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Capítulo 5. Un científico muy especial
ОглавлениеLondres, mayo de 1881. Un hombre de anteojos muy bien vestido se acercó al pulcro carruaje de alquiler que, a un costado de la plaza, esperaba pasajeros.
—To Down Town, please —dijo Moreno. El cochero masculló algo que al joven le pareció que podía ser ridiculous foreigner, pero prefirió no darse por aludido.
Se sentó en su interior, le esperaba un largo viaje. El carruaje tirado por brillantes caballos se puso en movimiento. Moreno dejó su mente viajar por los recuerdos recientes. El interminable viaje por un mar lleno de delfines, ballenas y peces voladores; la fiesta por el cruce del ecuador, las paradas en lugares fascinantes como Río de Janeiro, Bahía y Cádiz. Luego su llegada a París, que lo fascinó con su esplendor. El primer día en la Universidad y haber conocido a Paul Broca.
—We have arrived to downtown, Sir —la voz del cochero lo sacó de sus pensamientos.
Algo estaba mal. No habían pasado ni dos minutos desde que se había subido al carruaje y le habían dicho que el viaje duraba más de una hora. Miró por la ventana y vio que estaba en Picadilly Circus, ¡Pleno centro de Londres!
—Excuse me, there must be a mistake. I´m going to the town of Down —dijo el joven en su mejor inglés.
—You had said downtown, Sir. The town of Down is very different.
—I´m sorry for the mistake. I´m from Argentina, my English is not very good.
—Oh, no problem at all, Sir. But I´ll have to charge you for both trips.
—I understand.
Moreno se volvió a acomodar en el asiento mientras reía. Él iba a un pueblo cercano llamado Down que en inglés sería Down Town, pero el cochero pensó que iba al centro de la ciudad, que se dice Downtown. Ese era un viaje de apenas unos metros. Por eso el cochero había refunfuñado cuando le dijo adónde iba; quizás había esperado media hora por un pasajero y un viaje de dos minutos le resultaba decepcionante. El viaje al pueblo de Down era mucho más largo.
El joven volvió a sus recuerdos. Su cabeza lo llevó al día en que el sabio Broca lo reconoció. Se dio cuenta que ese alumno era François Morenó, el autor de un artículo publicado en su revista algunos años antes. Lo invitó a almorzar, luego lo llevó a conocer los distintos laboratorios de la Universidad de París. Se quedaron hablando hasta la noche y Broca, fascinado por sus aventuras en la Patagonia, le pidió que diera una clase sobre ese territorio del que tan poco se sabía.
Moreno recordaba lo nervioso que había estado antes de la disertación. Él había dado muchas otras charlas, pero esta vez no sólo era en un ámbito erudito sino que además debía darla en francés. Sin embargo todo había salido perfecto, le hicieron decenas de preguntas y al final fue aplaudido de pie. Ojalá su padre lo hubiera visto. Después de la clase magistral conoció a varias de las personalidades más importantes del mundillo científico francés. Se sentía a sus anchas.
Sin embargo dos hechos empañaron esos primeros meses en Europa. El primero fue la temprana muerte de Paul Broca que ocurrió a menos de dos meses de su llegada a París. Cientos y cientos de personas concurrieron a su entierro. Fue una importante pérdida para la ciencia.
Del otro hecho negativo se enteró a través de una carta de su padre. Como era de esperarse, Roca había sido elegido presidente. Como ocurría en cada elección, hubo fraude. Hasta los muertos habían votado, las urnas ya habían llegado con votos a las mesas y habían metido presos a los fiscales de mesa de la oposición para poder contar los votos a voluntad. ¿Resultado? El fraude había dado por ganador a Carlos Tejedor, gobernador de la Provincia de Buenos Aires en Buenos Aires y en la aliada Provincia de Corrientes, mientras que Roca había triunfado con el apoyo de los demás gobernadores, y usando los mismos métodos, en todas las demás provincias. Tejedor se negó a aceptar los resultados. Roca, con el apoyo del todavía presidente Avellaneda, duplicó la apuesta y juró sacarle la Ciudad de Buenos Aires a la Provincia para convertirla definitivamente en la capital del país, asignatura aún pendiente desde la Revolución de Mayo.
Para alguien que no estaba metido en la política, este último punto podía parecer banal, pero su padre le explicó al joven que quien controlara la ciudad controlaba su puerto, y por lo tanto los enormes ingresos que éste generaba. Por lo tanto la Provincia de Buenos Aires perdería solvencia económica a manos del Gobierno Nacional, que pasaría a manejar un presupuesto importantísimo con el que podría comprar el apoyo de las provincias del Interior. Sin duda Roca había logrado el apoyo de los gobernadores prometiendo distribuir el ingreso de la aduana a partir de su nacionalización.
Tejedor consiguió formar un Ejército con las armas que contrabandeó del exterior y armó a sus seguidores. Estos se acantonaron en varios puntos de la ciudad. El Gobierno Nacional tuvo que mudarse al pueblito de Belgrano, que tuvo el raro honor de ser la capital del país por algunos días.
