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América

Ágape

Cinco somos nosotras y de cinco

Patrias, y juntas hoy por acordarnos

en la pera, en la aloja y el zapote,

y mandioca junto a pan amasado.

Y las cinco van a ser una sola

y nos juntamos por apresurarlo.

Para nombrarlas nos hacemos citas

a hurtadillas de tierra y aire extraños.

Como el llama, el guanaco y la vicuña,

repastan juntos como enamorados

ataremos los pulsos a la luz

en granos de mazorca apretujados

comiendo con el cuerpo y con el alma

el gozo de ser fieles y hermanadas.

Al abra de mil columnas

I

Al abra de las mil columnas,

a la escalera de mil pisadas,

ya voy llegando y camino

desde los días de mi infancia.

¿En dónde están que no los oigo

y que los veo solo con mi alma?

Caminé niña, caminé moza.

Toda mi memoria es marcha,

marcha el ritmo de los brazos

de las rodillas y las palabras,

marcha el habla y el aliento

y marchas mis sienes blancas.

Pasé las patrias del pino,

alerces y araucarias,

el reino denso del caucho

y el abrasado de la naranja,

después se me vino el quebracho,

ahora la milpa empenachada.

¿Dónde están los que daban voces

y me trajeron como en andas?

II

Al abra de las columnas

a la escalera labrada,

a la casa de las Vírgenes

llegué con las sienes blancas

rastreando y deletreando

en cal y creta pálidas.

Preguntando al viejo mar,

después al polvo, a las nubes

y al viento Quetzalcoatl.

¿a dónde ellos se fueron,

a dónde están o no están?

Desde la primera infancia

caminé con amor y ansia

y he llegado a templo y patria

para aprender que no están.

Dicen que al Sur y que al Este.

Lo balbucean, lo apuntan,

pero nadie hay que me lleve

y hay rutas y no me la hallan.

Estoy sobre estas piedras dulces

que eran de la cita exacta,

fiel a mi bien o a mi mal como siempre,

oyendo viento en milpas afiladas.

Si ellos huyeron, ¿cómo es que los siento

pasar mi rostro como largas sabanadas?

III

Ahora que estoy tendida y lacia,

vayan soltando lengua y palabra,

que es hora de sin oír, hablar,

y escucho así de alerta y dormida

con temblor de helechos y de venada

el caracol del maya a mis oídos.

Estoy en la piedra exacta

de la cita y la llamada,

fiel a mi bien como a mi mal.

Se huyeron como la nubada

y las milpas aventadas.

Pero si huyeron, ¿como es que están

y cómo es que me toman las palmas?

Suben tan fuertes en el alba,

acuden precisos, saltan

como una pista hacia el Mayab.

Al mediodía doran y arden

y a la noche más vienen, más.

No quemé en vano mi rostro

de sol y viento y jornadas.

Cuando paraba a descansar,

más premiosos ellos llamaban.

A veces troqué el Mayab

por villorrios y posadas.

Serví a oscuras extranjerías,

me llamé Isabel y Sara.

Hilvané y deshilvané

cinco rutas, y estoy cansada.

Cuando saltó una Península

y entré en cretas y cales pálidas,

y el henequén punzó los ojos,

y el huipil comenzó su danza,

ya entendí maduro mi arribo,

y di la tierra por sobrada.

Las voces que ellos voceaban,

blanqui-acero y rojidoradas,

aupaban y conducían,

sorteaban valles y quebradas.

Llego, paro, echo mis vistas,

doy voces, llamo desvariada,

las manos puestas en la Pirámide

y en las palmas la sangre entregada.

Suben tan fuertes en cuanto amanece,

acuden tan precisos, llegan, saltan

como los pelotaris a la pista.

Al mediodía la mesa me abrazan

y esta noche de doble Casiopea

y de calenturienta Vía Láctea

baja a espirales de sílabas dulces

a una gracia que casi es la Gracia.

Hablen más lento y más claro los míos,

y hablen sin parar hasta que sea el alba.

Todo, todo les doy en obediencia,

padres, abuelos de voz susurrada,

menos la frente que di a mi bautismo

y este punto en el pecho que es nonada

en que rojea la gota de sangre

de mi Señor Jesucristo quedada.

Brasil

Voy a aprenderme esta tierra

adonde me trajo un viento,

una marea y un leño.

Aprenderme quiero uno por uno,

Dios mío, sus árboles

que veía en sueños, y aprenderme

como palabra, cada fruto.

Desde el fondo de las quebradas,

aprenderme los mugidos

nuevos de los animales.

El extraño sabor del aire,

aprendérmelo, lleno de sal,

de polen y caña de azúcar.

Esta rojez de la tierra

parecida a Bartolomé,

con mi espalda sobre ella, aprendérmela.

El fervor de los colibríes

en los cafetos floridos,

parecidos al hervor del cielo;

antes del cielo, aprendérmelo.

Quiero moler todas las gomas,

las resinas y los bálsamos

con mis dientes y con mis manos

hasta que mi cuerpo tenga

tus colores y tus sabores

y en mí no quede cosa extranjera.

Cura mi cuerpo, salva mi alma

con tanta hierba ferviente,

tanta agua baptista y dulce

y columpio lento de orquídeas.

Aprender el habla tuya quiero

aunque deba quemar la mía,

hasta que el sabal me entienda,

los pastos me hagan señas

y se me alleguen las serpientes.

Mírame a los ojos, óyeme los pulsos,

sílbame bien tu secreto,

échame en tierra, revuélveme

con tus santas motas de tierra,

tus matorrales locos de insectos

y tu champaña de mariposas.

Me sé el recuerdo como el olvido.

Me olvidaré del olivar,

de los pinos y los encinares.

Tómame que yo te tomé.

Coloquio de Lolita Darío

En la luz de San Salvador

entre el bálsamo y el café,

y mirando cerros de fuego,

el San Jacinto y el San Miguel,

de Rubén hablábamos ambas

o callábamos de Rubén,

deslumbradas si lo decíamos,

si lo callábamos también.

Vivió como viven los niños

maravillosos, para ver

dónde la tierra está más viva

en el dorado y la rojez,

para ver próceres ocasos

y albas de miel.

Pero también para la noche

solapada, para temer

la pitón que come vampiros

y el curare que da mudez.

