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Introducción
Cuadros políticos
ОглавлениеLa Reforma trajo malas noticias para los hacedores de imágenes neerlandeses. Quedaba prohibido representar escenas religiosas, principal fuente de ingresos para los artistas del Renacimiento. Esta crisis estética abrió nuevas perspectivas para los pintores, que debieron ingeniárselas para encontrar nuevos temas, pero también nuevos destinatarios, puesto que ahora quedaban libres de los mecenas eclesiásticos y nobiliarios. Retratos, naturalezas muertas, paisajes marinos, ilustraciones de proverbios, escenas de la vida popular, fueron algunas de las especialidades pictóricas que se ofrecían a la venta en el nuevo mercado del arte. Con el pujante crecimiento de la burguesía holandesa nacía también una nuevo tipo de público que demandaba cuadros para decorar sus viviendas. Los artistas ya no trabajaban solo por encargo. Por primera vez, debían vender sus obras una vez terminadas, corriendo el riesgo de no realizar ninguna venta y abismarse hacia la ruina. La liberación del pintor con respecto al mecenas se pagó cara. Ahora, el artista se enfrentaba a un señor más tiránico aun: el público comprador, ante el que debía especializarse.1
Este tipo de obras comenzaron a ser conocidas como obras de género. Cada artista llegó a especializarse en un solo tema y lo pintaba sistemáticamente. El oficio se volvía cada vez más monótono, pero también una oportunidad para la especialización magistral. La palabra género, que en arte comenzaba a denominar formas convencionales de clasificación estética, derivaba de la palabra francesa genre, pero más aun de la raíz indoeuropea gen: el dar a luz, el engendrar. En latín, el genus, como el genos griego, era la estirpe, el linaje, el tipo natural. En biología, el género llegará a denominar un rango taxonómico más amplio que la especie, pero más restringido que la familia. La palabra género está cargada de un sentido naturalista y filo-genético, así como la pintura de género holandesa era un tipo de pintura naturalista que aspiraba a pintar la vida tal como se ofrece ante los ojos, sin aditamentos mistificantes.
Durante el siglo XVII, Ámsterdam vivía una época de enorme prosperidad. La Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, primera sociedad por acciones moderna, controlaba los principales puertos de Asia e intercambiaba la plata extraída de América por exóticas especias orientales, muy demandadas en Europa. El principal competidor de los Países Bajos, la República de Venecia, había quedado devastada después de un brote de la plaga bubónica. La burguesía de Ámsterdam se sentía fuerte y orgullosa y deseaba auto-celebrarse a través del arte.
Uno de los géneros pictóricos que más floreció en aquélla poderosa Holanda fue el retrato de grupo, en donde se representaba a los miembros de asociaciones cívicas, corporaciones y gremios. Las asociaciones contrataban a un artista y se distribuían la carga de la paga de acuerdo a la importancia que cada uno de los retratados adquiría en la composición. El género alcanzó un gran desarrollo con Frans Hals, quien enseñó a retratar no solo una suma de individuos, sino una composición grupal que formaba un todo. A la vez un “cuerpo colectivo” y una totalidad pictórica.
En 1902, el historiador vienés del arte Alois Riegl dedicó un gran libro al estudio del retrato de grupo. Según Riegl, en esos cuadros se delineaba un modo peculiar de la atención, diferente a la forma dominante de atención moderna, caracterizada por una absorción psicológica del ego individual sobre sí. El modelo de la atención ego-centrado fue canonizado por Descartes, quien, de hecho, llegó a residir largos años en los Países Bajos por el aire de libertad que allí se respiraba, permitiéndole ocuparse, sin distracciones ni opresiones, de sus propios asuntos filosóficos. En cambio, en las escenas grupales del arte flamenco podía observarse un mundo ideal de comunión psíquica y comunicación comunitaria. Lo que se individualizaba, en esos cuadros, era el grupo mismo, que adquiría un ser propio, in-corporando a cada uno de sus miembros individuales, haciendo visibles tanto sus razonables jerarquías como el ideal del bien común. El retrato de grupo holandés era un monumento a la cooperación, a la colaboración y a la atención inter-subjetiva. Se había liberado de la exigencia italiana de pintar siempre una historia, en general mítica. Aquí, el tema era la corporación misma, que posaba ante el pintor especializado para conservar en el tiempo su gloria y su memoria.
La cumbre del género retrato de grupo llegaría con Rembrandt. Su célebre cuadro, La lección de anatomía del doctor Tulp, fue encargado por el gremio de los cirujanos de Ámsterdam. Pero también Rembrandt era un buen conocedor de anatomía. Desde el Renacimiento, los artistas se habían vuelto hacia el estudio minucioso de la anatomía humana para su precisa reconstrucción en la tela. Se calcula que Leonardo da Vinci habría abierto unos treinta cadáveres, con el fin de entender mejor la disposición de los músculos y el funcionamiento del cuerpo. Tal era su interés por la materia que él mismo se consideraba un “pittore anatomista”.2 En los cuadros sobre lecciones de anatomía confluirán, mejor que en cualquier otro género, la figura del médico anatomista y la figura del artista.
