Читать книгу Por un sendero de sueños - Gabriela Santana - Страница 5

Capítulo iii

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Enigma parecía intrigada frente a la ventana. Olivia se acercó para constatar que la nieve se estaba acumulando lentamente en las ramas desnudas de los árboles.

No voy a poder ir en autobús a la ciudad. Siempre modifican los horarios. Eran las cuatro de la tarde. Había una luminosidad peculiar en el cielo: la blancura de la nieve, quizás. Tomó el teléfono para cancelar su cita, pero enseguida colgó. No puedo vivir con miedo. Para animarse, fue a la cocina y sacó el coñac y una copa de la alacena. Bebió un sorbo que le calentó la garganta y mandó sangre a sus mejillas. Tomó las llaves del Toyota y salió.

El gps le indicó que estaría en su destino en una hora. Tenía tiempo para llegar, estacionar el auto y serenarse en algún café antes de conocer al señor Amán. Pensó en el concepto de “serenarse”: odiaba manejar en condiciones de nieve y hielo, en la total oscuridad que habría a su regreso.

Ya en camino, se dio cuenta de que el viento empujaba el vehículo. Se aferró al volante y rezó. ¿Qué tal si me toca el alto y no puedo detenerme? Siguió con precaución agradeciendo que la calle estuviera vacía, y redujo la velocidad. La sensación de no poder frenar si encontraba hielo negro la aterraba. Al llegar al Washington Bridge el gps falló por completo. ¿La estructura del puente?, ¿el río? Maldijo el aparato, pero lo que realmente le enojaba era su poco sentido de orientación. “Todo mundo parece saber a dónde va, excepto yo”. Recordó haber transitado antes la interestatal 95 así que tomó la salida de la derecha rumbo a Hudson Parkway. Al volver la mirada hacia Nueva Jersey vio reposando en el río un viejo barco de vapor. ¿Una película? Redujo de nuevo la velocidad para observar de qué se trataba, pero la bruma había ocultado el barco.

Desde que llegó a Estados Unidos, Olivia vivía con un constante sentido de extrañeza. A veces era lenta en responder porque tardaba en salir de su asombro. Ni siquiera se daba cuenta de si la discriminaban o no. Era como estar permanentemente en la novela de Lewis Carroll: con sombrereros locos y cerditos alérgicos a la pimienta.

La librería estaba en Midtown, en la calle de Madison. Pensó en guiarse por la catedral de San Patricio y tomó la salida a la izquierda para encontrarse con la torre de la iglesia. Lo que halló fue el museo de cera. Una vez más bajó la velocidad, y le sorprendió no encontrar turistas en la zona. Tal vez la nevada se va a poner peor. Entonces tuvo otra visión: una de las figuras de cera, la gitana, levantó la mano para decirle adiós. ¡Vaya!, hasta mecanizaron estas estúpidas figuras. Olivia sudó helado dentro del auto. ¿A quién se le ocurre dejarlas afuera si ni hay gente para la foto? Lo bueno es que al menos ya sé por dónde ando.

Siguió por la calle 42 hasta el parque Bryant, donde alguna vez había llevado a su hija a la biblioteca y a patinar.

Le tocó parar en el alto. La nieve se había convertido en granizo, y tuvo que aumentar la cantidad de aire caliente para desempañar el parabrisas. En el parque, el carrusel giraba lentamente, y qué curioso, la pista de hielo no estaba. Parecía el mismo parque, pero como lo mostraba una fotografía del pasado que había visto en la biblioteca, cuando era un lugar de pleitos entre narcotraficantes, y las prostitutas gobernaban las esquinas. En los años setenta, en ese parque, un hombre había sido asesinado y desfigurado con una navaja por una disputa de juego.

Faltaban aún varias cuadras para llegar a la 54, pero era peor estar al volante, así que entró en el primer estacionamiento que pudo: confiaba más en sus piernas que en las llantas del auto.

Luchó varias cuadras contra el viento con un paraguas que había quedado inservible a los primeros pasos. Así llegó al lugar de su cita.

Newport Rare Books era un espacio realmente magnífico. Al entrar, el olor de la madera inundó su cerebro. Los libreros que exhibían los volúmenes ocupaban de piso a techo un salón que estaba delimitado por dos columnas gruesas de roble. Al centro una mesa con sillas de piel, y un candil de cristal rosado daban a toda el área un aspecto cálido y antiguo.

Atraída por una de las colecciones de libros con lomos dorados, se aproximó a las vitrinas. En una tenían El guardián entre el centeno, firmado por Salinger, un libro del senador John F. Kennedy y el manuscrito de Desayuno en Tiffany, de Capote. Del otro lado estaba una de las primeras ediciones de El viejo y el mar y un Harry Potter firmado por Rowling cuyo costo era de 13 mil dólares. Olivia sonrió al pensar que a su hija le hubiera gustado ver dicho libro. En otro librero estaban las Obras de Platón, Los viajes de Marco Polo, y una edición en piel de Alicia en el país de las maravillas, con un conejo y una reina grabados en oro. Más allá la foto de Lincoln en 22 mil dólares. Era como estar en un museo.

