo acusara de haber empleado fuerzas ocultas para «comerse» a sus competidores. Tal tipo de persona podía, a su vez, usar sus recursos para contratar los servicios de un adivino o de otros especialistas en rituales, y así atraerse el favor de lo sobrenatural, o bien podía asumir la práctica del islam para señalar que se alejaba del dominio moral de su exigente parentela y que se adentraba en lo que se le podía antojar como un universo moral más inclusivo.

Por tanto, la ambigüedad sobre las normas colectivas formaba parte de una tensión dentro de las relaciones sociales: ¿qué significaba para una persona vivir dentro de un clan o de una comunidad aldeana, o insertarse en la vida escolar, laboral o el mercado agrícola? ¿Cuál era la relación entre los logros personales y el cuerpo social? Las acusaciones por violar las normas de la comunidad podían ser un mecanismo de equilibrio —dirigido contra un acopio egoísta—, o bien funcionar como mecanismo de distanciamiento que señalara a los marginales en los extramuros del círculo protector de una comunidad.

Estas tensiones estaban vinculadas a las incertidumbres de la vida: cada cual trataba de entender por qué algunos niños enfermaban y morían, mientras que otros sobrevivían; por qué algunos hombres tenían buenos trabajos y cosechas abundantes, mientras que otros padecían de miseria; por qué algunas mujeres se situaban en el meollo de sólidas relaciones familiares, mientras que otras no. Un médico podía explicarles que los parásitos de la malaria o el agua contaminada causaban una alta incidencia de enfermedades, o un dirigente sindical podía explicarles los devastadores efectos del capitalismo colonial, pero ni uno ni otro podía explicarles por qué una persona en concreto padecía y otra no. A finales de la década de 1930 en el África central, una región que se enfrentaba a la degradación de la agricultura y a formas disruptivas de migración laboral, proliferaron las cazas de brujas; se atravesaban las lindes del idioma y de la cultura, para identificar a quienes transgredieran las normas sociales, y cuya fortuna pudiera parecer que se debía al uso de fuerzas sobrenaturales contra los demás.

En resumidas cuentas, a finales de los años 1930 y 1940, la invención y la innovación eran características del mundo religioso. La cuestión de si los individuos podían forjar nuevos tipos de nexos a través de territorios y culturas, o bien debían procurar fortificar las defensas de una comunidad percibida como tal contra las agresiones externas, afectaba a gran parte de África. Sin embargo, cualquiera de las posiciones obligaba a todo el mundo a replantearse la función de los intérpretes de ritos religiosos, a considerar qué es lo que compartían con los vecinos y en qué se diferenciaban de ellos, y a preguntarse qué tipo de códigos morales debían regir sus relaciones con los allegados y desconocidos con quienes se tuviera contacto.

HOMBRES Y MUJERES, INMIGRACIÓN Y MILICIA

Entre 1935 y 1950 numerosas huelgas afectaron a puertos, minas, ferrocarriles y focos comerciales en África. La huelga de las minas de cobre de Rhodesia del Norte en 1935 reveló que no se trataba de rutinarios conflictos de relaciones laborales. Los mineros del cobre procedían de zonas rurales cruelmente empobrecidas —deliberadamente postergadas por las estructuras coloniales de transporte—, y trabajaban durante periodos de varios meses a varios años. Se les pagaba salarios miserables, vivían en alojamientos inadecuados, estaban sometidos a una disciplina arbitraria, y tenían pocas oportunidades de mejora. Los patronos no pensaban que los mineros fueran realmente obreros; eran aldeanos temporeros que se ganaban unos jornales para cubrir sus necesidades básicas.

Los patronos también tenían un concepto de los trabajadores como hombres solteros. Pero, de hecho, muchas mujeres llegaban a las ciudades mineras para reunirse con sus maridos, y otras mujeres hallaban en estas localidades el tipo de autonomía que sus familiares no les habrían permitido. Del mismo modo que los hombres jóvenes podían destinar los ingresos salariales, para alejarse del control de sus padres en lo relativo a los recursos familiares necesarios para casarse, las mujeres jóvenes podrían encontrar en la ciudad una escapatoria parcial del patriarcado aldeano. En la década de 1930, los ancianos del clan, los jefes y las autoridades coloniales intentaron restringir el movimiento de las mujeres a la ciudad, y los dilatados litigios matrimoniales en los juzgados coloniales generaron un «derecho consuetudinario» más patriarcal y restrictivo de como se había aplicado antes.

