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Climas de desconfianza

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¿Cuál es el resultado de las muchas veces inflexibles jerarquías? ¿A qué obligaciones conduce el clima de las competencias y el malestar de quienes se relacionan más bien como adversarios que como colegas y amigos? ¿Qué ha de pasar entre nosotros si los horizontes de trabajo son más bien metas a las que cada quien quiere llegar como el mejor de los demás? Poder académico, prestigio intelectual o científico, búsqueda de recursos económicos y personales, sectarismo, etc.: síntomas de la situación asoman insistentemente. Hablamos de actitudes de desquicio, de personalidades aisladas y estrés. Hablamos de la notable y asfixiante burocracia, de los acosos laborales y de las luchas feroces por los ascensos, los altercados agresivos, los combates. Podría decirse que los procesos de individuación en medios de competencia continua son condición de permanentes presiones en el mundo del trabajo, al punto de que resulta sencillo percibir las fragmentaciones que alejan las dependencias, las oficinas, los directivos, los trabajadores.1

Esto es especialmente cierto en el campo universitario, donde los escenarios de disputa son tan frecuentes que ya no es extraño pensar que academia y toxicidad van de la mano en estos tiempos. En la educación tenemos dilemas de gran calibre: acceso, permanencia, graduación, calidad y pertinencia, investigación, regionalización, articulación de procesos (educación media, educación superior, formación para el trabajo), bienestar universitario, nuevas modalidades de educación, internacionalización, financiación.2 Son grandes e importantes temas, nadie lo duda. Pero la educación no solo es asunto de política pública ni de discusiones sobre perspectivas estratégicas y prospectivas institucionales. También es cierto que, en un sentido más sutil, recientemente enfrentamos el problema de saber qué sentido tiene la educación y para qué trabajamos en ella. Esta es una cuestión más singular —“micro”, si se quiere. Y tiene relación con la pregunta vital de qué es lo que ha pasado con el encanto de trabajar con los demás en beneficio del conocimiento y en contra de la ignorancia. Mejor dicho, ¿qué ha pasado entre la que es una grata e incondicionada empresa: la educación y la institucionalidad de la educación —la que transparenta papeleos y trámites infinitos, la que parece inclinarse ante los afanes de ranking, la que corre tantos riesgos de elitismo y sectarismo, la que está llena de aspiraciones, astucias y oportunismos?

Permítase un pequeño paso adicional para presentar el problema que aquí tratamos. Digamos que las instituciones, en general, operan según lineamientos explícitos que se expresan bajo la forma de reglamentaciones. Se trata de orientaciones normativas de amplio alcance: misión, visión, estatutos, reglamentos, acuerdos, resoluciones, etc. Por otra parte, las instituciones guardan funcionamientos que figuran latentes como presupuestos implícitos que determinan, más o menos sutilmente, los comportamientos de quienes conviven en ellas. Las instituciones tienen, pues, normas y una pragmática específica.

Con esta idea es posible apostar por una línea de investigación en el terreno más particular del ethos académico de las instituciones de educación superior, y es la siguiente: si se quiere alcanzar una compresión adecuada del devenir de la educación, siempre es correcto revisar el marco de normas institucionales que definen, según consensos y públicamente, el modo en que deberían ser las cosas. Ahora bien, debemos tener en cuenta que este punto de vista es limitado. Los seres humanos somos agentes de actividad mental y emocional, además de agentes racionales en el terreno de lo político. Si esa prescripción es aceptada como correcta, entonces vale decir que la compresión social de las instituciones depende tanto del entendimiento normativo como del marco de motivaciones humanas. Las instituciones son tanto asunto de imperativos como asunto de voluntades. Pues bien, la fórmula nos da la oportunidad de ver la importancia de la investigación sobre las condiciones psicoanímicas de las instituciones que trabajan como correlatos funcionales todo el tiempo, presentes en las actividades de sus integrantes. Aceptamos así que las normas son fundamentales, pero también que lo son las emociones políticas.3

Con este punto de vista, vamos a pensar algunos aspectos de la vida académica e institucional de la universidad. Adelantemos el razonamiento que vamos a desarrollar en unas breves líneas: en esencia, vamos a tratar de mostrar que existen protocolos no vedados (inconscientes) de las instituciones que suelen estar asociados a lineamientos patológicos y condiciones enfermizas con severas consecuencias en el deterioramiento de la salud físicoanímica y política de los individuos. Es cierto que las instituciones de educación superior requieren normatividades y estándares en su devenir, pero no lo es que alcancen cimientos inquebrantables o que mejoren necesariamente por homogeneizar actividades y creencias a través de férreos proyectos, inamovibles directrices, fijos reglamentos, clasificaciones internacionales, etc. Es más, con frecuencia es notable el modo en que la cristalización estricta de actividades y creencias se hace motivo de decaimientos, ruinas y daños. Es una prescripción teórica conocida la idea de que las imposiciones funcionales, de hecho, pueden atentar contra el curso de las instituciones (cfr. Merton 2010, 98-101).

