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Secretos olvidados
ОглавлениеLos intercambios de las regiones se realizaban cada ocho lunas brillantes en Refugio del Mar, al inicio de cada bimestre solar; allí convergían los habitantes de todas las regiones con sus productos. La ciudad coordinaba y comandaba las estrategias de supervivencia, de coexistencia y de armonía. Las familias eran libres de acudir para realizar los canjes, aun así, era difícil que alguna se abstuviera de hacerlo, el gran mercado proveía de todo aquello que no podían obtener en sus pequeñas huertas; diferentes y variados productos de uso y de consumo eran elaborados por quienes estaban al servicio de las regiones, los conciliados que residían en Refugio del Mar. Los intercambios demandaban al menos, dos jornadas de intenso y constante trajín en los que debían conseguir y abastecerse de provisiones. Aun así, el mayor motivo de esta concentración era el reencuentro familiar al que nadie estaba dispuesto a faltar.
Era el inicio del mes de H’evio que, junto a H’icio, conformaban el bimestre del “Sol Ardiente”, las mañanas amanecían calurosas y poco agradables, las tareas debían realizarse desde muy temprano para evitar trabajar durante el sol alto, momento del día cuando el calor resultaba implacable y todo se tornaba doblemente agotador.
El grupo de Serjancio y Kanki avanzaba presuroso junto a otras caravanas, con ellos se desplazaban sus vecinos más próximos, Tolomano e Imadora y sus pequeños nietos Nelayo y Nunciana, todos ellos eran familia de conciliación de Danhola y Xukey. Un vínculo afectivo e indestructible unía a las familias de Serjancio y Tolomano, un vínculo forjado desde la tragedia y el dolor: sus respectivas hijas, Jaquilda y la pequeña Iana, habían desaparecido juntas durante el trayecto entre la Laguna Escondida y las huertas; rastros, gritos y un testigo ocasional de la fuga, resultaron ser los indicios determinantes para saber que se había tratado de un rapto de cautivas, aberrantes prácticas que por aquel entonces ya se consideraban extintas. El hecho habría de provocar una feroz y encarnizada represalia contra los sanguinarios que aún habitaban en la Meseta Desterrada, pacífica extensión de hierbas frescas que reinaba sobre los límites entre la selva y las montañas. Para desdicha de unos y felicidad de otros, el caso de Iana y Jaquilda fue el último reporte sobre desapariciones y que, con el tiempo, fue olvidado como un recóndito recuerdo que a nadie le interesaba inmortalizar.
Danhola había entrelazado su vida en matrimonio con Chattel bajo las leyes y costumbres de los terrinos, una semana después de la muerte de su único abuelo, llevaban juntos casi un ciclo solar completo (un año, según lo denominaban los navegantes); con sus padres lejos al servicio de Refugio del Mar y su abuelo fallecido, Danhola encontró en su esposo, protección y seguridad que creyó necesitar para ella y para su hermano menor. Chattel supo funcionar como engranaje en las complicadas relaciones de conciliación con la familia de navegantes de su esposa, por lo que las jornadas se tornaron mucho más llevaderas y pacíficas. El flamante matrimonio había perdido dos embarazos, eventos que al parecer endurecían cada vez más el corazón de Danhola, pero que acrecentaban la bondadosa paciencia de Chattel. Las tierras de Tolomano no eran tan extensas como las de sus vecinos, rara vez dejaban a algún integrante de la familia conciliada para su cuidado. En esta ocasión y por pedido de su hermano mayor, Lonkkah habría de encargarse de aquél pequeño ganado.
Diferentes caravanas fueron concentrándose en forma metódica y ordenada a medida que se acercaban a la ciudad. Una pared invisible dividía la inmensa e interminable columna, de un lado se agrupaban los navegantes, la mayoría a rostro descubierto luciendo su brillante piel azabache y en magnífico contraste, sus luminosos ojos azulados parecían gotas de mar regresando al mar; del otro lado de esta casi hermética muralla, marchaban los terrinos, risueños y desordenados, envueltos de pies a cabeza en túnicas de colores claros. Aunque todos se dirigían hacia un mismo objetivo, avanzaban juntos… no mezclados. La mayor y más grande diferencia entre ambas culturas eran los niños navegantes, sus juegos y el inocente bullicio jamás pasaba inadvertido ante las miradas (y recónditos sentimientos) de los mestizos. La fracción de edades a la que pertenecían Chattel, Danhola, Xukey, Satynka, Lonkkah, Yllawie y otros jóvenes terrinos, penosamente considerada la “Ultima Camada”, provocaba profunda angustia, impotencia y malestar en esta esplendorosa cultura, los triniños eran los últimos nacidos de su etnia y no todos sabían de su existencia… y era ahí, en ese tenue y delicado espacio entre el mito y la realidad, donde se abría una infinidad de puertas que dejaban escapar rumores de todo tipo y tenor: para los navegantes, los murmullos se esparcían como peligrosa neblina sin dejar de considerarlos como viejas e inútiles palabrerías de hechizos y maldiciones mientras que, para los terrinos, los susurros sobre la posible existencia de aquéllos niños, se propagaban como brisa matutina portadora de esperanzas a su desdichado destino de extinción.