O será que cruzó dormido

por la tierra en que sangra Abel,

sin aprenderse el mal amigo,

sin entender a la mujer,

en su propio éxtasis dormido

como el rubí y el esparvel

ya que sus ojos entornados

miraban sin mirarnos bien.

Caminando encontró a los hombres,

halló a Poe y amó a Verlaine;

en las Indias su Ramayana

y en las Chinas su Lao-Tsé.

A pesar de la Tierra andada,

del mal alcohol y el mal placer,

de los latinos que se supo

y de los griegos y maya quichés,

vivió niño y se murió niño

y en los cielos niño es también.

A pesar de los panes ácimos

y la ceniza del mantel

vivió del tuétano de oro

del mundo, y la Excelencia fue

y la Nobleza, su costumbre,

y su hallada Jerusalén.

Cuando la luz en Nicaragua

llueve gracia como en Belén,

es el trópico de la América,

El País del Hombre Rubén.

Cielo mejor que el de Caldea,

la Osa líquida de beber;

la piña con la poma-rosa

al ciervo hacen desvanecer.

y la tierra ignora la muerte

como los limos del Edén,

y sabemos entonces que era

El Hombre Rubén.

Él dormía bajo mi techo

en los soles de la niñez.

Yo de niña mondé cantando

su ananá y su maguey

y serví al dios que era de carne,

sabiéndolo el gozo y sin saber.

Y después de haberlo tenido

mano a mano, sien en la sien,

el mundo era rico como el arca,

o es pobre reino sin su Rey.

Se murió cansado de rutas

provechosas y vanas,

de haber cantado abajo todo,

sin reinar como Apolo,

sin coronarse del Ahora

porque le dieron los Después.

En mis hijos suelo palpar

ardor secreto de su piel;

en mis nietos suele mirarme

con su mirada de hidromiel.

Y si la estrofa es la del coro

y si tenemos de volver,

en el fulgor de Nicaragua

otra vez sea lo que fue.

Y yo florezca de bugambilias

las rodillas de mi Rubén

y nazcamos del mismo vientre

que me hizo a mí, que lo hizo a él.

Cordillera

I

Por tus cumbres van los caminos

en las señales olvidadas.

Va el camino sacro del Inca

y las vicuñas bolivianas.

Por los valles que no los busquen,

por los bajíos no los hallan.

Van por la línea del sol blanco

los caminos de nuestra raza.

Subiremos por fin un día

en un tropel blanco de llamas

e iremos de Ancud a Orinoco

y de Aconcagua a Santa Marta.

Patrias andinas del silencio

fiel y delicada Patria.

Son torrentes y torrenteras

y son glaciares y avalanchas

pero en lo alto está el silencio

riguroso como la espada.

Cordillera, duro secreto,

intacto enigma, entera hazaña

que al quechua echaba de rodillas

y a la quena soplaba el alma,

iremos a donde tú quieres,

callaremos diez mil mañanas,

seremos como musgo y liquen

aferrados a tu peana

hasta que caiga tu secreto

a nuestra lengua atribulada.

Cordillera horadada como

terrible reino subterráneo

que a veces como padre llama.

Granada de hierro y de cobre

que talvez guardas nuestras almas,

si sobre el sol no están mis muertos,

guárdalos tú, divina cápsula,

callado puño de metales,

guárdamelos, terca y callada.

II

Cordillera de los Andes,

madre mía, madre lejana

más allá de mares atlánticos,

más allá de las muchas aguas,

que no se logró con los brazos

con el Amor ni con la Esperanza.

Tan lejana que ya se vuelve

la carne y bulto del fantasma.

Madre con lomos y regazos

y sin pestañas y sin cara,

corazón sacro y recóndito

que sin semblante nos mirara,

angustiada Madre sin brazos,

extraña Madre sin palabra,

perdidamente te adoramos,

perdidamente, la Adorada,

persiguiéndote en peñascales

y en las faldas, brazos y cara.

Cordillera de los Andes,

más leal que Vías Lácteas,

oleaje de Eternidades,

guárdanos al Adán pálido y rojo,

guarda la carne americana

despeñada de tus costados

y desgajada de tus faldas.

No salí de tus laberintos.

No salvé tus encrucijadas,

vadée en vano cuarenta vados,

crucé en vano la mar amarga.

Mis noches son repechos rojos

y mis encantamientos, abras.

Canto dormida en picos de oro

los hosannas de las infancias

y en mi muerte daré tu máscara.

Me acostaron sobre tu lomo

y me clavaron a tu espalda.

Nunca tendré los llanos dulces

ni dormiré sobre las playas.

Llanos y dunas me miraron

en mí tus hornos y tus fraguas.

Cristo del Corcovado

Cristo blanco del cerro Corcovado,

tienes la tierra además de tu cielo

y en el día nos das tus mil costados

y por las noches te quedas suspenso.

Fruto del aire, viento arracimado,

y tan fantástico y tan verdadero

que no se sabe al verte sin tocarte

que ya no atina el pobre desvarío

si es que subiste o que te descendieron.

Detrás de ti ya se agruma la selva

y tú persigues su viejo misterio

y ella te ve como un extraño fruto

y las islas echadas, como un vuelo.

Ando yo por el llano y por las dunas

cogiendo tus costados que no cuento

para que de uno baje tu relámpago

y que por fin yo te reciba entero.

Duermo cortada de tu blanco filo

y antes de hallar al sol te encuentro

y mi día de palmas y de olas

me cortas a lanzadas de reflejos.

Y así, a mitad de la tierra y del aire

no sé bien si te tengo o no te tengo.

Me tumba, Cristo, tu señal erguida,

me tumban, Cristo, tus brazos abiertos,

no sé si eres la cuesta del subir

o la voz de quedar lo que te entiendo.

Miran tu espaldas y tus palmas abiertas

y no te sabes ni el cerca ni el lejos,

y los brazos no saben sus rodillas

para bajarse, y te duran abiertos.

Ves el Brasil en gajos repartido

de agua, de cafetal y pastos lentos

y todo lo disuelto y lo apuñado,

te ve dichoso de tenerte entero,

fruto del cielo, fruto vertical,

de aire lanzado y por aire sujeto.

Otros son, otros, el blanco del pan,

blanco de sal y blanco del invierno,

el blanco tuyo quema frialdades

con el calor de los brazos abiertos.

