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b) La Facultad de Filosofía y Letras
ОглавлениеLa Facultad de Filosofía y Letras tuvo como antecedente la Facultad de Humanidades y Filosofía, fundada por decreto en 1874, siendo su decano José Manuel Estrada. Como ya se señaló, través de un decreto del Poder Ejecutivo firmado en marzo de 1874, la universidad dejó de ser concebida como un organismo unitario y se transformó en una suerte de federación de facultades, presidido por un Consejo Superior encabezado por el rector e integrado por decanos y dos delegados por cada una de las facultades. La UBA quedaba entonces organizada en cinco Facultades: la de Humanidades y Filosofía, concebida como departamento de estudios preparatorios que solo extendía el título de bachiller, la de Ciencias Médicas; la de Derecho y Ciencias Sociales; la de Matemática y la de Ciencias Físico-Naturales. Las profesiones liberales siguieron siendo el centro de interés. En cuanto a lo organizativo, la UBA estableció la autonomía docente y el sistema de concursos a través de la preparación de las ternas para la provisión de las cátedras (Fernández S., 1996).
A principio de la década de 1880, la Universidad de Buenos Aires fue nacionalizada. Comenzó entonces un intenso proceso de reorganización interna que culminaría cinco años más tarde con la sanción de sus estatutos. La voluntad de crear bases jurídicas para el funcionamiento de las casas de altos estudios se cristalizó a partir de la promulgación de la Ley Avellaneda en 1885, constituyéndose en la primera ley universitaria del país. Señala Fernández Lamarra (2003, p. 28) que esta ley de solo cuatro artículos estableció las normas para la consolidación jurídica del modelo de vinculación entre gobierno y universidad. Fijó de manera taxativa las reglas a las que subordinarían las universidades al elaborar sus estatutos y determinó que la cobertura de las cátedras y la destitución de los profesores fuese una atribución del Poder Ejecutivo Nacional.
Las casas de altos estudios desempeñaban una función importante como centro de socialización de elites y alguno de sus institutos, como su Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, cumplían un papel esencial como ámbito de reclutamiento del personal político en la década de 1880.
En esta época, las funciones profesionales de la universidad pasaron a un primer plano. El propósito cerradamente profesional pasó a ser considerado el primero y el casi único de la enseñanza universitaria. Esta función profesionalista generó varios cuestionamientos que se mantuvieron por décadas. Los mismos se centraban en la idea que orientar la universidad exclusivamente hacia su finalidad práctica constituía un verdadero atraso, pues contrastaba con lo que se consideraba era la esencia de la institución universitaria: formar en la cultura científica desinteresada y sin un exclusivo objetivo utilitario. Por este motivo la práctica y el ejercicio de las humanidades permanecían en manos de autodidactas, fuera del ámbito universitario, en círculos privados.
En este contexto la creación de la Facultad de Filosofía y Letras puede percibirse como la culminación de una serie de intentos por conformar un ámbito público para la práctica de las humanidades. Representaba una expresión de los nuevos rumbos, constituyéndose en un contrapeso del utilitarismo profesional propio de la enseñanza universitaria de la época.
El proceso que llevó a la fundación de la Facultad se vincula con la intención de transformar al sistema educativo otorgando a la enseñanza de las humanidades, del idioma nacional, y de la historia un lugar central en la educación primaria. Señala Buchbinder (1997, p. 27) que la creación de la Facultad de Filosofía y Letras no puede aislarse de la aspiración de generar un cuerpo de conocimientos sobre la realidad nacional. Asimismo, el debate sobre la función científica o profesional de la UBA impregnó la discusión en torno a la fundación de esta facultad y su rol en la sociedad.
A comienzos de 1888, una disposición del Consejo Superior de la UBA daba origen a esta facultad, pero finalmente la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA se fundó el 13 de febrero de 1896 por un decreto presidencial de José Evaristo de Uriburu. El decreto presidencial fundamentó la creación en la necesidad de completar el grupo de las diversas ramas que forman parte de la enseñanza superior, incorporando definitivamente a nuestra universidad un departamento de estudios destinado a mantener la más alta cultura científica y literaria. Se buscaba de ese modo, lograr un desenvolvimiento completo y armónico del país, en un momento de sensible acrecentamiento de los intereses materiales y cuando el pensamiento positivista dominaba los campos de la ciencia y la educación.
