Читать книгу El faro de Dédalo - Gloria Candioti - Страница 10

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5. Mensajes, pistas, ¿qué son?

Valentín entró corriendo a su casa. Su papá seguramente ya habría llegado. Desde la desaparición de su padre, Víctor quería que su hijo estuviera cuando regresaba del trabajo. El DCF de Víctor y su hijo estaban en conexión permanente. También lo tenía conectado con su padre y nunca pudieron localizarlo. Víctor sabía que la ciudad era segura y más allá de la zona cuatro en que vivían no podía circular sin los registros adecuados. Era obligatorio que la Red de Seguridad Ciudadana indicara el camino y monitoreara el viaje. De todos modos no podía evitar el miedo de perder a su hijo.

—Estaba con mis amigos en el edificio de Luciana.

—Sabía dónde estabas, pero la próxima vez avisame el retraso –le contestó sin sacar la vista de la película de acción que estaba viendo. Los soldados perseguían al protagonista que corría por todo el espacio de la sala de video. Víctor era fanático de las proyecciones virtuales, volvía del trabajo, se sentaba en la sala y por dos horas quedaba en medio de la acción que se desarrollaba a veces en el pasado, a veces en el futuro.

—Claro, perdón, me olvidé –dijo Valentín.

—Cuando termine la película cenamos –dijo Víctor.

Valentín, ansioso por seguir leyendo la guía turística, se encerró en su cuarto. Mientras daba vueltas las hojas gastadas, le llamó la atención una página con marcas diferentes. No se habían dado cuenta la primera vez. Con una cruz estaban señalados con rojo: una construcción en forma de cono que terminaba en una especie de linterna, Faro de Pigeon Point, arriba de una montaña cerca de una pequeña ciudad al lado del mar; un hombre volando en un aparato parecido a un pájaro; un hombre caminando por la playa.

¿Por qué el abuelo había marcado con otro color esas imágenes? ¿Tendrían relación con el mensaje escrito? Las preguntas se le amontonaban en la cabeza.

—¡VAMOS A COMER! –gritó Víctor desde la sala.

El menú estaba desplegado en la pantalla del CHC14.5.

—¿Querés algún gusto en especial? –le preguntó Víctor.

—Cualquier cosa –su mente estaba en la guía turística.

Víctor marcó, programó el sintetizador y en cinco segundos los alimentos, con las proteínas y los nutrientes necesarios para una buena cena después del trabajo y del estudio, aparecieron en los platos.

— ¿Tuviste un buen día? –le preguntó su padre.

—Como siempre. Estudié, jugué en la red y salí un rato a ver a mis amigos.

—¿Qué hicieron?

—Nada, nos sentamos en el jardín y hablamos.

Desde las desapariciones en su familia, había demasiado silencio entre ellos. Las preguntas de rigor y las respuestas esquivas. Víctor y Valentín no parecían estar en el mismo lugar. Esta vez Valentín no iba a aceptar esa situación. Necesitaba saber y su padre sabía.

—¿Los abuelos viajaban mucho? –preguntó Valentín abruptamente.

A Víctor no le gustaba hablar de sus padres, ni de su esposa. Permaneció en silencio. Cuando estaban levantando los platos de la mesa, dijo:

—¿ Para qué querés saber? Son historias viejas.

—¡OTRA VEZ! ¡VOS NUNCA QUERÉS HABLAR DE LOS ABUELOS NI DE MAMÁ!

—No me grites, Valentín. No es necesario. No me gusta hablar de eso. Ya sabés.

—Pero esta vez yo sí quiero hablar. Contame –dijo Valentín desafiante.

Víctor lo miró un rato con los ojos enrojecidos.

—Viajaron cuando eran jóvenes y recién casados. Yo no había nacido.

—¿Te contaron de sus viajes?

—Poco, la abuela se ponía mal. Le daba mucha tristeza. Vivieron tiempos difíciles, Valentín. Nosotros tuvimos suerte de nacer acá.

Lo que seguía, Valentín se lo sabía de memoria: hubo una época en que había mucho peligro por las catástrofes climáticas y la desertización. Además de la inseguridad en las grandes ciudades, la falta de alimentos, el hacinamiento. Habían logrado salvarse gracias a esta ciudad y al abuelo que formaba parte del grupo de ingenieros, arquitectos y científicos que la planificaron y construyeron. Cuando nació Víctor, unos años después, la ciudad estaba terminada y el Concejo de Regentes había organizado minuciosamente la vida. Por fin, un sistema perfecto para vivir seguros y en paz, proclamaban por la publicidad en las redes. Sin violencia, sin pobreza, sin crímenes, sin peligros climáticos. Las medidas de prevención se fueron haciendo cada vez más estrictas: no se podía salir de la ciudad y el crecimiento debía ser muy controlado. Todo ordenado y seguro.

Aunque Valentín era chico, se acordaba de algunas discusiones de su abuelo y su papá. Peleaban porque el abuelo se sentía encerrado y Víctor defendía el sistema de vida y el Concejo de Regentes. La relación entre ellos había empeorado después de la muerte de su abuela y su mamá. Hasta que un día, cuando su abuelo se iba para la Central de Control de Autopistas Subterráneas donde trabajaba, abrazó a Valentín y le dijo que siempre lo iba a querer. Nunca más lo vio.

—Extraño al abuelo, pa.

—Me voy a dormir. Estoy agotado –dijo Víctor eludiendo el comentario.

Valentín, en su dormitorio, no podía dejar de mirar las marcas de la guía turística. No sabía bien por qué pero estaba seguro de que formaban parte de un mensaje.


El faro de Dédalo

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