Toma mis ojos la flecha, tu flecha,

y azulados y verdes ya no veo,

de que el peñón o sube o se abandona

y tus brazos siguen abiertos.

Las nubes te sesguean o te cubren

y el Corcovado se nos vuelve ciego;

más los ojos, amantes de costumbre,

tatuados de tu Cruz, te siguen viendo.

No te iría sacando de cantera

como un vendado o como un prisionero.

En la fiebre de azul danzan a vernos

las colinas y todo va a tu encuentro.

Van las nubes, las islas y va el bosque,

Van sin saberlo a tus brazos abiertos.

Una alucinación tengo y se llama

el golfo santo de Río de Janeiro:

un hilo vivo de leche de madre

vuelve a correr por mis labios, entero.

Libre venía y me doy siendo libre,

del Cristo blanco yo no me defiendo

y carne, la mía, gaviota salobre

cae a mitad de tus brazos abiertos.

En la tierra del aire leve

En la tierra del aire leve,

en la meseta del Anáhuac,

el alentar parece dicha

y todo tiempo, la mañana.

Las montañas-chafalonías

no tienen ansia y dan el ansia,

y los magueyes como el olivo

llevan plateadas las espaldas

y a las frutas, como al Glorioso,

en el cuerpo, se les ve el alma.

Quienes te vieron andan siempre

el cuerpo santo del Anáhuac.

Van en hileras que no se rompen

como unos órganos que danzan

en la luz de plumajería,

van sin descanso, las indiadas.

Siempre se ven como se vieron

en pespunte de caravana

o en apilados magueyes

haciendo marcha de nirvana

con un dorado como de dátiles

dulce y eterno a las espaldas.

Hombres de Chile

I

Se llamaron con otros nombres

y otras sílabas los que vinieron:

O’Higgins, bastardo y héroe

y Carrera, patricio y terco

y Portales que parecía

el pino dulce, el pino tierno,

y seguían siendo los mismos

del Bío-Bío y Ventisquero

que al destino dijeron Sí

y a la desgracia, y al destierro,

nacidos de cerros salvajes

y con metales en los tuétanos.

Se llamó uno Caupolicán

otro Lautaro, todos denuedo,

resueltos a no obedecer

a no ser otros y a ser ellos,

arengando con los muñones,

atravesados de lanza o leño,

vengadores de los del Norte

que callaron y consintieron,

casta de Arauco que no labró,

segó ni tejió para sus dueños

y se acabó temible y mudada

sin perdonar ni decir lamento.

Casta chilena, gente chilena

de las estepas y del desierto,

de la pradera y de los valles,

varios como los elementos,

hijos del fuego o de la nieve,

hijos del mar, padre violento,

os llevo bien y me lleváis,

me tenéis aunque no os tengo.

Que otros discutan su destino

que si Adán, que si Enoc.

Que otros conversen a la sombra

de las palmas o los cafetos.

Nosotros vascos, nosotros

navarros duros y pehuenches,

nos echamos al hombro

nuestra sal y nuestro desierto,

y en vez del plátano y la piña

metales y sal morderemos.

Hasta que tengamos descanso,

hasta que el suelo sea sustento,

no miraremos la Osa Mayor,

no cantaremos los cantos tiernos,

en cerros salvajes viviendo,

amamantados del metal

y comedores de lo Eterno.

Donde los montes son más altos

y son los pastos menos tiernos,

donde la tierra nada quiso

pero los hombres lo quisieron

en el Tíbet y en los salares

fueron llegando, fueron naciendo

donde la roca aúlla sed

y los cactus puro deseo,

en Himalayas y en Aconcaguas

y somos como lo que habemos

como los dioses lo quisieron,

Vulcanos cuando no Neptunos,

catadores, apires y herreros.

Donde es montaña si no es mar,

la pelambre sin asidero

o la sabana sin ternura,

se pusieron o los pusieron.

En donde Almagro volvió el rostro

a las sequías como infierno

y Valdivia aceptó la suerte

y la aceptaron los que vinieron.

No digamos que el suelo es dulce

ni los salares son benévolos.

Digamos solo que lo quisimos

y que estamos donde estaremos

como el glaciar a su destino.

(Los que nos quieren que nos busquen

donde el planeta es puro anhelo

y las montañas se levantan,

que de allí les responderemos

himalayanos o chilenos).

Poca América, poca dulzura,

pocos ríos y poco suelo.

Ni cafetales ni gomales,

ni palmares ni bananeros.

Metal suena bajo los pies

y los metales son prisioneros.

Cobre arde bajo los pies

y el hierro mira a su dueño.

Tenemos dorada la piel

y el ojo claro del mar paterno;

el quechua no nos diga extraños

ni el germano nos diga “nuestros”.

Porque no traicionamos

porque no queremos perdernos

y nuestro cuerpo de cien limos

es solo el santo cuerpo nuestro.

Trepadores de las laderas

y mascadores del Desierto

y arrancadores de polvo de oro

el pecho es ancho y es cruento,

los brazos nacen remadores.

Pero en el pozo de la voz

tenemos la miel del higo de los valles.

Menos hermosos que los griegos,

un poco atlantes, un poco centauros.

Bellos atravesando el mar

de las Guaitecas y los estrechos

o partiendo el cerro de plata

que se tumba como alerce

entre espumarajos amargos.

Bolívar padre no nos vio

y para él estamos hechos,

Guatimocín no nos oyó

y contestamos su tormento

porque vivimos donde se acaba

el yugo de lo violento.

También tuvimos los inútiles,

odres hinchados de agua y viento,

y los vendedores del pan

de los hijos que aun no nacieron,

demagogos de lengua suelta.

Pero a todos los aventamos

con el soplido y el harnero

y su nombre no tendrá boca

y ni en el odio los guardaremos.

Guay del que toque nuestra carne

tomándola por criadero.

Guay del que en medio de nosotros

se nos ponga a plantar su reino,

sea el nórdico de la helada

codicia en los ojos de acero,

sea el germano o japonés,

llámese Gengis Kan o Creso.

Que de tener tierra pequeña,

menudo lar, estrecho tempestuoso,

la tierra se ha vuelto nosotros,

nuestro costado y nuestra peana,

y donde cojan y donde saqueen,

como la tigre saltaremos.