La huelga de 1935 en Rhodesia del Norte se extendió de mina en mina y afectó a ciudades enteras. Los obreros de la ciudad iban a la huelga junto a los mineros, y las mujeres contaban con una notable presencia en las manifestaciones. La huelga se reprimió, y mataron a varios mineros. Una comisión de investigación gubernamental —como muchas de las que se establecerían en la década siguiente— concluyó que la mejor manera de prevenir tal tipo de acontecimientos consistía en una rigurosa repatriación de mineros cuyos contratos estuvieran en vigor. Había que meter de nuevo a los genios de la protesta laboral africana dentro de la lámpara tribal.

Este no fue un suceso aislado dentro del Imperio Británico. Entre 1935 y 1938, una serie de huelgas, manifestaciones y disturbios en las islas del Caribe británico conmovieron profundamente el sentido de control gubernamental. La oleada de huelgas también anegó ciertas costas del África británica, sobre todo por medio de huelgas generales que atravesaban demarcaciones coloniales y, a veces, las fronteras entre hombres y mujeres: en Mombasa y Dar–es–Salaam en 1939; en el ferrocarril y las minas de Costa del Oro a finales de la década de 1930; en el Cinturón de Cobre nuevamente en 1940. Durante la Segunda Guerra Mundial, la oleada de huelgas continuó, con huelgas más contundentes, amagos de huelga y otras amenazas a la continuidad económica en Kenia, Nigeria, Costa del Oro, Rhodesia del Norte, Rhodesia del Sur y Sudáfrica.

El gobierno británico vio esto como lo que era: un problema de todo el Imperio. El Ministerio de las Colonias poco a poco se fue dando cuenta de que solo podrían prevenirse ulteriores desórdenes, si la población colonial en África y en el Caribe británico recibía una atención digna y mejores perspectivas laborales. A raíz de las huelgas, y solo entonces, el Ministerio de las Colonias tomó en serio una idea que se había debatido en algún que otro momento: que un gobierno colonial debe emprender programas sistemáticos de «desarrollo económico» destinados a proporcionar infraestructuras que permitan una producción mayor y más eficiente, a cargo de una fuerza laboral que deje de vivir en la miseria. La Ley de Desarrollo y Bienestar Colonial de 1940 fue la primera legislación con la que Gran Bretaña se comprometía a emplear recursos de la metrópoli para programas destinados a elevar el nivel de vida de las poblaciones colonizadas. El gasto debía centrarse en vivienda, abastecimiento de agua, educación y otros proyectos sociales, principalmente orientados a trabajadores asalariados, así como a infraestructuras y proyectos directamente productivos. Detrás de esa ley estaba la idea de que mejores servicios supondrían un mercado laboral más próspero, más eficiente, y, sobre todo, más predecible y menos conflictivo.

La guerra, y particularmente en el África británica, aumentó, por una parte, la demanda de productos africanos —y, en consecuencia, la necesidad de mano de obra africana—, y, por otra parte, redujo la disponibilidad de productos manufacturados europeos que los africanos quisieran comprar. También retrasó la puesta en marcha de la Ley de Desarrollo. Las penurias y tensiones de los años de guerra condujeron a una escalada de conflictos laborales en Kenia, Nigeria, Costa del Oro y Sudáfrica. Las condiciones de vida no mejoraron inmediatamente después de la guerra. Hubo una demanda alta y continuada de mano de obra africana, una continuada escasez de bienes de consumo y, por tanto, inflación, hacinamiento urbano y servicios deficientes; todo dentro de un sistema laboral que trataba a los africanos como unidades intercambiables de fuerza de trabajo, cuyas aspiraciones de desarrollar una carrera o fundar una familia resultaban irrelevantes para las empresas coloniales y el gobierno. Hubo más huelgas generales en Mombasa y Dar–es–Salaam en 1947, más huelgas e incluso una seria revuelta urbana en 1948 en Costa del Oro, una huelga en la administración civil y en los ferrocarriles a lo largo de toda la colonia de Nigeria en 1945, una severa huelga en las minas de oro de Sudáfrica en 1946, una huelga ferroviaria en 1945, y una huelga general en 1948 en Rhodesia del Sur, aparte de numerosos disturbios más. Estos enfrentamientos, al igual que anteriormente, tendieron a extenderse por ciudades o incluso regiones.

