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Capítulo 1. Las instrucciones secretas

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Terminaba el año 1875. Era uno de esos raros días de diciembre en que en Buenos Aires soplaba una brisa que permitía vestirse de una manera elegante sin sufrir demasiado el calor. Un joven de escasos veintitrés años esperaba ser atendido por una de las personas más importantes de la Argentina, el doctor Rufino de Elizalde, Ministro de Relaciones Exteriores de la Nación. No tenía en claro por qué estaba allí. Su tío, amigo de Elizalde, le había transmitido el deseo del Ministro de reunirse con él, pero no había querido adelantarle ni una palabra sobre el propósito de la reunión. Tan solo le dijo que vistiera su mejor ropa y que se armara de paciencia, porque la agenda muy apretada del Ministro generalmente le infligía a sus visitas una larga espera.

El joven había visto pasar al mozo vestido de etiqueta, llevando una bandeja cargada de bebidas y tortas. Cuando se abrió la puerta para que entrara el mozo, escuchó de adentro del despacho las voces de varias personas. Frente a él un gran reloj de péndulo empezó a tocar las cuatro de la tarde. El estaba citado a las tres. No estaba acostumbrado a que el tiempo pasara sin hacer nada útil, la situación de esperar y esperar lo ponía de mal humor sin embargo no podía decir que no estuviera avisado de que esto pasaría. La carga de la bandeja le avisaba que la espera se prolongaría. Al salir el mozo, se dirigió hacia él y le dijo:

—El doctor lamenta que usted deba esperarlo, pero motivos de Estado prolongaron la reunión anterior. Me dijo que le ofreciera algo para comer o para tomar ya que él todavía se demorará una media hora.

El joven sólo pidió un vaso de agua fresca mientras mascullaba su impaciencia sin saber que la entrevista con Elizalde cambiaría su vida.

Mientras esperaba hizo memoria sobre lo que su tío le había dicho del ministro. Ya había sido Ministro de Relaciones Exteriores durante la anterior presidencia de Mitre y hubiera sido su sucesor si no fuera que “el loco sanjuanino”, como le decían a Sarmiento, le arrebató el cargo. El siguiente Presidente, Nicolás Avellaneda, precisaba del apoyo de Mitre y por eso varios de sus partidarios ocuparon cargos de alta jerarquía en el gobierno. Rufino de Elizalde era el garante de que Avellaneda contara con el apoyo de Bartolomé Mitre, el principal político porteño. Al joven no le interesaba la política y se había perdido en la explicación de su tío. Tan sólo sacó en limpio que estaba por reunirse con una de las personas más importantes del país.

Ahora el tiempo había pasado sin que se diera cuenta, notó que no había tomado el agua y cuando iba a agarrar el vaso lo sorprendió el ruido de la puerta abriéndose. Pensó que saldrían las personas que estaban antes que él pero en el marco de la puerta vio sólo a un hombre delgado de alrededor de cincuenta años, con largas patillas que sonriendo le dijo, en un tono simpático y casi socarrón:

—¡Francisco Pascasio Moreno, naturalista y explorador de lagos recónditos, adelante, que la Patria lo precisa!

El joven Moreno abrió grandes sus ojos y se levantó. La bienvenida le había causado gracia y mejorado el humor. Le dio la mano firmemente al Ministro y pasó al despacho en el que esperaba encontrar esas otras personas, pero no había nadie.

—¿Sorprendido? —dijo Elizalde.

—Es que pensé que estaba con otras personas y como no las vi salir…

—Ahá, es Ud. muy observador. Lo que pasa es que este despacho tiene un pequeño secreto muy útil para los políticos. Tiene dos entradas, con sendas salas de espera, para evitar que los visitantes puedan encontrarse.

—O también para que Ud. salga sin ser visto por quien lo espera.

—¡Muy bien Francisco! También para eso, y no diré que alguna que otra vez no usé esa artimaña, ja, ja. Bueno sentémonos en los sofás, que estaremos más cómodos.

Moreno se dio vuelta y le dio un vistazo al despacho. Este era bien grande y estaba un tanto sobrecargado de adornos y muebles. Las paredes estaban cubiertas por una soberbia boisserie, de las que colgaban cuadros de personalidades y escenas de batallas. Uno en especial atrajo su atención.

—Es de la batalla de Caseros. Yo estuve allí —dijo el ministro —cuando vencimos al tirano1.

—Claro, el 3 de febrero de 1852, casi 4 meses antes de mi nacimiento.

Los dos se sentaron en mullidos sofás. Elizalde extendió un mapa del sur del continente sobre la mesa. Grandes partes del mapa estaban ocupadas por las palabras Terra incognita, territorio aún inexplorado.

