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Prólogo a la segunda edición
ОглавлениеProsas para leer en la silla eléctrica aparece en 1966 en Ediciones Triángulo, del desaparecido Hernando Salazar, el visionario que publicara la antología 13 poetas nadaístas en 1963. Con este libro continúa Gonzalo Arango propagando su movimiento nadaísta fundado en 1958, “mi última oportunidad”, según reconoce, y “el camino que no conduce a ninguna parte”, según advierte a sus futuros discípulos.
A diferencia de Sexo y saxofón, su anterior colección de cuentos, contenía este manual de la angustia rabiosos textos políticos, donde ponía de presente sus relaciones con la revolución socialista y su percepción comprensiva de oscuros protagonistas de la violencia (“Una coliflor para el idiota”, “Elegía a Desquite”, “Águila Negra”), escritos programáticos donde emergía el martillo del panfletista (“Terrible 13 manifiesto nadaísta”, “El striptease de lo prohibido”, “Manifiesto poético”, “El nadaísmo es una hecatombe”, “Manifiesto nadaísta al Homo sapiens”, “Testamento”), cantos de amor a las ciudades con toda la potencia de su lirismo de lodo (“Medellín a solas contigo”, “Arcano amor a Cartagena”, “La ciudad y el poeta”, “Noche de neón y niebla”), retazos autobiográficos (“Confesiones de un seductor”, “Mi vida en el arte”), inauditos coqueteos humanistas con el crucificado (“Un Cristo para la nueva ola”) y un cuento que amaba sobre todas las cosas (“El pez ateo de tus sagradas olas”). Textos del en que trataba de interrelacionar los géneros –ensayo, cuento, poema, crónica– e imponer la naditación.
Para la juventud que lo seguía, era este libro la biblia de la rabia y el desasosiego. Si la bomba atómica gravitaba sobre nuestras cabezas, ningún acto tenía sentido. La única fe posible era la poesía, para dar testimonio de la masacre. Cuarenta y dos años han pasado desde que Gonzalo fundara el nadaísmo, y si la guerra atómica que temía y predijo no se cumplió, más atómica resultó la guerrilla, y la parafernalia de militares, paramilitares y narcotráfico, que han convertido a Colombia en un valle de lágrimas sin retorno ni redención.
El nadaísmo se nutrió de contradicciones. Los nadaístas, que unas veces aparecían como “monjes”, más tarde resultaban graduados de “comandantes”. Si bien unos miembros de la capilla se inclinaban por el zen-budismo y Krishnamurti, otros lo hacían por Trotsky y el tío Ho. En todo caso, en un país cerrado a todo soplo de modernismo, abrieron las compuertas para que la vanguardia hiciera su entrada. En ese sentido, Gonzalo Arango, más que un certero profeta, fue un adelantado. Un enviado. Uno de los grandes iniciados occidentales.
Todavía en Prosas para leer en la silla eléctrica Gonzalo Arango maldecía. Pero explicaba: “Si para algunos mi literatura es maldita, yo la bendigo porque es mi vida, es parte de mí mismo en otra dimensión de mi ser, pues para mí es igualmente sagrado el canto que la blasfemia, como ser ateo equivale a creer en Dios con una fe sin esperanza”. Tiempo después, al encontrar el amor en la figura caminante de la inglesa Angelita, buscaría un nuevo lenguaje para anunciar un reino florido, que solo vino a encontrar en su tumba.
Pertenecen a esta etapa de converso los libros Providencia, Fuego en el altar, Adangelios y Todo es mío en el sentido en que nada me pertenece. Sin embargo, en el volumen póstumo Oleajes de la sangre, recopilación de cartas a su familia durante los primeros años del nadaísmo, se muestra como un cristiano primitivo, dispuesto a reivindicar la figura de Cristo desvirtuada por el Vaticano.
En 1971, a los 13 años de fundado, y luego de una desgarradora crisis de conciencia, Gonzalo Arango hace de nuevo tabla rasa con su pasado y renuncia al nadaísmo, “para no seguir conduciendo a su generación al desfiladero”. Muere poco después, en 1976, en accidente de tránsito. Su capilla le sobrevive.
Jotamario Arbeláez