En el cuadro de Rembrandt observamos que los rostros de los discípulos siguen atentamente, en una atención grupal, la explicación del maestro, quien, sentado en una gran silla, sujeta, con su mano derecha, y mediante una pinza, el brazo abierto del cadáver, volviendo visibles los músculos flexores, encargados del movimiento de los dedos. La mano izquierda de Tulp se alza en un ademán que acompaña el discurso pronunciado, como en un gesto de alocución, o bien, como si mostrase el funcionamiento de los tendones del cadáver moviendo sus propios dedos. El juego de manos es aquí esencial, como si Rembrandt aludiese a la etimología griega de la palabra cirujano: el cheirourgos, la intervención manual, o aquel que trabaja con las manos.3 La mano, según una larga tradición, era concebida como el organum organorum, el órgano entre los órganos, el primer y mayor instrumento. De ahí que, desde Vesalio, se haya inaugurado una tradición iconográfica en donde los médicos eran retratados como maestros en la anatomía de las manos. Así es como quiso aparecer también el doctor Tulp, a la manera de una imitatio Vesalii.4
Entre los siglos XIII y XIV, la milenaria prohibición de abrir cadáveres impartida por la Iglesia católica comenzó a relajarse. El estudio de la anatomía avanzó aceleradamente, corrigiendo múltiples errores heredados de Galeno, ya que la medicina griega, excepto pocas excepciones, no encontraba utilidad alguna en las disecciones de cadáveres. Para los estudiantes de medicina de las nacientes universidades europeas llegó a hacerse obligatorio asistir, al menos una vez durante su carrera, a una lección pública de anatomía. Por entonces, se instituyó un sistema de división del trabajo en donde el cirujano y el profesor de anatomía eran dos personas y dos funciones diferenciadas. Los cirujanos, también conocidos como incisor o prosector, eran barberos especializados en el trabajo manual, subordinados al saber del profesor (también llamado el lector, de ahí la palabra lección), quien, durante las lecciones de anatomía, solía sentarse en una alta silla, dedicado a recitar los textos canónicos de anatomía sin tocar al cadáver. En tercer lugar, se encontraba la figura del ostensor o demostrator, encargado de dirigir la tarea del prosector, guiándolo con una larga vara que señalaba las distintas secciones del cuerpo nombradas por el profesor. El demostrator, en este reparto de roles tripartito, era algo así como el mediador entre las alturas teóricas del profesor y la baja actividad material del prosector. Lo que justificaba esta división del trabajo era la separación tradicional, heredada de la antigüedad clásica, entre el trabajo intelectual y el trabajo manual o la banausia griega, es decir, las ocupaciones consideradas vulgares, no ociosas, anti-intelectuales, productoras de meros medios de vida. Pero durante el siglo XVI, las tres funciones, la del profesor, el demostrator y el prosector, comenzaron a confluir en una, especialmente desde que Vesalio aleccionase diseccionando y recitando al mismo tiempo. De él se decía que era muy hábil con las manos, lo que dejaba de ser considerado una virtud vulgar.5
Hacia el siglo XVII, las lecciones de anatomía posteriores a Vesalio seguían siendo espectáculos emocionantes, festividades populares y verdaderos ritos donde se pagaba entrada para poder asistir. Tenían lugar en salas de conferencias construidas para funcionar como “teatro anatómico”. Allí, la ciencia entretenía, instruía, ilustraba,6 conmovía y, sobre todo, exhibía su poder, atrayendo sobre sí la mirada morbosa de un público curioso, lo que en parte se refleja en los asistentes a La lección de anatomía del doctor Tulp: algunos miran al profesor, que ocupa la parte más destacada de la composición, otros a nosotros, los espectadores del espectáculo anatómico. Pero ninguno de ellos mira al cadáver, sino al libro que, colocado a sus pies, lo representa gráficamente, como un mapa o un diagrama taxonómico en donde se clasifican las partes del cuerpo.7
Resulta muy significativo que los cuerpos utilizados para impartir las lecciones de anatomía fuesen los de criminales que habían sido recientemente ajusticiados. Conocemos el nombre del cadáver que posó para Rembrandt: se llamaba Adriann Adriannsz, un delincuente nacido en Leiden, cuyo alias era Aris Kindt. Había sido atrapado cuando intentó robarle una capa a un caballero. Esta es una de las tantas paradojas expresadas por el cuadro de Rembrandt: el humanismo ilustrado triunfaba desde el fondo de un sistema penal terriblemente cruel, que castigaba con la pena de muerte a un simple ladrón. El estatus y la apariencia de dignidad de los ciudadanos respetables sobrevivía a la muerte, eternizándose en un gran cuadro, pero pasando, literalmente, por encima del cadáver de aquel que estaba fuera de la ley. El cuerpo profesional, la corporación, se cohesionaba a través del cuerpo ajusticiado y expuesto del delincuente que, en la muerte, al fin servía a los más altos fines de la sociedad. En La lección de anatomía del doctor Tulp, entonces, habría dos cuerpos siendo diseccionados: el cuerpo rígido del cadáver y el cuerpo gremial de los cirujanos.
El gran historiador del arte Aby Warburg acuñó el concepto de pathosformel, fórmula de pathos o fórmula de emoción, concepto que constituye una guía fundamental en la lectura de obras de arte. Aparecidas primero en el arte de la Antigüedad y reaparecidas, con enorme fuerza, durante el Renacimiento, las pathosformeln son un repertorio de formas iconográficas que traspasan las épocas y las distancias geográficas, sin dejar de estar profundamente ligadas a su contexto histórico y psicológico. Estas fórmulas son detalles figurativos y motivos gestuales, pero que refieren constantemente a un todo, así como el todo reenvía a los detalles. El ejemplo más celebre estudiado por Warburg es el de las ninfas bailando con el pelo revoloteado y las ropas agitadas por la brisa en los cuadros de Botticelli, pathosformel recuperado de la Antigüedad por los artistas del Renacimiento como símbolo de ligereza juvenil y movimiento dinámico de la vida.
La atención warburguiana a los detalles pictóricos tiene algo de clínico. Después de todo, la palabra patología deriva también del pathos griego, en el sentido de la afectación del estado de ánimo. Las pathosformeln, siendo formas altamente convencionalizadas, son patológicas o patéticas, pero no porque sean portadoras de una enfermedad, sino porque portan una carga pasional o sintomática. Pueden conmover, agitar, producir éxtasis, compasión o sufrimiento, emocionar tan excesivamente como para hacer derramar lágrimas. Estas fórmulas patéticas son también expresiones energéticas de la memoria social, contra-entrópicas o neguentrópicas, con alto valor informativo y gran resistencia al desgaste.
Si las pathosformeln tienen algo de herida, algo de punzante, guardan una relación especial con el género pictórico de las lecciones de anatomía. Allí también se trata siempre de hendiduras o de tajos, pero realizados sobre los cuerpos de cadáveres puestos para su examinación ocular. Los restos de Aris Kindt, en La lección de anatomía del doctor Tulp, remiten, en primer lugar, al pathosformel del sufriente, la víctima que padece las injusticias del mundo, expresada a través de su cuerpo extenuado y castigado.8 Esta figura fue muy utilizada para representar el dolor de los mártires de la Iglesia y a Cristo atravesando las diversas estaciones de la Pasión, hasta llegar a otra fórmula: la de la lamentación de Cristo, bajado de la cruz y llorado por María en las escenas de la pietá. Esta fórmula, la del Cristo yacente o Cristo en el sepulcro, derivó a su vez en otra que podría llamarse la del cadáver ejemplar, la cual alcanzó una de sus máximas expresiones en la Lamentación sobre Cristo muerto, el cuadro de Andrea Mantegna célebre por su escorzo frontal.