—Su tío me estuvo contando sobre su viaje exploratorio a las nacientes del río Limay. Entiendo que el lago que lo forma se interna en la cordillera.

—Así es, los indios lo llaman Futa Laufquen que en mapuche significa “laguna grande”. Uno de sus brazos llega hasta un paso que es el que ellos usan para cruzar a Chile.

—También me contó su tío que usted es un gran naturalista, se interesa por la geología y la antropología.

—Veo que mi tío le habló bastante de mi… Es verdad, me atrae la ciencia en general. La antropología me resulta una de las ramas más fascinantes. En este viaje encontré una cueva que fue habitada por indios muy antiguos. Ahí había dibujos en la roca, huesos y puntas de flecha, probablemente de época anterior a la conquista de América. También tengo una colección de cráneos y armas indias de viajes anteriores… La verdad es que me podría pasar horas hablando de la exploración de tierras desconocidas pero intuyo que Ud. no me llamó para que yo le cuente esto.

—Es verdad Francisco ¿no le molesta que lo llame por su nombre de pila, verdad? En realidad le pedí que viniera para proponerle que realice un viaje de exploración que le podría ser de gran utilidad a nuestro país. ¿Qué sabe usted del río Santa Cruz?

—No mucho. El año pasado fui allí en barco con el naturalista Carlos Berg, pero sólo pudimos ver la desembocadura. Lo demás lo sé por haber leído sobre la expedición inglesa de Fitz Roy y Darwin. Sé que Piedra Buena mandó a un grupo de aventureros que fueron los primeros en llegar al lago del cual nace el río y que hace poco una expedición de la Marina llegó con un bote al mismo lago.

—Así es, y a los pocos días una expedición chilena llegó al mismo lugar. Si no reaccionamos, Chile se quedará con gran parte de la Patagonia o quizás con toda ella. Vea Francisco, el gobierno de Sarmiento perdió muchísimo tiempo. No supo asentar la soberanía argentina en la Patagonia y los chilenos aprovecharon muy bien nuestra inacción. Nuestro Presidente, el doctor Avellaneda, ha decidido que la expansión argentina es una de sus políticas de estado más importantes. Mientras el ministro Alsina tiene como tarea terminar con el problema del malón de los indios, a mí se me ha encomendado la tarea de reforzar la presencia territorial como país soberano de este territorio.

—Pero doctor, lo que no entiendo es qué papel puedo cumplir yo.

—Déjeme que haga un poco de historia, así le puedo explicar mejor. Los países de América del Sur se crean, al derrumbarse el imperio Español, siguiendo los mismos límites que tenían las distintas jurisdicciones administrativas creadas por Sevilla, esto se llama el principio de Uti possidetis juris. De esa manera Argentina surge de lo que era el Virreinato del Río de la Plata (con las escisiones de Uruguay, Paraguay y Bolivia que no se plegaron a la Revolución de Mayo de la que participó su famoso antepasado Mariano Moreno). Chile hereda el territorio de la Capitanía General de Chile. Todo hubiera sido simple pero… siempre hay un pero… los buenos españoles no se tomaron el trabajo de delimitar fronteras en los territorios que no conocían y que además estaban dominados por los indios. Vea en este mapa.

Ambos se inclinaron sobre una reproducción de un antiguo mapa español.

—Mire estos territorios que hace 100 años se declaraban como desconocidos: la Puna, el Chaco y la Patagonia. Al no existir fronteras en las antiguas jurisdicciones españolas, en estos tres territorios hubo grandes problemas fronterizos. En el Chaco, un problema limítrofe con Paraguay que se resolvió en una cruel guerra que supo ganar nuestro entonces Presidente, don Bartolomé Mitre. En la Puna tenemos una situación explosiva entre nosotros, Bolivia, Perú y Chile. Y en la Patagonia todo está para disputarse con Chile. Nosotros sostenemos que la cordillera debe separar los dos países pero Chile no piensa igual y aspira a quedarse con todo. Si no reaccionamos se quedarán con toda la Patagonia. Hasta ahora han demostrado ser mucho más audaces que nosotros. La fundación de Fuerte Bulnes y de Punta Arenas, mientras Argentina “dormía”, marca una importante presencia chilena en la zona que hace que para las potencias europeas, Chile tenga un mejor fundamento para reclamar la Patagonia.

Moreno miraba el mapa con expresión incrédula. No podía creer que estuviera por perderse toda esa Terra incognita que él siempre consideró parte de la Argentina. Sin embargo, pensó, el tono y la actitud de Elizalde no parecían ser los de un derrotado. Seguro que no lo habían llamado para decirle que todo estaba perdido.