Pues nos hicieron en el lote

de los torrentes y los volcanes,

del petrel ebrio de alta mar

y de búfalos violentos,

y no nacimos para servir

sino al que lleva muestras,

marca nuestra sobre la cara

e ímpetu nuestro en los alientos.

II

Digamos los árboles píos

si dijimos los hombres buenos.

El algarrobo tiene la carne

como de granito sangriento.

Sin edad cual Matusalem

medra junto al espino

y el viento grita huido en los espinos.

Cuando florecen los espinos

“cuyo olor llega al pensamiento,”

que si la tierra es más que la tierra

lo pensamos y lo sabemos

y compramos la flor del cielo divina

con la sangre del brazo cruento.

Álamos, álamos, inacabables,

alamedas blancas al viento,

álamos ebrios de oro

salmodiando la luz en la venteada

Donde el cielo es de ceño y llanto

la araucaria punza el cielo,

alta como la sed de Dios,

recta como el arco certero,

tan perfecta que Dios la mira

cuando se quiere ver perfecto,

verde de eternidad feliz,

cobijadora de los pueblos,

mitad árbol, mitad genio.

La Sierra de los Órganos

La Sierra de los Órganos

a la hora de siesta

la repasan las nubes

con las alas abiertas,

las más blandas y lindas,

las más blancas y trémulas

pasan y pasan leves

en trasluces y en sedas.

Vienen de las cascadas

y de hálito de selva,

de pastales más altos

que madres ceibas,

de las pechugas amargas

que tunden las mareas.

De donde al Viento Oeste

crean y crean,

y nada traen

las que todo atraviesan.

No quiero podar pinos

ni seguir compañeras.

Quiero ver a las nubes

acariciar mi Sierra.

De tantas me confunden,

y por blancas me ciegan.

De lo bajo que pasan,

me llevan y me llevan.

Ahora no puedo irme

con nubes ni con velas.

Ahora estoy más clavada

que pino de la Sierra.

Será cuando me suelten

las rocas y las gredas

en mi hora y en mi día,

libre, aupada, muerta.

Marcha nocturna

Por la Pampa de milagros

rodando el anochecer,

los Padres nuestros caminan

sin que llame el somatén.

San Martín con O’Higggins

pasan en Abel y Seth,

el quemado en los metales

y el abrasado en la mies.

Tan ligeros van pasando

como quien ni quiere ser

pero aunque vayan ligeros

hierven como el hidromiel.

Hierve la noche, y el Plata

hierve de quererlos ver;

los muertos, en su jarro

de arcilla, hierven también.

Cuando detienen la marcha

en lugar de dos se ve

un solo flanco que riega

y un agua bajando desde él.

Agua con ojos de Padre

que hace llorar al beber

y se bebe y más se bebe

a sorbos de vieja sed.

Toda la noche nos dejan

beber en el río fiel

y después solo vivimos

de esta noche sin saber.

Cuando retoman la marcha

se van dejando caer

por los quiebros de la noche

orugas de amanecer,

y bayas y prietas valvas

que echan luces de través

y caracoles volteados

a una mar que aun no se ve.

La costa se abre en granada

de rutas al comprender

y no detiene a sus Padres

con marejada ni olas de hiel.

Carne a carne, puerta a puerta

que vieron y ya no ven

otra vez ahora esperan

en la costa de la sed.

Vueltos a la noche y a dunas

esperan oír y ver

la remada y el despeño

de un petrel y de un petrel.

Suben rayados del alba

cuando el sol les da en la sien

y la tierra se nos queda

como tienda de Ismael.

Alejándose, alejándose

dejan como Rey y Rey;

la posada de una noche

ardiendo de su merced.

La Pampa niña y sabuesa,

viéndolos resplandecer

no los ataja ni para

con vizcacha ni con mies.

La casa de ochenta puertas

obedece a su querer;

no los desvía ni ataja

con muro ni con ciprés.

Ninguno los vio venir,

ninguno desaparecer

y tejerse y destejerse

para tejerse otra vez.

Martí II

¿Dónde te fuiste José Martí

que no te hallo entre las palmas?

Hablabas tanto con dejo nuestro

que, ¿a dónde te fuiste sin tu habla?

Carne tuya quiso la Tierra

y, ¿dónde anda mi antillano?

Suelo sin cuello de palmeras,

noche muerta sin marejada.

Atravieso palmeras reales,

hombre mío, tan extrañada

de que es el cielo y que es la caña

y son tus negros locos y santos

y que no saltas como una espada,

pequeño y ágil a encontrarme

si pasé tanta tierra y agua.

Crucé pensando que de fiel y dulce

te pararías, carne santa

en la sombra de la palmera

o al levantarse de unas garzas.

Montaña y mar

Ahora vuelvo a mi montaña

que yo renegué de ingrata.

Unas nieblas cortan mi cuerpo

y me trepan desbaratadas.

Un ruido de aguas me cerca

como de pueblos que llamaran,

y preguntan y se responden

y despierto con sus hablas.

Detrás del pinar o límite

entre carreras y llamadas

entiendo hierbas mascadas,

siento pellejos ariscos,

unas pechugas y unas nidadas.

Donde estoy la manzana es miel,

el maíz lame las montañas,

los pinos puntean mi aire

y hay una sola exhalación blanca

y el olor habla más en la sombra.

Solo me halla quien me ame

y persiga mi huella vaga

por los helechos doblados

que yo dejo de pasada.

Al despertar no veo el mar

y no lo sueño a la noche.

No veo la espalda del mar,

llama que llama con las barcas

y el vino verde de cada ola

que mira, toma y arrebata.

Cuando el viento sople del Este,

cierren mi puerta hasta que él pase.

No me dejen sal en la boca,

en pan y frutas yo no lo lama,

y el que suba de la costa

no traiga mar en su mirada.

Me vuelvo a ir. Dejo mi peña,

suelto mi dicha, juego la casa,

el viejo Lear, el pobre loco,

veinte años tomó mi alma.

Para sembrar, segar, dormir

y no oírle la llamada,

los que bajan, cuando vuelven,

conchas blancas no me traigan

ni lo acarreen en sus ojos

porque olvide su marejada.

Lo quiero más que a nadie quise

y me arrancaron para darme

olvido de mar y de barcas.