Tejedor apostaba a reeditar la antinomia Buenos Aires y el Interior, como en la época de Mitre cuando sucedieron las batallas de Cepeda y Pavón. Pero no toda la sociedad porteña se le plegó. Muchos veían en este conflicto la lucha entre la vieja Argentina, la de Tejedor, contra la Argentina con futuro pujante, la de Roca.
Roca, fiel a su estilo, atacó sin pudor. El veinte de junio mandó al coronel Levalle con experimentadas tropas nacionales a que tomara la ciudad. Avanzó desde el pueblo de Adrogué, combatió a los inexpertos soldados provinciales en Barracas al Sud, los venció, cruzó el Riachuelo, y durante todo el día siguiente persiguió sin misericordia a las tropas provinciales que, con mucha valentía y poca experiencia, trataron de hacerle frente en Puente Alsina y Parque Patricios. Corrió mucha sangre argentina por las calles porteñas. Tejedor vencido, Buenos Aires vencida, la Argentina vieja vencida pero todo a un costo extraordinario: el de cientos de jóvenes argentinos que creyeron en los delirios de grandeza de un hombre que pertenecía al pasado. Del otro lado, un hombre sin escrúpulos decidido a modernizar el país por medio de la razón, o por la fuerza. Su padre lo había expresado bien: “Me alegra que haya perdido un hombre como Tejedor, pero me asusta que haya triunfado un hombre como Roca.”
Moreno no pudo dejar de pensar que de haber estado en Argentina quizás hubiera combatido del lado que le dictaba su corazón porteño, pero en contra del lado que quería su cabeza: el de una nueva Argentina.
Un movimiento brusco del carruaje lo devolvió a la realidad. Por la ventana vio que habían salido de Londres, ya estaban en la zona de granjas. Había esperado mucho para esto, ya faltaba poco para conocer a una de las personas más famosas del mundo. Para conocerlo a él es que había viajado a Inglaterra.
* * *
—¿Está seguro que el Señor le dijo que lo recibiría hoy? Hace varios días que está débil en cama y no recibe a nadie —le dijo el mayordomo.
—Estoy absolutamente seguro —dijo Moreno tratando de disimular su fastidio. De su bolsillo sacó una tarjeta y se la dio al hombre—. Le ruego que se la lleve para que él sepa que yo estoy aquí, y él le dirá si me recibe o no.
El mayordomo observó que la tarjeta estaba escrita en francés y que el joven no era un don nadie, sino miembro de la Societe Française de Geographie. Le ofreció un asiento para esperar; el joven se sentó. La sala le atrajo la atención, estaba llena de cuadros de importantes personajes que él no conocía, vitrinas con animales embalsamados, fósiles y grabados de aborígenes de distintos lugares del mundo. Uno en especial le parecía conocido. Se acercó para verlo mejor.
—Jemmy Button. Es de su tierra natal, ¿no es así, Señor Moreno?
El joven se dio vuelta sobresaltado y vio a un hombre un par de años mayor que él con uniforme militar.
—Disculpe, usted no me conoce. Soy Leonard, mi padre me pidió que lo recibiera mientras él se apronta para recibirlo.
—Mucho gusto —ambos se dieron la mano.
—Como sabrá, mi padre hace varios días que está en cama. A decir verdad, en los últimos diez años ha pasado más tiempo con dolencias que en buen estado de salud. Creo que es más de su cabeza que enfermedades reales. Así que no se extrañe, lo recibirá en su cama. Ahora se está poniendo presentable, no tardará. No pierde tiempo ni en afeitarse ni en peinarse —dijo jocoso.
Moreno rio. Todo el mundo sabía que el padre de Leonard usaba una larga barba y era calvo.
—Me encantará escuchar sobre sus viajes en la Patagonia —dijo el inglés.
—¿Cómo sabe que viajé por allá?
—Todos en esta casa sabemos de sus viajes —y ante la expresión de extrañeza de Moreno, aclaró—. Lo que usted hizo en su viaje por el río Santa Cruz le levantó muchísimo el ánimo a mi padre. Digamos que le permitió saldar una vieja deuda con un amigo9. —Claro, con Fitz Roy.
—Exacto.
Un reloj marcó las tres de la tarde. —Bueno, podemos subir.
* * *
Leonard abrió la puerta y dijo:
—Señor Francisco Moreno le presento a mi padre, Charles Darwin.
El viejo naturalista, autor de la polémica Teoría de la Evolución, le dedicó una amplia sonrisa.
—Señor Moreno, es un gusto tenerlo en Down. Tan sólo lamento no estar en mejores condiciones para poder recibirlo como se merece. Por suerte mi hijo Leonard se ha ofrecido para hacerle una visita guiada por mi casa, mi estudio y mi sendero.
—¿Sendero? —preguntó intrigado.
—Sí, del lado de atrás de la casa hay un sendero en el que yo solía caminar para pensar. Muchas ideas se me ocurrieron caminándolo una y otra vez. Me gustaría que usted también lo pruebe, estoy seguro que le aclarará la mente y le surgirán buenas ideas.