Su primer decano fue Lorenzo Anadón, por entonces senador nacional por la provincia de Santa Fe; en 1900 lo reemplazó Miguel Cané y en 1904, el cargo fue asumido por Norberto Piñero.
La primera ordenanza sobre plan de estudios fue sancionada en marzo de 1896 y dispuso que los estudios se distribuyeran en cuatro años, los tres primeros constituían el período de la licenciatura y el cuarto el del doctorado. El mismo contenía un núcleo esencial de asignaturas de Filosofía, Historia y Literatura, más algunas de Geografía, Ciencia de la Educación y Sociología. Este primer plan fue reformado en 1899, en el cual los cursos se dividían en generales o especiales. En el primer caso se respetaban básicamente los principios del plan anterior, agregándose un año de estudios para incluir la enseñanza de las Lenguas Clásicas y un curso de Arqueología. Los alumnos de los cursos especiales, en cambio, podían elegir un grupo de asignaturas en el área de Filosofía, Historia o Literatura, más el curso de Ciencias de la Educación. En todos los casos debían ser aprobados los exámenes generales y de tesis. Al finalizar los cursos los alumnos regulares accedían al título de Doctor en Filosofía y Letras, en cambio aquellos de los cursos especiales conducían a la obtención de un título de Profesor en el área elegida (Fernández S., 1996).
La Facultad fue definida, así, como el lugar central de las ciencias y la investigación desinteresada en la Universidad de Buenos Aires y como un sitio privilegiado para la formación de profesores para la enseñanza media. Esto generó tensión en la facultad, ya que las autoridades se resistían al creciente peso de la orientación docente en los estudios, debido a que, en cierta medida, esto equivalía a otorgar a la facultad una función profesionalista. Pero tampoco, en la cuestión referente a la formación de docentes de enseñanza media, la Facultad logró erigirse en la institución rectora en la materia como deseaban muchos de sus estudiantes. El 16 de diciembre de 1904, Joaquín V. González, Ministro de Justicia e Instrucción Pública, refrenda el decreto de creación del Seminario Pedagógico, base de lo que es hoy día el Instituto de Enseñanza Superior “Joaquín V. González”. En un principio, sólo ingresaban al Instituto Superior del Profesorado los profesionales universitarios que querían obtener el título de profesor. Al extenderse la formación a cuatro años, se permitió el ingreso a los alumnos que habían completado el nivel medio. Ya a mediados de la década del veinte, el Instituto ofrecía la mayor parte de las disciplinas que formaban parte de los planes de estudio del nivel medio. La disputa entre la Facultad y el Instituto para hacer prevalecer los derechos de sus egresados en la provisión de cargos en la enseñanza media duró varias décadas.
Los primeros tiempos no fueron fáciles para la Facultad recientemente creada. La precariedad de los recursos que contaba y de las instalaciones en que funcionaba, la escasez de alumnos y la indiferencia casi total del gobierno y de la misma universidad, perturbaron la vida de la Facultad desde su creación hasta el año 1913.
Como menciona el Doctor Rodolfo Rivarola en el discurso pronunciado con motivo de su designación como Decano en 1913,
“La Facultad luchó en otros tiempos contra muchos prejuicios, dentro y fuera de la Universidad. La exageración de lo que se llamó criterio científico y práctico no fue propicio para la designación de Filosofía y Letras. Encaminadas las otras facultades hacia profesiones lucrativas, no se descubría el rendimiento que pudieran dar la de filósofo y literato” (en Fernández S., 1996, pp. 8-9).