Precisamente debido a que la fuerza laboral estaba poco diferenciada, las huelgas tendían a convertirse en acciones masivas. Los trabajadores africanos, ya estuvieran organizados en sindicatos (como en Nigeria o en Costa del Oro) o no (como en Kenia o las dos Rhodesias), notaron que los regímenes coloniales eran económica y políticamente vulnerables. La oleada de huelgas constituyó una zozobra para las aspiraciones ideológicas de los gobiernos coloniales tras la guerra, y una amenaza directa para la senda del desarrollo.

En el África francesa, con un sector de trabajadores asalariados más reducido que el del África británica, la oleada de huelgas llegó más tarde. La experiencia de los años de guerra también fue diferente, puesto que las zonas económicamente más desarrolladas del África francesa quedaron bajo bloqueo británico y de los aliados, toda vez que Francia hubo caído ante Alemania en 1940. La oleada de huelgas arribó al África Occidental Francesa en diciembre de 1945, cuando en Senegal comenzó una huelga de dos meses. Entre 1947 y 1948, todo el sistema ferroviario del África francesa quedó paralizado debido a una huelga muy bien organizada, y gran parte de la administración quedó fuera de servicio durante cinco meses, hasta que finalmente se llegó a un acuerdo en términos relativamente favorables para los ferroviarios africanos.

El gobierno belga no abrió la mano a ninguna forma de organización laboral (o política), y con dificultades mantuvo los resortes en las áreas urbanas, si bien no pudo controlar las rurales. El gobierno portugués empleaba una gran cantidad de trabajo forzado, por lo que la reacción de los enfurecidos trabajadores era más probable que fuese la desbandada que la huelga. Y la versión portuguesa del «desarrollo» dependía en gran medida de los trabajadores blancos que procedían de la metrópoli. Portugal evitó la oleada de huelgas que atenazó al África francesa y la británica a finales de la década de 1940, pero sentó las bases para un contexto de prolongado y letal conflicto durante las décadas de 1960 y 1970.

Sudáfrica, si bien con un gobierno represor, se encontraba relativamente industrializada, y los obreros de sus ciudades constituyeron la vanguardia de una lucha por mejores condiciones de vida para los africanos que había comenzado mucho antes de la guerra, pero que se fue intensificando a medida que la fuerza laboral urbana iba aumentando durante los años de guerra e inmediatamente posteriores. Consciente de la progresiva necesidad de mano de obra en fábricas y en otras empresas de las ciudades, el gobierno se planteó durante un tiempo «estabilizar» la fuerza laboral urbana, estimulando a los trabajadores africanos a establecerse a largo plazo en las ciudades. Sin embargo, tras la victoria de los nacionalistas afrikáners en 1948, el gobierno optó por controlar más rigurosamente la inmigración y por expulsiones masivas de africanos de las ciudades, a excepción de quienes estuvieran debidamente registrados como trabajadores. Esa falta de solución al problema también se le volvería en contra, tiempo más tarde.

A lo largo y ancho de África, la abrumadora mayoría de los trabajadores asalariados en aquel momento eran varones. Los especialistas dilucidan en torno a por qué, a principios del periodo colonial, la mano de obra asalariada era, en primer lugar, a corto plazo y, en segundo lugar, para hombres: los hombres trabajaban por periodos de tiempo limitados en minas, ferrocarriles o ciudades, dejando en las aldeas a sus esposas, hijos y parientes que no fueran población activa. Algunos lo interpretan como un empeño por parte del capital colonial para reducir los costes laborales, toda vez que un obrero con familia en entorno rural iba a recibir un jornal inferior a los costes reales de mantener una familia. Aunque, cualquiera que fuese la intención de la patronal, no queda del todo claro que muchos africanos quisieran comprometerse con una vida de trabajador asalariado, excepto allí donde la extensión del acaparamiento de tierras socavaba la capacidad de los agricultores africanos incluso de disponer de una subsistencia parcial, y de manera más señalada en Sudáfrica. Los potenciales peligros y la pérdida para las economías familiares que suponía dejar que las mujeres jóvenes abandonasen las aldeas era mayor que en el caso de los varones jóvenes. Al comienzo, el mercado laboral colonial dependía de una mezcla de presiones e incentivos: presiones gubernamentales sobre los jefes para suministrar trabajadores de mala gana a empresas coloniales públicas y privadas; la insuficiencia (deliberada o no) de las infraestructuras de comercio y transporte en áreas rurales; impuestos que había que abonar en metálico; y tensiones generacionales dentro de las sociedades africanas que llevaron a los jóvenes a buscar la autonomía de un empleo por cuenta ajena.

