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Introducción. El viaje hacia los dioses

Alcé la mirada y vi la luna empecinada en ser protagonista de una tarde en la que el sol se resistía a partir. Parecía una vigilante acuciosa de la promesa que a partir de aquel momento me decidía a cumplir. Sentado cómodamente en el primero de los dos buses que me llevarían a mi destino, yo seguía admirando su luminosa imponencia sobre las montañas del oriente.

Mis manos encima del morral sentían plenamente la forma del viejo y ajado cuaderno que había recibido de mi padre pocos días antes de su muerte. Sorprendido, también escuché aquel día la historia de cómo el cuaderno había llegado a sus manos. Un chamán del Putumayo que lo había acompañado en la toma de yagé había sido su dueño anterior. La tarde previa a la preparación del ritual, mi padre había compartido con el chamán el desasosiego en el que se hallaba, según él, por no creer en ningún dios y no saber qué le esperaría después de la muerte.

“Por lo menos el que cree en un dios tiene resuelto su paso por la muerte. Yo, en cambio, no me he ocupado de eso; y tampoco me tranquiliza pensar que tal vez, después de la muerte, todo sea la nada”, le dijo mi padre al chamán.

El chamán le sonrió comprensivo y desempolvó un viejo cuaderno guardado en un rústico cajón.

Recordé con claridad el relato que le hizo el chamán, mientras él ojeaba curioso las notas.

“Me recuerdas a mi hermano menor —le dijo el chamán a mi padre—, porque similares inquietudes lo llevaron a viajar más allá de nuestros territorios para conocer, buscando entre mitos y narraciones antiguas de otras gentes muy lejanas, a otros que, como él, sentían la ausencia de los dioses en sus vidas.

”Mi padre, como muchos de nuestros ancestros, fue un chamán itinerante que recorrió varias regiones, y casi siempre lo hizo con mi hermano para que aprendiera sobre las medicinas de otras tierras. Pero él prefería indagar sobre sus dioses y sus ritos. Se preguntaba también por qué había tantos dioses en nuestras historias y por qué tantas fiestas para ellos. Decía que los dioses eran más fiesteros que nosotros.

”Después de que mi padre murió, mi hermano viajó a muchos lugares más allá de nuestros territorios. Regresó con historias fascinantes y hasta simpáticas. Compartió sus vivencias con un amigo blanco y este le hizo una recopilación escrita de lo que vio y escuchó en cada una de las regiones que visitó. Cada que yo le preguntaba si había resuelto sus preguntas, sonreía y me señalaba el cuaderno que siempre mantenía a la mano. Nunca me respondió en forma directa, pero yo lo veía cada vez más tranquilo y empecinado en seguir recorriendo otras tierras. Antes de retomar sus andanzas me regaló sus valiosos escritos, como una clara señal de querer seguir viajando por siempre”.

Mi padre empezó el ritual del yagé, pero sus ojos no se despegaban del lugar donde el chamán había puesto el cuaderno.

A partir de ese momento tuvo fuertes sensaciones de calores, náuseas y visiones multicolores con cielos estrellados; en este punto —me contó alguna vez— no recordó nada más que lo conectara con lo que llamamos mundo real.

Cuando recuperó sus cinco sentidos se vio sentado en un destartalado campero, apretando el morral contra las rodillas y sintiendo con su mano, a través de la tela, el cuaderno del chamán.

Nunca supo qué había pasado. Se pasó el resto de sus días leyendo muchas veces el cuaderno y haciendo conjeturas sobre la forma en que este había terminado en su poder. ¿Se lo habían regalado? ¿Lo había tomado en el trance del yagé sin que se hubiera dado cuenta el chamán? ¿Se lo había echado en el morral el chamán?

Se prometió varias veces realizar de nuevo aquel largo viaje hasta el Putumayo para averiguarlo, aun con el riesgo de ser acusado de robo.

Pero parecía que olvidaba su promesa cada que tomaba el cuaderno y releía un pasaje, ya que siempre transcurrían muchos días sin que volviera a pensarlo.

La noche abrazaba el paisaje, pero dejaba ver su alma convertida en neblina, y procuraba escurrirse cada vez que era sorprendida por las luces del bus.

Estábamos en el ascenso de una alta montaña. Regresé la mirada al morral y saqué el cuaderno con cuidado. Ya había dormido un rato y me sentía descansado. Tenía claro que si quería leerlo completo antes de llegar al Putumayo, debía empezar pronto.

Lo tomé con cuidado. Encendí la luz de mi asiento y leí en la dedicatoria: “A todos los dioses del mundo”. Me detuve en ella pensativo durante varios segundos, luego sonreí e inicié la lectura con curiosidad.

El carnaval de los dioses

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