Durante el extenso recorrido, los viajeros concretaban mínimos y permitidos canjes y fue así como Kanki obtuvo un bolso de aceitunas que había intercambiado por tres potes de su miel, sabía cuánto adoraba Yllawie estos deliciosos frutos que innumerables veces había intentado producir en sus tierras, fracasando en todas ellas. De igual manera, Serjancio y Beasilia también habían intercambiado sus exquisitos quesillos de cabra por hojas de tabaco y algunas esencias de flores disecadas con las que Beasilia amaba aromatizar sus ropas.
Una vez que aparecieron las primeras estrellas de la tercera jornada de viaje en aquel cielo todavía sin oscurecer, pudieron distinguir las tenues lumbres de la ciudad, lo que los motivó a avanzar más rápido para arribar a destino antes del anochecer. El clima y los caminos se habían portado condescendientemente, Satynka se sintió relajada, estaba exhausta y no creía contar con la suficiente fuerza para continuar un día más sobre el carro, el improvisado colchón de lana aplacaba porrazos y rebotes, pero su cuerpo huesudo no había dejado de recibir golpes que casi lograron desestabilizar su entereza, aun así, se había contenido en emitir quejidos para evitar las abrumadoras reprimendas de su hermano y de su abuela.
—¿Estás bien, necesitas algo? –preguntó Danhola mientras se desenvolvía el pañuelo que la había protegido durante el período de intenso sol, sus ojos, levemente verdosos, no se asemejaban a la intensidad de las esmeraldas que brillaban en los iris de Satynka. Beasilia conservaba un brazalete formado de delicadas bolillas a las que llamaban de esa manera, el adorno era una de las tantas piezas extraordinarias que había atravesado el mar; en muy pocas y contadas ocasiones, Beasilia lo había exhibido y quienes apreciaban su belleza, habían comparado el color de aquellas magníficas y enigmáticas piedras con el color de los ojos de Satynka.
—Estoy bien, ya quiero llegar.
—Te ves terrible, tus padres se van a preocupar.
—Gracias, sos muy amable, voy a hacer lo posible para no verme tan terrible –respondió Satynka harta de sus comentarios.
—Dana, por favor –intervino Chattel–, solo necesita descansar –dijo guiñando uno de sus ojos a su hermana–. ¿Has hablado con Yllawie?
—¿Para qué? –contestó Danhola–. De todas maneras, ella ya había decidido no venir, ma-Kanki le dijo que…
—Está bien, ya entendimos –se anticipó su esposo, los hermanos cruzaron miradas, Satynka negó con su cabeza y él resopló decepcionado–. Me hubiera gustado que hablaras con ella. –Chattel acarició con ternura su mejilla y avanzó hacia donde se encontraba su abuela.
—Entiendo por qué la odias y, aunque reconozco que no sé qué es lo que le has visto ni qué esperabas de un mugroso navegante, yo tampoco la hubiera perdonado –dijo Danhola mientras hurgaba entre sus bolsos–, Yllawie debió aceptar tu decisión como todos nosotros, si alguien me quisiera separar de Chattel… yo…
Satynka ya no la escuchaba, sus palabras eran sonidos difusos rebotando como ecos que disuadían sus recuerdos, quería concentrase en los últimos momentos vividos junto a Rufanio la noche que habían decidido marcharse para unirse a la legendaria “sociedad de mezclados”.
—…Yllawie cree que no somos su raza, adora a sus navegantes, por eso…
Satynka escuchaba vociferar a Danhola, pero ansiaba silencio, quería gritarle que se tragara la lengua y que cerrase la boca de una vez, esas palabras eran intrusas en su mente e interferían con sus pensamientos. No podía odiar a Yllawie, no sabría cómo hacerlo y estaba segura de que ella tampoco la odiaba… Respiró profundo y sus recuerdos la llevaron a otro lugar… a un pequeño cuarto donde dos niñas conversaban inocentes:
«¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? –preguntaba la pequeña ojos de esmeralda–. ¿Quieres jugar conmigo?
«No –respondía la otra, recostada y dándole la espalda, toda sucia, cubierta de hierbas y cardos.
«Bueno… ¿qué tienes aquí? –continuaba indiferente mientras le quitaba las hierbas de su cabello. Su madre llegaba a la habitación con dos vasos de leche, cacao molido en un pote y unas rodajas de pan.
«¿Cómo están mis mujercitas? –decía la amable mujer que había comenzado a lavarle la rodilla ensangrentada a la niña recostada–. ¿Este cuarto es especial, no creen? Aquí duerme la luna, pero no le gusta estar sola, siempre añora a sus tres estrellas-hermanas –decía la madre mirando el cielo por la ventana– estás vos, Saty, también está la pequeña Ney… me parece que falta una estrellita. –Luego, la bondadosa mujer señalaba la bandeja y decía–: Saty, invítale a Lawy, tu hermano también está herido y debo atenderlo… ¿harías eso por mí? –La pequeña Saty asentía con su cabeza.
«Esas son las estrellas –decía la pequeña ojos de esmeralda señalando las tres magnificas luces ubicadas en línea cuyo brillo se destacaba del resto, Yllawie las miraba de reojo–, ellas me enseñaron un juego, un juego de hermanas. –Continuaba hablando mientras alejaba el pote de cacao de su vaso, nunca le había gustado–. ¿Te sirvo cacao en tu vaso?
«¿Cómo es el juego? –Quería saber la niña asustadiza.