Como escribió John Berger sobre la fotografía del cadáver del Che Guevara exhibido en Bolivia, de asombrosa semejanza tanto con el cuadro de Mantegna como con el de Rembrandt, los muertos, en estas imágenes, se vuelven un ejemplo. En un caso, el de Mantegna, un ejemplo martirológico; en Rembrandt, un ejemplo para el avance de la medicina; en el caso de la foto del Che yacente, un ejemplo aleccionador para todos los aspirantes a guerrilleros.9 Para las autoridades bolivianas y los servicios de inteligencia estadounidenses, el Che era un delincuente, como Aris Kindt para los holandeses y Cristo para los romanos. Por eso, la pathosformel del sufriente o el cadáver ejemplar se confunde con la del trofeo de caza.10
Paradójicamente, la expresividad patética del cadáver ejemplar se transmite a través de la inexpresividad de su cuerpo yacente, que ya ha dejado de sufrir. Por eso, a esta figura le es esencial la de los vivos que lo rodean y lo examinan. En el caso del Cristo de Mantegna, las mujeres que lo lloran y lamentan. En el caso de la foto del Che, los oficiales enemigos que posan junto al cuerpo del guerrillero caído. En el caso de La lección de anatomía del doctor Tulp, el grupo de médicos que estudian, con viva atención, los tendones del cadáver. Pero si los cuerpos yacentes de Cristo y el Che valían por su singularidad absoluta y extraían de allí su carga emotiva ejemplar, el cuerpo de Aris Kindt solo vale como un cuerpo no cualificado, indiferenciado, válido solo en tanto mero cuerpo, igual al de cualquier otro ser humano, y por eso funcional como ejemplo o ejemplar científico. Al mismo tiempo, se trata del cuerpo de un criminal. Su disección pública se vuelve una continuación post-mortem del castigo recibido en vida. Quizá esta sea otra de las razones por las que la parte del cuerpo diseccionado sea la mano: organum organorum que es a su vez la herramienta primordial del ladrón. En La lección de anatomía del doctor Tulp también se escenifica una aplicación cientificista de la ley del talión.
Si bien las representaciones artísticas de lecciones de anatomía tomaban como patrón la fórmula de la lamentación de Cristo, era preciso contrabalancearlas y ajustarlas psicológicamente, combinándolas con otras fórmulas para armonizarlas con el clima de investigación científica desapasionada propia de las lecciones de anatomía. Para lograr ese efecto, bastaba con hacer del cadáver un cuerpo torturado en nombre de la justicia y no una víctima de un asesinato ritual e injusto. Para ello, se acudió a otro tema iconográfico: el de los cuadros de justicia, producidos en los Países Bajos desde el siglo XV, obras moralizantes o sermones pintados que ilustraban, a modo de exempla, historias de crimen y castigo recogidas a lo largo de siglos. La otra fórmula iconográfica adaptada fue la del doctor expositivo. Esta fórmula remite, especialmente, a la escena de Jesús entre los doctores, escena narrada en el Evangelio de Lucas donde un Cristo de doce años discute con los teólogos judíos, o doctores de la Ley, en el templo de Jerusalén, quienes quedan asombrados ante la sabiduría del jovencísimo Jesús. Esta escena fue un tema muy frecuente en el arte cristiano. Es también conocida como disputa o disputatio.11 Por eso, puede pensarse a los cuadros del género lección de anatomía como versiones secularizadas de la pathosformel disputatio, aun cuando no haya discusión entre cirujanos, sino demostración expositiva.
Una de las razones por las que Rembrandt se afincó en Ámsterdam en 1632 fue la relación de amistad que trabó con Nicolaes Tulp, quien no solo era un anatomista brillante, descubridor de la vasa lactea y de la valvula ileo-coecalis, sino también una figura cívica y socialmente prominente: alcalde o burgomaestre de Ámsterdam en cuatro ocasiones; siete veces tesorero de la ciudad; dos veces fideicomisario del orfanato; pionero en el estudio de chimpancés; curador de la escuela de latín así como de la Universidad.12 Esta imagen de hombre justo, ocupado y eminente reforzaba, en el cuadro de Rembrandt, la legitimidad de su poder sobre el cuerpo yacente de Aris Kindt, el ladrón de capas. Al punto que, detrás de la cabeza de Tulp, puede verse una hornacina o nicho con forma de concha marina abovedada, símbolo iconográfico del triunfo. En el cuadro de Rembrandt, entonces, la sapiencia ha triunfado sobre la malicia.13
Nicolaes Tulp, como el desgraciado Aris Kindt, había nacido con otro nombre: Claes Pieterszoon. Tulp era una apelación derivada de su casa familiar, la cual sirvió como casa de subastas de tulipanes.14 Una apelación muy distinguida, sin dudas, considerando el enorme valor que los tulipanes adquirieron en la Holanda del siglo XVII. En verdad, los tulipanes habían sido introducidos un siglo antes, desde Turquía, donde adornaban los trajes de los sultanes. La palabra tulipán proviene de la palabra turca tülbent, es decir, turbante. Fue llamada así por los franceses, que encontraban la flor similar a los tocados orientales.
A pesar de ser una planta inútil, pura y plenamente bella, sin ninguna utilidad ni desde el punto de vista medicinal ni por su perfume, el tulipán desató la primera gran burbuja financiera del capitalismo incipiente. No solo era una planta preciosa en general, sino que cada ejemplar era único, con una enorme capacidad de variar sus colores y los dibujos de sus pétalos. La alta sociedad holandesa, celosa por distinguirse ostentando los mejores tulipanes, comenzó a competir en una escalada imparable conocida como “tulipomanía”. En poco tiempo, la demanda sobrepasó a la oferta y los precios de cada bulbo alcanzaron valores exorbitantes, al punto que, con un solo tulipán se podía llegar a comprar una casa señorial o un campo de cultivo. Toda una euforia inversora se desató alrededor de la lujosa flor y, a mediados de la década de 1630 (cuando Rembrandt pinta su lección de anatomía), grandes y pequeños inversores habían hecho enormes fortunas con la especulación botánica. Incluso surgieron las primeras formas de contratos de futuros, los windhandel o “negocios de aire”, mediante la compra y venta de bonos por tulipanes inexistentes que, se aseguraba, crecerían en el porvenir.
