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Introducción

La elección de un título conlleva unas implicaciones. Es una banalidad recordarlo, pero puede dejar de serlo si éstas se hacen explícitas y llegamos de ese modo a una reflexión sobre la práctica de la historia de la filosofía.

Estas implicaciones pueden ser de orden teleológico: «de Lutero a Hegel», de «Lutero a Marx», «de Hegel a Nietzsche» (Karl Löwith),[1] y pueden ser ideológicas: «de Lutero a Nietzsche»[2] –y aspirar en ese caso a una cierta visión de lo «germánico»–. Podríamos también llevar a cabo una clasificación de las historias de la filosofía «por géneros». Existe el género «popular»; así como el que podríamos llamar género «reactivo», que, con el nombre de historiografía, persigue una finalidad teórica, cultural o «civil» y, por tanto, política. Este género presenta el más amplio espectro. En un extremo comunica con el género popular; el otro extremo del espectro se corresponde con las cuestiones especializadas de la evolución de las disciplinas filosóficas.Amedio camino entre los dos encontramos todas las obras que intentan hacer comunicar dos culturas filosóficas, pero que, por esa misma razón, presuponen, en mayor o menor medida, que cada una de ellas tiene su idiosincrasia y que se trata de dos universos que obedecen a leyes específicas de desarrollo, incluso a espíritus nacionales. Sin ir tan lejos, el hecho es que todas las historias del pensamiento o de la filosofía alemana obedecen a intereses de recepción y a selecciones más o menos implícitas vinculados no sólo a la personalidad, individual o teórica, de sus autores sino especialmente a coyunturas intelectuales. Para toda una generación el interés de conocimiento se basaba en el neo-kantismo,[3] la siguiente estuvo motivada por el existencialismo, y hoy tampoco se escribiría una historia de la filosofía alemana como se hubiera escrito a mediados de los años ochenta, en pleno apogeo del debate sobre la «post-modernidad», que fue una de las cimas de la interpenetración entre pensamiento alemán y pensamiento francés.

Una historia de la filosofía no se puede limitar a una serie de monografías sobre los sistemas de pensamiento. Implica su adscripción a un movimiento general de las ideas y no puede hacer abstracción de las problemáticas, intelectuales y políticas, que corresponden al terreno de la sociología de los intelectuales y de la situación (en el sentido de situs) de las corrientes de pensamiento en las coyunturas político-intelectuales. No eludiré aquí esta dimensión porque no me voy a limitar a yuxtaponer artículos de enciclopedia. La racionalidad de los debates filosóficos obedece, sin duda, a una temporalidad propia, la de las problemáticas nacidas de la tradición y de su reelaboración, pero esta última no es indiferente ni a las expectativas del público ni a los discursos de las ciencias y de la política. De manera persistente, la filosofía alemana de «después de 1945» ha estado confrontada a las necesidades de respuesta referidas a la culpabilidad y la responsabilidad. Presente desde la inmediata posguerra en Jaspers, esta reflexión no rompió los diques del silencio hasta los años sesenta, en un momento en el que toda la cultura política de la República de Bonn asistía a un cuestionamiento radical, principalmente con Die Unfähigkeit zu trauern (El duelo imposible) de Alexander y Margarete Mitscherlich. La verdadera ruptura en la historia del pensamiento alemán no se sitúa, por tanto, en 1945, sino veinte años después. Porque la filosofía, o al menos la filosofía universitaria, se negó durante mucho tiempo a salir de su torre de marfil y se dedicó, con un celo que retrospectivamente puede parecer sospechoso, a cultivar su reapropiación de la tradición. En cambio, a partir de los años sesenta, el retorno de lo reprimido marcará el ritmo de su evolución hasta nuestros días. No se puede desligar del otro desafío al que la filosofía tuvo que dar respuesta: proporcionar una orientación en el mundo científico y técnico. Puesto que la nueva cultura de la República Federal se basaba en un compromiso sin reservas con la modernización científica y técnica, la filosofía no sólo no podía sustraerse a la misión de acompañamiento y de orientación que se derivaba de él –algunos, como Joachim Ritter, hablaban de «compensación»–, sino que debía también cuestionarse su concepción de la Bildung, de la cultura atemporal, y esto implicaba tanto su relación con las ciencias y las filosofías de las ciencias, como la organización de su actividad institucional universitaria. Podemos aventurar la hipótesis de que el gran retorno de la filosofía de las ciencias a comienzos de los años sesenta tiene algo que ver con esta transformación. Por lo que se refiere al «debate sobre el positivismo» de 1961, es evidente que traduce una confrontación entre el paradigma científico-técnico y una especie de frente común «tradicional» formado por la alianza contra natura de la hermenéutica de la tradición (Gadamer) y la herencia hegelo-marxista de la Teoría Crítica.

A finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta la cuestión del compromiso de la filosofía con la actualidad fue claramente debatida, especialmente en la Zeitschrift für philosophische Forschung. Mientras la Sociedad General para la Filosofía en Alemania (Allgemeine Gesellschaft für Philosphie in Deutschland), fundada en 1950, reafirmaba que la esencia de la filosofía residía en la intemporalidad de las problemáticas, Adorno pronunciaba en la radio de Hessen, en 1962, su célebre conferencia «Wozu Philosophie?» («¿Para qué la filosofía?»). Para él la filosofía universitaria no respondía a las cuestiones de la época y demostraba ser incapaz de asumir su misión cultural en un mundo dominado por las «técnicas de control de la existencia». El mismo año, el filósofo de Tubinga Walter Schulz denunció la ausencia de reflexión filosófica sobre la alienación del hombre por la técnica, la radio y la televisión, sobre la amenaza atómica,[4] etc. En el propio seno de la Sociedad General para la Filosofía se perfiló una clara evolución; a partir de 1960 sus congresos estuvieron dedicados al orden (1960), al progreso (1962) y a las relaciones entre la filosofía y las ciencias (1969).

Puesto que no se puede hacer abstracción de su inserción en el presente de una cultura política, esta «historia de la filosofía alemana» surge también de la participación observante. La parte de subjetividad que esto entraña tampoco podría ser abordada por una empresa colectiva. Es preciso tomar partido. Pido disculpas por adelantado a los colegas que no se considerarían presentados o representados en lo que sigue siendo un ensayo y no puede aspirar legítimamente a ninguna voluntad enciclopédica, a pesar de su preocupación de no saltarse ningún aspecto importante. Puede ser que la gran tradición de la filosofía universitaria, principalmente las contribuciones, indiscutiblemente importantes y a veces decisivas en sus correspondientes dominios, de los intérpretes de la historia de la filosofía, sea tratada como el pariente pobre.[5] Ésta se recuerda –a veces sólo en notas al pie, es cierto– en la medida en que participa en los grandes debates que hemos decidido presentar. En este sentido tengo plena conciencia de los límites del ejercicio que me había impuesto y al que me presté; considero de hecho el resultado como una especie de esqueleto al que habría que añadir mucha carne para reconstituir la complejidad y la densidad del movimiento de las ideas. Quizá podré añadir esta materia cuando los logros de esta primera oleada me hayan permitido percibir con mayor nitidez esta complejidad. Pero, por seguir con la metáfora clínica, no sería del todo incompleto si en algunos sitios el esqueleto tomara la forma de una figura anatómica con los huesos y los músculos. Por las mismas razones, no hemos dado cuenta tampoco de todas las obras, incluso de las importantes, de todos los autores, por «importantes» que fueran, sino que muchas veces se ha elegido entre ellas la que se prestaba a una introducción en la obra o a un corte transversal.