«Bombes ebretos –contestaba susurrando con la boca llena de pan, las migas salían expulsadas hacia la cara de la curiosa niña. Ambas comenzaban a reír… a reír y a reír hasta sentir que sus cachetes estallaban de felicidad…
—Nombres secretos –dijo Satynka en voz alta y una lágrima se escapó presurosa.
—¿… qué… perdón, que has dicho? –quiso saber Danhola–. ¿Tienes un secreto? Puedes confiar en mí ya lo sabes.
—No… no he dicho nada –contestó ensimismada, solo tenía secretos para con hermawie, cada una conocía desde el más insignificante hasta el más trascendental de sus sentimientos. «¿Por qué? ¿Por qué me has hecho esto, hermawie?», pensó.
La noche amparaba a los viajeros y les otorgaba agradable cobijo después de una agotadora y calurosa jornada, los aires que llegaban desde el mar aliviaron sus cuerpos sudorosos y cansados, aunque podían sentir la humedad salina alojándose en sus garantas, su sabor era un bálsamo para sus espíritus. Beasilia aún conservaba su prolija manta bordada sobre su cabellera blanca, era apenas un modesto intento por ocultar el morado alojado debajo de su ojo, sabía que Misadora iba a ser la única que lo notaría y la cuestionaría, pensó que no se sentiría con las fuerzas suficientes para enfrentar a su hija, pero tampoco quería transcurrir el escaso tiempo que tenían, entre malestares y reprimendas. Ella se había cuestionado durante la mayor parte del camino por qué tuvo que corregir a su marido delante de todos, esa conducta no era la de una verdadera dama, mucho menos la de una auténtica hija del mar.
—¿Quieres volver a verlo, no verdad? ¿Crees que te espera ahí? –preguntó impertinente Danhola que continuaba indagando mientras masticaba una manzana, en su tono de voz se agitaban destellos de aborrecimiento y decepción, pues no estaba dispuesta a olvidar el dolor que ella le había provocado a su hermano.
Xukey daba la vida por Satynka, pero ella lo había despreciado hasta casi la humillación y Danhola saboreaba estos momentos encubriendo sus frases y sus gestos con falsas palabras de consuelo; la falta de respuestas a sus incisivas preguntas la regocijaban con profunda satisfacción. Satynka estaba cansada de sus comentarios, su herma’a no había dejado de hablar desde la huerta; durante la mayor parte del camino, su mejor estrategia había sido fingir que dormía bajo el sol ardiente en su frente y la calurosa lana en su espalda, prefería padecer aquel sacrificio a dar explicaciones o respuestas que… desconocía por completo.
—Yo creo que sí –continuó Danhola–, de seguro lo tienen escondido como la inmunda rata que es.
—Dana, por favor, no hables así de él –interrumpió Satynka, abrumada e irascible. «¿Rufanio, estás esperándome, estás en la ciudad… vas a venir por mí, vas a venir por…?», pensó llevándose instintivamente las manos a su abdomen, miró las lumbres próximas al mar y se preguntó si en alguna de ellas encontraría las respuestas.
Tres formidables puentes atravesaban el Río Atroz, valiosa fuente de agua dulce que rodeaba la ciudad casi por completo; sus nacientes se originaban en Altas Cumbres donde el río carecía de nombre, aquel primer tramo de su recorrido constituía un límite natural entre la selva y el resto de las regiones, a partir de ahí, se lo conocía como El Generoso, pues alimentaba y nutría todas las tierras que atravesaba, llenándolas de vitalidad y briosa energía; antes de desembocar en el mar, sus aguas se bifurcaban para transformarse en dos gigantescos brazos protectores que envolvían a Refugio del Mar y era precisamente en este tramo final de su recorrido, donde navegantes y sanguinarios habían perecido durante los permanentes conflictos originados a partir de La Llegada, de ahí lo sombrío de su nombre. El puente que comunicaba con los riscos, una formación natural de roca maciza, conducía a las instalaciones del Apartamiento, construcciones de piedra donde habían habitado antiguos clanes, devenido en cubiles de aislamiento para alojar (bajo supervisión de la Escolta del Mar) a los alborotadores del orden o a aquellos incumplidores de las nuevas leyes de La Conciliación; los dos puentes restantes eran magnificas construcciones de los primeros navegantes.
Según su región de origen y a medida que iban ingresando, las caravanas se conducían por algunos de estos accesos para dirigirse al marcado principal donde depositaban sus productos y mercancías, este proceso se realizaba durante toda la noche previa a las jornadas de intercambio; después de una exhaustiva evaluación de la mercadería, las familias recibían créditos plasmados en numerosas y diversas piezas de metal que solo tenían valor por esos días y en Refugio del Mar. Inútil resultaba conservarlas, pues para la próxima jornada de canjes, los metales cambiaban de forma y de color. Por lo general, todos los créditos alcanzaban para reabastecerse moderadamente y sin excesos.
Los integrantes de cada grupo familiar conciliado, incluso los que vivían en Refugio del Mar, dividían sus tareas para abarcar y conseguir la mayor cantidad de insumos: herramientas, ropa elaborada en la ciudad, calzados, alimentos primarios y eventualmente, alguna que otra reliquia sobreviviente de los tiempos de La Llegada. Muchos de los oficios fueron aprendidos y transmitidos en la ciudad: la fabricación y maleabilidad del vidrio, la herrería, los telares o el curtido de cueros de cabras y ovejas, pero ningún artesano había logrado igualar en calidad y belleza, aquéllos exquisitos productos que alguna vez habían arribado en los barcos desde el mar. Una mítica ola fantasma había arrasado estas tierras devorando todo cuanto quiso, llevándose muchas vidas y destruyendo casi toda edificación navegante. Extraordinarios y valiosos secretos se perdieron entre sus aguas, desde los trazados y conocimientos sobre construcción de grandes barcos y navíos hasta registros escritos de su historia y sus viajes. Los navegantes y terrinos sobrevivientes recomenzaron casi a ciegas y a tientas la restauración de las regiones, y así coexistieron como huérfanos recién nacidos que debieron aprender a establecer la cimentación de una nueva forma de vida.
