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El racionalismo: la autonomía como única limitante de la libertad individual

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Fue el reconocimiento pleno de que el acuerdo de voluntades es el fundamento para la formación del contrato la base que permitió que los pensadores del siglo XVIII hablaran de la autonomía de la voluntad o autonomía privada.

El concepto autonomía de la voluntad adquirió un reconocimiento expreso con la Revolución francesa, y posteriormente se plasmó en el Código de Napoleón21. Allí las doctrinas liberales e individualistas encontraron el espacio para afirmar que el individuo, considerado en un plano de igualdad frente a los demás, tiene plena libertad para obligarse, siendo responsable de lo pactado22, 23.

Esta concepción, que podría denominarse racionalista, sostiene que el sujeto, en su capacidad de comprender sus actos y limitar sus actuaciones, puede emitir normas que gobiernen su comportamiento, ya que se tiene la confianza de que actuará para satisfacer sus necesidades en un plano de igualdad y ausencia de abusos.

Así, el contrato se asienta en la facultad otorgada a las personas para regular sus relaciones mutuas dentro de los más amplios límites24, constituyendo un requisito necesario para su nacimiento a la vida jurídica. En este sentido, el contrato debe entenderse como “un poder o señorío concedido a la voluntad por el ordenamiento jurídico”25, que por sí solo da lugar a la creación de normas o reglas subjetivas, paralelas o simbióticas con las estatales26, y donde el Estado tiene muy escasa capacidad de intervención27.

La teoría racionalista, entonces, se asienta sobre las siguientes premisas:

1. El querer individual tiene poder jurigéneo: los sujetos tienen la aptitud de crear normas jurídicas objetivas, que serán vinculantes para todos aquellos que han exteriorizado su querer28. Lo anterior puede hacerse a través de dos vías: 1) de leyes, en virtud de la delegación que hacen de dicha potestad al órgano legislativo designado para ello, y 2) de contratos, a consecuencia de un poder directo sobre los actos particulares y que solo interesan a los que en ellos se traban29. Esto parte de la consideración de que “el hombre es libre por esencia y no se puede obligar sino por su propia voluntad. Es, por tanto, la voluntad individual la fuente única y autónoma de la ley”30. En tal sentido, la autonomía de la voluntad tiene una naturaleza preestatal, pues los individuos disponen de ella antes y más allá de la existencia de los ordenamientos jurídicos estatales que, únicamente, la reconocen y, de ser el caso, le imponen límites aceptables31.

2. Todos los sujetos son iguales: la potencialidad atribuida a la voluntad se origina en el reconocimiento de que los sujetos se encuentran ubicados en un plano de igualdad, entendida en términos liberales burgueses, con idénticos derechos y reconocimiento por el ordenamiento jurídico. Ello garantiza que tomarán las decisiones que realmente desean y que al subordinarse a una regulación lo harían por su decisión individual. La igualdad fue uno de los pilares de las consignas liberales y revolucionarias, basadas en la idea de que todos los sujetos pueden autogobernarse en tanto son libres de decidirlo, pero al hacerlo deben asumir las consecuencias de sus actos32, lo que en materia contractual se traduce en el reconocimiento del principio pacta sunt servanda.

3. La voluntad de las partes es el elemento creador del contrato: el nacimiento a la vida jurídica del contrato se subordinó a que dos o más personas manifestasen su voluntad creadora de consecuencias jurídicas particulares33, con independencia de la existencia de otros elementos, pues estos últimos eran condiciones de la validez del negocio, pero no de su existencia. Por ello se afirma que “el elemento fundamental del contrato es la voluntad de las partes. Sin ella los demás elementos son inertes. Sin la voluntad manifestada, el contrato no crea, modifica ni extingue derechos […]”34.