Y todavía lo veo a él

a donde vine para no verlo,

Rey Lear ropas aventadas,

curtidor que me ha curtido

a quien Cordelia sufría amándolo

y cuya marca, que ya llevo

de la frente a la garganta,

como una vena se hincha y sube

y me recorre y me trabaja.

Ofertorio

María, madre de Jesús,

yo no tengo para darte

en esta Tierra extendida

no tengo sino el Valle de Elqui.

Y cosa santa de dar

al Valle de Elqui no tengo

sino a ti, Virgen María.

No tengo llanura de trigo,

tampoco bosque ni costa.

Te doy lo mismo que a mí me dieron.

Te regalo treinta huertos

cuarenta cerros.

Te regalo cosas pequeñas

y oscuras que están ardiendo.

Ninguna fría ni muerta.

Tú no te rías, pero sonríe,

y sin responder acéptalo.

Aquí va el vino de las bodas,

aquí va un chorro de almendras.

Abriendo en las piedras está la fruta,

colorada, amarilla y prieta.

Aquí van refranes de arrieros

y va mi canción de cuna.

Voltea y hallas y coges

las dos manos de mi madre,

en dos casas de juguete

y la de Emelina.

Van los viñateros y los camayos.

Va una luna grande que parece loca,

y un día corto, una noche ancha

y montañas y montañas

ni río, ni mar,

ni montañas que gritan, Madre mía,

gritan de Dios y gritan a Dios.

Es preciso que todo lo tomes,

lo recojas y lo recibas,

carne cristiana y judía,

tanta leche y tanta amargura.

Tan profunda y tan rasada,

tan clara y tan misteriosa.

El Valle de Elqui te dejo.

Iba a morirme sin dejártelo dado.

Padre Bolívar

Hemos crecido y somos muchedumbre

en la gran tierra calculada para tus gentes

y limpiada de intrusos para nuestro sosiego;

somos tantos y no te hemos visto la cara

debiéndote el sol, la honra y el sueño

y sentimos el ímpetu de venir a verte

de llegar en puntillas por si duermes

o con clamor de hijos si es verdad que estás despierto.

Destapamos tu cara pero no sabemos si es brasa,

es tu fuego guardado nuestra vergüenza o el deseo nuestro

si te vemos ardiendo por las fábulas de las infancias,

porque tiritamos y el ansia nos hace ver fuego.

Cogidos de la mano lo que uno vio todos lo vemos

venidos de tan lejos a hablarte

no queremos volver con el recado que nos enloquece

para alimentarnos de las líneas de tu forma,

para oírte la voz de mando o de contentamiento

y recibirte la mirada con el mando,

la espuela y el punzón de la mirada en oros y negros.

Sientes en la noche, calientes el amor

de los tigrillos finos y los tapires lentos,

que rasguñan de celo y huelen la llanada

en punzada o voluta de unos aromas densos,

y dormido sin besos, rumores y aromas

te consuelan el corazón cargado de Eros.

Oyes en los días los galopes avanzar por el llano tuyo,

oyes al Orinoco paternal acento.

Sabes la tierra que sigue perfecta.

Nos ignoras a nosotros, Padre afligido de silencio,

no sabes qué fue de la carne a cuestas,

la gente roja, la gente pálida y la blanca de tu testamento.

Pasadores de vados, chupadores de caucho, pescadores de tortugas,

guerrilleros feos o plantadores de café negro,

¿dónde están que está solo el lecho de su padre,

laceadores de pampas, maridados de Ceres,

segadores de caña, por dónde andan perdidos

o encenagados que no vienen al Santo Fuerte,

a pasar velados cantando lo que hacen

en haciendas, en majadas y faldeos

tocando su cara, lamiendo sus pies, oyéndole aliento?

Peregrinas y hermosas gentes cruzadas,

tan varias como solo Dios las cruzó en arabesco,

medio egipcias, medio mongoles, medio Cames

y a veces en la frente o en la avidez

unos querellándose para creerse iberos,

cantando igual copla y rezando el mismo Padre Nuestro,

juntos cuando se acuerdan de ti pero olvidados

de ti para perderse cual dados en el juego

en las manos de los jugadores del Norte

que juegan grande y sin remordimiento.

Extraña procesión de adamitas marcados

por Adán y por ti para reconocerlos,

hablando dulce en címbalo o grave en atambor,

y caminando jactanciosos o macilentos

tan tuyos que andan con lo que falta en tu carne

y tan ajenos que aventaron tus brazos enteros.

Ciento veinte años, Padre, así con la memoria

rota, y ligeros de no haber recuerdo

hasta esta noche del silbido como lanza

de la seña y el signo para convocamiento

y la vieja obediencia que nos alzó, y la sangre

respondiendo a su Padre por los senderos

y este grupo de carne llegando por fin

en carrera de ciervos amorosos y trémulos.

Ahora no te miramos para contar la vergüenza

y no nos mires pero que nos oigan con tu caracola tus huesos.

También por esto te hemos esperado,

por no hablar volviendo la espalda a tu cuerpo.

La noche es larga para el tendido relato

y las estrellas oyen lo que tienen sabido sus fuegos.

La tierra quedó limpia, rica y fácil

y daba todo, con voltearla como en sueños.

Los gamonales eran los mismos, eran los mismos

pero les dejamos porque nos faltaste en el trance del tiempo.

Demasiados ingenios y cafetales

para unos hombres como niños y como ellos

demasiadas costas y cordilleras en abras del cielo

para hombres locos de calentura y deseo;

la esmeralda rezumando de la piedra; la perla

en los dientes del boga y el Gamonal-Shiva

que chupa sangre y que no oye lamento

que aprendió en Jesucristo para reencontrarle

en Fray Bartolomé y hacerle acatamiento.

Esto sucedió, Padre, donde había español y maya

y pasaron setenta años como en el otro Éxodo.

A enseñarnos “Esto es lo vuestro” no alcanzaste,

a repartirnos ríos, llanadas y sustento.

En tus manos estaban las medidas de escuadra y campos

y tus manos benditas no asomaron de nuevo.

Ninguna Sara ni Hécuba los repitió en su vientre

y ningún hombre trajo las tablas del Tabor

y fue así como Jesucristo con Simón

araron el mar, soplaron la piedra y sembraron el viento.

Los lujuriosos, los glotones y los danzadores

han bailado las danzas de su contentamiento,

las asirias, las tártaras como las galas

y se les fue acabando brasa de pebeteros,

tapiz profundo y el falerno en el aliento.