Así, Rivarola intentó definir nuevos perfiles y funciones para la facultad. Buchbinder (1997, p. 99) plantea que la Reforma Universitaria de 1918 generó transformaciones profundas en la vida y dinámica interna de la facultad. El crecimiento de la Facultad se puso de manifiesto en el aumento gradual, pero siempre continuo, del número de alumnos, en la adecuación cada vez mayor de los planes de estudio a los principios científicos y pedagógicos más avanzados de la época y a los requerimientos reales del país y de sus futuros graduados. También creció en el establecimiento de una organización más adecuada a sus ofertas educativas, científicas y culturales, en el afianzamiento de la investigación como quehacer ineludible del orden universitario, en la ejecución de tareas de extensión universitaria y en el prestigio nacional e internacional que alcanzó a partir de los años veinte.
En diciembre de 1920, el Consejo Directivo de la Facultad aprobó un nuevo plan de estudios que no introdujo grandes cambios. Sólo se incrementó el número de materias incorporándose un curso más de lenguas clásicas en todas las secciones. También adquirieron una importancia cada vez mayor las tareas de investigación científica en la universidad con posterioridad a la Reforma. Los Institutos de investigación que a partir de esa época fueron fundados en el ámbito universitario se proponían canalizar dichas tareas y contribuir a la difusión de sus resultados. En Filosofía y Letras, entre 1921 y 1942, fueron creados dieciséis Institutos a través de los cuales la Facultad se proponía canalizar la investigación y la producción científica (Fernández S., 1996).
El discurso inaugural del entonces decano Alberini en 1927, permite confirmar la intención manifiesta de conservar e intensificar la unidad humanística de los estudios. La unidad de los estudios y la resistencia a la especialización fueron, desde entonces, rasgos esenciales de la enseñanza en la Facultad. En ese año se efectuaron leves modificaciones que no afectaron sustancialmente los planes de las tres secciones principales de la facultad (Historia, Filosofía y Letras). Durante este período se crearon dos nuevas carreras: en 1923 la de archiveros, bibliotecarios y técnicos para el servicio de museos y en 1936 la de Pedagogía.
La década del treinta –destaca Buchbinder (1997, p. 147)– no conllevó una fractura demasiado significativa en el funcionamiento institucional de la facultad. La carrera académica no sufrió modificaciones y se desenvolvió sobre las mismas pautas que en los años veinte. El cuerpo de autoridades fue sustancialmente el mismo y el plantel docente tampoco se transformó en forma significativa. La actividad científica, si bien experimentó los problemas derivados de la crisis presupuestaria, hacia mediados de la década había recuperado el vigor que la había caracterizado años atrás, fundándose incluso nuevos Institutos. La política de extensión universitaria, nexo por excelencia de la Facultad con el mundo cultural del Buenos Aires de los años veinte y treinta, fue perdiendo impulso durante esta última década. Es imposible desligar esta situación de los cambios en el clima político que se caracterizó por el derrocamiento del presidente constitucional Yrigoyen por un golpe militar en 1930 y la asunción de Uriburu como presidente provisional, quien decretó la intervención de la UBA y nombró a Benito Nazar Anchorena como Interventor, con el objeto de que aplicara las determinaciones del gobierno de facto en el ámbito universitario.
Desde la mirada del mismo autor (Buchbinder, 1997), a pesar de los cambios que habían afectado el clima político y cultural de la época, hacia principios de los cuarenta la vida académica de la Facultad aún se desenvolvía de acuerdo a las pautas impuestas por la Reforma de 1918. Pero en noviembre de 1943 se inició un proceso en el ámbito de la UBA que, a mediano plazo, introducía transformaciones sustanciales en el funcionamiento de la institución. Ellas fueron expresión en la Universidad del proceso que, a nivel nacional, comenzó con el golpe militar de junio de 1943. Un alto porcentaje de profesores había sido cesanteado u obligado a renunciar, la estructura de investigación fue modificada y los planes de estudio se encontraban en un proceso de revisión y reforma. Entre 1946 y 1950, estando el peronismo en el poder, el gobierno de la Facultad quedó en manos de un interventor.
Al asumir en 1946, Enrique Francois como interventor, impulsó una reestructuración de la planta de institutos que llevó a ésta a quedarse conformada por cinco grandes organismos divididos a su vez en secciones: Literatura, Antropología, Geografía, Investigaciones Históricas y Filosóficas.