4. Satisfacción de un interés o necesidad concreta: no se trata, claro está, de un consenso entre todos los autores, pero algunos, como Ihering y Bekker, señalaron que la voluntad, como realidad ontológica, no era suficiente para el contrato naciera a la vida jurídica, sino que se requería que con ella se buscara satisfacer un determinado interés o necesidad, pues ello direcciona y le da sentido al querer individual35. En el mismo sentido, Fernando Hinestrosa indica que no puede existir obligación si no existen razones valederas y suficientes para que el acreedor pueda exigir el cumplimiento, voluntario o forzoso, de la prestación, ya que el derecho en sí mismo no tiene la potencialidad de obligar en tanto no exista una razón social, ética o políticamente relevante36. De hecho, el Código de Napoleón, en su artículo 1108, establecía que las condiciones esenciales para la validez del contrato eran el consentimiento, la capacidad, el objeto cierto base del acuerdo y la causa lícita de la obligación, reconociéndose que toda manifestación de voluntad, para alcanzar plena eficacia, debía buscar un objeto y una causa de su realización.

5. Lo justo es aquello que nace del acuerdo entre las partes: se considera que no existe mejor rasero para establecer lo conveniente de un vínculo que el acuerdo realizado entre los sujetos que en él intervienen y que pueden ponderar los beneficios y erogaciones a los que se comprometen. La frase célebre de Fouillée resume el entendimiento: “qui dit contractuel, dit juste” (hablar de contrato es hablar de justicia)37. Son contundentes las palabras de Arturo Alessandri Rodríguez sobre la materia: “El principio de la autonomía de la voluntad es la aplicación en materia contractual de las doctrinas liberales e individualistas proclamadas por la Revolución francesa […], siendo el contrato el resultado del libre acuerdo de las voluntades entre personas colocadas en un perfecto pie de igualdad jurídica, no puede ser fuente de abusos ni engendrar ninguna injusticia”38.

6. La autonomía de la voluntad es la máxima expresión de la libertad contractual, por lo que los límites legales o morales son excepcionales: la autonomía de la voluntad permite a los individuos autorregular sus intereses conforme a sus decisiones, sin injerencias o intervenciones externas39. Solo a través de ella, los individuos pueden definir qué es lo que más conviene a sus intereses y actuar en concordancia. Por ello la existencia de límites legales o morales a la autonomía de la voluntad es admitida, siempre que conserve un carácter excepcional y que su aplicación se someta a reglas eminentemente objetivas que busquen salvaguardar el interés general40. En este sentido, Jeremías Bentham consideraba a los individuos los mejores jueces de sus intereses, y, por tanto, debía el derecho permitir su actuar con la mayor latitud posible e intervenir solamente para impedir conductas abusivas de unos frente a otros41. La irrupción injustificada en la voluntad de los sujetos era considerada un atentado contra su propia individualidad, por lo que las intervenciones legislativas debían ser estrictamente necesarias y en casos límite, de suerte que se justificara socialmente cercenar el poder normativo reconocido a los particulares. Figuras tales como la lesión enorme, en un primer momento, fueron eliminadas del ordenamiento jurídico, aunque rápidamente se restablecieron para garantizar un mínimo de justicia que se consideraba deseable en los vínculos contractuales42. La ley debía tener un papel eminentemente pasivo, pues su labor debía limitarse a verificar la existencia de una verdadera voluntad y, en caso de duda, entrar a interpretarla privilegiando la intención, así como sancionar la desatención de los deberes contractualmente adquiridos43.

Esta teoría permeó la mayoría de las codificaciones del sistema continental, particularmente las latinoamericanas44. En la colombiana, sin embargo, existe una discusión en torno a la influencia del Código de Napoleón en los trabajos de Andrés Bello y, por tanto, en nuestro código. Por una parte, algunos –como Eduardo Rodríguez Piñeres45, Edmond Champeau, Antonio José Uribe y, más recientemente, Diego López Medina– consideran que el Código Civil de Bello es una adaptación del Código Civil francés o, en el caso del último autor citado, un trasplante46. Por otro lado, otros autores –encabezados por Arturo Valencia Zea– consideran que el Código francés de 1804 fue solo una, entre muchas, de las fuentes tenidas en cuenta por Bello en la redacción del Código. Particularmente, señala Valencia Zea, es en lo relativo a los contratos y obligaciones donde se acentúa la influencia francesa en el Código chileno47.

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