Moreno le pidió que le autografiara un ejemplar de El origen de las especies, el libro que dividió las sociedades de las principales ciudades del mundo. Una vez que lo hubo hecho:
—Pero dígame, Señor Moreno, usted que ha viajado tanto a la Patagonia. ¿Considera que ha cambiado desde la época en que yo la conocí?
—No ha cambiado mayormente, el Algarrobo de Gualichu sigue allí10, los desiertos siguen intactos, los ríos mantienen su fuerza, pero algo está cambiando.
—¿Qué es?
—Los indígenas. Están desapareciendo.
Darwin quedó pensativo, con una mirada triste.
—La verdad, Señor Moreno, es que siempre pensé que eso pasaría. No sólo en la Patagonia, lo mismo ocurre en Australia y Nueva Zelanda. Se genera un choque de civilizaciones en el cual los aborígenes sólo pueden perder.
—¿Por qué piensa que eso ocurre?
—Nuestras sociedades occidentales buscan su desarrollo ocupando territorio para hacerlo producir, básicamente con ganadería y agricultura. Eso va reduciendo el territorio “salvaje”, por llamarlo de alguna manera, que estas tribus necesitan. Al sentirse acorralados se hacen más agresivos, lo que los lleva a guerrear contra la sociedad occidental. Muchos van muriendo en ese vano intento de retener “su” mundo, y su población se va reduciendo. Y así de a poco se va produciendo su extinción —explicó el naturalista inglés—. Yo vi eso mismo en su país cuando Rosas combatía a los indios cerca de El Carmen.
—Sí, eso pasa en mi país. Pero yo creo que ellos podrían incorporarse a nuestra sociedad. Quizás formando colonias agrícolas y siendo ellos los que hagan que el suelo produzca.
Darwin miró a Moreno, su empuje y entusiasmo le hacían recordar el suyo cuando tenía su misma edad y navegaba alrededor del mundo bajo el mando del capitán Fitz Roy. Este fundó una colonia agrícola con indios Yaganas que habían recibido educación inglesa11. Fue un absoluto fracaso.
—Vea, Señor Moreno. La mayoría de las tribus aborígenes veneran a sus antepasados, esto significa que también veneran su modo de vida. Para ellos “europeizarse” significa traicionar a sus antepasados y prefieren morir antes que eso. Ojalá me equivoque, pero me imagino que a medida que los blancos vayan colonizando el territorio los indios patagónicos irán desapareciendo hasta extinguirse.
Moreno pensó en sus amigos Sayhueque, Utrac, Inacayal y Foyel y lamentó ser, de alguna manera, responsable del pesado destino que les esperaba. La tos de Darwin lo sacó de sus lúgubres pensamientos.
—Señor Moreno, si le interesa le puedo escribir cartas de recomendación para que lo reciban algunos de los científicos más reconocidos de Inglaterra.
—Eso sería estupendo. ¡Muchas gracias!
—No todos ellos son viejos decrépitos como yo. Huxley y el mismo Wallace son bastante más jóvenes, y estarán encantados de conocerlo. Pero ahora cuénteme sobre sus viajes por la Patagonia. Cuénteme sobre el monte Fitz Roy.
* * *
Mientras su padre escribía las cartas de recomendación, Leonard llevó a Darwin al sendero. Los jóvenes charlaban animadamente, se estaba trabando una amistad que duraría muchos años.
—¿Y por la mañana su padre caminaba por este sendero horas y horas?
—Sí, se concentraba tanto en sus temas que el tiempo pasaba y hasta se perdía el almuerzo —explicaba Leonard—. Entonces mi madre ideó un sistema. Hizo que mi padre decidiera de antemano cuántas vueltas daría por el sendero y entonces tomaba esa cantidad de piedritas en la mano. Cada vez que pasaba por aquí tiraba una piedrita; cuando arrojara la última él sabía que había terminado, que era hora de volver. Pero ahora ya hace mucho que no viene.
El sendero pasaba por una huerta en la que el naturalista hacía cruces de razas que buscaban simular el proceso evolutivo. Lo mismo en el aviario contiguo; allí estaban las palomas con las que experimentaba. Al cabo de un tiempo Leonard Darwin le preguntó a Moreno si volvería en carruaje.
—Prefiero volver en tren, así conozco cosas nuevas.
—En ese caso será mejor que vayamos volviendo —dijo mirando su reloj—. Lo acompañaré a la estación.
* * *
Cuando Moreno volvió al hotel encontró que había un mensaje para él: —From the Argentine Government —dijo impresionado el conserje.
El joven subió a su cuarto, dejó sus cosas al lado de la cama y sin prisa abrió el sobre. Era una carta de Roca. No era muy larga. Fiel a su estilo, el nuevo presidente era conciso y preciso. “Parece que se termina mi temporada en Europa”, pensó Moreno mientras doblaba y guardaba la carta en su maletín.