El ordenamiento que el gobierno nacional concebía para la vida universitaria se cristalizó en la ley 13.031, sancionada durante 1947, y que desplazó los principios reformistas que habían regido a la vida universitaria desde 1918. La nueva ley no contemplaba el principio de autonomía universitaria y prácticamente suprimía la participación estudiantil en los órganos de gobierno de las casas de altos estudios. El movimiento estudiantil, que hasta principios de 1947 siguió oponiéndose a la intervención con huelgas y movilizaciones, fue desarticulado.
Sigal (1991, p. 49) señala que, bajo el peronismo, la Universidad no fue sometida por completo al poder político, sino que el gobierno se contentó con recibir signos exteriores de lealtad, requiriendo la pasividad en el plano estrictamente político. Por otro lado, también se observa que ni el contenido de la enseñanza, ni los planes de estudio sufrieron modificaciones importantes, a pesar de los cambios en el plantel.
A partir de diciembre de 1950, una vez finalizado el período de intervención y normalizada la Facultad, el Consejo Directivo se abocó a la discusión de un nuevo plan de estudios que fue aprobado casi dos años más tarde. La mayoría de los docentes se oponía a realizar grandes modificaciones. Seguían defendiendo la homogeneidad de los estudios, basada en la cultura clásica y se pronunciaban por el mantenimiento del primer año en común. Ya en marzo de 1950, la comisión de enseñanza recomendaba a los profesores una mayor inclusión de temas nacionales. Se señalaba que la Facultad debía ocupar un primer plano en el conocimiento e investigación de los problemas históricos y culturales argentinos que guardasen vinculación con las asignaturas que dictaba.
Después de 1950 se establecieron las Licenciaturas, que se alcanzaban con la aprobación de todas las asignaturas establecidas en el respectivo plan de estudios y el cumplimiento de las reglamentaciones sobre los trabajos exigidos en relación con ese título. Comenta Buchbinder (1997, p. 173) que su implantación tuvo por objeto llenar el vacío de las disposiciones existentes, dando al alumno un comprobante formal de sus estudios entre la finalización y aprobación de las asignaturas de sus carreras y la presentación de la tesis doctoral. Esta creación contribuía también a definir con mayor claridad una línea diferente a los estudios que conducían a la obtención del título de profesor. La licenciatura era concebida como el primer paso en la vida académica de la Facultad.
A partir de mediados de la década del cincuenta, la sociedad experimentó un proceso de renovación cultural que tuvo diferentes expresiones y en el que la Universidad desempeñó un papel fundamental. Son los cambios políticos acaecidos con el derrocamiento de Perón y la instalación de la llamada Revolución Libertadora los que introducirán transformaciones en la dinámica universitaria a partir de setiembre de 1955. El 1º de octubre de 1955, José Luis Romero asumió la intervención de la UBA. A pesar de que su gestión fue relativamente breve, durante su período como interventor comenzaron a diseñarse algunas de las líneas que caracterizarían la vida universitaria hasta 1966. La normalización de la UBA programada para diciembre de 1955 se proyectó sobre la base de los principios de la Reforma. El 4 de octubre de 1955, Romero designó interventor de la Facultad de Filosofía y Letras a Alberto Salas. Su gestión también presenció el desplazamiento por cesantías y renuncias de un vasto sector del profesorado de la Facultad. El proceso de normalización comenzó en esta unidad académica, en setiembre de 1957, cuando se reglamentó el funcionamiento de los padrones electorales y se convocó a elecciones de Consejeros.
Desde la mirada de Buchbinder (1997, p. 193) a partir de 1955, la UBA, y en particular la Facultad de Filosofía y Letras, volvieron a ocupar, como en los años veinte, un lugar central en el mundo académico. La facultad no habría logrado ocupar el lugar central que desempeñó en este proceso de modernización cultural sin la transformación de la estructura curricular y académica que se verificó a partir de 1956.