—Me imagino, ministro, que Ud. debe tener un plan y que de alguna manera que desconozco yo debo poder formar parte de él, ¿verdad?

—Así es. Hay un plan, hay una estrategia que debe ser llevada a cabo de una manera exacta para que tengamos posibilidades de retener la Patagonia. Lo que le voy a contar es absolutamente confidencial. Junto con Avellaneda y Mitre establecimos un plan que se basa en aprovechar una circunstancia coyuntural que no se volverá a repetir. Es nuestra última oportunidad y no la debemos desperdiciar. Hay una muy tensa situación entre Chile, por un lado y Perú y Bolivia, del otro lado, por la delimitación de las fronteras en la Puna. Nosotros creemos que es muy probable que en poco tiempo, quizás dos o tres años, se desate una guerra por ese territorio. Si la Argentina interviniera, seguramente Chile sería derrotado. Chile no puede combatir en dos frentes al mismo tiempo, Patagonia y la Puna. Nuestro plan es ir tensando nuestra relación con Chile al mismo paso que Perú y Bolivia, manteniendo así, latente, la posibilidad de que Chile deba enfrentar dos conflictos simultáneos. Lo que pensamos lograr es que Chile se vea obligado a cerrar un posible foco de conflicto con Argentina antes de enfrentar a Perú y Bolivia.

—¿Y para qué es necesaria una expedición si el plan es que Chile renuncie a la Patagonia para evitar un conflicto con Argentina?

—Un momento, no vaya tan rápido.

Elizalde se paró y fue a buscar un mapa más moderno de la zona del extremo sur de la Patagonia.

—Yo no dije que simplemente Chile renunciaría a la Patagonia. El plan es que Chile se avendría a un arbitraje internacional, cosa que hoy no quiere ni precisa porque sabe que, como van las cosas, va a quedarse con todo. En el arbitraje hay que demostrar y fundamentar posiciones. Nosotros tenemos que generar “actos de soberanía” que nos permitan defender la posición de que Argentina es dueña de esa región. Para eso es necesario explorar, nombrar lugares, descubrir cosas, conocer y habitar el territorio. Tenemos que aprovechar el poco tiempo que nos queda para generar todos los actos de soberanía que podamos antes del arbitraje.

—Entiendo… pero doctor, entonces ¿por qué explorar el río Santa Cruz y no otras zonas de la Patagonia más accesibles?

—Fíjese bien en este mapa. Chile, con la ciudad de Punta Arenas, ha logrado dominar el Estrecho de Magallanes. Este ya está perdido para nosotros, no hay manera de recuperarlo. Lo que sí podemos hacer es limitar territorialmente esa presencia chilena. Es decir, cercar Punta Arenas de zonas indiscutiblemente argentinas. Nuestro plan es “argentinizar” este territorio en forma de pinzas, avanzar rápidamente por el sur y por el norte. Por el Sur fundaremos un asentamiento en la isla de Tierra del Fuego, aquí —dice indicando el sur de la isla— está el canal de Beagle.


El joven Francisco Pascasio Moreno.

Chile podrá tener el cruce de los océanos a través de Estrecho de Magallanes pero nosotros también tendremos nuestro cruce de océanos por el canal que descubriera Fitz Roy. En el norte del Estrecho de Magallanes, sobre el continente ya tenemos una población en la isla Pavón, nos falta llevar nuestra presencia hasta el pie de los Andes. Si logramos esto llegaremos en una muy buena posición al arbitraje y limitaremos el territorio de Chile de este lado de los Andes a tan sólo Punta Arenas y el Estrecho de Magallanes. Vea aquí —dice marcando la zona en el mapa con una sonrisa entre los labios— nos queda toda la Patagonia al oeste de la Cordillera y toda o gran parte de Tierra del Fuego para Argentina.

Moreno estaba fascinado de que hubiera un plan tan audaz para arrebatarle a Chile, casi a último momento, la mayor parte de todo este territorio inexplorado. Le encantaba la idea de formar parte de esta estrategia pero todavía no entendía cuál podría ser su papel y su aporte.

—Francisco, lo que le estamos ofreciendo es que usted lidere una expedición remontando el río Santa Cruz y llegue hasta las montañas. —Pero doctor. Esto ya lo hizo la expedición del subteniente Feilberg. ¿Qué puedo aportar yo de nuevo que no se haya hecho ya?

Elizalde se echó para atrás recostándose en el respaldo del sofá. Bebió un sorbo de agua del vaso que tenía sobre la mesa al lado del apoya brazos tomándose su tiempo para responder.

—Estimado Moreno, usted hace preguntas punzantes que me llevan a tocar temas que preferiría no tocar, pero entiendo que una persona inteligente como usted precisa y merece saber cada detalle.

