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Definición

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Para la gran mayoría de personas, incluidos algunos diabéticos, la respuesta a esta pregunta resulta extremadamente sencilla: es «azúcar en la sangre». Una respuesta totalmente cierta e indiscutible, aunque también es cierto que todos tenemos azúcar en la sangre: sanos y enfermos, diabéticos y no diabéticos. La diferencia radica en la energía producida por ese azúcar.

Varios textos científicos, incluso los menos recientes, señalan una intolerancia a los carbohidratos (azúcares y almidones) que constituyen una parte esencial de nuestra alimentación. Por lo que respecta a esta «intolerancia», quizá sería mejor hablar de una «asimilación defectuosa».

La fuente principal de energía de la que dispone el organismo es la glucosa, es decir, el azúcar que circula en el flujo sanguíneo y que llega a todas las partes del cuerpo.

Los fisiólogos han demostrado que la molécula de carbohidrato ingerida, por muy complicada y voluminosa que sea, se desintegra gracias a las enzimas digestivas (acción ya emprendida en la cavidad oral) en una molécula mucho más simple: un azúcar monosacárido y pesado (glucosa, fructosa y galactosa, fácilmente convertibles unos en otros y destinados a transformarse en glucosa, el único circulante) que atraviesan las paredes intestinales pasando al flujo sanguíneo. De este modo, el sistema circulatorio transporta la glucosa a todas las células y con cuya combustión aportan la energía necesaria para la función vital de los tejidos y, en consecuencia, de todo el organismo.

Desde el momento en que, en general, la cantidad de carbohidratos ingeridos, y consiguientemente la cantidad de glucosa producida en la transformación, es superior a la necesidad inmediata del organismo, el excedente se almacena bajo la categoría «material de reserva», es decir, en forma de grasa o glucógeno (sustancia que produce la glucosa) en la musculatura y, sobre todo, en el hígado, donde puede llegar a ocupar el 2 o el 4 % del volumen total del órgano. Cuando las necesidades fisiológicas lo requieren, el glucógeno se transforma nuevamente en glucosa y pasa al flujo sanguíneo. Sucede, por tanto, que en el organismo se produce la siguiente reacción de forma constante:


De este modo, en la sangre se mantiene constante la proporción de un gramo de glucosa por un litro de sangre que, con ligeras oscilaciones, es la más indicada para el desarrollo de la economía del organismo.

En el paciente diabético tal equilibrio está alterado: la glucosa, ya sea ingerida directamente o a través de la transformación de los carbohidratos procedentes de la alimentación, no es absorbida por las células ni almacenada como reserva en forma de glucógeno o grasa. El organismo rechaza, consiguientemente, el exceso, eliminándolo a través de la orina y provoca la llamada glucosuria, uno de los signos más característicos de la enfermedad, que permite un diagnóstico precoz aun antes de aparecer otros signos más evidentes y peligrosos.

¿Por qué el organismo enfermo no está, entonces, en disposición de mantener este equilibrio metabólico indispensable para la salud?

Para responder a esta pregunta nos basaremos en la definición de la enfermedad dada por Alan J. Garber y Oliver E. Owen:

«La diabetes mellitus es una enfermedad compleja, caracterizada esencialmente por una insuficiencia absoluta o relativa de secreción de insulina o bien por una insensibilidad o resistencia de los tejidos al efecto metabólico de la insulina. La hipoglucemia es la consecuencia inevitable de este déficit en la secreción y acción de la insulina.»

En esta definición resulta claramente expresada, aunque entre líneas, la tendencia actual, más definida y aceptada cada día, de no considerar la diabetes como una única enfermedad, sino como un conjunto de varias formas producidas por diversos mecanismos y, si existen, por diversas causas de transmisión con el origen común en el metabolismo anormal de los carbohidratos y el déficit o la ausencia total de secreción, o bien de la eficacia reducida de la insulina.

En el intento de simplificar al máximo los datos acerca de la producción y los mecanismos de acción de la hormona citada, es imprescindible dar una idea aproximada del órgano que la produce: el páncreas.

El páncreas (del griego pan, «todo», y kreas, «carne») toma este nombre por su aspecto externo, perfectamente liso; tiene una forma alargada y se encuentra en el abdomen en posición retroperitoneal entre el estómago y la columna vertebral, en posición transversal. Es una glándula voluminosa situada profundamente, en contacto con la primera y la segunda vértebras lumbares. Comprende las partes siguientes: cabeza, cuerpo y cola. Puede distinguirse una parte más grande, llamada cabeza, situada en su parte derecha y en conexión con el duodeno en el que recoge el jugo pancreático que desempeña un papel determinante en las funciones digestivas, es una parte más sutil, separada por un estrangulamiento y caracterizada por una extremidad libre y flotante llamada cola. Su parte interna está dispuesta en forma de racimo, separada por pequeños lóbulos de tejido conectivo en los cuales se encuentran los cordones celulares llamados islotes de Langerhans en honor al científico que los descubrió. Las células beta de los islotes de Langerhans producen la importantísima secreción endocrina que ejerce una función fundamental en el metabolismo de los azúcares y que conocemos con el nombre de insulina.

Aunque hacía tiempo que se conocían las alteraciones que presenta el páncreas en las necropsias de pacientes diabéticos (la idea de que la glucosuria está ligada a una enfermedad de este órgano se veía ya en las palabras de Eichorts en su Traité de Pathologie Interne publicado en París en 1889, donde se decía que en el páncreas se habían observado degeneraciones adiposas, proliferación de tejido conectivo y la formación de concreciones que llevaban a la degeneración quística), fue mucho más tarde cuando empezó a relacionarse formalmente la diabetes con una disfunción de los islotes de Langerhans. Heigberg estableció que el volumen relativo que estos ocupan en la masa total del órgano es aproximadamente del 4,3 % en una persona sana, pero que puede reducirse al 1,2 % en algunos pacientes diabéticos. Naturalmente, todo esto se traduce en una disminución de la producción de insulina, secreción que resulta insuficiente para cubrir los niveles necesarios para el organismo.

El mecanismo de acción de la insulina es desde hace muchos años objeto de estudios profundos. Una vez se ha demostrado que in vitro resulta totalmente privada de acción glucolítica (en otras palabras, fuera del organismo no descompone la molécula de glucosa por lo que no se produce ningún desarrollo de energía), se ha pensado que por una parte favorece la formación del glucógeno, almacenado en el hígado y en los músculos, y que por otra aumenta de forma directa la combustión del azúcar de los tejidos en una acción combinada que no permite la libre circulación de excedentes.

La tesis que actualmente goza de mayor crédito es que la insulina aumenta la permeabilidad de la membrana celular de forma que en el seno de esta pueda darse la combustión de la molécula de glucosa que se transforma en la molécula que da vida a los tejidos (glucólisis). Esta capacidad de absorción por parte de la célula no se manifiesta sin la presencia de la insulina.

Otra causa puede derivarse de la carencia por parte de las células receptoras aptas, como veremos más claramente en el próximo capítulo.

Aunque se haya establecido perfectamente el mecanismo de aparición de la diabetes (déficit o utilización deficiente de la insulina) ignoramos todavía la etiología de esta enfermedad, las razones que producen los trastornos citados y las causas que alteran la producción normal de insulina por parte de la glándula, o su rechazo por parte de las células del organismo.

Cómo se cura la diabetes

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