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EL CONTRATO CONTEMPORÁNEO Y LA OBJETIVIDAD

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La teoría contemporánea del contrato impone ir más allá del querer para admitir que los vínculos contractuales también se nutren de las expectativas razonables que las partes ponen en su contraparte. Por ello, debe considerarse el contexto social que los rodea, de suerte que el contrato esté abierto a la finalidad socioeconómica que debe satisfacer, aunque ello suponga morigerar la voluntad que le sirve de base y mirar los efectos que en la sociedad debe cumplir. Esta pretensión, no obstante, es incompatible con el entendimiento clásico del contrato, que le brinda más importancia a la voluntad que a su declaración.

En tal sentido, la teoría objetiva del negocio jurídico, que se enfoca en la declaración de la voluntad, permite alcanzar aquel objetivo de reducir la importancia de la voluntad en aras de alcanzar los fines sociales del contrato. Por ello, en el presente apartado se desarrollará la teoría objetiva del contrato y su aplicación y alcance en el derecho contemporáneo.

No debe olvidarse que la voluntad tiene un nuevo alcance en nuestros días y se encuentra en claro proceso de reducción. Para el predisponente de un contrato, por ejemplo, su voluntad carece de la proyección necesaria para determinar la persona con quien entablará sus vínculos contractuales, ya que, ante la masividad, no le es dable controlar la persona que finalmente aceptará su propuesta. Adicionalmente, para el adherente su voluntad se limita a la facultad de aceptar o rechazar las condiciones impuestas por el productor o proveedor137; más aún, ante la necesidad de un bien o servicio, carece de autonomía para decidir sobre la celebración del negocio jurídico, sin que por ello pueda concluirse que no nació a la vida jurídica138.

Esta nueva realidad nos lleva a la admisión de la teoría objetiva del contrato, particularmente para los contratos no paritarios139, en donde la autonomía de la voluntad tiene un contenido más reducido y se hace necesario acudir a la protección de la confianza del otro contratante para atribuir eficacia a las actuaciones que se hacen reconocibles a terceros140.

Al respecto, José Luis Monereo Pérez señala:

La posibilidad de dos o más personas de quedar jurídicamente obligadas por su propia iniciativa significa el reconocimiento del poder creador de la autonomía de la voluntad. Ese paradigma de libertad se rompe en los abundantes supuestos en que expresamente el esquema contractual se construye sobre una diversa posición de los sujetos contratantes […], en estos casos no existe propiamente negociación ni equilibrio de intereses entre los particulares, debido a la existencia de condiciones impuestas por el contratante más fuerte. Estas situaciones imponen, desde imperativos del constitucionalismo económico y social, el señalamiento de límites a la libertad de contratación.141

El debilitamiento de la autonomía de la voluntad solo puede ser compensado con el hecho de que las conductas o comportamientos de un sujeto deben ser ponderados de forma objetiva y sin miramientos a la intencionalidad, para atribuirles una calificación jurídica, de suerte que la formación, definición de contenidos y extinción de vínculos jurídicos no esté en manos de decisiones individuales caprichosas sino de la evaluación ponderada que de ellos hace la sociedad142.

Ya el tratadista Hans Kelsen había advertido que la creación de un vínculo negocial puede lograrse aún contra la voluntad del oferente143, denotando con ello que la base del contrato no puede afincarse exclusivamente en el acuerdo de voluntades, pues en algunas ocasiones el oferente se encuentra atado por la confianza depositada en su comportamiento.

En similar sentido, Karl Larenz sostiene que cualquier negocio jurídico tiene una “base objetiva, [esto es, el] conjunto de circunstancias cuya existencia o persistencia presupone debidamente el contrato –sépanlo o no los contratantes–, ya que, de no ser así, no se lograría el fin del contrato, el propósito de las partes contratantes y la subsistencia del contrato no tendría ‘sentido, fin u objetivo’”144.

El insigne tratadista Massimo Bianca señala:

La superación del llamado dogma de la voluntad es hoy un hecho cumplido en el terreno del derecho positivo. La disciplina legislativa del contrato no hace depender la relevancia jurídica del acto de la realidad de la voluntad interna de las partes. El contrato no se valora como un fenómeno síquico, sino como un fenómeno social, esto es, que lo que importa es el valor objetivo que este fenómeno adquiera como acto de decisión mediante el cual las partes constituyen, extinguen o modifican una relación patrimonial.145

En el mismo sentido, el teórico del derecho François Ost, al referirse a la revalorización del período contractual, asevera que el contrato ha cambiado su centro de gravedad hacia elementos más objetivos, realistas e institucionales, donde la fuerza obligatoria del vínculo emana de su utilidad social y de conformidad con un mínimo de justicia contractual146.

No obstante, es Emilio Betti el mayor expositor de la teoría objetiva del contrato y del negocio jurídico. Para Betti, el negocio jurídico es aquel acto a través del cual los individuos regulan sus relaciones con otros y al que el derecho le otorga efectos jurídicos de acuerdo con su función económica y social. En tal sentido, la declaración no es una mera manifestación de una intención o estado de ánimo, sino una determinación de la conducta propia frente a la de los demás que tiene, por ello, carácter vinculante para quienes la emiten147.