La mayoría de las zonas donde había trabajadores asalariados —las minas de Rhodesia del Norte, por ejemplo— estaban rodeadas de vastas áreas donde el cultivo de alimentos y los periodos de trabajo con jornal eran tan probables como necesarios. En la década de 1930, los administradores coloniales y los misioneros criticaron el sistema laboral migratorio, ya que parecía generar un estancamiento tanto en la ciudad como en los entornos rurales, pues privaba a la agricultura de mano de obra y de iniciativa, y dejaba a las ciudades con una fuerza laboral escasamente capacitada para el trabajo industrial, e insuficientemente socializada y aculturada para la vida urbana. En este contexto, los jefes y los ancianos dentro las zonas de contratación laboral del África Central intentaban ejercer el control sobre las mujeres jóvenes, para asegurar que las comunidades rurales no perdieran mano de obra femenina, ni su capacidad para engendrar niños, ni tampoco el dinero ni la mano de obra masculina.

El sistema migratorio requería altos niveles de coerción, para lograr que tanto hombres como mujeres estuvieran en el trabajo cuando resultara necesario, y fuera de la ciudad cuando no se requiriera. En Sudáfrica, la policía hacía cumplir rigurosamente las restricciones de desplazamientos. Los hombres (y las mujeres a partir de finales de la década de 1950) estaban obligados a portar permisos, y un africano, sin un permiso que indicara que se hallaba o se dirigía a un lugar de trabajo, podía ser arrestado. En Rhodesia del Sur, a las mujeres no se les permitía legalmente estar en las ciudades, a menos que pudieran probar que estaban casadas con un hombre a quien se le hubiera autorizado la residencia (o, en ciertos casos, que ellas mismas estaban empleadas y residiendo bajo supervisión). Kenia también contaba con legislación de permisos. Tales restricciones fueron fuente de indignación y de movilización política durante los años de postguerra.

Incluso bajo la estricta vigilancia policial, la vida urbana africana en Sudáfrica, las dos Rhodesias y Kenia resultaba imposible de controlar. Las mujeres reafirmaban su propio lugar dentro de aquel entorno, y la inmigración masculina creaba nichos de tareas u ocupaciones para mujeres, incluyendo la cocina, la elaboración de cerveza y la prostitución. En las ciudades del África occidental, especialmente aquellas como Lagos o Dakar, con tradiciones más antiguas de vida urbana, las poblaciones asentadas estaban en situación de defender sus derechos como propietarios de inmuebles. Los africanos desempeñaban una función activa en el comercio, la producción artesanal y, a veces, en profesiones tales como la abogacía y el periodismo. Los administradores coloniales aún tenían que sobrellevar la presencia de trabajadores «informales» que se movían en la temporalidad laboral, y de ciertos barrios donde la gente podía involucrarse en todo tipo de actividades, legales o de otro tipo, sin control gubernamental.

Para la década de 1940, aquello en lo que los administradores coloniales no querían ni pensar —una sociedad urbanita en la que hombres y mujeres, adultos y niños intentaran conjugar una vida— se había vuelto realidad. La vigilancia y el descuido coloniales solo lograron que la vida resultara más difícil, y potencialmente más explosiva. De modo que, cuando las huelgas se extendieron desde el Cinturón de Cobre hasta Acra y Mombasa, las autoridades coloniales se preguntaron si el sistema de mano de obra inmigrante redundaba, de verdad, en beneficio de las economías coloniales, y si la masiva presencia de población africana entrando y saliendo de las ciudades, sin estar plenamente integrada en el tejido social urbano, redundaba en beneficio de las sociedades coloniales. Podían hacer —lo mismo que durante la huelga del Cinturón de Cobre de 1935— como si el problema fuese a desaparecer solo, o podían tratar de encauzar la problemática laboral dentro de la cuestión del «desarrollo», y confiar en que un poco de inversión de capital y un poco de planificación urbana la resolvieran.