—¡Hola vieja… alegras mi alma! –exclamó Kemmel, rodeó a su madre con sus brazos y la mantuvo apretada contra su pecho unos instantes–. ¡Te he extrañado, ma, y mucho…! ¿Cómo ha estado el camino?
—Cansador, hijo mío, muy cansador –respondió Kanki, exhausta.
—¡Hija mía! Ven aquí y dale un gran abrazo a tu madre –dijo sonriente Taymah desde el umbral extendiendo sus brazos en dirección a Satynka, pero su espontánea felicidad se vio opacada al notar la extrema delgadez en su hija. Kemmel también había borrado su sonrisa.
—Mamá, estoy cansada –respondió Satynka, pero no hubo necesidad de más explicaciones, su madre ya había tomado el pequeño bolso y, presurosa, la acompañó al sanitario.
La creciente ciudad había perfeccionado interesantes sistemas de distribución de agua dulce, preexistentes de las primeras construcciones, los cuales permitían a los habitantes contar con diferentes y estratégicos centros de provisión de agua al alcance de la gran mayoría de los hogares; también se habían desarrollado necesarias y muy útiles redes de canales internos que permitían desechar el agua utilizada en las casas, cada familia era responsable de mantener el cuidado y la higiene de las diferentes infraestructuras.
—Mamá… tengo que contarte. –Satynka no pudo emitir una palabra más, su llanto comenzó a provocarle intensos espasmos que preocuparon a su madre.
—Ya lo sé, hija. –Taymah intentó tranquilizarla mientras le colocaba un paño húmedo en la nuca.
—No, ma… sabes una parte, quiero contarte todo.
—¿Quieres contarme… que esperas un hijo? –dijo su madre y Satynka vio oscurecerse todo a su alrededor, las paredes de la habitación se derrumbaban entre nubes de sombras, un sudor frío trepó por su espalda, sus labios no dejaban de temblar–. Solo hay una inquietud en mi corazón, ¿cómo estás? –Taymah amaba a su hija, su salud y su bienestar eran prioridad.
—Mamá… antes de visualizar la ciudad, comencé a sangrar… mamá… ayúdame por favor.
—¡Hija…! ¡No… por favor…! Se supone que, si llevas un hijo navegante, estas cosas… –Taymah comenzó a perder el control que había tratado de mantener hasta ese momento.
—No lo sabemos, mamá, perdón, mamá, perdón por todo…
—Voy a llamar a ma-Kanki –exclamó aquella mujer que podía sentir su corazón fragmentado–, no te preocupes, hija, estamos aquí para ayudarte, ¿alguien más lo sabe?
—Rufanio –dijo escondiendo la mirada–, por eso… por eso queríamos… me dijo que me llevaría con los merdanes…
—Aparte de él –la interrumpió su madre disgustada.
—No… creo que Neyhtena sospecha algo, ella era la única que quería que viniese… ma, te necesito… no te enojes… vos no –dijo y las venas de su cuello delataban el inmenso esfuerzo que hacía para no agitarse.
Kanki entró en la habitación y cerró todas las aberturas, excepto la ubicada arriba del gran ventanal, por aquella hendidura ingresaba una reparadora brisa marina. Las mujeres se miraron en silencio, Kanki colocó la pequeña caja de madera sobre la mesa al lado del farol y comenzó a sacar diferentes recipientes, tomó la botellita envuelta en un trapo negro.
—Esto me ha dado Ney –dijo la abuela de espaldas a ambas–. Ney… ella me preguntó si… –Giró dubitativa, sus ojos verdes lucían terribles, apresados en una inmensa incertidumbre.
—¿Qué sucede? ¿Qué te preguntó Ney? –Quiso saber su nuera.
—¿Si los merdanes ya te han revisado?
—¿Qué…? Ma-Kanki, no –respondió Satynka sin poder mirarla a los ojos–. Todo se precipitó aquélla noche que Yllawie quiso… pero no, ¿por qué, qué sucede? –preguntó con el poco aliento que le quedaba.
—Atiende bien, desde tus… encuentros con Rufanio, él o sus primas… han intentado darte algo para comer o para beber –dijo Kanki mientras manipulaba los frascos de la caja de madera.
—No… no recuerdo… –Satynka miró su desprolijo bolso donde había arrojado las nueces.
—¿Qué ocurre, qué tienes ahí? –preguntó su madre.
—Beasilia… Yllawie –balbuceó la confundida joven–, Beasilia me envió unas nueces...
Taymah se dirigió al bolso y hurgó desesperada sin comprender lo que ocurría, encontró el pequeño envoltorio y se los dio a Kanki.
—¿Qué sucede, ma-Kanki, que sucede…?
