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El sol de la noche

Okkelele no se pudo contener más y se abalanzó sobre la manada de animales con los que estaba discutiendo hacía rato. Era ágil y escurridiza como el viento, pero no lo suficiente como para salir con vida de aquella maraña de zarpazos y mordiscos. En el momento en que su cuerpo fue sacudido con violencia por una de las fieras, oyó la voz clara de su padre:

—Hija, hija, ¿qué es esa gritería? ¡Despierta!

Okkelele contó a su padre Ola Opa lo sucedido en el sueño, y justificó su actitud violenta en el hecho de haber escuchado el nombre de su madre en boca de uno de los animales, en el instante en que los insultos brotaban de la manada como un panal de abejas en estampida.

—Culpan a las mujeres de no poder andar en dos patas y de tener que enfrentar todos los días a los hombres para mantener su territorio, y, como si fuera poco, incluyen también a mi madre —dijo Okkelele.

—Tu madre no es culpable, pero ellos tienen razón, hija —dijo Ola Opa.

Okkelele abrió los ojos interrogantes y miró a su padre. Luego, ante una señal de él, salieron hacia la choza de ceremonias, donde Ola Opa le relató el origen del mundo.

—Cuentan nuestros ancestros que el mundo era solo una acumulación de tierra sin mar, sin ríos, sin quebradas, sin hombres. Habitado solo por animales que hablaban como las personas y andaban en dos patas. Eso fue lo que nuestro primer habitante, Ipalele, vio a su llegada. Un día su esposa llegó ebria y él no supo la causa. Al segundo día su esposa salió a caminar de nuevo y anduvo tras ella hasta llegar a Ipuwala: era un árbol tan grande y frondoso que en sus copas había un bosque donde los animales tenían plantaciones de maíz y cañas para destilar jugos embriagantes. Entonces Ipalele decidió talarlo. Reunió a los animales y, pese al esfuerzo realizado, aquel día solo hicieron la mitad de la tarea. Al día siguiente, dispuestos a abatirlo por fin, se desconcertaron al encontrar el árbol intacto. Y así se repitió durante dos días más, lo que hizo montar en cólera a Ipalele. Al cuarto día, Ipalele se escondió entre las malezas y vio cómo a medianoche salieron de las sombras Olo No, sapo de brillantes ojos; Olo Nia, diablo dorado; Olo Naipe, serpiente de áurea mirada; y Olo Achu, perro de oro. Cada uno, de cada punto cardinal. Los animales se acercaron al árbol y juntaron sus lenguas en los cortes sangrantes. Así Ipuwala volvía a sanarse.

”Pero finalmente todos murieron atravesados por las saetas invencibles de Ipalele y sus animales. Luego trabajaron incansablemente durante dos días, hasta que el tronco empezó a ceder. Ipuwala se fue desplomando en un prolongado estruendo. Y fue así como vieron nacer de Ipuwala los mares, los ríos y las quebradas.

”Con una fiesta de gran solemnidad se celebró este hecho, pero hubo peleas al embriagarse los animales y por ello Ipalele los castigó haciéndoles perder los caracteres humanos. Luego fueron arrojados hacia las selvas y aquellos que andaban sobre dos patas anduvieron sobre cuatro y las plantaciones quedaron para los hombres que nacerían con el tiempo.

”Como ves, hija, este horrible hecho empezó por causa de una mujer: la esposa de Ipalele.

Tan pronto el padre terminó su relato, Okkelele salió de la choza en silencio.

Anocheció y Okkelele no llegaba. Ola Opa pasó varias horas en vela esperando a su hija. Cuando los pensamientos se le apretujaron en el pecho como un filo cortante, salió a buscarla. Se internó en las sombras y en la gritería de los animales nocturnos de la selva. Caminó un largo trecho hasta que súbitamente se detuvo: vio que a través de las ramas de los árboles se filtraba una luz blanca, brillante y fría. Algo extraño estaba sucediendo ya que no podía tratarse del sol del día y todas las noches siempre eran de oscuridad total. Miró hacia arriba y sus ojos brillaron confundidos.

Con el corazón agitado trepó al árbol más alto, hasta sacar su cabeza por encima de las copas. Sus ojos querían abandonar el cuerpo. No lo podía creer. Estaba siendo testigo del nacimiento de un sol de la noche. Durante mucho rato se quedó absorto y se extrañó de que fuese capaz de sostenerle la mirada a esa esfera blanca, lo que era incapaz de hacer con el sol de día.

Y reconoció en aquel nuevo sol el rostro de Okkelele, su hija.

Alegría y lluvia brotaron de los ojos de Ola Opa hasta el amanecer.

Inspirado en la cultura kuna, Colombia

El carnaval de los dioses

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