Se levantó, caminó hacia la ventana y con la mirada perdida en algún punto lejano retomó la palabra

—Como parte de esta estrategia, en 1873 el Ministerio de Guerra le encomendó a la Marina realizar una expedición remontando el río Santa Cruz. Esta fue liderada por el joven Feilberg. Él logra llegar a las nacientes del río pero no logra generar ningún acto de soberanía; nada que pruebe que estuvieron allí. No hicieron ningún mapa, nos descubrieron nada nuevo… es como si no hubieran ido. No es que yo dude que lograron llegar, pero imagínese que en un arbitraje tranquilamente Chile puede dudar de que dicha expedición haya existido y nosotros no tenemos nada, absolutamente nada, para demostrarlo.

Elizalde volvió la mirada hacia Moreno y caminó de vuelta al sofá mientras seguía hablando.

—Desde ya que la culpa no es de Feilberg, la culpa es de la persona que le dio instrucciones… Los militares explorando son casi tan malos como haciendo música, ja, ja… Por eso ahora el doctor Avellaneda puso esta responsabilidad en cabeza del Ministerio de Asuntos Exteriores. Decidimos cambiar totalmente el estilo de la expedición. Buscamos un naturalista que viaje y descubra lugares, que traiga hallazgos, que describa; en definitiva que pueda demostrar sin lugar a duda que fue el primero en llegar allí y que nuestro país conoce y domina el lugar. Cuando su tío me contó su viaje hacia la naciente del río Limay me di cuenta de que usted tenía exactamente el perfil que precisamos.

Moreno temió que Elizalde se diera cuenta de la oleada de orgullo que lo invadía. Para ocultarlo tomó agua de su vaso y casi se atraganta. Trató de decir algo inteligente pero sólo se le ocurrió preguntar —¿Y cuándo se supone que se haría esta expedición?

—Como primera medida tendría que ser en verano ya que la zona es terriblemente fría, así que pienso que en noviembre o diciembre del 76.

—Yo podría hacerla mucho antes, en marzo o abril. —Cuando dijo esto se sintió como un tonto que presumía.

—Seguramente, mi buen amigo, pero ocurre que antes hay que hacer los deberes, y en lo que a eso respecta todavía no le conté todo.

Moreno lo miró y pensó “¿De qué más falta que me entere?”

—Hay que tener en cuenta que todo esto va a parar a una comisión arbitral compuesta seguramente por potencias europeas. Dígame, Francisco, ¿cuál cree usted que será la nación líder en esa comisión?

—Antes me hablaba de “hacer los deberes” y ahora me toma examen. Parece que volví al colegio. —Bromeó Moreno— Yo diría que la principal potencia arbitral sería Inglaterra.

—¡Muy bien! Por eso tenemos que prepararnos para convencer a Inglaterra. Lo que pasa habitualmente en los arbitrajes es que los países litigantes inventan evidencia acerca de sus derechos y soberanía, por lo que la comisión desconfiará de cada elemento probatorio. Usted sabrá que los ingleses son muy desconfiados. Dígame Francisco, ¿en quién confiarán los ingleses cuando analicen la ponencia de cada país?

Moreno se quedó pensativo, no tenía una respuesta —Supongo que confiarán más en nosotros que en los chilenos —arriesgó.

—Incorrecto mi amigo. Los ingleses sólo confían en ingleses. Para hacer más fuerte nuestra posición debemos incorporar ingleses a nuestro plan.

—Supongo que ya tendrá algo pensado —dijo Moreno.

—Así es, en lo que respecta al ala sur de nuestra tenaza sobre Punta Arenas estamos negociando con una pequeña misión anglicana, para que reconozca la soberanía argentina.

—¿La misión de Thomas Bridges, el cura de las Malvinas?

—Ese mismo —respondió Elizalde— veo que sabe del asunto.

—Oí hablar de él. En la zona ya hubo otros intentos de evangelización anglicana que terminaron mal. El primero de Fitz Roy y el segundo de un tal Gardiner que murió trágicamente. Bridges es algo así como el continuador pero nunca se me ocurrió que él estaría dispuesto a cooperar con Argentina.

—Lo que pasa, Francisco, es que nosotros estamos tratando de aprovechar oportunidades. Bridges tuvo varios altercados con los chilenos así que seguramente pensará que nosotros somos menos malos que ellos. Además se peleó con la gente de las Malvinas y perdió su apoyo, por lo que está solo. Es una persona muy especial, difícil de tratar pero que precisa algo así como un paraguas protector y él ve que nosotros se lo podemos dar. Su prioridad número uno es la protección de los indios. En ese sentido nosotros le estamos dando todas las garantías… Pero bueno… ése es el plan para el brazo sur de nuestra tenaza. El plan para involucrar ingleses en el brazo norte de nuestra tenaza es más complicado. Lo miró desafiante a Moreno. —¿Alguna idea?

