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Conclusión

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Todo está ahí: las instalaciones, los recursos, las personas, las convocatorias, los premios, los proyectos y las metas, el sueldo, el tiempo, las descargas. Pero algo pasa: las personas están mal. No se sonríe mucho. Hay malestar y rumores. Angustias. Pesadumbre. La situación es triste. Empobrece. ¿Qué pasa?19 En escenarios enfermizos no tenemos más que patrones de colegialidad hueca: podemos estar juntos, sentarnos en las mismas reuniones, compartir eventos, transitar en los mismos pasillos, comprometernos con las responsabilidades del departamento, vernos cotidianamente, tomar café y saludarnos, pero nada de esto traduce —al menos no necesariamente— acercamientos, proximidades, sociabilidad.20 La estructura institucional, aunque eficiente, rentable y con prestigio y calidad, puede al mismo tiempo esquivar aspectos fundamentales de los vínculos humanos. Por ejemplo, el hecho de que la comunicación horizontal es más efectiva que los controles administrativos y las sanciones.21 O que la situación de cercanía institucional no conlleva directamente el trabajo mancomunado. La competencia entre colegas, y también entre dependencias y oficinas, por alcanzar mejores resultados y por obtener mayores puntajes en los indicadores de eficiencia y productividad puede producir distorsiones y luchas intestinas en las comunidades académicas (cfr. Naidoo 2005, 45-56).

Ahora bien, mucho del asunto se relaciona con el hecho de que la universidad ha crecido en envergadura y con el hecho de que la calidad de la educación se ha convertido un asunto de indicadores, productividad, etc. La universidad opera —a veces sin restricción y a veces con autonomía— en función del capital académico y científico de sus instancias, procesos, agentes, productos, servicios, programas —todos, de nuevo hay que decirlo, evaluados según patrones externos y estándares.

En efecto, es impresionante el número y la diversidad de instituciones de educación superior existentes a lo largo del mundo; todas, de alguna manera guiadas por sistemas internacionales de clasificación y por criterios de gestión pensados para la medición, comparación y valoración de las actividades de formación, investigación y extensión, además de las actividades de administración institucional. Nos atreveríamos a decir, incluso, que la competitividad es un rasgo estructural de la educación, en el sentido de que el devenir de las instituciones universitarias se conforma según patrones de posicionamiento estratégico correlativos a lineamientos para la medición y valoración de procesos, agentes, productos, actividades. Todo este asunto de las mejores universidades, de las jerarquías de los programas (técnico, tecnológico, profesional, de posgrado), de la selectividad en la admisión, de la necesidad de recursos, de la ideología del conocimiento útil, de la valoración social de las profesiones, de la cualificación de los profesores… —no somos exhaustivos en la lista— es expresión de la existencia de tales patrones y lineamientos de la educación superior.

Es una realidad circunscrita. Es más, podemos aceptar, sin demasiada resignación y sin pesimismo, que son más o menos forzosas las presiones que produce el mercado, la búsqueda de ranking, los criterios y jerarquía administrativos y las necesidades de calidad y prestigio, etc. Tan forzosas son que existen pocas posibilidades de que dejen de aparecer, en el horizonte de las instituciones universitarias, los cálculos realistas y el jalonamiento político e institucional que producen. Y, sin embargo, llamamos la atención sobre los desgastes anímicos y las consecuencias laborales que tiene el vaciamiento de orientaciones y sentidos polémicos respecto de la compresión de la educación como un producto que debe presentar diferenciaciones y de la universidad como una empresa que se alimenta de ventajas comparativas. Ninguna organización es perfecta. Ni las universidades privadas ni las públicas.

Por otra parte, ninguna organización —y la universidad menos— está fuera de lo real o de las reglas de juego de la sociedad en la que se instala. La escena económica, de mercado y competitividades (que está en la base de la situación) no parece presentar un afuera —algo así como una instancia en la que el Capital estaría suspendido y en la que podríamos asumir criterios incondicionados de acción en los procesos de educación universitaria y de otra índole. Lo que podemos ver es, ciertamente, muchos esfuerzos, y de naturaleza diversa, a la hora de enfrentar los asuntos actuales de la educación y la sociedad. Pero, aun en la imperfecta organización universitaria y con todo el realismo que se pueda tener, no debería olvidarse el palpable hecho de que la universidad concentra actividades de dignidad superior y que, sobre todo, trata con comunidades de personas.