He recordado al comienzo de esta introducción el riesgo de las historias teleológicas e ideológicas. Esto, desde el momento en que nos negamos a aislar la filosofía de la cultura política, plantea la cuestión de la legitimidad de una «historia de la filosofía alemana desde 1945». El año 1945 marca, al menos de manera simbólica o psicológica, una ruptura, y ¿cuáles han podido ser los efectos epistemológicos de esta ruptura? Herbert Schnädelbach[6] señala dos aspectos aparentemente contradictorios. Por una parte, según él, el dominio nacionalsocialista y después la liberación de Alemania y la eliminación del nazismo no afectaron en profundidad a la filosofía alemana. Esta última era una filosofía universitaria y se encorvó, cuando no se doblegó, bajo el yugo nazi para renacer tras 1945, aparentemente sin estigmas. Las prohibiciones que golpearon a los filósofos judíos se vivirían como medidas ad personam, motivadas por consideraciones racistas y no «filosóficas». Los filósofos que se comprometieron verdaderamente con el nacional-socialismo –Alfred Bäumler, Ernst Kriek, Alfred Rosenberg– se considerarían en la «profesión» (Zunft) como arrivistas marginales. La breve concesión de Heidegger no valdría. Estaremos de acuerdo con Schnädelbach en que las estructuras universitarias (y, lo que es peor, la conciencia de sí misma de la «profesión») efectivamente no se vieron afectadas y que después de 1945, casi sin tener en cuenta los procedimientos de «desnazificación», pudieron volver a integrar más o menos todas las concesiones hechas. En este sentido Heidegger no tuvo oportunidad; su caso tuvo una resonancia de la que muchos otros se libraron. El caso Heidegger aparece casi como un desgraciado incidente que dice mucho sobre el carácter aleatorio de los criterios de la «desnazificación» y la escala normativa de grados de «concesión». La continuidad del establishment filosófico alemán se adquirió a este precio. A lo largo de estos capítulos encontraremos numerosas grandes figuras que pagaron su tributo al régimen nazi. Descarto hacer una lista de honor y de deshonor; el examen del papel que desempeñaron en la cultura política de la posguerra me parece, después de todo, igualmente revelador. Porque lo que está en tela de juicio no es el proceso del oportunismo y las concesiones, es la naturaleza de los discursos y las «posiciones» a las que aquéllas inducen. Posiblemente se habían adherido a la NSDAP por oportunismo, por la misma razón que era difícil no entrar en las juventudes hitlerianas; podían haber elegido formas muy distintas de la «emigración interior» en lugar de haber sido obligados a exiliarse. Lo que cuenta es el tipo de discurso filosófico que se tuvo entre las décadas de 1920 y 1930, y especialmente entre 1933 y 1934, y la manera en la que este discurso, en primer lugar, constituía o no una posición de repliegue o de resistencia aunque fuera pasiva y, en segundo lugar, de qué manera contribuyó al renacimiento de una cultura política después de 1945. Porque, por lo que se refiere al restablecimiento de la institución universitaria tras esa fecha, en el momento de la reapertura de las universidades en 1946 y 1947, hay que rendirse a la evidencia: pocos exiliados regresaron y, por tanto, de manera pragmática, hubo que conformarse con los que se quedaron, de los cuales muchos estaban, en mayor o menor medida, implicados. De manera global la filosofía institucional escapó de un examen de su adaptación al nacional-socialismo y lo administró ad usum Delphini. De golpe, una buena parte de la filosofía universitaria retomó su actividad académica como si nada hubiera pasado. Y si Heidegger como individuo no «tuvo oportunidad», su filosofía constituía una de las líneas de fuerza de la continuidad, y en las dos primeras décadas tuvo mucho peso en la capacidad de la filosofía –sobre todo de la filosofía universitaria– para renovarse. Lo que impresiona es incluso su omnipresencia en lo que llamaría las «filosofías de la restauración» y, en particular, en la filosofía cristiana, que tuvo un papel capital en la reconstrucción de la cultura política en la joven República Federal –a pesar de que algunos de sus representantes se habían opuesto al nazismo–. Hubo que esperar a que una nueva generación alcanzara su madurez filosófica para que el heideggerianismo se transformara y se inscribiera de nuevo en un debate con las corrientes que había contribuido a ocultar.