Moreno se daba cuenta de que Elizalde estaba muy orgulloso de tener un plan muy bien pensado en cada detalle por lo que no perdió tiempo tratando de adivinar.

—No sé por qué pero tengo la sensación de que usted ya tiene alguna idea al respecto.

—Claro —dijo Elizalde— pero le voy a dar alguna pista para que usted arriesgue una respuesta. Lo miró a Moreno a los ojos. —Queremos involucrar a un inglés que ya estuvo allí y que es un naturalista de renombre mundial.

—¡¿Darwin?! exclamó Moreno

—Exactamente. Qué mejor, para fundamentar nuestra posición, que contar con el aval del científico más prestigioso, y además ¡que ya conoce la zona!

—¿Y por qué Darwin querría verse envuelto en todo esto?

—No es tan complicado como parece. El irlandés John Coghlan (una vez en el club, por error, lo llamé inglés y casi me tira el cigarro encendido en los ojos), es ingeniero, hace trabajos para el Gobierno. Varias veces haciendo caminos o puentes encontró esqueletos de antiquísimos animales extinguidos. Coghlan tiene un arreglo con Darwin por el cual le manda gran parte del material encontrado para que el sabio inglés lo examine, lo catalogue y lo use para sus teorías.

—Quizás no lo conozca, —continuó— pero John es un “loco lindo”. Se recibió de ingeniero en Francia, trabajó por media Europa antes de venir a recalar en la Argentina, donde llegó recomendado nada menos que por Baring Brothers. Construyó los depósitos de las Catalinas, muchas líneas de ferrocarriles, hizo sistemas cloacales y puentes por casi toda la provincia de Buenos Aires. Hombre de una energía inagotable, también enamorado de la exploración, hizo una muy interesante por el río Salado. Sin embargo desde la muerte de su mujer se ha aquietado pero sigue intercambiando cartas con Darwin quien incluso le ha mandado su retrato con una amistosa dedicatoria que John enmarcó y colgó en su biblioteca y muestra orgullosísimo a todas sus visitas.

—A Coghlan, si bien lo he visto un par de veces, nunca me lo presentaron. Ignoraba lo de su correspondencia con Darwin —dijo Moreno muy interesado.

—Pero no termina ahí la cosa. Por instrucciones mías, John ya le ha escrito a Darwin sobre la futura expedición al lugar donde él estuviera hace cuarenta años. Claro que no le dijo a cargo de quién estaría la expedición porque eso nosotros aún no lo teníamos definido. En su carta le pidió a Darwin que, basándose en el viaje que él hiciera con Fitz Roy, le dijera en qué lugares podrían encontrarse fósiles. De encontrarse alguno interesante le prometió que se lo mandaríamos.

—¿Y que respondió Darwin? preguntó ansioso Moreno.

—Aún no ha llegado la respuesta, aunque calculo que debe llegar en cualquier momento. —Elizalde miró el reloj y se sobresaltó— ¡Cómo ha pasado el tiempo! Bueno Francisco, lo que pensaba es que usted de aquí se fuera directamente a lo de Coghlan que vive cerca, en 25 de Mayo 135.

Moreno lo miró con cara algo burlona y habló: —Todavía no dije que hubiera aceptado.

—Tiene razón —respondió Elizalde— además, antes de que me conteste quiero que sepa que parte de nuestro plan es que se publique un libro sobre toda la expedición, detallando lugares, hallazgos y todos los datos que sean posibles. El libro será publicado por la Imprenta de la Nación, y será distribuido por todo el país y también en el exterior. Claro que, para esconder el verdadero motivo, éste debe priorizar el aspecto científico… Bien, ahora Francisco, ¿acepta?


Robert Fitz Roy en uniforme de Vicealmirante, por Francis Lane.

—¡Claro que sí! —respondió Moreno— Nunca imaginé que tuviera la suerte de que se me encomendara una empresa que tuviera tantos deseos de cumplir.

—Bien. Entonces antes de que se vaya hagamos un repaso: usted deberá organizar una expedición que no sólo llegue hasta las nacientes del río Santa Cruz sino que deberá explorar toda la zona cordillerana. Debe nombrar montañas, lagos, ríos… todo lo que encuentre, quiero muchas descripciones. Otra tarea es la de buscar, encontrar y traer fósiles, pieles de animales, si son desconocidos mejor, encontrar pinturas indígenas en rocas, tomar contacto con los indios de la zona, etc. y finalmente involucrar a Darwin en los resultados de la expedición.