Hubo una tercera reacción colonial más compleja: darse cuenta de que el modo como vivían los trabajadores y sus familias iba a afectar, por una parte, a la eficiencia de lo que produjeran, y, por otra parte, a cuán ordenados y previsibles podían llegar a ser. Los ingenieros sociales en el África francesa y la británica acuñaron un nuevo término: estabilización. No se trataba exactamente de «proletarización», como solía ser en Europa, ya que las autoridades aún no entreveían que el trabajo por cuenta ajena estaba desplegándose por toda África. La estabilización implicaba apartamiento: crear una clase obrera urbana capaz de vivir en la ciudad y de engendrar una nueva generación de obreros dentro de la ciudad, independiente del «atrasado» entorno rural. Lo cual implicaba pagar más a los africanos: «salarios familiares» o «ayudas familiares».

En el Cinturón de Cobre británico, las compañías mineras comenzaron a reivindicar esta política después de la segunda gran huelga de 1940, pero los trabajadores ya habían empezado a estabilizarse por su cuenta antes. En el puerto de Mombasa, los administradores coloniales comenzaron a hablar sobre la estabilización de los estibadores, un trabajo del que dependía toda la economía de importación y exportación de Kenia y de Uganda. Impelido por grandes huelgas portuarias y las huelgas generales de 1939 y de 1947, el gobierno de Kenia se puso manos a la obra. Hasta el momento, se contrataba por días a los trabajadores «informales» para cargar y descargar buques, dependiendo de las fluctuantes necesidades, pero a mediados de la década de 1950 muchos trabajadores empezaron a tener contratos mensuales. Estas políticas llevaron a los regímenes coloniales a toparse con la realidad cotidiana de aquello en lo que consistía el trabajo y la vida urbanas: pautas domiciliarias, conflictos a causa de los regímenes laborales, cuestiones disciplinarias polémicas, relaciones delicadas entre sindicatos y patronal. Más tarde comentaré los verdaderos efectos de tales políticas.

El hecho de que los regímenes británico y francés se vieran arrastrados por primera vez a tomarse en serio el tema laboral resulta en sí mismo crucial. Las masas urbanas, según los planteamientos oficiales, debían convertirse en un factor menos, y los sindicatos un factor más. Las ciudades debían ser crisoles de cambio social, cultural y político a lo largo de los años de postguerra. No es que fuesen intrínsecamente dinámicas, y que las poblaciones rurales estuvieran ancladas en la pasividad cultural. En las ciudades, todo cuanto sucede en una calle o un barrio ocurre muy cerca de todo lo demás. La densidad tiene sus consecuencias y, para un régimen colonial, sus peligros. La yuxtaposición en ciudades de respetables cristianos —que se habían convertido gracias a los misioneros— con jóvenes trabajadores asalariados, de familias asentadas de comerciantes con mujeres que buscaban su propia vida, y de obreros inmigrantes con la proliferación de hogares urbanos, se estaba volviendo cada vez más volátil.

La mezcla cambiaba, no solo a medida que las poblaciones urbanas se iban acrecentando durante la década de 1940, sino también a medida que las mujeres se iban convirtiendo en una amplia proporción de esa población urbana. La creciente diferenciación e interacción entre los africanos urbanitas se daba cerca de inmuebles destinados a residentes blancos y donde se alojaban las instituciones y los símbolos del poder, con todas sus implicaciones de posibilidades y exclusiones raciales. La vida de las agrupaciones se estaba volviendo más rica y variada, construida alrededor de afinidades laborales y proximidad vecinal, vinculaciones a las mismas regiones de origen, iglesias o mezquitas, o bien instituciones religiosas indígenas, la necesidad de mutua ayuda de diversa naturaleza, intereses colectivos de comerciantes o trabajadores, y nuevas formas de música o creación artística. Lo más importante era la mezcla de jóvenes nacidos en la ciudad y jóvenes inmigrantes, una categoría marcada, según lo señala Rémy Bazenguissa–Ganga[2], por su «disponibilidad»: una fuerza vibrante y volátil que debía encauzarse en diferentes direcciones.