En agosto de 1956, la Junta Consultiva de la Facultad se abocó al estudio de los proyectos de creación y reforma de los planes. En noviembre de 1956 se creó una comisión para la elaboración de una propuesta para la carrera de Geografía. En mayo de 1957 se aprobó el plan de Ciencias de la Educación, que reemplazaba a la antigua carrera de Pedagogía. En noviembre de 1957 fueron creadas las carreras de Psicología y Sociología. Un mes antes había sido aprobado un nuevo plan para Filosofía. En septiembre de 1958 fue creada la carrera de Ciencias Antropológicas y en diciembre se aprobó un nuevo plan para la carrera de Historia. En 1959 se crea la carrera de Bibliotecología con jerarquía universitaria. Finalmente, a mediados de 1962, fue creada la carrera de Historia de las Artes.
El aspecto más significativo que tuvo esta reforma de la estructura curricular fue la ruptura con el modelo fuertemente antipositivista impuesto durante los años veinte. Por otro lado, también rompió con una concepción que había imperado desde los orígenes de la institución y que presuponía que los estudios debían conservar base común que consistía en la cultura clásica. Así, las nuevas carreras fueron una apertura a los desarrollos de las ciencias sociales en el ámbito internacional que impactaron en la Facultad.
Otra innovación de este período fue en 1958 la creación de los Departamentos en vistas al ordenamiento de las actividades académicas. Los Departamentos se crearon con la aspiración de proceder a coordinar los programas de enseñanza de las diferentes materias, evitar la superposición y la falta de articulación en programas de cátedras de una misma disciplina, solidificar los vínculos entre docencia e investigación a partir de la inclusión de los Institutos en los Departamentos. En la facultad fueron creados los Departamentos de Filosofía, Lenguas y Literatura Modernas, Historia, Antropología, Geografía y Arqueología, Psicología, Ciencias de la Educación y Literaturas Clásicas.
Junto a la departamentalización, se produjeron otras modificaciones significativas en la estructura y organización de los estudios. El ordenamiento tradicional de las carreras por años fue reemplazado por otro que privilegiaba una organización a partir de ciclos. También se aprobó otra disposición que sustituyó el régimen anual de organización de los cursos por el cuatrimestral.
Las nuevas carreras, el régimen de concursos, el nuevo régimen de trabajo basado en la dedicación exclusiva, la departamentalización y el sistema de becas, estaban prácticamente definidos a mediados de 1958.
En noviembre de 1965, luego de una serie de conflictivos episodios, José Luis Romero renunció a su cargo de Decano, el cual había asumido en 1962. El proyecto renovador también encontró límites y resistencias. Comenzó a ser tildado de cientificista a principios de los sesenta (Buchbinder, 1997, p. 221). Por esta denominación se entendía la promoción de una actividad científica y de reflexión ajena a los intereses y a la realidad nacional. También el sistema de becas y el mercado laboral que se creó para muchos de los egresados de la Facultad, entraron en crisis a mediados de los setenta. El tema de los subsidios y el cientificismo constituyó uno de los ejes del enfrentamiento entre los sectores del claustro de profesores y estudiantil.
Destaca Buchbinder (1997, p. 221) que el 29 de julio de 1966, tan solo un mes después del derrocamiento del Gobierno constitucional de Arturo Illia, el régimen de facto presidido por el general Juan C. Onganía suprimió la autonomía universitaria a través de la sanción de una ley, que dispuso que las Casas de altos estudios pasasen a depender del Ministerio de Educación y que los rectores se convirtiesen en Interventores. Cinco facultades de la UBA fueron ocupadas por docentes y sobre todo por estudiantes, que resistían la disposición oficial. El desalojo de las facultades por parte de la policía provocó serios incidentes. Los episodios son conocidos con el nombre de La Noche de los Bastones Largos y solo unas horas después de este acontecimiento un amplio sector del cuerpo de profesores resolvió renunciar a sus puestos. En la Facultad de Filosofía y Letras abandonaron sus cargos unos trescientos docentes, poco más del veinte por ciento del cuerpo de profesores.
En esta época, varios de los más calificados equipos de investigación fueron desmantelados. La pérdida de investigadores impactó sobre todo en aquellas áreas donde el reemplazo de los grupos era difícil ya que representaban el trabajo colectivo de muchos años. Buchbinder (2010, p. 191) señala que particularmente graves fueron las consecuencias en las áreas más vinculadas con la investigación científica independiente, como en Ciencias Exactas y Filosofía y Letras de la UBA.
