Читать книгу Por un sendero de sueños - Gabriela Santana - Страница 7

Capítulo v

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Carina vio a su amiga salir por la puerta y comenzó la danza con la que la embromaba: “¡Musuwa, Katende, Katende, oui!”. Levantaba los brazos como si estuviera exorcizándola y exageraba los pasos para que pareciera un ritual.

—Basta ya, sonsa —su francés era nasal con énfasis en las erres.

Musuwa y su familia habían llegado del Congo a principios de año. En highschool tomaba los cursos de inglés como segunda lengua, pero se había hecho amiga de Carina por ser vecinas y además porque hablaba suficiente francés y la ayudaba con la tarea.

Se abrazaron y comenzaron a caminar juntas a la escuela. Musuwa era alta, delgada, de piernas muy largas y su piel era como un carbón iluminado. Contrastaba con Carina que era bajita, muy blanca y de ojos expresivos.

—¿Tus hermanos no vienen con nosotras a la escuela?

—No.

Carina hizo un gesto desaprobatorio.

—Tienes que articular más tus respuestas. Como cuando te entrevisté para lo del soccer. Tuve que agregarle cosas porque solo decías: sí, no, porque me gusta…

Por ejemplo, ¿por qué practicas soccer?

Musuwa entornó los ojos

—Porque me gus… por el deporte.

Carina soltó la carcajada.

—¡No, mujer! Se contesta: porque es un deporte que aporta beneficios para la salud física y emocional, además de que me da un sentido de logro, liderazgo y trabajo en equipo.

—Como sea. Me gusta correr.

—Te creo, pero no sirve poner solo eso en el periódico. En fin, ¿hiciste la tarea?

—No.

—Y la respuesta completa es…

—¿No supiste lo que pasó?

—¿Qué pasó? Aparte de que cerraron la escuela por la nevada.

—Falleció un amigo de mi hermano. Creo que el chico estaba en tu salón de Mate.

Carina palideció.

—Se llamaba Jason.

—¡Ay!, no me digas. Sí, se sentaba junto a mí.

Musuwa se cerró el abrigo y se tapó nariz y boca con la bufanda. Aumentó la velocidad de su paso, lo que hizo que Carina tuviera que pegar una carrerita para alcanzarla.

—No quiero preocuparte, pero ¿recuerdas la cápsula del tiempo que sacamos los de mi grupo este otoño? Entre las notas que guardaba, había una que decía que la muerte iba a llegar a la escuela multiplicada por tres.

—Ah, creo que sí. Me contaste.

—Pues haz cuentas. Patrick también estaba en tu salón de Mate. Estaba borracho cuando resbaló en la empalizada y se mató. Y ahora Jason.

—Bueno, Jason tenía diabetes.

—¿Y solo por tener diabetes es normal que se haya muerto? No, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—Como te dije, no quiero preocuparte, pero van dos de tres… en tu salón.

—Es cierto, ¡no manches! Patrick se sentaba junto a Jason, y Jason junto a mí.

—No solo eso. Patrick se apellidaba Sanders, Jason se apellidaba Silvan y tú eres Soler.

—Pues sí. Nos sientan en orden alfabético.

—Si van en orden, tal vez sigues tú.

Carina fulminó a su amiga con la mirada.

—¡Cállate! Las palabras pueden hacer realidad las cosas. ¿Cómo se te ocurre decir eso en voz alta? Pensé que eras mi amiga. Yo sí hice mi tarea, por eso te desquitaste, ¿verdad?

—Bueno, le dio hepatitis.

—¿Quién? ¿De qué hablas?

—De Jason. Tienes razón, perdóname. La hepatitis es fatal para alguien con diabetes. Solo me preocupé por la coincidencia.

Llegaron a la escuela en silencio. Musuwa fue a buscar a sus hermanos y Carina se dirigió a su casillero. Tardó en abrirlo hasta que de un tirón lo logró, y sacó de su mochila un par de calcetas secas y tenis. Estaba llena de sensaciones extrañas, y todas ellas frías.

Anunciaron que habría asamblea en el salón de usos múltiples. No sentía ninguna prisa en llegar. Otros compañeros caminaban en pares: amiga con amiga, novio y novia. Pensó en Josef, que le cargaba sus cuadernos. Se había marchado a trabajar en un kibutz, y ahora cuando le mandaba algún correo solo ponía cosas de su estancia en Israel y de la guerra. ¿Con quién compartiría su inquietud? Si tan solo Musuwa se hubiera callado la parte de la cápsula de tiempo. ¿A quién se le ocurriría escribir algo así y enterrarlo para preocupar a alguien 30 años después?

Comenzó a sentir lo que ella llamaba “salivación”. Le ocurría cuando estaba ansiosa. La boca se le llenaba de un agua amarga que tenía que pasarse por pena a escupirla una y otra vez. Así pasó el día en la escuela, ausente, con una sensación de estar viviendo un día irreal y sintiendo un frío instalado en el estómago.

Cuando llegó a la clase de matemáticas, se percató de que muchos en el salón parecían haber sacado la misma conclusión de Musuwa. Dos chicas la vieron con más temor que empatía y comentaron algo entre ellas. Carina se irguió y las miró con rabia. El profesor hizo oficial la noticia de Jason. Apuntó en el pizarrón el nombre de la iglesia donde habría un servicio, y les dio el resto de la clase para ir a la biblioteca. Parecía un déjà vu de lo de Patrick: el mismo profesor, la misma tristeza generalizada. Solo que Jason y Patrick era muy distintos. Además Jason, a pesar de su vulnerabilidad, había sido amigo de Carina. Ahora, por supuesto, estaba el factor de la maldición escolar, en la que ella parecía ser la protagonista. ¡Vaya día! Nunca imaginó que se iba a sentir así: enojada y vacía.