—Aún no lo sé, solo sigo instrucciones de la niña, ya sabes cómo es. –Kanki vertió unas gotas del contenido del pequeño frasco sobre una de las nueces, ambas miraban absortas sin saber qué debían ver, sentían el aroma agridulce que expelía la botellita–. Yo no veo diferencias, me dijo que me iba a dar cuenta, yo… yo te juro que aunque lo intento, muchas veces no sé de qué habla Neyhtena… o lo que intenta decirnos.
—Mamá… –dijo Satynka, las sábanas comenzaron a teñirse debajo de su entrepierna–. No… no me siento bien…
Su abuela y su madre corrieron a asistirla, Kanki sabía cómo ayudarla, solo debía continuar confiando en las instrucciones de Neyhtena y utilizar las mezclas que había preparado Wayhkkan.
Danhola ya dormía exhausta en el cuarto de las visitas, su hermano Xukey, como era de esperar, se había instalado con sus padres, pero ella prefirió quedarse con la familia de su esposo. Chattel y Kemmel fumaban sus tabacos fuera de la casa, a veces sentados en el umbral, a veces de pie, pero en todo momento, inquietos y taciturnos; expulsaban el humo en dirección al mar y la brisa se lo devolvía disuelto en aromas marinos, en silencio, podían escuchar los diferentes festejos de las casas aledañas de donde se escapaban otros aromas que delataban intensos y agradables sabores a comida recién asada. Las propiedades de los terrinos compartían calles y los vertederos de agua, el asentamiento de los navegantes se situaba del otro lado del mercado principal, irónicamente, más alejado de las playas sobre terrenos algo más elevados, desde donde se podía apreciar el mar en todo su esplendor. Esta ciudad los albergaba a todos por igual, juntos… no mezclados. A semejanza de la dolorosa realidad que se destacaba en las caravanas, la presencia y los juegos de niños, diferenciaban el ritmo bullicioso entre ambas comunidades.
La mayor parte de quienes habían marchado a Refugio del Mar para dar origen y respaldar el Pacto de Conciliación, eran jóvenes de ambas estirpes, algunos ya unidos en matrimonio, en ellos se habían depositado las esperanzas del inicio de esta flamante ciudad y fue así que año tras año, vieron nacer y crecer niños navegantes al mismo tiempo que sintieron el dolor y la angustia por las pérdidas que sufría la comunidad de terrinos.
—Pa-Xunnel no ha regresado aún –expresó pensativo Chattel.
—No te preocupes por ese viejo necio. –Intentó tranquilizar su padre–. No sé… a veces deseo que encuentre al cobarde, pero de inmediato pienso que nunca debió seguirlo, no sé, dejarlos ser… ella lo eligió así, no la entiendo, involucrarse con uno de ellos, ¿qué espera de Rufanio?
Los nuevos pactos de La Conciliación no prohibían la relación interracial, solo existían sanciones para todo aquél que forzase o intentara violentar cualquier tipo de vínculo, en especial para con los niños y las niñas, considerados sagrados e intocables; la única sanción acordada y aceptada para quien quebrantara este mandato, se basaba en la pena de muerte. Para hechos de violencia o sometimiento entre miembros de una misma comunidad o distinta, existía el inflexible acuerdo de aplicar castigos severos que incluía acciones de resarcimiento o reclusión en el Apartamiento. Sin embargo, para cualquier otro vínculo o amorío interracial de mutuo consentimiento, no existían restricciones ni impedimentos sociales; aún así, el hecho provocaba sentimientos opuestos entre las etnias, por una parte, los navegantes lo consideraban idilios sin importancia, medios de diversión y en su mayoría, motivo de regodeo; por la otra, este tipo de relaciones eran detestadas por los terrinos a quienes les resultaba en extremo humillante y deshonrosas, al tiempo que provocaba una condena implícita de rechazo o exclusión; en su comunidad, los involucrados eran tratados como traidores y por esta razón, las familias implicadas ocultaban los hechos o trataban de hacerlo, para evitar el rechazo de los propios, considerado el peor de los juicios.
Pocas (escasas) veces, las relaciones se consolidaban aferradas a la creencia de la existencia de una mítica “sociedad de mezclados”, lugar a donde las parejas, constituidas siempre por hombres navegantes y mujeres terrinas, decidían marcharse para el inicio de una vida diferente; entre tantos susurros, los vientos decían que allí, ellas podían parir hijos vivos. La idea no era del todo descabellada, pues durante muchos años, la comunidad de desertores también había sido una especie de mito o absurda creencia esparcida por los vientos. Mal que les haya pesado a los navegantes, el mito se transformó en el nacimiento de una muy completa, organizada y respetable comunidad de terrinos a la que debieron acudir por ayuda, reconociéndolos como iguales luego de aceptar que sin esta floreciente cultura, no habrían podido sostener la propia.
Mientras las mujeres atendían a Satynka en su habitación, los hombres intentaban esclarecer los acontecimientos ocurridos desde su último reencuentro.
—Siempre creímos que Yllawie era quien amaba ese mundo, pero Satynka… no entiendo por qué… Con tu madre nos entusiasmamos al pensar que comenzaría su vida con Xukey, pero, ¿con ellos…? –cuestionó Kemmel en un intento por razonar en voz alta.
—Ya no existe ellos o nosotros, todos juntos dictaremos la nueva sociedad –respondió Chattel mirando hacia las olas.
—Eso no va a pasar… ellos esperan, solo esperan.
—Lo mismo dice ma-Kanki –recordó el muchacho.