Como somos en carne cristiana polvo de Mahoma,

les dejamos bailar sus minués y sus saltos de viejos flamencos

con nuestros ojos que tienen a veces polvo de Pirámides

y con nuestra lengua que deja caer refranes acedos

y nuestro desdén que los rezuma inútiles.

Así no era el Padre armado en el viejo hueso de Vasconia,

que era como el Padre y no como el hijo de los Elementos.

Así somos los que hemos rezado a dioses enfermos

y a unos arcángeles de alas de murciélago que no eran Miguel,

y que en la guerra soplamos con carrillos de viejos

la Antífona larga con la que morimos antes de haber nacido.

En la oscuridad súbita y el crujir de dientes

grasos para el arado, flacos para el majar en el hierro,

los de la danza se han sentado un poco pálidos,

confusos de no poder seguir y queriendo

seguir la danza como el fuego, los condenados,

incapaces de otra dicha que su regodeo.

Oyen hacia el Norte la bocina de los compradores.

Todo compran aquellos hombres rubios y esbeltos:

quieren cafetales, cañaverales y selva,

el cobre como el oro y las esmeraldas como el hierro.

Y su suerte les ha puesto terriblemente próximos

los vendedores dementes y contentos,

a la América nuestra, loca de su maravilla,

ganosa de vender su tierra y su cielo.

Con una seña ofrecen los del Sur, y los del Norte bajan,

y hay un descenso de torrente de Nueva York a Patagonia.

Padre Bolívar, el de los ojos de milano,

tú sabes qué venden los hombres vendiendo su suelo:

la carne de hoy y la carne de mañana;

venden el cuadro donde se sientan los templos,

los pastales de nuestra leche y el viñedo de nuestro vino,

la tierra de nuestros pies y el aire de nuestro aliento.

Un sargento ha cedido el desierto de sal,

un viejo enfermo el caucho de nuestro reino

y todos han dado los petróleos y las maderas

y los metales de nuestros hornos y nuestros fuegos.

A los que vienen, ¿qué les daremos, padres dementes?

Les daremos la esclavitud egipcia o la babilónica,

el yugo vuelto a soldar para sus lomos,

la deuda de los eslabones sin cuento

y el odio impotente que brama sin pica ni puñal

y los ojos bizcos de los que saben la libertad y tienen dueño.

Mujeres nuestras, conciben porque no han visto el futuro,

que si lo vieran negarían su vientre al dar su beso;

echan la flor de carne porque miran la tierra y la hallan vasta,

amamantan y acunan porque no están en el secreto.

Creíste, Padre, que dejabas la tierra segura como la luz,

para cada mujer un huerto y para los hombres un reino.

Esta es la confesión que te traíamos, Pobre Padre,

y que nos hacía castañetear los dientes de abominación.

La hemos echado como la serpiente vomita el ratón,

con la cara vuelta para no salpicarte de su veneno .

Hierves en tu sepultura porque ya lo sabes,

se oye tu fermento como el de cerveza y suero

y te oímos el revolverse de tu levadura,

con dicha y con miedo de saberte vivo creyéndote muerto

y se aplacó tu corazón de contar a tus hijos y medirles los trigos

sin saber que el mestizo es capaz de vender el lecho de su contento

y de pagar la hora con los siglos de sus mayores

y de trocar su paraíso por su infierno.

Suena como las tinajas del mosto la cólera en tus lares

y como dijeron David y Ezequiel: se rejuntan y se revuelven furiosas.

Hierve bien, hierve sepultura nuestra como marmita,

hierve salpicándonos la brea, el aceite y la pez,

que oír hervir en estas horas es bueno

y que de ser tu sangre y vivir tu ansia

uno por uno todos a la hora duodécima herviremos.

Las mujeres dicen que no sienten la bullidera

pero que sienten algo más fuerte y cercano;

sienten que tu cuerpo se ha ido recostando en sus rodillas,

poco a poco, desde la primera que es moza hasta la vieja que aun ama,

que en una descansa tu cabeza y en otra tu espalda,

que la carga es dulce pero que tiene peso.

Sus caras están extasiadas como las de las vírgenes del Sol.

Se callan como María sin entender y aceptando el misterio

y sin bulto visible están como cuando mecen y mecen;

todas saben que cualquiera es la elegida

pero ninguna sabe dónde caerá la simiente.

Hermosas son aun, Padre que las amaste,

caminan con ritmo, hablan dulce, crían con su pecho

y si las ves tiemblas otra vez del viejo Eros

y si no las ves te acuerdas del friso de sus cuerpos.

Si te mecen como hijo o como amante, no saben.

Siempre amaron así como con leches en su deseo.

Están calladas y parecen eternas porque son Ella misma,

la Eva de América, madre tuya, de O’Higgins e Hidalgo.

Los bíceps están en nosotros, el salto y la llama;

pero ellas quietas y atónitas, ¡qué grandes se han vuelto!

Estamos mezclados en el mosaico de la vieja vida,

un hombre al lado de cada mujer de su lecho;

pero tu cuerpo al caer apartó las rodillas más fuertes

y estás entero posado sobre ellas como un sacramento.

Y el hervir que oíamos en tu sepultura

ahora se oye en el pecho suyo, en el vientre de hierro,

y tenemos celos y no tenemos celos.

Querríamos hablar pero todo se ha vuelto silencio.

El cielo está cargado de estrellas que pesan,

la noche está cargada de unos aromas nuevos

y la cara del millar de mujeres soporta

no sé qué eternidad y qué terrible fuerza de anhelo.

Padre nuestro, Bolívar acostado

en tu reposo o en tu desasosiego,

sobre limos y cascajos de la América,

soñando sin dormir, tendido y combatiente:

¿Es que duermes, Padre, es que duermes?

Descansa, si tu sangre aprendió el pararse,

el gusto a leche densa del sueño

y si también dijiste “Descansemos ahora”.

Te velamos sin decirte lo que nos trae,

pasmados como los pinos patagones

blandos de piedad y bebiéndote

la belleza del rostro, ya no tuyo sino nuestro,

que basta por paga de la marcha

el verte bello e íntegro bajo los cielos.