Elizalde miró el reloj, tomó un poco de agua del vaso y de repente exclamó: —¡Me olvidaba! También debe encontrar el hito que Feilberg dice haber dejado en la naciente misma del río. Nos sirve para “certificar” la llegada de Feilberg a la zona y demostrar que hace varios años que la exploramos.

—¿Cómo era el hito? —preguntó Moreno.


Charles Darwin en su vejez.

—Un bote dado vuelta, un remo clavado en el suelo con una bandera argentina. —respondió Elizalde

—Qué mala manera de hacer un hito que perdure en el tiempo, dudo que haya soportado los vientos de la zona.

—Por supuesto que no. La primera tormenta debe haber llevado al bote, los remos y la bandera al medio de la estepa. —Y susurró —Si es que alguna vez estuvieron allí.

Elizalde se levantó dando a entender que la entrevista había terminado, Moreno se dirigió a buscar su sombrero. Ya en la puerta Moreno se dio vuelta y le dijo:

—Doctor, ¿Qué pasa si no encuentro el hito de Feilberg?

Elizalde lo miró con cara sorprendida —Muy fácil, si usted no encuentra el hito… lo encuentra igual.

Ante la cara de desconcierto de un Moreno que parecía no entender, agregó —Yo tengo en un cajón de mi escritorio una bandera argentina deshilachada por el viento que nos puede servir muy bien; buenas tardes amigo. Se dieron la mano y se cerró la puerta.

Moreno caminaba muy pensativo por la calle rumbo a la casa de John Coghlan. Le acababan de ofrecer un viaje que podría cambiar su vida. Algo así le había pasado, hacía casi cincuenta años, a Charles Darwin. Él había devorado varios trabajos del naturalista inglés. Había leído minuciosamente el libro que Darwin escribió sobre el viaje que hizo en el Beagle, al mando del capitán Fitz Roy. En esa publicación se destacaban los dos años que pasó en territorio argentino, y leyó varias veces la parte en que relata cómo la expedición inglesa remontó el río Santa Cruz durante tres semanas sin lograr llegar a sus nacientes. Ese relato fue uno de los que lo impulsaron, cuando adolescente, a inclinarse hacia la exploración del territorio argentino como así también a la colección y clasificación de fósiles y animales. Si a él le gustaba decir que era un “naturalista” era porque había conocido esa palabra leyendo la obra de Charles Darwin y había aprendido todo lo que ella significaba.

Por otro lado también había leído la obra de Darwin que revolucionó al mundo, “El origen de las especies”. Luego de más de veinte años de su viaje alrededor del mundo en el bergantín Beagle el científico inglés usó la evidencia recolectada entonces para plantear, y casi demostrar, que los animales no fueron creados tal cual son hoy sino que se fueron modificando a lo largo de miles, tal vez millones, de años a partir de otros animales hoy extintos. El mundo tembló ante esta teoría y dividió a la sociedad entre aquellos que sostenían la teoría bíblica sobre la creación, los “creacionistas”, y los que sostenían la teoría de Darwin, conocidos como “evolucionistas” o “darwinianos”. Cuántos amigos de toda la vida se pelearon a muerte en charlas inicialmente amistosas en los clubes de la más alta sociedad, no sólo de Londres sino de las principales ciudades del mundo ¡incluyendo a Buenos Aires!

La revolución que su teoría causó en la sociedad inglesa no amilanó a Darwin, quien unos años después asestó un golpe aún más duro sobre la Biblia. Escribió un libro en el que directamente decía que, ya no los animales, sino el Hombre era producto de la evolución y que provenía de animales inferiores, tales como los simios. No había lugar para Adán y Eva en el mundo de Darwin.

Más allá de la evolución de los animales Darwin, como geólogo, explicaba que tampoco el relieve del mundo era estático sino que se venía modificando a través de los milenios y que aún hoy se continuaba modificando. La manera en que una zona se modificaba era fundamental para que un geólogo, como Moreno, pudiera comprender cuáles eran las fuerzas y la dirección del cambio en un lugar.

Moreno no podía dejar de pensar que había un cierto paralelismo entre Darwin y él. “Tenía casi mi edad cuando le ofrecieron participar del viaje más fantástico que podría haber imaginado.” De repente las palabras, nada amistosas, del conductor de un carruaje que tuvo que hacer una maniobra para evitar atropellarlo, sobresaltaron a Moreno y le hicieron darse cuenta de que ya estaba llegando a la casa de John Coghlan. La casa en cuestión no era ostentosa pero sin duda mostraba que Coghlan no tenía ningún problema de dinero. Golpeó la puerta. Lo atendió una muchacha de la servidumbre que lo guió hasta una sala en penumbras. Le dijo algo en susurros que Moreno no logró comprender pero supuso que significaba que debía esperar allí, que el dueño de casa lo atendería.