HOMBRES Y MUJERES NEGROS EN UNA GUERRA DE HOMBRES BLANCOS

La guerra de Europa duró de 1939 a 1945. La lucha de África había comenzado antes y duró más. La época de huelgas generales, que había empezado primero en el África británica, abarcó desde 1935 hasta aproximadamente 1948. También hubo conflicto en zonas rurales debido a la conservación del suelo y otras políticas duramente intervencionistas. La Guerra Mundial debilitó a las potencias europeas tanto militar como económicamente. Principalmente, zarandeó su confianza en sí mismas y destruyó las premisas que habían dado a las ideologías coloniales su frágil coherencia.

Al principio, las potencias beligerantes trataron de utilizar las colonias como se había hecho habitualmente: como un recurso. Antes de que comenzara su breve participación al inicio de las acciones bélicas, Francia ya estaba incrementando la presión sobre los africanos, especialmente a través del trabajo forzado. Cuando Francia cayó en junio de 1940, su imperio africano se resquebrajó, señal evidente de cuán endeble era el control metropolitano. La administración francesa en el África Occidental aceptó el régimen de Vichy, que estaba colaborando con los nazis, mientras que el África Ecuatorial Francesa —no por casualidad administrada por un gobernador general negro nacido en la Guayana Francesa, Félix Éboué— se negó a aceptar órdenes de Vichy, e insistía en que la Francia Libre del general Charles de Gaulle, radicada en Londres, todavía era Francia. Ambos grupos de colonias francesas procuraron movilizar recursos coloniales para sus respectivos bandos. Pero ni uno ni otro pudo desenvolverse de manera muy efectiva: el África Ecuatorial, porque los franceses ya la habían despojado de gran parte de sus activos (maderas macizas y caucho), y poco habían hecho para desarrollar otros; el África Occidental, porque las potencias Aliadas la sometieron a bloqueo. Después, la reconquista de Francia a manos de los aliados comenzó por los territorios franceses en el norte de África; tropas procedentes del África Ecuatorial Francesa participaron en las batallas, mientras que los trabajadores de aquella región, a menudo trabajando bajo coacción, suministraban importantes materias primas a los aliados. Por tanto, los africanos desempeñaron una importante tarea al demostrar que los esfuerzos franceses, no solo los británicos y estadounidenses, contribuyeron a la victoria sobre los nazis. El África Occidental Francesa, una vez que sus gobernantes se dieron cuenta de quién estaba ganando la guerra, desertó de Vichy en favor de la Francia Libre. De Gaulle reconoció la contribución de las colonias africanas a la liberación de Francia, y también que la gratitud y el propio interés requerían de un replanteamiento de la política colonial francesa —un tema al que volveré.

Gran Bretaña perdió muchas de sus colonias asiáticas —con la tremenda excepción de la India— ante Japón, y confió más que nunca en África para obtener productos tropicales. Empleó a tropas africanas en Asia, y precisaba de aún más mano de obra africana. En Kenia y en las dos Rhodesias volvió a poner en marcha el trabajo forzado para cultivos que se consideraban de interés imperial, pero que también beneficiaban a colonos y empresas. Incluso donde el trabajo era voluntario, Gran Bretaña trató lo más posible de restringir las importaciones a las colonias. Un resultado fue la acumulación de excedentes: los presupuestos de las colonias se financiaban con rentas derivadas de un alto nivel de exportaciones —que a las colonias no se les permitía gastar. Los fondos se concentraban en bancos londinenses, y llegarían a convertirse en materia de litigio tras la guerra, en tanto que los líderes políticos africanos exigieron que los excedentes se invirtieran en beneficio de las poblaciones que los habían producido.

Los años de guerra ofrecieron ciertas oportunidades a los productores agrícolas africanos; al menos recibían dinero por sus exportaciones y no dependían de las importaciones de alimentos. La economía de guerra resultaba incluso más rentable para los granjeros blancos. Pero, para los obreros de las ciudades, aquellos años resultaron difíciles; las importaciones eran escasas, y los agricultores de los arrabales podían ganar más dinero produciendo bienes de exportación en vez de alimentos para los mercados locales. Lo que desató la oleada de huelgas en tiempos de guerra descrita anteriormente en este capítulo. Esta dinámica continuó después de la guerra, ya que las fábricas de Gran Bretaña habían quedado muy dañadas por los bombardeos alemanes. Su deuda con los Estados Unidos era muy grande, y su incapacidad para satisfacer las necesidades de su población nacional —la cual, a diferencia de la de sus colonias africanas, votaba en las elecciones— era de tal magnitud, que el suministro de bienes de consumo básicos, como el vestido, siguió siendo limitado en las colonias. La intención de Gran Bretaña de emprender proyectos de desarrollo se vio acotada por la escasez de acero y cemento. La inflación se mantuvo, al igual que la oleada de huelgas.