Asimismo, Betti diferencia la teoría objetiva de la concepción clásica del negocio jurídico, en que la causa de este no reposa en la simple liberalidad de quien emite la declaración, sino que debe servir a una función económica y social, en tanto que solo si se encuentra dirigida a satisfacer fines valiosos para la comunidad y el ordenamiento será reconocida y se garantizará su sanción jurídica. Igualmente, se plantea la posibilidad de someter a una parte a las consecuencias perjudiciales de su declaración, derivadas de la confianza razonable suscitada en otros, “sin que se pueda siquiera considerar influyente en sentido contrario la prueba de que él no quisiese o pensase aquellas consecuencias”148. Así, la teoría objetiva permite imponer el cumplimiento, bajo ciertas circunstancias, de una declaración cuyos efectos no se pretendían, algo impensable bajo la perspectiva que defiende el dogma de la voluntad.

El objetivismo planteado por Betti presenta, en los términos de Luigi Cariota Ferrara149, las siguientes críticas a la concepción subjetiva de la voluntad:

•El dogma de la voluntad (el subjetivismo) no logra aprehender la esencia del negocio jurídico en tanto considera que esta se encuentra en la voluntad, cuando, en realidad, el núcleo del negocio jurídico (y del contrato, por supuesto) radica en su contenido normativo y en cómo regula el comportamiento de las partes.

•Se exagera la contribución de la voluntad en la producción de los efectos jurídicos del negocio jurídico, reduciendo la declaración a un mero instrumento de la voluntad.

•El concepto de voluntad es equívoco. A veces se entiende como el objeto del querer, en otras se identifica con la cosa que se declara y en ciertos casos con el proceso psíquico del querer. Bajo la noción de proceso psíquico, Betti afirma que se acaba con la declaración, reduciendo el negocio jurídico a una simple declaración de intención150.

•El dogma de la voluntad es insuficiente a la hora de explicar ciertas situaciones, necesitando la creación de ficciones que demuestran su “insinceridad constructiva”151. Por ejemplo, cuando se prescinde de la voluntad del declarante se recurre al concepto de voluntad presunta o presumible. En realidad, se recurre a este tipo de ficciones ocultando efectos derivados de situaciones objetivas previstas en la ley, como ocurre, por ejemplo, cuando se da efectos jurídicos a conductas –o a la ausencia de ellas en el caso del silencio– realizadas por un sujeto sin que sean precedidas por una declaración de voluntad. Igualmente, en el caso de las reglas de interpretación establecidas legalmente, el subjetivismo acude de manera ficticia a la voluntad presunta cuando, en efecto, lo que pretende la ley es establecer criterios objetivos de interpretación de la declaración.

•Bajo una concepción subjetivista son inexplicables ciertos fenómenos donde ocurre una separación clara entre la voluntad (entendida como un hecho psicológico actual) y los efectos jurídicos de la declaración. Por ejemplo, tal fenómeno ocurre, explica Cariota Ferrara, al entregarle efectos jurídicos al testamento sin que exista una voluntad actual emitida por una persona viva, incluso admitiendo la posibilidad de aplicarlo en caso de que el testador se haya arrepentido de lo declarado, pero no haya realizado las modificaciones en debida forma152.

Así, la perspectiva objetivista brinda mayor importancia a la declaración que a la voluntad que la genera. El elemento importante, entonces, al determinar los efectos jurídicos del negocio jurídico y el contrato es el contenido de la declaración y no la intención genuina de las partes. Por ello, esta perspectiva permite la interpretación de los contratos – bajo ciertas circunstancias– aun en contra de la voluntad de las partes.

En este orden de ideas, la aplicación de esta perspectiva es de particular importancia en la contratación contemporánea, donde los fines del contrato superan al simple desarrollo de la libertad de los individuos. El nuevo contexto contractual exige la consideración de elementos que exceden el querer de los interesados y que tienen su fuente en la naturaleza misma del vínculo o en su finalidad socioeconómica153. El contrato no debe interpretarse a partir de la vida anímica interior de los partícipes, sino que se trata de un acto con sentido: el operador jurídico deberá determinar cómo lo entendieron el declarante y el destinatario, considerando todas las circunstancias que permiten deducir una conclusión sobre la intención efectiva de ambos. Para esto se requiere averiguar hechos, las circunstancias conocidas por el destinatario y las que hubieran podido indicar su significado154.

La confianza en la apariencia se convierte en un valor central de la contratación contemporánea155, pues la forma en que los particulares se perciben mutuamente y la compresión generalizada que se realiza de sus actos cobran valor normativo, aunque ello exceda la realidad subjetiva que los llevó a contratar156. Las obligaciones que nacen del contrato no hunden sus raíces, necesariamente, en el aspecto subjetivo de la voluntad, ya que muchas de ellas se derivan de una consideración objetiva del vínculo, basada en la confianza y en las expectativas razonables de los sujetos vinculados157.

Tal cambio de concepción es vital para garantizar la efectividad del contrato como instrumento económico o de desplazamientos patrimoniales158, pues los sujetos mal podrían estar atados al vaivén de la intención subjetiva de los contratantes, que es de imposible determinación en casos de vínculos masivos o seriales, sino que, por el contrario, se requiere confiar en la interpretación socialmente aceptada del comportamiento, garantizando así la eficacia del vínculo contractual y la protección de la confianza en el tráfico comercial159.

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