Mientras esperaba se interesó en algunos de la infinidad de huesos y fósiles que se exhibían. Al acercarse para verlos mejor notó en la pared el retrato de Darwin que Elizalde le había comentado. Tenía una dedicatoria escrita de puño y letra: “To my dear friend John Coghlan, whose valuable effort supporting my work deserves more than just this remembrance. Charles Darwin”.

Una voz ronca de atrás le dijo: —“A mi estimado amigo…”

Moreno lo interrumpió. —John Coghlan, cuyo valioso esfuerzo apoyando mi trabajo merece más que sólo este recuerdo. Hablo y leo inglés, señor…

—Coghlan, John Coghlan. Por favor tome asiento. Ambos hombres se dieron la mano y se sentaron —¿Cómo aprendió inglés? No es común eso por estas tierras —dijo con un cargado acento británico.

—Me lo enseñó mi madre, que era de familia irlandesa. Thwaite de apellido.

—Escuché varios casos como el de su abuelo. Los irlandeses se sentían muy bien aquí no sólo porque las chicas de sociedad les prestaban mucha atención sino también porque al ser católicos buscaban escapar de la presión anglicana y poder ejercer su religión libremente. Varios optaron por venir a Buenos Aires cuando tuvieron la oportunidad. Sabrá usted cómo es la relación entre los irlandeses y los ingleses, mi amigo Moreno. —Francisco puso cara de que esperaba que él se la explicara—. Pues bien ellos son como un hermano mayor que nos maltrata. En casa vivimos peleando pero cuando estamos lejos de nuestra tierra vemos que tenemos bastante en común; yo tengo infinidad de amigos ingleses. De cualquier manera los irlandeses pensamos que ya somos grandes y deberíamos tener nuestra propia casa, es decir separarnos del Imperio Británico, pero nuestro hermano mayor se niega a dejarnos ser libres.

Coghlan era un hombre corpulento que aparentaba tener algo más de cincuenta años. Su escaso pelo, bastante canoso, parecía que alguna vez había sido pelirrojo. La piel rojiza de su cara dejaba ver pequeñas venas que la surcaban, algo muy común entre los habitantes de las islas británicas.

—Bueno, amigo Moreno, veo que su aspecto no lo delata como irlandés pero, por lo que supe de sus viajes, la sangre celta sigue viva en usted ya que ha demostrado ser bastante testarudo para lograr sus objetivos, ¿no es así?

El joven sonrió interpretando que le decía un cumplido.

—Me imagino que si usted está aquí es que estuvo reunido con el doctor Elizalde y ha aceptado su propuesta, ¿verdad?

—Así es. Debo decir que además de sentirme halagado por la oportunidad de servir al país, haciendo algo que me fascina, también estoy sorprendido por un plan muy detallado para proteger nuestra Patagonia. El doctor Elizalde me contó sobre su relación con Darwin y que incluso ya le había escrito una carta para interesarlo en esta expedición. ¿No hubo aún ninguna respuesta a esa carta?

—Lamentablemente sí la hubo y no fue la mejor. Ayer por la mañana entró a puerto el barco inglés Arrow y por la tarde se distribuyó la correspondencia. En su carta Darwin me dice que, debido a que pasaron más de cuarenta años, es muy poco lo que se acuerda de su viaje por el río Santa Cruz. Que estuvo releyendo sus cuadernos de apuntes y hay escasa información en ellos que nos pueda ser útil. En definitiva no parece tener mucho interés.

De repente a Moreno le pareció que el plan se desplomaba como un castillo de naipes. Toda la idea de involucrar a una importante figura inglesa se desmoronaba en el primer paso.

—Qué raro, pensé que usted le ofrecía mandarle fósiles que pudiera encontrar en la expedición —dijo Moreno con una voz que no podía ocultar su decepción.

—Eso hice. Pero en su respuesta me cuenta que el suelo del valle y sus paredes están compuestos fundamentalmente de piedra basáltica y material aluvional, ninguno de los dos alberga fósiles. Y también me menciona que, a la altura que se encuentra de su trabajo, sólo le interesan esqueletos completos, no piezas aisladas, y no cree que una expedición pudiera cargar con este material.

—¿Entonces no hay nada por hacer? ¿El plan de involucrar un inglés está perdido?

—Bueno… no es exactamente así, —dijo Coghlan— en su carta Darwin me dice que lo que él cree que sería muy útil para la expedición argentina es la información geográfica y geodésica que levantó la expedición del Beagle. Que esa información estaba en poder de Fitz Roy pero dado que él murió hace unos años nos pondrá en contacto con su asistente cartográfico, John Lort Stokes.