En una de las salitas de la parte trasera había una mujer hablando con un agente. La puerta estaba abierta y Olivia se sintió curiosa de conocer el proceso. Se acercó para observar. La señora, que estaba de espaldas, al parecer había llevado a vender una edición numerada del Ulises de Joyce. Se trataba del volumen número 91 de 100 copias firmadas por el autor. El libro había sido editado por Shakespeare and Company en 1922.

El agente colocó el tomo y lo puso sobre un cojín con forma de uve encima de la mesa.

—Necesitamos mandarle a hacer una caja y que nos firme ciertos papeles, uno de ellos es un seguro que cubre el libro desde que usted nos lo confía.

Olivia se sintió indiscreta y dio un paso atrás. El agente, que al parecer no se había percatado de su presencia, se levantó muy serio para cerrar la puerta de la salita. Antes de hacerlo la miró fijamente.

—¿Tiene una cita? Enseguida la atienden —dijo en inglés.

A pesar de que no podía ver el rostro de la mujer, Olivia sintió que había algo familiar en ella. Era como si se hubiese visto a sí misma, en otro momento, con la combinación de urgencia y desazón que imprime en el alma la necesidad de vender algo heredado. No cabe duda de que los libros y las joyas son de nadie, pensó. El cuarto le había dado la sensación de una tristeza remota.

Halló otra salita y esperó sentada, tratando de acomodarse la ropa, el cabello, la maltratada del frío que le quemaba todavía los dedos y la espalda. Últimamente tomaba analgésicos todos los días. Se puso a ver el catálogo de libros.

—Buenas tardes —dijo una voz profunda.

Olivia brincó en el sillón. Un hombre de piel morena y ojos grandes le extendió la mano sonriendo.

—Perdóneme, no quise asustarla. Mi nombre es Amán. ¿Habla español, cierto? Yo también.

La invitó a pasar a uno de los privados y le ofreció un té:

—¡Vaya tormenta! No sé a qué hora podremos salir.

—¿De dónde es usted? —preguntó Olivia.

—Nací en Extremadura… de familia republicana. Siempre quiero aclararlo.

—Ah. Por el nombre y su aspecto pensé que era árabe.

—Mi nombre me ha dado problemas, lo confieso. Antes era más sencillo viajar. En cuanto a los orígenes, probablemente esté usted en lo cierto.

Olivia sonrió con coquetería. Luego se regañó a sí misma. Estaba ahí en plan profesional.

—Don Carlos dejó dos obras para usted. La primera está aún en proceso de restauración. La otra obra sí está lista para su entrega; sin embargo no creo que pueda llevarse ningún libro el día de hoy. Se echaría a perder con la tormenta. Lo que puedo hacer es mostrarle el libro que está a mi cargo. Para proceder, ¿me podría permitir alguna identificación?

—Claro—. Olivia entregó su licencia.

Amán se inclinó respetuosamente y fue a la vitrina de donde extrajo un libro mediano, encuadernado en piel. En la mesa puso la almohada en forma de uve y apoyó el volumen con cuidado. El título decía Epameroi.

—¿Qué es esto?

—Es una traducción anotada de la obra de Píndaro. El título significa en español “Ser de un día”, o efímero, si gusta. Lo interesante de este volumen son las notas del lector. La tinta es antigua.

—¿Lo ha leído?

—No, tanto como eso, no. Nos familiarizamos con el contenido para generar el seguro de cada libro. Esta obra trata del tiempo, pero las notas hacen referencia a la posibilidad de superar la muerte a través de la escritura. Quien las puso concebía la escritura como un gesto desesperado para incorporar en la mente del lector una forma de continuidad, una semilla del presente.

—A don Carlos le encantaba la filosofía.

—¿Y la magia?

Olivia escudriñó a su interlocutor. Los ojos negros de Amán no parecían bromear.

—Imagine un texto en el que pudieran actualizarse no solo las palabras sino otras memorias, otras identidades, la existencia misma de aquellos que al pronunciar un discurso se pudieran materializar en la mente del lector.

—Bueno, ocurre en la ficción, sin duda, cuando alguien es muy imaginativo —Olivia trataba de mostrarse intelectual.

—Es algo más, señora. Las notas hablan de revivir el impulso que se pronunció en el papel a un solitario observador que lo actualiza. Como si el texto fuera una red en donde se sostienen otras vidas, otras posibilidades. Dígame algo, Olivia, ¿qué daría por recordar sus otras vidas?

Olivia abrió la boca y la mantuvo un segundo así, tratando de encontrar en el aire no tanto la respuesta como el sentido de la pregunta. Un timbre agudo rompió el contacto de las miradas. Olivia tembló como si hubiese pasado una descarga eléctrica por su cuerpo.

—Creo que la llaman. Su hija debe de estar preocupada por usted.

—¿Cómo sabe…? —comenzó Olivia, mientras sacaba el celular de su bolsa. Volteó sorprendida al constatar que era una llamada de Carina, pero Amán la había dejado sola en el privado.

Por un sendero de sueños

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