Hasta que llegó el fatídico día del crash: el 6 de febrero de 1637, en Haarlem, medio kilo de tulipanes salieron a la venta por un precio inicial de 1.200 florines. Inesperadamente, nadie pujó por ellos. De repente, advino una manía inversa, haciendo cundir el pánico: se cayó en la cuenta de que el tulipán estaba sobrevaluado. Su precio se derrumbó estrepitosamente y las hipotecas, los bonos y los créditos tomados para invertir en flores se hicieron impagables. Muchas familias quedaron en la ruina, los ayuntamientos decretaban leyes de condonación de deudas y los juzgados colapsaban por las demandas de los acreedores.
La crisis de los tulipanes fue un tipo de crisis nueva, que se repetirá innumerables veces a lo largo de la historia del capitalismo. Fue una crisis que abrió el horizonte para todo un nuevo concepto de crisis. De hecho, en griego, la palabra krinō significaba, a la vez, separación y lucha, pero también decisión. Crisis es el momento en que se decide sobre una inclinación definitiva de la balanza.15 En Holanda, la balanza se había inclinado por el lado de la “mala fortuna” el día que los tulipanes no habían encontrado compradores. Lo extraño fue que nadie, ningún soberano, ninguna instancia de decisión calificada, decidió sobre esta inclinación. Fue un acontecimiento desafortunado que excedió toda previsión.
En la Antigüedad, la palabra griega krísis se utilizaba en dos acepciones diferentes. Por un lado, y en un sentido jurídico, designaba el instante de la resolución judicial, pero también el juicio de Dios, momento en el que se decide sobre la condena o la salvación de los mortales (krinō significaba juicio, en el sentido del discernimiento). La segunda acepción, de tipo médica y proveniente de Hipócrates, significaba el momento decisivo de la enfermedad, su pico, cuando se decide sobre la muerte o sobre la sanación del enfermo. En estas nociones de crisis hay siempre un clímax donde se agudizan las tensiones al extremo, a la vez que las expectativas por salir de una situación incontrolada. De ahí el célebre aforismo de Hipócrates, verdadero concentrado de sabiduría médica: “Corta es la vida, el camino largo, la ocasión fugaz, falaces las experiencias, el juicio difícil”.
Crisis pertenece a la misma familia etimológica que criterio y que crítica, es decir, el juicio fundado en el discernimiento y en la separación por partes (como la anatomía practicada por el doctor Tulp). Está en el criterio del médico, observando los síntomas y los signos de la enfermedad, decidir, de acuerdo a su buen juicio, sobre el pronóstico del paciente. La crisis revela los signos que hacen posible un pronóstico y una intervención crucial, estableciendo una responsabilidad de actuar.
En Hipócrates, la palabra krísis no significaba un desorden negativo. Usada de manera neutral, sin adjetivaciones, designaba la resolución favorable de una enfermedad. Cuando la crisis conllevaba un empeoramiento del estado del paciente, se le agregaba un adjetivo, llamándola crisis mala. Recién en el siglo XIX, la palabra comenzó a ser incorporada por la terminología política, social y económica, ya sin adjetivos, para designar todo acontecimiento funesto y destructivo.16 Pero aun este último sentido de crisis, el que ha predominado tanto en la teoría como en el lenguaje cotidiano, se manifiesta de diversas formas. Una crisis puede ser absoluta y terminal, un acontecimiento histórico irrepetible que acaba con todo un sistema, ya sea psíquico, económico, cultural o político. Pero las crisis también pueden recrearse una y otra vez, sin acabar nunca definitivamente. Por eso, según Reinhart Koselleck, hay “estratos de crisis” que sedimentan la historia de la humanidad. En el análisis de las crisis relativas, que se suceden unas a otras, ya no habría un único instante de decisión, un juicio final o un momento crítico irrepetible, sino niveles de crisis que producen mutaciones permanentes, inestables e infinitas, sin que necesariamente se trate de circularidades desprovistas de novedad.
La crisis de los tulipanes no se produjo en el aire. Una de sus determinaciones fundamentales fue la abundancia de plata y oro provenientes de la expoliación de América y que circulaba cuantiosamente en Holanda, disparando un incremento de la inflación. En 1609, con el fin de regularizar la emisión de monedas y la excesiva fluctuación de sus valores, los Países Bajos crearon el primer precursor de los Bancos Centrales: el Banco de Ámsterdam. Para encauzar el exceso de oro y plata que circulaba en malas condiciones, el Banco de Ámsterdam comenzó a tomar en depósito toda clase de monedas, a cambio de lo cual entregaba certificados de crédito. Por ley, se obligó a todos los comerciantes de Holanda a mantener una cuenta en el banco, lo que aumentó, por primera vez en Europa, la demanda de papel moneda. Así, todo el dinero emitido en papel era respaldado con su cantidad equivalente de lingotes de oro y plata.
La tulipomanía había sido una cuestión de crédito y de fe: el crédito bancario posibilitaba realizar inversiones a futuro sin contar con suficiente capital propio. Fe también en el aumento constante y persistente del precio de los tulipanes, así como de su cosecha y variedad. Si bien el colapso de la burbuja produjo una severa crisis en Holanda, también contribuyó al perfeccionamiento del sistema bancario europeo, “lubricante” fundamental del despegue capitalista. En este sentido, la barroca crisis holandesa fue una crisis relativa, no absoluta, que abrió las puertas para crisis semejantes en todos los rincones del planeta, así como para el reajuste del sistema crediticio y monetario, sin el cual no podría ponerse en marcha la rueda del capital productivo. La actividad financiera es a la vez ineludible estímulo para la expansión capitalista y detonante de recurrentes crisis. Por eso, la Modernidad, o el “mundo burgués” al decir de Koselleck, es, en sí misma, una época crítica y auto-crítica, a la vez que una puesta en crisis de todos los regímenes sociales anteriores. Crisis políticas, sociales, culturales, económicas, epistemológicas, artísticas: nunca se diagnosticaron tantas crisis terminales que sin embargo siguen perpetuándose sin resolución, como si la autoconciencia hipercrítica de la Modernidad, su autopsia de sí, conllevase también la puesta en crisis de todo lo que ella misma produce.