—No tienen necesidad de conflictos ni de sufrir más pérdidas, hijo… ellos solo esperan y enseñan a su descendencia que esta tierra les pertenecerá tarde o temprano.
—Papá… yo tampoco la entiendo, pero no puedo enojarme con ella…
—Ya encontraremos el tiempo para hablar con tu hermana, ahora está débil, no me gustó verla así. –Miró hacia la habitación y reflexionó–: ¿No sé qué está pasando ahí, por qué se demoran las mujeres?
—Todo va a estar bien, pa, ella… ella no se habla con Yllawie, cree que todo es su culpa –dijo Chattel con pesar, amaba a sus hermanas por igual y le dolía el distanciamiento que se había producido entre ambas.
—Yllawie ha hecho bien, aunque quizá solo quería retener a su maldito navegante, no sé, pero ha hecho lo correcto, no dejo de pensar si… –Kemmel hizo silencio mientras expulsaba círculos de humo–. Hijo, quiero disfrutarte, por qué no me cuentas de los triniños, de Lonkkah.
—Nuevamente desobedecieron a ma-Kanki.
—¿Otra vez los collados? –acertó su padre.
—Sí… no los vas a reconocer.
—¿Han crecido mucho?
—No es eso, es que… cuando hablan, las cosas que dicen, pa-Xunnel es sabio, pero ellos… ellos… a veces no puedes creer lo que hacen o lo que dicen –dijo Chattel moviendo sus manos tratando de imitar los movimientos de los pequeños–. Kkan manipula las hierbas y estoy seguro de que lo que no puede hablar con nosotros, lo puede hacer con los animales; Ney, esa niña es… ya sabes… creo que todos lo sabemos, pero ninguno lo quiere mencionar –dijo susurrando–. Chay y esa obsesión con la montaña-madre, la que está cerca del Lago de Fuego que siempre menciona Yllawie.
—Ese viejo loco de tu abuelo una vez me dijo… me dijo lo extraordinario del ganado –balbuceó Kemmel sin poder arribar a una coherente conclusión–, dijo que nuestro ganado había crecido de una forma muy extraña, excelente lana y carne, los frutos del huerto siempre han sido los más apreciados en los intercambios… tu suegro no ha logrado ni la mitad de la producción y estamos hablando de los mismos pastos y del mismo arroyo, tu abuelo siempre pensó que había algo prodigioso detrás.
—Todos lo sabemos… –interrumpió Kanki. Los hombres nunca habían advertido su presencia, Chattel se incorporó asustado, su porte era aun más imponente cuando se ponía de pie–. No te asustes gran niño –susurró la mujer que decidió permanecer en el umbral–, toda nuestra familia lo sabe, que hayan aprendido a ocultar sus ojos no significa que hayan ocultado su verdadera esencia, no es un secreto que se pueda olvidar. Tu hermana está descansando ahora, quisiera que esos prodigios estuvieran aquí con nosotros para que me ayuden con Satynka. –Estiró su mano pidiéndole a su hijo le invite un poco de ese tabaco.
—¿Ocurre algo malo? Pocas veces te he visto así, vieja –expresó preocupado Kemmel.
—Hijo, Satynka debe quedarse, no es prudente que vuelva a exponerse a un viaje tan largo, no debí dejarme convencer por Neyhtena. –Se reprochó la fatigada mujer mientras expulsaba el humo contenido, con la última bocanada dejó salir una reflexión–: No siempre acierta… no siempre debemos seguir sus intuiciones…
—Ma-Kanki… –dijo Chattel, pero su abuela lo interrumpió.
—Tu mujer no debe saberlo –sentenció mirando a su nieto–, lo que les voy a decir queda y muere entre nosotros.
Los llevó al centro de la calle, el bullicio alrededor los aturdía, en algunas casas cantaban, en otras reían, en todas se festejaban los encuentros. Ella improvisó un pequeño círculo y les contó lo que acababa de suceder en la habitación, su hijo y su nieto transformaron sus semblantes, pero antes de que pudieran deslizar alguna reacción, ella les suplicó:
—Ahora abracen y besen a esta vieja… finjamos disfrutar de este hermoso encuentro…
—¡Ha huido como rata! Ni siquiera entiendo por qué papá tuvo que salir a buscar su escondite… –Fue lo único que pudo expresar Kemmel antes de que sus palabras se ahogaran en un desconsolado llanto.
La jornada siguiente comenzó antes de que asomaran las primeras luces matutinas, Serjancio, Nemecino y Kemmel pudieron concretar un beneficioso intercambio de valores por aquel excelso potrillo que habían visto la noche anterior, era el tercer año que lograban hacerse de un maravilloso pura sangre; Kanki y Taymah consiguieron sin grandes esfuerzos, costales de harina de maíz y buenas semillas para el próximo tiempo de siembra; Misadora y Beasilia renovaron las ropas de cama, sábanas, mantelería y diferentes bateas para los quehaceres; Regildo y sus primas se encargaron de reabastecer su arsenal con nuevas herramientas y armas: discos de arado, herraduras, hachas, dos ballestas y novedosas puntas de saetas metálicas; Chattel y Regildo aprovecharon un buen lote de postes, maderas, clavos y clavijas; Enufemia y Eleutonia fueron las encargadas de conseguir la mercadería para reabastecer sus almacenes: granos de café, azúcar de caña, tabaco y una larga lista de pequeños, pero imprescindibles comestibles del agrado de los integrantes de sus familias.