No vamos a suponer que son necesariamente nocivos los planes a largo plazo, las reglamentaciones internas, los estatutos que definen la misión y la visión de las instituciones y las pretensiones de categorización según los estándares que proliferan aquí y allá, las necesidades de financiación, la afinidad con el mercado, la productividad, el afán por conocimiento útil y el desarrollo de tecnologías nuevas e innovación, etc. Queremos tratar de mostrar que el ahogamiento en procesos de decisión del estilo top-down tiene efectos en la tendencia a las desconfianzas, las sospechas, las soledades, los aislamientos… Ver los asuntos de la universidad con el punto de vista inclinado siempre hacia arriba tiene profusas consecuencias, como la tendencia a las prelaciones solitarias, el florecimiento de intestinas luchas por los prestigios académicos y científicos, la formación de relaciones paranoicas y desconfiadas.

Así, pues, nuestra hipótesis de trabajo es que la combinación del punto de vista de la reflexión política con el punto de vista del análisis de las emociones (análisis psicopolítico) sirve como clave de interpretación de los climas de desconfianza y estrés asociados con frecuencia al trato profesional y académico en las instituciones de educación superior. Por supuesto, no nos proponemos alcanzar valoraciones sobre el devenir de las instituciones; es decir, no vamos a usar expresiones generales (bueno o malo, correcto o incorrecto, negativo o positivo, etc.).

En su lugar, buscamos considerar el recuadro en el que es posible aislar las condiciones de los comportamientos patológicamente competitivos y del contagio de miedo y tristeza en el laburo institucional en el que la educación superior se juega a diario. Lamentablemente, cierto es que la jerarquía y la inflexibilidad de las instituciones, sumada a la investidura intimidante de los estándares, las orgullosas categorizaciones, la competitividad y ansias de triunfo sobre los demás, los jefes intimidantes, etc., no ofrecen, en el fondo, otra cosa que la semilla de patologías cuyos signos nefastos son el malestar paranoico, las sospechas insanas, los miedos, las envidias…

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Por supuesto, los lectores ya habrán notado, con correcta suspicacia, con qué orientación teórica estamos tratando. Ya sabrán, pues, que hablamos en la dirección de Luigi Zoja y su bello ensayo Paranoia. La follia che fa la storia. El ensayo de Zoja nos llega, sin que lo hubiéramos pretendido o anticipado, como un regalo en primera edición en español con el título fiel de Paranoia. La locura que hace la historia. Pero ¿qué nos llega con este bello ensayo? Quizá algo más que la excusa para debates académicos. Paranoia, por lo demás enteramente sugestivo, guarda intuiciones valiosas articuladas en razonamientos psicopolíticos lanzados intempestivamente en el horizonte de la compresión de la historia y de la cultura contemporánea.4 ¡Qué regalo! Zoja nos concede aires nuevos para pensar y para escribir. ¡Un libro como el suyo autoriza búsquedas y vocabularios nuevos en tiempos de filosofías de salón! (cfr. Palacios 2014).

Ahora bien, no se nos confunda. Lejos de querer una aproximación árida según el comentario “crítico” ya tantas veces usado, nuestro interés por el ensayo de Zoja tiene que ver con la caracterización axiomática del comportamiento paranoico en individuos y colectivos en determinadas circunstancias y condiciones institucionales. Quizá el ensayo de Zoja alcance su luz en el análisis y la investigación social si puede ser asumida como fuente de investigación la hipótesis según la cual la paranoia es el arquetipo de comportamientos humanos sintomáticos de organizaciones institucionales jerarquizadas, con semióticas centralizadas y apoyadas en el paradigma de los hombres que quieren reconocimiento de autoridades abstractas (desde líderes hasta reguladores externos) y se someten a delirios insanos y a pujas internas con otros entendidos adversarios.

Paranoia

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