La voluntad de diagnosticar el tiempo presente presupone que la época actual está ya atravesada por algún tipo de crisis o enfermedad crónica. Pero una patología puede ser también un principio creador, así como los trastornos pueden resultar crisis saludables. Los grandes maestros de la sospecha, los pioneros del inconsciente, como Nietzsche y Freud, así como los grandes artistas modernos, como Dostoievski y Van Gogh, han atravesado grandes “crisis del alma”, revelando una sugestiva proximidad entre genio y locura.17 Se trata de pensadores y artistas que, al decir de Élisabeth Roudinesco, pertenecen a una contracorriente moderna, al interior mismo de la Modernidad: la “Aufklärung oscura”, nombre aparentemente paradójico que designa la convivencia entre nuestro lado luminoso y nuestro lado oscuro, una situación en donde la enfermedad es en verdad índice de salud y hasta su estimulante.
También la tulipomanía fue una enfermedad creadora. El nombre mismo refiere a una suerte de patología colectiva, una manía que, como en un delirio enfebrecido, necesita hacerse de tulipanes, en una suerte de “exuberancia irracional”, como casi cuatrocientos años después llamará Alan Greenspan a las burbujas bursátiles. Los tulipanes holandeses del siglo XVII eran especialmente apreciados por sus hermosos pétalos con formas serpenteantes, quebradas y multicolores, diferentes a los tulipanes normales, de un solo color. Pero durante el siglo XX se descubriría que el verdadero motivo por el que se producían esos bellos dibujos era la infección de un parásito transmisor del virus del mosaico del tulipán. En la floreciente Holanda del siglo XVII, un agente infeccioso vegetal había desencadenado hermosos patrones florales, y también la manía de los tulipanes, haciendo posible el encuentro entre una anomalía botánica y una anomalía financiera.
Rembrandt fue uno de los mayores comentaristas barrocos de su época, así como también de la biblia, como se ve en innumerables cuadros y aguafuertes donde abordó motivos iconográficos cristianos y judíos. Pero el concepto de barroco nació ya como un comentario. Originalmente, se denominaba barroco a una serie de procedimientos mnemotécnicos utilizados por la escolástica medieval para memorizar silogismos teológicos. Barroco era un técnica primitiva de memoria artificial y de almacenamiento del saber.
Estos recursos escolásticos consistían en palabras de tres sílabas. Cada sílaba representaba una de las tres proposiciones que forman un silogismo: la premisa mayor, la premisa menor y la conclusión. Las vocales dentro de estas palabras de tres sílabas significaban el carácter de las proposiciones. La vocal a denotaba una relación general y positiva; la vocal o una relación parcial y negativa. Así, la palabra Bárbara, con sus tres a, designaba un silogismo de tres proposiciones generales y positivas. Por ejemplo: Todos los hombres son mortales; todos los seres mortales precisan de alimento; en consecuencia todos los hombres precisan de alimento. El término Baroco, que contiene una a y dos o, fue acuñado para memorizar los silogismos consistentes en una proposición general y positiva, y dos parciales y negativas, como por ejemplo: todos los gatos tienen bigotes; algunos animales no tienen bigotes; en consecuencia, algunos animales no son gatos.
Como mostró Erwin Panofsky, los escritores humanistas hicieron de la palabra baroco un término despectivo lanzado contra el formalismo escolástico medieval. Cuando Montaigne quería ridiculizar el discurso de un profesor pedante, le reprochaba tener la cabeza llena de “Bárbara y Baroco”. La palabra llegó a designar cualquier cosa abstrusa, oscura, inútil o fantástica.18 Los arquitectos clasicistas del siglo XVIII, para quienes el diseño de edificios no debía desviarse del canon grecorromano redescubierto durante el Renacimiento, comenzaron a llamar baroco a la arquitectura y al arte ornamental del siglo XVII que reprobaban, especialmente el del arquitecto romano Francesco Borromini.
En la historia del arte, muchos rótulos acuñados para designar estilos fueron primero palabras burlescas y ofensivas. El término gótico fue empleado por primera vez por los comentaristas artísticos del Renacimiento para designar el arte italiano anterior, considerado bárbaro, ya que creían que había sido introducido en Italia por los godos. El término manierismo también fue utilizado originalmente para designar un estilo afectado, superficial, “a la manera de”, acuñado por los críticos de arte del siglo XVII para descalificar a los artistas de fines del siglo XVI.19 Impresionista fue una denominación burlesca acuñada por un crítico de arte francés de fines del siglo XIX para llamar a los nuevos artistas que procedían sin un conocimiento cabal de las reglas de la pintura.20 El término baroco, que en un principio designaba un estilo grotesco y retorcido, modelo de todo mal hacer estético, con el tiempo también se convirtió en un término neutral. Su carga patológica fue neutralizada por las posteriores periodizaciones del arte.
El exceso barroco, sus grandes efectos teatrales, su grandiosidad deforme y asombrosa, su inflación de todos los signos, procura siempre provocar al espectador, suscitar su consenso afectivo. A fin de cuentas, fue el arte oficial de la Contrarreforma, es decir, de una crisis que amenazaba con disolver el poder de la Iglesia católica. El Barroco europeo fue un dispositivito “anti-crítico”, una fuerza de ocupación estética, una “estrategia de imagen”,21 un ars magna lucis et umbrae, como en el título del tratado de Athanasius Kircher en donde se describen artilugios ópticos tales como la Linterna mágica. Los juegos dualistas de luz y de sombra servían a las simulaciones, seducciones, dobleces y pliegues del brillo cortesano, a los trampantojos, al torbellino de efectos que envuelven al espectador y lo capturan en las redes de una psicopolítica.