“Sol Flamante” era el bimestre o la estación más productiva en la huerta de la familia conciliada por Serjancio y Xunnel, por ende, el mercadeo que se efectuaba en los inicios del siguiente bimestre, “Sol Ardiente”, resultaba para ellos, el más provechoso de los intercambios y usaban los beneficios para aprovisionarse para el resto del año. En cada integrante cabía la responsabilidad de advertir lo necesario para renovar o reabastecerse de alimentos primarios, insumos y elementos para las tareas de mantenimiento de la huerta y del ganado.
Una vez finalizadas las obligaciones y obtenidos los elementos previamente pactados, la segunda jornada los invitaba a relajarse y las tareas estaban destinadas a la cotidianeidad y a actividades mucho más placenteras; cada cual contaba con plena libertad de adquirir productos o accesorios para uso y consumo personal. Beasilia amaba obtener platería o cristalería o cualquier tipo de objeto proveniente de ultramar, estos valiosísimos utensilios solo podían conseguirse en el viejo almacén que pertenecía a una antigua familia cuya propiedad acaparaba las mismas arenas donde, cientos de años atrás, habían arribado los primeros barcos; todo cuanto pudiera encontrarse en esas arenas, era de su propiedad y sus dueños, libres de intercambiar para beneficio propio. Beasilia sentía que estos objetos la mantenían conectada con sus orígenes.
Cerca del viejo almacén, existía un precario aserradero abandonado, otrora único taller de las primeras comunidades de navegantes, ahí había sucedido una de las mayores masacres contra los viajeros del mar: niños, mujeres y hombres desprevenidos habían perecido ante un devastador ataque de quienes, a partir de ese terrible acontecimiento, comenzarían a llamar “sanguinarios”. La embestida había ocurrido durante la noche de celebración de bienvenida ofrecida a los recién llegados, de manera terrible y fortuita, la gran mayoría de los que lograron sobrevivir a la matanza, fueron aquellos que aún no habían descendido de los navíos. La masacre determinó un antes y un después, los supervivientes emplazaron todas las instalaciones hacia las playas de arena, levantaron puestos de vigilancia en los riscos y en los cerros circundantes y aprovecharon aquel oportuno y extenso río para usarlo como defensa natural. De esta manera, la nueva y creciente población se situó donde, a posteridad, se erigiría una tímida ciudad a la que comenzaron a llamar Refugio del Mar, centrada estratégicamente entre majestuosos riscos por su derecha y agrestes cerros por su izquierda. Los integrantes de la familia del almacén se negaron a abandonar su propiedad y, aunque la cercanía se los facilitaba, ni ellos ni ningún otro habitante, se atrevieron a reconstruir el aserradero. Para todo hijo del mar, allí habitaban las almas de los infelices que no tuvieron la oportunidad de recibir el digno funeral navegante. Sus únicos vecinos habían aprendido a convivir con los susurros y las sombras danzantes que en ocasiones daban vida al antiguo taller.
Al finalizar la segunda jornada, todo el esplendor de mercado comenzaba a desvanecerse y aquéllas mismas tiendas que se desarmaban presurosas, resurgían llenas de vigor en las playas, abriéndose paso entre otras tantas que ya se habían instalado para ofrecer diferentes tipos de degustaciones de bebidas y comidas interregionales; las arenas se transformaban en una gran feria donde los entretenimientos abundaban y en consecuencia, toda la sociedad, cual cambio de marea, comenzaba a aglutinarse a orillas del mar. La noche de cierre de los intercambios era esperada con ansias y entusiasmo, la playa cobraba una luminosidad diferente y embriagadora.
Misadora ya no contaba con más fuerzas para continuar, su salud se había debilitado después de sus dos últimos embarazos, Enufemia había insistido en regresar con ella y acompañarla para colaborar con lo que pudiera necesitar, pero su madre se había negado a que retornara a la casa y con amable actitud, le había pedido que atendiese a Elumira, su pequeña hermana. Enufemia aceptó sin protestas, acompañó a su abuela y a sus hermanas que no tardaron en unirse a las otras damas de su comunidad que se encaminaban hacia las bulliciosas arenas, había perdido de vista a su abuelo y a sus primos, pero sabía que era costumbre entre los hombres navegantes, concretar reuniones apartadas de los festejos.
Kanki y Taymah regresaron presurosas a la vivienda, su preocupación estaba anclada en la salud de Satynka. Su madre se dirigió a la habitación donde ella dormía y notó que reposaba sin agitaciones, también pudo corroborar que ya no tenía fiebre, observó que había consumido el modesto desayuno y al fin se relajó; aliviada, regresó a la cocina y comenzó a preparar infusiones.
—¿Está mejor? –preguntó Kanki.
—Sí, ha comido, eso me tranquiliza, el sangrado está disminuyendo. –Taymah estalló en llanto–. Perdona, es que… es que he intentando permanecer…
—Está bien, hija –consoló Kanki. Tomó las manos temblorosas de su nuera y expulsó un suspiro, respiró profundo y al fin dijo lo que hacía tiempo había intentado proponer–: Creo que ya debes permitir que yo me quede aquí en tu lugar, no me malinterpretes, yo puedo con la huerta y los quehaceres, pero mis nietos, siento que ya no, que se me escapan de las manos… las chicas no se hablan…
—Yllawie, ¿qué pasó entre ellas? –indagó Taymah, quería terminar de armar las piezas que le faltaban a su historia–. Ya sé que fue Lawy quien los detuvo, pero…
—¿Duerme? –preguntó Kanki señalando la habitación de Satynka, su nuera asintió–. Sabemos que Rufanio siempre ha estado detrás de Yllawie, erróneamente creímos que actuaba como un hermano sobreprotector, pero poco a poco… quiero decir, los chicos crecían y todos advertimos que él tenía otro tipo de sentimientos hacia ella, ustedes todavía vivían con nosotros, sabes de qué hablo, ¿no verdad?