Sobre la dignidad superior de la universidad es fácil encontrar reflexiones elocuentes —simplemente prolífica es la documentación sobre el tema. Aquí hemos hablado de climas de desconfianza y de condiciones institucionales enfermizas pensando en otra cuestión: que en la universidad —y en las instituciones, podría decirse ampliamente— existen campos o regiones de influencia donde resulta fundamental la vida anímica de la gente y las emociones. Ira, miedo, envidia, culpa, aflicción, etc., son íntimos factores que afectan la estabilidad y los cambios en el devenir de las organizaciones. Las emociones no solo son parte de la interioridad anímica de los individuos y se hacen relevantes justo cuando se piensa en los compromisos de las instituciones con el fomento de las capacidades humanas. Permítanse unos brevísimos instantes para “cerrar” con el exposición sucinta de la cuestión.22

Compartir el espacio común pone en juego los altos y valorados compromisos de los conciudadanos. Es muy fácil aceptar la importancia de los imperativos morales y de las normas en el devenir de las organizaciones. Pero las emociones y los episodios anímicos de la vida común y cotidiana son los que, en el fondo, pueden ofrecer vigor y hondura a las prospectivas y los horizontes de las instituciones. Las emociones son el motor de la acción humana. Ofrecen terreno de luchas y refuerzan proyectos. Y también hacen eclosionar divisiones, acentuar jerarquías, promover desatenciones, cerrilidad, angustias, miedo. Las emociones son asunto político en esa medida. Y no solo por el hecho de expresarse en el ámbito público. Lo son porque forman parte de las instituciones que influyen en la existencia humana y porque afectan (potencian o limitan) las oportunidades de acción y pensamiento. Así, tomarse en serio la tarea de valorar su impacto en los procesos de individuación y en la cultura política significa pensar el miedo, la culpa, el resentimiento y la tristeza como el origen y el destino de las comunidades paranoicas más reactivas e impotentes.23

Por supuesto, es bueno recordar que siempre existe el camino de investigación que conduce a la posibilidad de “apreciar todo aquello que nos ayude a ver el desigual, y con frecuencia poco agraciado destino de los seres humanos, con humor, ternura y goce, en vez de con un furor absolutista por una perfección imposible” (Nussbaum 2014, 31). Al lado de la crítica sobre los escenarios en que nos entregamos a episodios emocionales enfermizos (paranoia, como en el caso de Zoja, o ira, como en el caso de Sloterdijk), también se encuentran los caminos de investigación sobre otros recursos emocionales, entre los cuales están la compasión, el amor y la alegría (cfr. Nussbaum 2014, 139-197).

Un último paso. Hemos dicho: es asunto político la preocupación por las emociones y su rol en el espacio de convivencia pública. Ahora es igualmente importante subrayar que la compresión política de las emociones se refuerza si se atiende el problema de ver en qué condiciones es posible promover afectos y vínculos anímicos guiados por la búsqueda de desarrollo en uno mismo y en los demás. El énfasis en los logros personales y en el entrenamiento individual para las salvajes competencias recientes de la cultura contemporánea conllevan escenarios enfermizos, donde resulta palpable la ocasión de querer proteger nuestra frágil interioridad mancillando y doblegando a otras personas a punta de gritos, amenazas, presiones, memorandos, notificaciones, censuras, exclusiones, etc.

La lección presente aquí puede nombrarse a través de dos fórmulas: por una parte, hay que estar alerta y someter a crítica toda disposición autoritaria. Y no solo con respecto a los hombres del poder. Rasgos de imposición yacen también en las valoraciones y los ajustes a criterios. Evaluaciones cognitivas y presupuestos ontológicos se hayan secretamente guardados en los estándares, lineamientos e indicadores que aparecen aquí y allá —es lo que arriba llamamos procesos del tipo top-down. Evaluamos, clasificamos y valoramos aquello que es importante y aquello que no está de acuerdo con el modo en que describimos y comprendemos el mundo. Por otra parte, hay que estar alerta respecto de todo aquello que pueda originar paranoia en la complejidad de la psicología humana. Es necesario escarbar en los mecanismos psicológicos y políticos tendientes al menoscabo de las posibilidades de acción. Se trata del trabajo institucional con una pregunta recalcitrante: ¿cómo cultivar las emociones públicas en beneficio de vínculos sociales prospectivos, alegres, potencialmente abiertos y heterogéneos —al tiempo que se hace todo por desalentar e inhibir aquellas emociones que limitan las metas de desarrollo, progresión y búsqueda de posibilidades?

Paranoia

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