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Capítulo ii

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Siguió tejiendo como para ordenar sus pensamientos. Cuando tejía, la trama resultaba lo de menos, lo importante era tener la mente entretenida en algo concreto. Tejía para visualizar proyectos. Se decía a sí misma cosas como: “cuando acabe esta bufanda habrá ocurrido tal o cual cosa”. Entonces, el estambre la conectaba con su proyecto y, a veces, milagrosamente, se resolvía algún dilema.

Le tocaba una vuelta de reveses que la llevó a pensar en ella misma; en lo que hacía que estuviese frente a esa ventana, en ese preciso instante, con una carta que le traía noticias del pasado. De pronto, un mal recuerdo la asaltó como un insecto necio. En esta empresa en donde ahora trabajaba no habían faltado los comentarios desagradables sobre su personalidad.

—Yo soy como la Diana cazadora, pero tú eres como Perséfone —le había dicho Celia, una mujer de su oficina—. Al verte pienso en la típica doncella sin metas claras. Una Blanca Nieves vulnerable, sumisa y complaciente, en espera de que llegue un hombre que la rescate.

Olivia había respondido con un insulto que nadie escuchó porque no alcanzó a salir de su cabeza. Lástima. Odiaba esos ataques de timidez.

La verdad es que su compañera de trabajo no se equivocaba del todo. De joven había procurado conseguir la aprobación materna y delegar decisiones importantes en figuras de autoridad. Después de todo, ser la menor de los hermanos, y portarse lo mejor posible para complacerlos, sí parecía algo como del personaje bondadoso de cualquier cuento. Sin embargo, la otra parte del arquetipo de la diosa griega, también se había cumplido en ella. Secuestrada por Hades, no le había quedado otra alternativa que crecer en el propio infierno. Bah, si fui Perséfone, me las arreglé para escapar.

Después de divorciarse lloró por un año. Luego cruzó el río Hudson sin volver la vista atrás.

¿Cuál habría sido su destino de haber permanecido en México? La carta llegaba trayéndole noticias de un universo paralelo, anterior al momento en el que había tomado el volante de su vida.

Volvió la vista a la ventana. Un cardenal se había acercado a las semillas haciendo contrastar su hermoso color rojo con el fondo de la nieve.

Olivia volvió a pensar en la suerte que era vivir en esa casa: Pues sí, parece que este es mi lugar. En esta tierra me siento capaz de crecer yo misma y de alimentar a otros. Es como si aquí, enterradas en alguna parte del jardín, yo también tuviera raíces.

Lo curioso es que esa sensación a veces se extendía a las calles de su pueblo, a la ciudad de Nueva York, que estaba apenas a unos minutos en auto, o hasta a parques y bosques que la hacían sentir una familiaridad extraña, un reencuentro con viejos conocidos.

Este último pensamiento la hizo volver al recuerdo de don Carlos. Su exjefe había sido un hombre ejemplar en su vida. Ni triste ni infantil, ni ansioso ni vociferante, Carlos había sido un hombre que no necesitaba demostrar nada a los demás. No le había pedido más ternura que la que él mismo podía ofrecerle. Con su cariño, la había hecho comprender que la vida no eran prohibiciones ni cadenas, ni emociones súbitas, siquiera. La vida era algo simple: un cardenal que come, un copo de nieve que cae, un amor que no toma en cuenta quién es mejor que quién, ni la vida que se puede planear con esa otra persona. Dejar su país había sido doloroso por dejarlo a él.

Recordó cierto viaje que hicieron juntos a San Miguel Allende. Carlos estaba con ella. Habían ido a buscar un tal Instituto Simone Weil con la intención de publicar un libro de la filósofa francesa.

La Weil era un sólido puente que los había acercado de muchas maneras.

—Era una chamaquilla necia y admirable. Difícilmente alguien puede pensar, escribir y actuar con la congruencia con la que esa mujer lo hizo. Necesitamos darla a conocer más en nuestro país… y quiero que tú hagas el prólogo de esa edición.

—Necesito que me orientes, leer todo lo que pueda de ella. Lo que haga falta.

—Hablas francés, ¿no? Mañana te hago llegar sus libros a la oficina.

Don Carlos había puntualizado su interés en publicar un libro en concreto, titulado El enraizamiento. Hablaron del compromiso que se tiene con la historia, de comprender el sufrimiento de otros, de la necesidad humana básica de echar raíces. Después de visitar el instituto, la noche los sorprendió con la vía láctea en todo su esplendor. El sentimiento de insignificancia frente al cosmos fue, para Olivia, magnífico y abrumador.

El chofer los dejó en el hotel y subieron las escaleras tomados del brazo. Carlos parecía quebrarse a cada paso, así de frágiles nos pone la vida a los 80. Olivia quería asegurarse de que aquel hombre no se le cayera en las escaleras, pero, para no ofenderlo, le hacía creer que era ella quien necesitaba su apoyo.

—Me encanta que me hables de tú. A veces olvido que te llevo treinta y siete años.

—No se le puede hablar de “usted” a un libro abierto.

Carlos soltó una carcajada que pareció regresarlo a su juventud. Al llegar a la puerta de una de las habitaciones, ella se acercó para darle las buenas noches con un beso en la mejilla. Se encontró con unos hermosos ojos húmedos y azules:

—Quiero estar contigo.

Hay muchas maneras de decir gracias. Se puede decir algo como: “te quiero por hacerme brillar”; “me hace feliz que creas en mí”; “tenía dolor, y tú me has rescatado” o “tu editorial es maravillosa por publicar filosofía”. Sin embargo, Olivia se limitó a decirle:

—¿Quieres pasar?

Ahora don Carlos aparecía de nuevo en su vida. Esta vez dentro de un sobre, diciéndole “te quiero” con un regalo inesperado: libros. Una vez más ese hombre la llamaba intelectual, la reconocía, escuchaba su soledad desde un universo remoto y la perdonaba por haberlo abandonado a su fragilidad de viejo.

Volvió a las puntadas de reveses mientras en su cabeza resonó una canción de Nina Simone que definía a su amigo.

My baby don’t care for shows/ My baby don’t care for clothes/ My baby just cares for me/ My baby don’t care for cars and races/ My baby don’t care for high-tone places

—Pero entonces, ¿qué dice la carta? ¿Te heredó unos libros? —interrumpió Carina sus pensamientos— ¿Cuándo vas a ir a la ciudad? ¿Te puedo acompañar?

Olivia tardó unos segundos en regresar a las preguntas de su hija. Dejó a un lado el tejido, como si le sorprendiera la cantidad de recuerdos que le había traído.

—Está bien, voy a ocuparme de concertar esa cita.

—¿Por qué crees que te dejaría unos libros a ti? ¿Qué no tenía esposa e hijos, ese don Carlos?

—Sí. Y ya no me hagas preguntas, mejor síguele dando a la tarea.

La joven hizo como que regresaba la mirada a su trabajo. La mujer marcó el número en el teléfono. Su voz, titubeante y con un fuerte acento hispano, preguntó en inglés: “¿Podría hablar con el señor Amán?”

Por un sendero de sueños

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