—Lo sé, yo estaba ahí cuando sucedió lo de Yllawie, por eso nos involucramos de otra manera para con esa niña y aunque sus abuelos lo nieguen, él la lastimó y todos sabemos que también fue Rufanio el que lesionó a mi pequeño Lonkkah.
—Sí, era pequeño y esa desventaja nunca lo detuvo, sobre todo si se trataba de Yllawie.
—Lo sé, sé que las cosas al fin encontraron el camino para acomodarse, pero… ¿qué tiene que ver con el vínculo entre mis niñas?
—Todo comenzó a relacionarse con todo, Nemecino y Misadora, Kemmel y vos, ya habían partido a la ciudad y debo reconocer que siempre les hemos contado retazos de lo que pasaba allá, en la huerta, para no preocuparlos. Hija, con el tiempo las cosas no se acomodaron, las riñas y los berrinches entre él y Lonkkah empezaron a ser más intensas… y continuas. Creemos que, no lo sabemos con certeza, pero notamos que, a medida que todos ellos crecían, los chicos navegantes fueron ignorando a Yllawie, apartándola de sus vidas, excepto Rufanio que ya manifestaba una obsesión hacia ella. Yllawie nunca habló con nosotros… ya sabes, solo habla con sus abejas y, ¡quién sabe lo que esa niña tiene en el corazón!
Envuelta en estas palabras, “niña” era el término de Kanki para expresar la dulzura de negarse a aceptar que el tiempo pasaba transformándolo todo de manera drástica e irreversible.
—Ma-Kanki… sabes todo lo que ha sufrido…
—Lo sé… lo sé –murmuró asintiendo con su cabeza, pero luego, como despertando de un sueño, alzó el tono de su voz y vociferó–: ¡Y de una manada de hermanos… pasó a otra que también tenía un alfa que protegía a los suyos…!
—Lonkkah, es lógico, es su hermano. –Taymah sorbió su aromático té distraída en sus comentarios hasta que vislumbró una luz muy diferente en los ojos de su suegra–. ¿Qué…? Ma-Kanki, ¿por qué me miras así?
—Él la ama. –Kanki soltó aquellas palabras que parecían quemarle en la garganta y esperó a que Taymah, de una vez, dedujera el resto.
—Sí… por supuesto que la ama, es… –Un velo atravesó por sus ojos y la taza se le escapó de las manos.
—Taymah, de pequeños, Xukey y Danhola también crecieron casi bajo nuestro amparo y nunca nos sorprendimos de nada, ¿no verdad?
—No es lo mismo, Kemmel y yo la amamos como a una hija… ¡Es nuestra hija!
—Eso, mi querida nuera, es otra cosa, lo que sientes nadie te lo va a quitar, jamás. –Kanki la invitaba a soltar las riendas en su mente. Se levantó de su silla, volvió a servirle té y después de esta breve reflexión, concluyó–: En el fondo de tu corazón también lo comprendías así.
—¿Y ella… Yllawie? –preguntó Taymah después de asentir con su cabeza.
—Ya te lo dije, quien sabe lo que esa niña tiene en el corazón, que haya querido venir a la ciudad con ustedes fue como un bálsamo para todos y… no sabemos cómo ni cuándo ni el por qué, pero Rufanio y Satynka habían comenzado una relación.
—Querida ma… has hecho y estás haciendo un grandioso trabajo. –La voz y las palabras de Taymah se sentían como tiernas caricias al alma–. Pero nos hubiera gustado saberlo desde el comienzo. Ahora comprendo por qué Yllawie quiso regresar a instalarse en la huerta, Xukey habló con ella durante el intercambio anterior, lo vimos desanimado... ahora comprendo todo.
—Tienes razón, Taymah… –dijo Kanki y de pronto se sintió abatida–. Te digo, hija, que ya no puedo, que todo se me va de las manos. Satynka no perdona a Yllawie no porque haya impedido que huyeran, Saty sabe que Rufanio nunca la amó como ella lo esperaba, como ella cree que siempre amó a Yllawie.
—Mis hijas… mis hermosas hijas enfrentadas por un mald… –No pudo pronunciar la palabra, Taymah no sabía de agravios.
—Antes de partir pasó algo –dijo su suegra mirando hacia la habitación–, se dijeron algunas cosas, pero eso debes hablarlo con ella, todos coincidimos en que está confundida y quizá… unos días aquí, cerca de sus padres y lejos de aquello que solo le ha producido dolor pueda clarificar su cabeza.
—¡Sí, ma-Kanki, agradezco tanto todo lo que has hecho por mis hijos…! Debes regresar, yo voy a quedarme aquí con ella, al menos durante el Sol Ardiente y luego decidiremos lo demás.
Y con un delicado beso en la frente, Kanki selló complacida el amoroso vínculo que mantenía con su nuera.