Te velaremos, mascando como el quechua

la amarga coca de las confesiones y nuestro ruego

y rumiando callados como el llama

el relato que traíamos, enrollado y secreto,

las cabezas bajas, que ya saben tu reverencia,

los hombros doblados, que llevan tu peso.

Te velaremos toda la noche, Padre, te velaremos.

Si descansas, Padre, sigue, sigue durmiendo

que tu fatiga fue la de los leñadores y mineros,

y nos contaron en toda lengua

la fábula de un hombre a caballo quince años

contra el viento,

a nado en cada río en que bebemos,

y abriendo con pechada los bosques cerrados,

con el rostro el destino partiendo.

Pero si tú no duermes, porque el limo a la espalda,

el cielo con signos encima, y el rumor del desgarramiento

y el tumbarse de techos y vigas de tu casa,

te caen, muerto sin tierra, sobre el pecho;

hablaremos a lo largo de la noche,

más pura que los días en tu suelo,

y te lo diremos todo, tocándote la cara,

tañéndote los oídos,

echados sobre tu cuerpo y tu calor por que no tiritemos

y diciéndote mezclados la desventura con el agradecimiento.

Si tú oyes con tus oídos maravillosos

que chuparon las hablas de los cinco pueblos,

caminando tus pies, tocando tu aliento

exprimiendo tus manos.

Porque vinimos en tropel de ciervos

arrancados de tu nombre, no del viento,

y en tus piedras caídos como trigo,

colombianos y ecuatorianos requemados,

aimaraes corredores y alácritos chilenos.

Cuando quieren juntarnos solo nos dicen tu nombre

y saltan de tu frente las tres sílabas

y bajamos según las aguas bajan

a lecho o valle de convocamiento,

sea que asemos liebre o corderillo

o tejamos danza o que durmamos

con la mujer el aliento en el aliento:

así de bien sabemos que somos cabellos de tu frente,

progenie tuya somos, río que riega el futuro,

y se alzan las palmeras, se asoman los metales,

y retumban las cascadas compás de cumplimiento

viendo que en nosotros vuelves a estar vivo

y que tu corazón está en el nuestro

y un solo pulso bate tu progenie.

Padre Lincoln II

Niño leñador y hombre leñador,

cuya hacha el bosque abatía,

y tumbaba corazones

de cantera y de insanía.

Ojos que vieron su muerte,

boca que se la bebía,

cara bajada de Cristo

en huerto de las Olivas.

Carne descalza de Illinois

sin queja y sin acedía,

agujereada en el cuello

con plomo que a Dios hería,

vuelve el tiempo de tu brazo alto

y de tu hacha azul y fría.

Te llega, otra vez, el turno,

cazador de montería,

la Tarasca y la Gorgona

y el dragón de hedionda encía.

Vieja demencia pagana

buscando de puerta en puerta

mujer y niño de cría,

y otra vez es necesario

salgamos de cacería.

Álzate como de niño,

sin duda y sin acedía.

Estrega tus ojos, tira el sueño,

corta tu noche, acepta el día

y descuelga de la cabaña

el hacha de luz baldía.

Tu cuerpo no se ha podrido

en tanto suelo y tanto día,

asfixiador de la bestia,

sequoia cáscara bravía.

Los hombros se te enderezan,

no das la cara sin sangre

y otra vez cantan tus venas

en coro de canturía.

Hueles al aire del Este

tropel de la fechoría.

Oyes a Seth y Abel que corren

la Tierra morada e impía

y en la cabaña de pino

bajas el hacha azul y fría.

En el nombre de Dios Padre

que hizo a Miguel y hace al Día,

salta ya como el delfín

del mar de nuestra acedía,

o como salta la sequoia

acercando la lejanía.

Ven a nosotros, el Padre,

sube por nuestra letanía,

que iremos detrás de ti,

rocío de cenit, sol de cristianía.

Carne descalza de Illinois

sin queja y sin acedía:

vuelve el tiempo del brazo en alto

y del hacha azulada y fría.

Álzate como de niño,

carne sin apostasía.

Estrega tus ojos, tira tu sueño,

descuelga el hacha de la alquería.

Tu cuerpo no se ha podrido,

halcón blanco de cetrería,

en tu sepultura bravía.

Te llega de nuevo el turno,

leñador de la alquería.

La fiera baja sobre el valle,

la mujer y el niño de cría.

Y otra vez es necesaria

el hacha, el salto y montería.

Padre Lincoln III

Ojos tristes que vieron

su muerte y boca que la bebía,

Padre Lincoln, cara de piedra

que como Cristo su fin sabía.

Niño leñador, y hombre leñador

cuya hacha el árbol abatía,

y abatía los corazones

de cantera e insanía.

Estira tus ojos, avienta el sueño,

licencia la noche y acepta el día.

Carne descalza de Illinois

quemada de nieve fría.

Todavía es tiempo del brazo

en alto y el hacha fría,

porque regresan los tiempos

de impiedad y la agonía.

Álzate como de niño

a la claridad de este día.

Estrega tus ojos, tira tu sueño,

descuelga el hacha que dormía.

Te llega de nuevo el turno

varón de labranza y de montería

baja al valle y a las puertas,

la mujer y el niño de cría,

la Tarasca y la Gorgona,

el dragón de la roja encía

y otra vez es necesario

el salto, el grito, la cacería,

pagana demencia, herejía.

Tu cuerpo no se ha podrido

en tanto y tanto día,

asfixiador de la bestia,

sequoia cáscara bravía,

los hombros se te enderezan,

y cantan tus dos mil venas,

como mozos de canturía.

Hueles al aire del Este

con olor de sangre y fechoría,

oyes a Seth y Abel que corren

la Tierra morada-sombría

y en la cabaña de tu padre

coges el hacha que dormía

y se van a ti los ojos

como a halcón de cetrería.

En el nombre del Dios Padre

que manda al Ángel y al Guía,

salta como el delfín

cuando salta en la lejanía.

Ven a nosotros, el Padre,

sube por nuestra letanía,

que iremos detrás de ti

por cerro y por pradería.

Piedra con rocío

La tierra es dura, mala y terca

y en esa Valkiria nacimos

y en este casco nos criaron

y de este gran dolor venimos.

Pero en el filo de la medianoche,

cuando no vemos, cae el rocío,

y hay techos, muros y puertas,

pero en nosotros cae el más fino,

baja el niño que es sin pisada

y que se parece a Jesucristo.