En América, los primeros dos siglos posteriores a la conquista dieron lugar a la implantación de una verdadera sociedad barroca,22 una sociedad dual tajantemente dividida entre colonizadores y colonizados. Las principales ciudades coloniales americanas se poblaron de majestuosas catedrales revestidas de oro y plata, levantadas en medio de precarias urbanizaciones, para impresionar los sentidos de los indios. Pero así como, a poco de marchar el orden colonial, la extrema separación entre españoles y criollos comenzó a derrumbarse, poniendo en crisis el orden dual de la sociedad barroca en América, el arte barroco comenzó a adoptar formas nuevas, mixturando las reglas de la edificación europea con la imaginería popular y precolombina de los indígenas. Las esculturas de Aleijadinho en Ouro Preto, las del indio Kondori en Potosí, la obra gráfica de Guamán Poma de Ayala, los ángeles arcabuceros del Perú, fueron dando forma a un arte mestizo, sincretizando la iconografía traída de Europa para la evangelización estética de los americanos con las visiones de los imagineros colonizados. El barroco europeo, cuyo objetivo era reforzar los “tajos” o jerarquías estamentales por medio de grandes efectos arquitectónicos, teatrales y pictóricos, se volvió, en América Latina, un dispositivo “barroso”. Ya no un “arte de la Contrarreforma”, sino, en palabras de José Lezama Lima, un “arte de la Contraconquista”.23
En la región del sur de América que llegaría a adoptar el nombre de Argentina, el desarrollo de las artes tuvo muy poco ímpetu hasta bien entrado el siglo XIX. Si bien se produjeron múltiples formas de mestizaje cultural, éstas no se concretizaron en formas artísticas híbridas y eclécticas tales como en México, Brasil o Perú. En la proto-Argentina, la división dual entre criollos o descendientes de europeos, por un lado, e indígenas y esclavos negros por otro, seguirá siendo tan tajante que bloqueará toda posible contaminación recíproca. Baste observar, como hizo el pintor Daniel Santoro, la diferencia entre Macunaíma, uno de los personaje más célebres de la literatura brasilera, y Martín Fierro. Mientras que el personaje de Mário de Andrade atraviesa múltiples metamorfosis y se define como “el héroe sin carácter” porque es pura hibridación, Martín Fierro, nuestro héroe nacional, en última instancia no se mezcla con nadie ni se transforma realmente. Aborrece tanto al Ejército que lo secuestra y lo aleja de su familia como a los indios entre quienes va a refugiarse cuando atraviesa en fuga las fronteras de la Civilización. Martín Fierro cruza la frontera, pero para reforzar su infranqueabilidad.
Quizá porque la Argentina se constituyó en una sociedad que rechazó el barroco latinoamericano y toda forma de tropicalismo cultural, más proclive a mezclarse con formas y poblaciones europeas que con indios y con negros, el peronismo haya resultado también un acontecimiento tan decisivo. Así como la palabra barroco nació como una denominación despectiva que luego fue neutralizada y revalorada por la historia del arte, el peronismo neutralizó una gran cantidad de denominaciones despectivas que le fueron lanzadas: “cabecita negra”, “descamisados”, “grasitas”, fueron términos originalmente utilizados como armas retóricas de desprecio hacia el peronismo y que éste, asimilándolas, las convirtió en banderas o en emblemas. El peronismo es esa extraña posición estratégica en el ámbito de la gran dicotomía nacional a la que el pintor Daniel Santoro llamó: “a la vez agente de civilización y mensajero de la barbarie”.24
Roberto Fantuzzi fue un pintor italiano nacido en la ciudad de Reggio Emilia en 1899. Formado en la Academia de Bellas Artes de Florencia, se especializó en el retrato individual y de grupo. En 1918 comenzó a realizar pinturas por encargo en Uruguay y Argentina, especialmente retratos de sociedades médicas. A mediados de la década del treinta, en plena efervescencia fascista, es invitado a volver a Italia, en donde retrató a numerosos médicos clínicos y cirujanos, así como también a los papas Pío XI y Pío XII. Con la explosión de la Segunda Guerra Mundial, se abocó al retrato de escenas de batalla, pasando de “pittore anatomista” a “soldato pittore”. Fantuzzi vuelve a Argentina en 1947, donde pasa cinco años, durante la primera presidencia de Perón. En 1952 es invitado a pintar retratos de médicos en Venezuela, donde se asentó hasta su muerte en 1976.
Los cuadros médicos de Roberto Fantuzzi recuerdan a los retratos de grupo flamencos, especialmente el género lección de anatomía. Pero si en la mayoría de aquéllos cuadros barrocos predominaban los efectos levemente tenebristas de claroscuro, en los cuadros de Fantuzzi predomina una luz blanca, hospitalaria, aséptica, casi celestial. En sus composiciones suele aparecer como figura central un jefe de cátedra, una eminencia médica, una luminaria en el arte de curar, guiando el camino de ayudantes y discípulos, que observan con suma atención colectiva la demostración pública centrada en el cuerpo de un paciente.
En 1948, Fantuzzi pintó un óleo dedicado a la Cátedra de Neurocirugía de la UBA, a cargo de Ramón Carrillo, por entonces también secretario de Salud Pública del gobierno de Perón y el primer médico en ocupar ese cargo. El óleo se titula: Ramón Carrillo atendiendo a un paciente neuroquirúrgico en el Instituto Costa Buero. Como en los antiguos retratos de grupo, aquí también se trataba de brindar gloria y memoria a los retratados, que forman un cuerpo colectivo, una corporación médica compuesta de hombres vestidos con inmaculados guardapolvos blancos y batas celestes.
En el centro del cuadro yace un paciente anestesiado. Es el cuerpo tendido contra el cual se destacan los cuerpos erguidos de quienes lo rodean. Pero aquí no se trata de un cadáver puesto a ser examinado en un suplicio anatómico, sino de un cuerpo enfermo que está siendo intervenido con miras a ser curado y volver a vivir. Ramón Carrillo se encuentra muy cerca del centro de la composición, formando el eje de una suerte de cruz. Es el único que mira al espectador, con gesto seguro y levemente sonriente. Llama la atención la pose de Carrillo, especialmente la posición de su mano derecha, que, como vimos, era un elemento iconográfico central en los retratos de médicos. Mientras que con la mano izquierda Carrillo sostiene la cabeza del paciente, con la mano derecha parece estar haciendo un ademán solemne, gesto que también lo diferencia de quienes lo rodean. ¿Qué significa esta extraña expresión manual?
