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Capítulo i

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Olivia estaba sentada frente a la ventana, tejido en mano, mientras la nieve caía lenta y constante. Separó los ojos de su labor y miró a su hija adolescente con atención: Carina era llamativa, parlanchina. La hacía sentir orgullosa y permanentemente preocupada. Se dio cuenta de que tenía que asir ese momento de placidez, recordar la serenidad de ese día de invierno.

—¿Sabes? Todavía me sorprendo cuando recuerdo que tenemos varios años de haber migrado a este país. Supongo que hay muchas historias como la nuestra, pero en ocasiones siento como si una tormenta nos hubiera lanzado aquí de golpe.

Afuera, y a pesar de la nieve, las ardillas y los pájaros se alimentaban con las semillas de girasol que caían del comedero.

—Supongo que muchos seres humanos somos así —continuó tejiendo— no podemos estarnos quietos y probamos suerte en distintos lugares, hasta que encontramos por fin un espacio en el que podemos sentirnos en paz. Y es tan importante hallarlo, que nuestras historias siempre tienen que ver con eso.

Carina asintió de manera distraída y volvió los ojos a su computadora. De pronto, un golpe seco en la puerta hizo brincar a las dos mujeres. Enigma, la gata, corrió a meterse debajo del sillón.

Olivia detuvo su corazón con la mano y se levantó para abrir la puerta. Un cartero con nieve en las pestañas se mostraba impaciente por entregarle un sobre que debía firmar. El viento frío, o tal vez la emoción, puso color en las mejillas de la mujer.

El remitente decía Amán… y el sobre provenía de la librería Newport Rare Books, en Nueva York. Agradeció al empleado del servicio postal y regresó a la estancia.

—¿Qué es, ma? ¿Un cupón?

—No.

Los ojos de la mujer tardaron un par de minutos en recorrer la carta varias veces. Por fin agregó:

—Hay un señor Amán… que necesita hablar conmigo. Se trata de don Carlos, parece que dejó instrucciones para que me entregaran unos libros.

—¿Don Carlos? ¿Tu antiguo jefe? ¿Hasta acá? Qué chistoso, ¿no acabas de soñar con él?

—Sí —Olivia se mordió los labios— en el sueño me hablaba por teléfono, como solía hacerlo todos los días desde que emigramos a Nueva Jersey. Yo le decía algo muy estúpido. La mujer dudó en contar la anécdota.

—¿Qué, pues?

—Bueno, yo le decía: “Carlos, pensé que estabas muerto”. Y él, como si se estuviera enterando por mí, respondió algo así como: “Oh, no”, y colgó.

Carina soltó una carcajada.

—Perdón, mamá. Sé que lo querías. Pero fue chistoso soñar eso, admítelo.

Olivia también sonrió.

—Tienes razón, no fue un sueño triste, solo extraño. Creo que soñé así porque no pude ir al sepelio ni despedirme de él. Ni siquiera lo visité la Navidad pasada en que presentí que ese año sería el último para él.

—Pues ya estaba viejito, y además no oía. Aunque ahora que lo pienso, algo ocurría cuando tú le hablabas, entonces sí que escuchaba. ¡Y mira que hablas como un pajarito!

Olivia sonrió de nuevo. Mucha gente en la oficina le pedía que intercediera en la comunicación con don Carlos porque parecía sordo para todos los demás.

—Tienes razón. Algo pasaba. Cada palabra mía le parecía importante. La verdad es que escuchaba mejor con el oído derecho. Yo procuraba ponerme de ese lado. Y si le hablaba, su atención me hacía sentir admirable, profesional, inteligente. Creo que con eso me dio el mejor regalo que un hombre puede hacerle a una mujer.

—Justo estoy haciendo una tarea sobre género. ¡Voy a poner eso! —Carina parecía haber descubierto algo importante— Escucha, esto dice Virginia Woolf: “para ambos sexos la vida es ardua, difícil, una lucha perpetua. Requiere un coraje y una fuerza gigantes. Más que nada, viviendo como vivimos de la ilusión, quizá lo más importante para nosotros sea la confianza en nosotros mismos”. Queda perfecto agregar ahora lo que dijiste de sentirse admirable y profesional.

—Bien dicho.

Puso a un lado la carta. No estaba lista para hablarle al señor Amán.

Por un sendero de sueños

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