Llevaba dinero para comprar comida, pero no quiso hacer la fila. En cambio vio que alguien estaba ofreciendo galletas en el corredor. Se trataba de recibir la galleta y prometer que votaría por esa persona para líder estudiantil. Tomó el polvorón y puso su correo en la hoja de registro. En seguida empezó a comerla. Apenas había caminado dos pasos, cuando la galleta seca tomó una mala dirección en su tráquea y sintió que la ahogaba. Levantó los brazos desesperada y trató de toser, cuando sintió un golpe en la espalda que hizo salir el trozo de galleta como un proyectil.

—¡Ew!, qué desagradable! —dijo alguien.

Carina escuchó risas, pero prefirió voltear a ver quién le había salvado del ahogamiento. Entre el grupo de estudiantes vio a un chico que cargaba su patineta en la mochila. Levantó el pulgar en señal de okey, le sonrió y se fue. La joven se dirigió al bebedero y se prendió del agua. No solo quería sentirse viva sino también romper el nudo en la garganta que le había quedado. Era un día para sentarse a llorar.

Llegó la hora de la salida y comenzó a caminar rumbo a casa. Como hacía frío prefirió salir por la puerta de la cafetería. Esta daba al patio donde se estacionaban los autobuses escolares, y se colectaba la basura. Torciendo a la derecha por un sendero pequeño y arbolado podía tomar su calle un par de cuadras arriba.

Iba hablando consigo misma y renegando de las injusticias de ese día cuando un roble seco, vencido por la nieve, dejó caer una pesada rama junto a ella. La mole cayó haciendo un gran estrépito, y algunas ramas laterales alcanzaron a rasguñarla. El corazón, trastornado, salió de su cuerpo y regresó en un instante.

—¡Cuidado! ¿Estás bien? —el intendente la tomó del brazo, su tono era de regaño —No debes caminar por aquí. Aún no revisamos toda la zona, y estos árboles están pesados de nieve. Es normal que algunos se rompan.

El hombre debió de haber visto tal terror en los ojos de Carina al punto que suavizó su tono.

—Bueno. Ya tranquila. ¿Por qué no saliste por la puerta principal?

Carina no respondió. No dijo gracias, ni explicó. Lívida, como estaba, echó a correr apenas atada a la realidad y resbalando en los parches de agua y hielo que la nieve derretida comenzaba a formar.

Al llegar a casa constató que su mamá no estaba. Quiso acariciar a Enigma, pero la gata se echó a correr en dirección a la cocina.

—También yo tengo hambre. Creo.

Encogida, subió el termostato y fue al microondas para calentar un saco de semillas que servía para contracturas musculares.

—Primero necesito quitarme el frío de la panza.

Hablaba en voz alta aunque la gata no parecía estar interesada.

El ruido de la llave las sorprendió. Era Olivia.

—Ma, qué bueno que llegas. ¿Qué crees? Por poco me mata la rama de un árbol.

—¿Qué dices? ¡Ay, no, Carina, por una vez déjame acabar de llegar! Siempre son tus cosas y tus tragedias. Hoy no estoy bien. Me siento muy mareada. Dormí pésimo en el hotel en el que me tuve que quedar. Tuve un sueño extrañísimo. Tal vez el libro que me dieron me inquietó. El sueño me agotó como si hubiese vivido todo. Fue muy raro. ¿Cómo se portó Enigma?

—Está como asustada de mí. También en la escuela…

Olivia se llevó las manos a las sienes.

—Debo de tener algo en el oído. Me está fallando horrible el equilibrio, y hasta me duele la cabeza. ¿Por qué no te calientas algo de comer mientras yo me recuesto?

—Son las 4 de la tarde.

—Pues está oscurísimo. Odio que se termine tan pronto el día.

—¿Puedo ver el libro de don Carlos?

—No. Es un objeto muy valioso. Te lo presto cuando lo pueda supervisar. Ya sabes cómo me pongo cuando haces un desastre, como tirar el vaso de agua en la mesa y eso.

Carina pasó del sentimiento de abandono a querer confortar a su mamá, y luego a enojarse con ella. Todo en un minuto. Se le hizo un nudo en la garganta.

¡Me dejas sola en plena tormenta, y ahora no quieres enterarte de que murió mi amigo, y yo por poco también! Las palabras retumbaron en su cerebro sin poder salir. Su madre continuó:

—Además te he dicho que no andes explorando en el bosque. ¡Imagínate si de verdad te golpea una rama! Tienes que ayudarme a cuidarte, hija. No se vale.

Carina se dio la vuelta. No podía recibir un regaño más. Se acordó de su diario y del consuelo que le proporcionaba vaciar su mente en él. Empezaría por escribir lo injusta que se portaba su mamá, y luego iba a anotar lo de la maldición, para que cuando le tocara morir y se encontrara con su diario, su madre se sintiera culpable, además de triste y sola.

—¡Y si vas a estar en tu cuarto, levanta esos zapatos y no dejes tantas luces encendidas!

Enigma clavó sus ojos en Olivia y posteriormente en Carina. Luego de observar a una y a otra, pareció tomar una decisión: trepó velozmente las escaleras que conducían al cuarto de Carina.

Por un sendero de sueños

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