El gesto de Carrillo puede ser una señal manual proveniente del código quirúrgico, pero también cabe la posibilidad que sea una cita al doctor Tulp. No el retratado por Rembrandt, sino un retrato individual pintado por otro artista holandés, llamado Nicolaes Pickenoy. En ese otro retrato, Tulp observa al espectador apoyado en un parapeto. Con la mano derecha señala, en idéntico gesto que la mano de Carrillo, un cirio ardiente que está mitad consumido. En el parapeto se encuentra tallada en piedra, y debajo de una calavera, como en los epigramas de las antiguas tumbas romanas, la siguiente frase: Consvmor alus inserviendo (me consumo por servir a otros), frase que, se cree, era el motto personal de Nicolaes Tulp. El cirio ardiente era un símbolo de altruismo: la vela, dándole luz a los otros, se consume ella misma. Lo mismo sucede con el médico, símbolo encarnado de la abnegación y del servicio humanitario.
Así como en los cuadros de Roberto Fantuzzi hay algo de manierista, algo de pintar “a la manera” de los grandes retratistas de grupo holandeses, Ramón Carrillo pudo haber sido retratado a la manera de Tulp, a la vez que Tulp, en el cuadro de Rembrandt, se había hecho retratar a la manera de Vesalio, operando el organum organorum del cadáver. Si bien Carrillo no tiene una vela a su lado, la escena se ilumina con el gran reflector eléctrico del quirófano, que adquiere un poder de iluminación milagroso, derramando su luz sobre el paciente y sobre la mano derecha de Carrillo. También el sanitarista argentino parece estar diciendo, por medio de la cita al retrato de Tulp: “me consumo por servir a otros”, motto que, en verdad, Tulp recogía de las últimas palabras de Cristo según Juan: Consummatum est (et inclinato capite tradidit spiritum) (“‘Todo está consumado’. Luego inclinó la cabeza y entregó el espíritu”).25
Como la lección de anatomía pintada por Rembrandt, la pintura de Roberto Fantuzzi representa el triunfo de Ramón Carrillo y la apoteosis del espíritu científico, con cada miembro individual del equipo subordinado a la guía del maestro y a un ideal superior. Se trata de una escena científica que adquiere las formas patéticas o pasionales de una escena religiosa. La camilla sobre la que se apoya el cuerpo del paciente se asemeja a un altar y Carrillo parece un sacerdote, un santo en plena gloria o un “heros iatros”, un héroe médico, tal como aquéllos a los que se les rendía culto en la antigüedad griega, junto al dios sanador Asclepio.26 Como Tulp y Vesalio, el médico se vuelve un exempla, un modelo a imitar. Si las grandes lecciones de anatomía han dejado de ser eventos públicos, si las grandes intervenciones médicas ahora se llevan a cabo puertas adentro, al interior de quirófanos adecuadamente aislados y esterilizados, la representación pictórica de la escena permite volver a hacer pública la ceremonia mediante la que el médico triunfa sobre la enfermedad, resolviendo, con decisión, el momento crítico.
Así como la historia del arte, también la historia de la política puede leerse como una sucesión de estilos, en donde unas formas de gobernar se suceden a otras. Pero nada impide que las viejas formas retornen o sobrevivan. En la década del cuarenta, el estilo peronista de gobierno representó la irrupción de una serie de novedosas técnicas y estrategias de poder que no dejaban de abrevar en estilos anteriores de gobierno argentino.
El peronismo puso en crisis todos los estilos de liderazgo de su época, creando, al mismo tiempo, su contraparte o némesis: el anti-peronismo. Este no es un mero desacuerdo con el peronismo, sino una concepción virulenta según la cual el peronismo es la peor de las patologías, la causa de todos nuestros males, un verdadero monstruo al que no alcanza con combatir en la puja democrática, sino al que hay que desterrar y eliminar de la polis. Pero si el peronismo es una enfermedad, lo es más bien en el sentido de una enfermedad creativa o productiva, que hasta crea a sus propios enemigos. El peronismo, de hecho, es el resultante de una crisis, la que irrumpió en Argentina en la década del treinta y fragilizó los cimientos del orden conservador. Como vio Aby Warburg, en tiempos de crisis civilizatorias o culturales, el polo mágico-emocional de lo psico-social predomina sobre el polo racional-científico. Y el peronismo no solamente creó una doctrina, sino también un vasto imaginario, en donde la cuestión del cuerpo y la salud del pueblo ocuparon un lugar destacado. Si el peronismo es un fenómeno de frontera, a la vez “mensajero de la barbarie y agente de la civilización”, lo es, fundamentalmente, porque realizó una peculiar alquimia entre religión y ciencia, entre magia y razón, entre modernización y arcaísmo. El peronismo es ambivalente, escatológico y auto-icónico, se adelanta a la posteridad, se vuelve eternizada imagen de sí en el mismo momento que lucha por permanecer en el poder. Se trata de un doble movimiento bonapartista por medio del cual a la vez moviliza y petrifica, dinamiza y congela, llama a la revolución y paraliza, abre a las mezclas y se clausura en identidades rígidas. El peronismo, en tanto movimiento político corporativo, produce cuerpos individuales para incorporarlos en una gran corporación nacional, que a su vez adquiere el halo de una gran religión de Estado. Como el barroco latinoamericano, es un dispositivo que se monta sobre estilos de gobierno anteriores para inflar sus significantes y hacerlos funcionar de nuevas maneras.27
La polaridad peronista recuerda a la de la pathosformel warburguiana: a la vez turbulencia emocional y fórmulas estables que garantizan tanto su fijación como su transmisión histórica. Y si para Aby Warburg la pathosformel fundamental era la de la ninfa, Eva Perón, el mayor ícono del peronismo, será una suerte de ninfa moderna y argentina, atravesando diversas metamorfosis, desde la starlet a la abanderada de los humildes. En Evita, “la vida imitó al arte”: poco antes de convertirse en primera dama protagonizó un radioteatro llamado “Heroínas de la Historia”, en donde interpretó a dieciocho grandes figuras femeninas, como George Sand, Catalina la Grande y hasta Josefina de la Pagerie, esposa de Napoleón y emperatriz de Francia.28 La interpretación de todos esos personajes parecen haberla preparado para convertirse, ella misma, en la mayor heroína de la historia argentina.