Tanto Gran Bretaña como Francia pensaron que podrían recuperar el control mediante su nuevo concepto de «desarrollo». El imperialismo de postguerra sería el imperialismo del conocimiento, de la inversión, de la planificación. Se autorizó que la ley británica de Desarrollo y Bienestar Colonial de 1940 asumiera un nivel de gasto mayor en 1945; los franceses aprobaron su Fondo de Inversión para el Desarrollo Económico y Social (bajo el acrónimo francés FIDES) en 1946. Incluso Portugal y Sudáfrica iban a intentar, si bien de manera poco convincente, reivindicar a su nombre la bandera del desarrollo (vid. Capítulo 3).

En Francia y Gran Bretaña, las dos potencias con mayor extensión de territorios en África, las nuevas formas de pensar fueron las más adelantadas. Aquel proceso conllevó una reinvención de la sociedad y de la cultura africanas, e incluso de la percepción que Occidente tenía de sí mismo. Hasta la Segunda Guerra Mundial, las teorías «científicas» de desigualdad racial, las políticas para reprimir la fertilidad de personas cuyos genes fuesen supuestamente inferiores o insalubres, y las diferencias culturales agudas entre lo «primitivo» y lo «civilizado», se consideraban temas controvertidos, pero dentro de unos términos de discusión aceptable. Hitler dio mala fama a las ideologías racistas y a las teorías racistas. La ampliamente publicitada Carta del Atlántico —un acuerdo angloamericano que consignaba la convicción de los Aliados en la «autodeterminación», frente a las guerras de conquista nazis y fascistas— llevó a los africanos a preguntarse por qué no se aplicaba a ellos.

Una vez que las sociedades francesa y británica tuvieron que pensar por qué merecía la pena defender los estados democráticos, el tipo de preguntas planteadas previamente por la intelectualidad de las colonias, y por algunos intelectuales antirracistas en el propio país, adquirieron una nueva pertinencia. El colonialismo desarrollista era, en parte, una respuesta a los constreñidos fundamentos sobre los que se pudiera basar una justificación convincente del ejercicio del poder estatal sobre personas que fuesen «diferentes». Ahora se consideraba que la sociedad africana era maleable, y no solo por cambios graduales dentro del marco de los esquemas «tradicionales» africanos. Algunos africanos, cuando menos, podían quedar fuera de esos esquemas, al convertirse en trabajadores «modernos», o prósperos agricultores orientados al mercado. Las ideologías desarrollistas implicaban que las diferencias podían irse emborronando con el tiempo. ¿Cuándo iba a llegar el momento de declarar que los atrasados estaban lo suficientemente desarrollados como para ponerse a funcionar por su cuenta? ¿Quién podía dilucidar si el poder de «tutela» estaba actuando en interés de sus obligaciones y no en su propio beneficio? Tales preguntas no eran nuevas, pero fueron resultando mucho más apremiantes a lo largo de la guerra.

Los líderes europeos no iban a tener la oportunidad de reflexionar tranquilamente sobre sus incertidumbres. En esta atmósfera de incertidumbre ideológica, se enfrentaron a una escalada de demandas provenientes del propio continente africano. Las demandas no se centraban necesariamente en hacerse con el poder. Por el contrario, se concentraron en aquello a lo que realmente se dedicaban los estados: educación, impuestos, inversión en servicios sociales y recursos productivos, sistemas judiciales y la cuestión de quién iba a participar en la toma de decisiones vitales.

Una bibliografía completa para este libro puede encontrarse en la web de Cambridge University Press en www.cambridge.org/CooperAfrica2ed

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[1] Palabra procedente del árabe talib «estudiante, buscador de conocimiento». Diversos idiomas, de culturas influidas por la religión de Mahoma, la han asumido sin apenas cambios; como por ejemplo en persa, cuyo plural es taliban. (N. del T.).

[2] BAZENGUISSA–GANGA 1997, p. 12.

Historia de África desde 1940

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