Cae al pecho de los mineros,

y de pescadores curtidos.

Cae a sienes de ebrios y crueles

y a la boca del forajido,

cae a mejillas de mujeres

y uno por uno, a niño y niño.

Herencia llevo de mi madre

y la abuela de mi destino:

en unas gotas, en una hebra

que cae y cae y es de rocío.

Cae a mi lengua y a mi entraña

y a voz y boca con que lo digo.

En la piedra nos criamos,

piedra tenemos, piedra tuvimos.

La padecemos y la llevamos,

la mordemos y la partimos.

Pero os cuento, gente del mar

y de los llanos de dulces limos,

cae rocío sobre nosotros

que despiertos o que dormidos,

cae más tierno sobre el mar duro

y cae ingenuo sobre el temido.

Cae de nuestra alegría

y a veces de nuestro gemido

y de nuestra oración cae,

y de las puertas que abrimos,

cae de las frases que hemos dicho,

y las uvas que exprimimos.

En el arca de piedra de Chile

como es tan dura, dulce es el rocío.

Lo que es tierno aquí es más tierno,

lo verdeante y lo blanquecino,

la avena, la leche, la fruta,

el álamo, la fruta, los niños.

En la vaina de piedra negra,

piedra azul y peñasco cetrino,

cae en el alba que es encubierta,

y en la noche por no ser visto,

cae dulce y secreto el rocío,

él cae a nosotros mismos,

sube del agua salobérrima

que mentamos Mar Pacífico.

Rocío, hermano, veraz rocío,

en la sangre y en la leche

de hombre y mujer allí nacido,

rocío que empapa vaina de piedra,

lonja de piedra, raza de piedra,

gota de hoy, gota de siempre,

gracia del alba sobre nosotros

y de Nuestro Señor Jesucristo.

Ríos de América

Ríos de América corren mi cara,

eran mi sangre y son mi sangre,

el Magdalena, el Aconcagua,

Maullín y Usumacinta,

signo y seña de mis entrañas.

Mares ajenos, ríos extraños,

los navegué vuelta fantasma.

Aguas de América llevan mi cara,

llevan mi cuerpo, llevan mis miembros,

llevan deshecha mi garganta.

Aguas inmensas y aguas vanas,

dulces aguas sacerdotales,

aguas que quieren demorarse

pero corren a su nirvana.

Al mentarlas huello sus limos

y oigo el grito de una piragua.

Unos son sangres adolescentes,

otros son sangres amoratadas;

los hay de leche demetérica

o sin color como palabras.

Cuando las vuelvo a ver les grito

como a mi madre resucitada.

A sus orillas los oigo y me oigo.

Viejos amantes que otra vez hablan

y cruzan rápidos peces-quetzales,

deshacen y hácense algas trenzadas.

Cuando aparecen los reconocen

y saltan de ellos mis entrañas.

Brujas aguas que corren lentas, lentas

aunque vayan arrebatadas,

grandes, calladas y fatales

y secretas y reveladas.

Aguas de América, cuerpo de dioses

que pasaron y que no pasan.

Selva

La selva está naciendo

por más que es eterna.

Nunca se acabará

bulto que llaman selva.

Está como parada

y con la frente vuela.

Es de nadie o del indio,

la mala y santa selva.

Es verde, negra y verde

y sin color la selva.

La digo de ser indio

y de saberla entera.

Las que se llaman Madres

dicen están en ella:

está la Madre Fuego,

Madre Agua y Madre Ceiba.

Le lavó el río Amazonas

el cuerpo sangriento

y le secaron las ramas

los doce vientos.

A ninguno se dio.

Por virgen se la queman.

Al indio se le da

la dura que es la tierna.

Está lo que es mejor

que hombre y luz en ella,

están tantos misterios

que en noches espejea.

A ver si se la entienden

y a ver si me la dejan.

El blanco no merece

su techo de tristeza.

Si viene por el río,

mejor que se devuelva.

Las bestias que ella cría,

sus troncos aprietan

y el indio a quien la dieron,

si la ha de dar, la quema.

La selva que caminan

es cosa verdadera

con hálitos oscuros

se borra cuando llegan

o muda, y ellos siempre

se buscarán la selva.

Los blancos toma-todo,

que dejen la selva.

Cuando se acabe el indio,

al que la dieron, vuelvan.

Siesta en el trópico

A esta hora de sol sobre el Trópico

huelen fuerte cafeto y caña.

Tanto es el azul que no hay otra cosa,

tanto el mundo que, ¿para qué el alma?

El cafetal florido en lomas

llega a criaturas y casas.

E irrita de densa y molida

muriendo en las muelas, la caña.

Hay que hacer los cantos de aquí,

los de ultramar se desmigajan

con este azul y esta fragancia.

Hay que entender negros de zumo

y olvidarse robles por palmas

y hay que llevar, cuerpo del Sur,

la blusa del cafeto, blanca

y caminar grave y ligero:

cual camina quieta, la palma.

Valle nuestro

En el Valle que llaman Elqui

pastoreados por montañas

y llevados por el río

de la mañana al crepúsculo,

juntos se siembra y se riega,

mano a mano se vendimia

en corro se canta o llora

y juntos se nace, vive y muere.

El hambre de vernos en corro unos

como el pedúnculo y la hoja,

viene, se allega y se arrepiente

como ladrón o fascineroso.

Y va el pan de mano en mano

en paloma amaestrada

y en Santo Espíritu baja

cuando es la hora sobre todos.

Y la Muerte, de vernos unos

y con los ojos en los ojos

a veces toma y suelta nuestros brazos.

Juntos son los bautizos

y las bodas y los natalicios,

y el atajar al río lobo

y al rodado de la piedra.

Con pocos nombres nos llamamos,

dos o tres sangres nos riegan

y los gestos y los ademanes

son iguales de rostro a rostro

y las higueras gesticulantes

y las vides bailadoras.

Y al dejar el Valle

y al bajar los cerros

con los dientes apretados

y la extrañeza y el estupor en los ojos,

nos aprendemos la agriura

del pan y el vino de cada uno,

las puertas duras de cerrojos,

el toma y daca de la costa,

los nombres duros a la lengua,

el ceño de hiel oscura,

la lengua de piedra majada,

el Dios oblicuo

y el mar que aúlla.

Almácigo

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