—Un contacto de tercera categoría no es lo que precisamos, señor Coghlan —dijo Moreno con el ánimo visiblemente caído.

Coghlan se levantó, caminó hacia su biblioteca, buscó durante unos segundos y extrajo un libro que le entregó a Moreno. Este lo tomó y sin mucho interés leyó el título:

“Discoveries in Australia; with an Account of the Coasts and Rivers Explored and Surveyed During the Voyage of H.M.S. Beagle, in the Years 1837-38-39-40-41-42-43. By Command of the Lords Commissioners of the Admiralty.”

“Descubrimientos en Australia; con un recuento de las costas y ríos explorados y examinados durante el viaje del buque H.M.S. Beagle, en los años 1837-38-39-40-41-42-43. Por orden del Comando de los Lores Comisionados del Almirantazgo Inglés”

Moreno lo miró a Coghlan como diciendo: “¿Qué es esto?” —Fíjese el autor —le dijo Coghlan a Moreno que volvió sus ojos al libro.

Author: John Lort Stokes

—Stokes, —dijo Coghlan— el vicealmirante John Lort Stokes, es una de las personas más importantes del Almirantazgo inglés. Es admirado como uno de los exploradores vivos más experimentados de Gran Bretaña. Fue capitán del Beagle en su tercer viaje exploratorio en las costas de Australia y Nueva Zelanda. Es algo así como un mito viviente. Él es nuestra persona. A él tenemos que escribirle e interesarlo en el tema.

Lo miró a Moreno, quien tenía cara de que no sabía cómo hacer eso. Coghlan agregó orgulloso —Por suerte mi amigo Darwin ya hizo parte de ese trabajo para nosotros. Me mandó una copia de la carta que él mismo le escribió a Stokes, explicándole el objetivo científico y exploratorio de la expedición argentina y pidiéndole que nos ayude en la medida de lo posible… ¡Imposible pensar en una mejor carta de presentación! Lo que hay que hacer es escribirle sin pérdida de tiempo a Stokes. Hagámoslo ahora mismo así aprovechamos que el Arrow todavía está en puerto, vuelve directamente a Inglaterra. Uno de mis empleados esperará que terminemos de escribirla para llevarla al barco.

Coghlan llevó a Moreno hasta su escritorio, trajo papel, tinta y pluma. Moreno se sentó pero tenía su mente en blanco, no se le ocurría qué decir ni cómo empezar. —“¿Qué le escribo?” —le preguntó a Coghlan. —Cuéntele sobre su viaje a las nacientes del Limay, sus aventuras con los indios, sus descubrimientos y hallazgos. Stokes es un hombre de aventuras y le entusiasmará leerlo de su puño y letra. El verá que usted es uno de los suyos, o sea un explorador. Luego descríbale el viaje que planea por el Santa Cruz, que no es ni más ni menos que continuar el viaje que él, Fitz Roy y Darwin hicieron hace cuarenta años. ¿Usted leyó las crónicas que ellos escribieron?

—Sólo la de Darwin.

—Perfecto, recuérdeme darle luego las crónicas de Fitz Roy, son más detalladas, aunque más aburridas que las de Darwin. —Y luego agregó —Finalmente usted debe pedirle su ayuda. Que le suministre toda la información posible de la zona: mapas, croquis, coordenadas, lugares para acampar, etc.

Moreno lo miró con cara dubitativa: “¿A usted le parece que nos dará esa información? ¿Por qué habría de hacerlo?”

—La única razón por la que él lo haría es que su carta lo entusiasme. Que él vea reflejado en usted al Stokes de su juventud. Que sienta que si usted llega a la cordillera remontando el río es un poco como que él también llegara. Que su expedición sea una continuación de la que ellos hicieron hace cuarenta años. Todo depende de su pluma estimado Moreno… entusiásmelo… Yo lo ayudo con la ortografía inglesa que es un poco tramposa.


John Lort Stokes al ser ascendido a Almirante., por Stephen Pearce

Se hizo de noche y ambos pasaron varias horas escribiendo en la penumbra. Eligiendo cuidadosamente cada palabra. Finalmente, en la madrugada, sin estar muy conformes, terminaron la carta que fue llevada al Arrow y partió rumbo a Londres, específicamente al Almirantazgo inglés para allí ser entregada en mano a una de las leyendas vivientes de la marina inglesa, el más importante explorador de Australia, Nueva Zelanda, Tierra del Fuego, la Patagonia, las Islas Galápagos y muchos otros lugares recónditos alrededor del mundo y, por sobre todas las cosas: ayudante y amigo de Robert Fitz Roy y Charles Darwin, el vicealmirante John Lort Stokes.

La traición de Darwin

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