Según plantea Buchbinder (2010, p. 197), los acontecimientos de 1966 en las universidades nacionales desembocaron en un proceso en el cual la hegemonía de las antiguas tradiciones reformistas fue reemplazada por otra vinculada directamente por el peronismo. En este contexto, aparecieron en la UBA las llamadas cátedras nacionales, que llevaban a cabo fuertes cuestionamientos a la forma en la que se había desarrollado las ciencias sociales en el período reformista abierto en 1955. Las cátedras nacionales reconocen así su origen en la decisión de reemplazar a los docentes cientificistas renunciantes en 1966 con jóvenes sociólogos. Este movimiento alcanzó su auge entre 1967 y 1970 (Buchbinder, 2010). La dictadura, hostigada por la movilización popular y la presión de las organizaciones armadas, debió abandonar el poder en 1973 y el breve período democrático que se inició ese año estuvo acompañado por un agitado proceso de debate y movilización universitarios.
La dictadura de 1976 se propuso llevar a cabo una profunda reestructuración del conjunto del sistema universitario que, como en otros ámbitos de la política y la cultura argentina, sólo era posible mediante represión y desarticulación de las organizaciones políticas y gremiales. La política universitaria de la dictadura incluyó también, la modificación de los planes de estudio de casi todas las carreras, pero afectó especialmente a algunas disciplinas que los militares identificaban como lugares de penetración ideológica subversiva. En particular, esta política involucró a carreras del ámbito de las ciencias sociales como Psicología, Sociología y Antropología.
Luego de 1983, y con la vuelta a la democracia, se inició un período de normalización donde nuevamente se dispuso que funcionasen los estatutos suspendidos en 1966 y se volvieron a modificar los planes de estudio de todas las carreras. El régimen militar dejaba como herencia una universidad y una facultad de limitada significación desde el punto de vista académico. La reconstrucción universitaria iniciada desde 1983, implicaba también volver a considerar a la investigación científica como una función esencial de la universidad y se procuró apoyarla a través del impulso de becas y subsidios. Específicamente, en la Facultad de Filosofía y Letras entre 1984 y 1986 se dio un proceso de reforma curricular en todas las carreras, y en 1988 inauguró su nuevo edificio en la calle Puán 480, en la zona de Caballito.
En la década de los noventa, la facultad también se vio inmersa en las políticas neoliberales imperantes en la época. En 1991 nace la carrera de Edición. Fueron frecuentes las reuniones y asambleas para discutir y movilizarse en contra de la Ley de Educación Superior de 1995. La política universitaria avanzó así en dos direcciones durante aquellos años. En primer término, en un proceso de descentralización que involucró, entre otros aspectos, a las políticas salariales y laborales de docentes y no docentes. Por otra parte, mecanismos como el FOMEC (que se inició en 1995 y fue dejado sin efecto por la crisis del 2001) o el Programa de Incentivos (que sigue vigente) se constituyeron en instrumentos en manos del gobierno nacional para incidir en el desarrollo interno de las universidades. Estos programas fueron fuertemente cuestionados, ya que se los consideró instrumentos que afectaban la autonomía universitaria. El hecho de que, a menudo, dependiesen de la disponibilidad de fondos provenientes de organismos internacionales no fue un elemento menor en las críticas que se formularon. Pero, sin duda, el aspecto que introdujo mayores condicionamientos en el funcionamiento interno en las universidades y que fue, el más resistido, se vincula con la política de evaluación y acreditación.
Estos puntos siguen siendo parte de los temas de discusión y debate. Como ya fue señalado, los reclamos de diferentes sectores de la sociedad hacia el rol de la universidad han generado, desde fines de los noventa, una nueva revisión de los planes de estudio de la UBA. La Facultad de Filosofía y Letras no ha quedado al margen de estos acontecimientos y desde el año 2000 existen en los Departamentos discusiones en torno a reformas curriculares de las nueve carreras de grado (Filosofía, Letras, Historia, Artes, Ciencias de la Educación, Geografía, Ciencias Antropológicas, Bibliotecología y Ciencia de la Información y Edición) que se dictan en esta unidad académica.