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II La coraza de los secretos

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El inesperado movimiento de tierra no les impidió continuar su camino a las cuevas… Muliana, exhausta y vencida, se había dejado caer del camastro, los golpes producidos por el trote descuidado de los caballos eran estampas punzantes en su vientre… el nacimiento se aproximaba, los dolores intensos oprimían su pecho impidiéndole respirar, no podía (no quería) continuar, debía ser ahí… antes de llegar a las rocas, al pie de las montañas enanas… justo ahí, bajo el baño de esta beneficiosa y muy oportuna lumbre lunar. Las mismas nubes que antes se habían entrelazado otorgándole a la noche un manto oscuro y sombrío, se apartaron presurosas para dejar ver la cara más ostentosa de esa luna brillante. El Monte Ermitaño, más allá del Valle de las Grietas, parecía despertar de su letargo. Muliana soltó un desgarrador alarido y dio a luz a una niña que fue recibida por los destellos de aquella gigantesca luna azulada.

—¡Dénmelo… quiero ver a mi hijo! –Los pezones le dolían, el vientre le oprimía hasta estrangularle la respiración, su voz se apagaba. Una pequeña se apiadó y colocó el crío en su regazo, era una niña, Muliana besó aquellos diminutos ojos hinchados.

La anciana hizo gestos sin emitir una sola palabra, las mujeres la colocaron nuevamente en el camastro, los caballos parecían ser los únicos conmovidos por su dolor, no trotaban, apenas se deslizaban, a pesar de los castigos de la anciana, se negaron a continuar la marcha, los perros atacaron la mano de la fusta y sus colmillos amedrentaron la ira de la impiadosa mujer, los animales rodearon a la parturienta que, entre el suave colchón de hierbas y los aullidos protectores de sus improvisados guardianes, daba a luz una nueva vida, el segundo nacimiento: un niño recibido por los retoños de la naturaleza… La misma niña sanguinaria, cortó el vínculo maternal y colocó al niño entre el cuello y la quijada de su madre, Muliana abrazó a sus hijos entre sollozos y desesperación.

La montaña tembló por segunda vez. Las mujeres al frente de los animales se frenaron dubitativas. Los quejidos de dolor ni siquiera les llamaba la atención, ellas permanecían absortas seducidas por lo que ocurría más allá del Valle de las Grietas: el lago de lava y fuego emitía sus primeros y perezosos bostezos, ante el segundo y muy agudo alarido, ellas le taparon la boca con sus manos sucias, sabían que aquel interminable lamento estaba interrumpiendo el prolongado descanso del Lago de Fuego.

Grito y explosión brotaron al unísono, mientras que el alarido traía una nueva vida, la explosión arrojaba un hipnótico río de lava hacia las laderas. Los brazos de fuego recibían al niño, únicos brazos que pudieron extenderse hacia él; su madre, desvanecida de dolor e incertidumbre, jamás pudo conectar con el niño.

Muliana al fin despertó entre sombras inquietas que se alargaban difusas y regresaban imprecisas mientras tejían redes sin forma sobre las piedras, ya no había ni luna ni hierbas ni brazos de fuego… Estaba en una cueva que ahogaba y oprimía todo cuanto pudiera sentir. Ya habían nacido tres, su padecimiento no era físico, ya habían nacido tres, pero ninguno descansaba en su regazo. Entre mezquinas lumbres y generosas tinieblas, apenas pudo ver que otros brazos cargaban a sus hijos hasta hacerlos desaparecer de su esforzada visión. Los dolores de parto retornaron presurosos.

—¡Hazlo! ¡Más ahí dentro… más ahí! –gritó la anciana, la rodeaban mujeres de rostros pétreos e inexpresivos como su palidez, sus cabellos lacios pegados al rostro, escasamente dejaban ver sus bestiales ojos siniestros.

—¡No soy yo, no somos la maldita predicción… dejen a mis hijos en paz! –balbuceó Muliana, pero en su interior gritaba otras palabras que no podían atravesar por su garganta–. ¡Déjennos en paz… por favor… por favor…! «Orruq, ¿dónde estás? Son tus hijos… Orruq…» lo llamó en silencio.

—¡Más ahí… despierta… sácalos! –gruñó por segunda vez la anciana, tomó su quijada y quedó observando en silencio cómo el índigo azulado de sus ojos se apagaba y se oscurecía, aquellas retinas ya no reflejaban las llamas; inertes, vítreas, habían sucumbido a medio cerrar–. Muerta ella, muertos todos –vociferó y escupió hacia un costado–, llévala a la fosa –ordenó sin mirar a nadie.

—¿Cuántos? –preguntó Urhoq perpetrado fuera de las cuevas, no se escuchaban las olas, el mar de las furias danzaba curiosamente calmo y acechante, las nubes cubrían la poderosa luna.

—Tres…

—Muertos ya. –Urhoq no hacía una pregunta.

—Mujeres dan muerte ahora. –La anciana lavaba sus manos en el mar, tenía su mirada difusa en la sangre que se diluía–. Adentro, más.

—¿Cinco?

—No sé.

—Ábrela –dijo él y colocó en esas manos recién lavadas una magnífica daga, minúsculos destellos purpúreos danzaban en el negro acero de su filo–. ¡Ábrela! –repitió y antes de que pudiera retirarse, le tomó con fuerza su muñeca y preguntó–: ¿Ojos?

—Cenizas –respondió ella mirando los restos de la fogata y luego escupió hastiada.

La última Hija de la Luna

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