La iconologización póstuma de Evita, la que pretendía asegurar su pasaje definitivo a la inmortalidad, también involucró un saber a la vez médico y artístico: el detentado por el doctor Ara, encargado de momificar su cuerpo. Su joven cadáver debía ser eternizado y guardado en un sarcófago de plata adornado con una escultura que representaría su figura durmiente. El sarcófago se depositaría en un mausoleo construido en la base del Monumento al Descamisado, una estatua gigante de un trabajador esculpido con la camisa abierta, los puños crispados y un rostro muy similar al de Perón, destinado a ser la octava maravilla del mundo. Una vez al año, el 26 de julio, fecha de la muerte de Evita, el sarcófago se abriría para exhibir al público el cuerpo embalsamado.
Aquel desmesurado monumento sería una estatua que albergaría a otra estatua, ya que un cuerpo embalsamado es una estatua de sí, una imagen del cuerpo que alguna vez estuvo vivo hecha con la materia de su cuerpo muerto. Un cuerpo embalsamado es una sombra, una figura espectral que, como un archivo, conserva, en el presente mortuorio, el aspecto del pasado viviente. La misión del doctor Ara era embellecer y estetizar al cadáver de Eva, borrar las marcas del terrible cáncer para hacerla aparecer como una santa dormida e inmaculada, o como una “bella durmiente”.29 Ara, por medio de la técnica de la parafina, se volvía una mezcla de artista y de médico. Ya no tanto un pintor anatomista, sino un escultor tanatológico o tanatopractor.
El cadáver yacente, embalsamado y exhibido de Evita también tendría la misión de funcionar como un modelo eternizado, un ejemplo de sacrificio por los demás y para los demás, tal como en el motto de Tulp citado en la mano pintada de Ramón Carrillo. Un ejemplo paradójico, que se consumió o quemó sirviendo a los otros pero que, por medio de la parafina, conseguía evitar su descomposición o consumición definitiva.30
Con el golpe de Estado de 1955, las imágenes del peronismo comenzaron a ser censuradas, prohibidas, borradas, como si portasen una carga emotiva ominosa y demasiado insoportable. Los cimientos del Monumento al Descamisado fueron dinamitados. El cuadro de Ramón Carrillo tuvo que ser ocultado. El cuerpo embalsamado de Evita fue profanado, supliciado y desaparecido durante 14 años, como un mensajero de la barbarie al que era preciso acallar. Sin embargo, con el correr de las décadas, las imágenes del peronismo siguen retornando, sobreviven, reencarnan, vuelven.
En la década del setenta, la juventud peronista rescató, como un emblema o una bandera ondeante, una foto de Eva Perón tomada en el año 1947 y que había tenido poca circulación en su época. En ella se la ve a Evita con el pelo suelto y movido por el viento, vistiendo una camisa apretada, con el rostro expresando un gesto de felicidad exultante. La imagen ya no era la de la princesa plebeya de ajustado rodete retratada por el pintor oficial del peronismo, el francés Numa Ayrinhac. Tampoco era la de su cuerpo embalsamado, como si se tratase de una muñeca rubia hiperrealista. La imagen de Evita que volvería en los setenta, como señaló José Emilio Burucúa, sería la de la ninfa erotizada, símbolo de juventud y movimiento vital.31
La frase “viva el cáncer”, que el anti-peronismo escribía en las paredes celebrando, mórbidamente, la muerte de Eva, vivaba una patología biológica para acabar con lo que consideraba una patología política. Pero las vueltas de Evita como imagen resultaron más vitales que cualquier deseo enquistado de cáncer. Por la vuelta a la vida de la imagen de Evita, el eros de la ninfa juvenil triunfaba sobre los deseos tanáticos de sus odiadores, aunque también serviría como inspiración icónica de los jóvenes que, en los setenta, daban la vida por Perón, consumiéndose en una lucha violenta que el conductor a la vez atizaba y repudiaba.
El cuerpo de Juan Domingo Perón también fue embalsamado inmediatamente después de su muerte. Sus restos yacían en la bóveda familiar del cementerio de la Chacarita, resguardados por un vidrio blindado. En 1987, perforaron la cripta, abrieron el ataúd, cortaron las manos y se las llevaron. Nunca se supo quiénes fueron ni con qué propósito robaron las manos embalsamadas, la derecha y la izquierda, los “órganos entre los órganos” según la iconografía médica, como si las icónicas manos del conductor político portasen alguna carga mágica, tan hábiles para la manipulación del cuerpo político como las manos del cirujano en relación a los órganos y tejidos de la anatomía. La enigmática profanación del cuerpo de Perón contribuyó, por todo su halo de horror y misterio, a reforzar la sacralización de su cadáver.
Todos estos fenómenos de retorno, de retroactividad, de causalidad anacrónica, de acción diferida, de transmisión de informaciones inconscientes, de sobrevivencias, tan propios del arte, del síntoma y también del peronismo, son los que motivan esta indagación acerca de Ramón Carrillo. El actual reinado de la informática, de la automatización, de la inteligencia artificial, de la transmisión de datos, de las imágenes técnicas, del feed-back, hace volver, como un eco olvidado del pasado, la especial atención que le prestó Ramón Carrillo, en los tiempos del primer peronismo, a la posibilidad de organizar la sociedad argentina de acuerdo a las leyes de dos ciencias de gobierno de su propio cuño a las que llamó cibernología y biopolítica. También en la recapitulación de ese episodio olvidado de la historia nacional puede pensarse, como las pathosfomeln, en una “vuelta a la vida de lo antiguo”.
Pero antes de adentrarnos en las ciencias perdidas de Ramón Carrillo, y para comprenderlas mejor, será necesario evocar la conformación del poder médico en Argentina, así como las principales artes de gobierno que disputaron entre sí a lo largo del siglo XIX, siglo atravesado por guerras civiles cuyas esquirlas llegarán hasta el siglo siguiente. Comenzaremos entonces por explorar aquellos “estratos de crisis” que son como el sedimento de las siempre provisorias artes de gobierno nacionales, y a las que Ramón Carrillo quiso ofrecer una solución integral y definitiva.