El lugar pertinente que me veré obligado a otorgarles a los actores de base de la filosofía universitaria será, fatalmente, fuente de profundas injusticias. Durante una larga entrevista sobre su carrera filosófica, Bernhard Waldenfels rinde homenaje a dos profesores de origen judío cuyas clases siguió en Múnich: Henry Deku y Helmut Kuhn, quienes, dice, lo iniciaron de un manera no convencional en la filosofía antigua.[7] Helmut Kuhn (1899-1991) es, de hecho, una figura importante de la filosofía universitaria. Junto con sus trabajos sobre la estética del idealismo alemán, es conocido por los especialistas como responsable del KantLexicon iniciado por Eisler. Ahora bien, después de ser apartado de la enseñanza en 1935, en Erlangen y después en Múnich, fue uno de los que le devolvieron a la filosofía política una existencia a partir de su propio campo.[8]

Esto es lo que podemos decir, en términos generales, de la continuidad. Por otra parte, respecto a la discontinuidad, Schnädelbach hace un balance aterrador, que no ennoblece la institución filosófica universitaria que aseguró la continuidad. Habían desaparecido pedazos enteros: el marxismo, el psicoanálisis, el Círculo de Viena... Uno de los efectos más tangibles de la emigración fue el hecho de que la filosofía analítica y la teoría de las ciencias se convirtieron en un asunto exclusivamente anglosajón. Muchos de los que emigraron no volvieron:[9] Paul Tillich, Rudolf Carnap, Herbert Marcuse, Hannah Arendt, Erich Fromm y Hans Jonas se quedaron en Estados Unidos. Popper se estableció en Inglaterra (no hará su «retorno» a Alemania hasta 1961, con motivo de la famosa «Disputa del positivismo», a la que reservaremos por este motivo un lugar importante). Paul Feyerabend, aunque nació y murió en Viena, redactó su polémico escrito anarquista Anything Goes desde Berkeley. Lukács se quedó en Hungría. Helmuth Plessner, uno de los fundadores de la antropología filosófica, exiliado en los Países Bajos porque era judío, regresará a Alemania y tendrá el valor de asumir la responsabilidad del tipo de discurso que había mantenido entre 1933 y 1934, y de intentar en 1959 una autorreflexión que resultó ser muy problemática. Daremos cuenta de ello en el capítulo sobre la antropología filosófica, puesto que se distingue, al menos por esta razón, del pesado silencio que se esforzaron en mantener casi todos los que habían expresado entre 1933 y 1934 opiniones «compatibles» con el nazismo. La influencia de Plessner seguirá siendo marginal. No, sin embargo, la de la antropología filosófica; lo veremos con Arnold Gehlen. Ernst Bloch regresó a Leipzig en 1948; su caso merece también ser recordado porque es igualmente ejemplar: hasta 1956 fue célebre en la RDA como el principal filósofo socialista contemporáneo, pero el foco de reflexión que sustentaba pronto fue considerado como desviado y fue obligado a jubilarse de oficio en 1957. En 1961 decidió instalarse en Tubinga. A partir de esta fecha la resonancia de su filosofía está indisociablemente unida a las conmociones de la cultura política de la República Federal.

El caso extremo de Bloch dibuja una especie de cronología: en primer lugar, en los años cincuenta, el restablecimiento de la filosofía universitaria, en su conjunto poco afectada por la «desnazificación»; seguidamente, la coyuntura de los años sesenta, que estará caracterizada principalmente por una vuelta del marxismo a la escena filosófica, así como a la escena política. Entramos en ese momento en otra lógica de la cultura política. Y lo que impresiona es que hubo que esperar a esa década para que se pusiera en marcha un nuevo dispositivo del debate filosófico, con la reincorporación de la filosofía analítica y del neopositivismo, por una parte, y de la Teoría Crítica, por otra. Esta coincidencia no sólo es reveladora como tal, sino, sobre todo, porque estas corrientes se pusieron a dialogar y a transformarse –el giro pragmático de la teoría de las ciencias, por una parte, y el giro lingüístico de la filosofía social, por otra–. Es también en este nuevo contexto donde la hermenéutica de Gadamer, continuación y también transformación de la ontología heideggeriana, alcanzó el punto de máximo impacto. La hermenéutica filosófica de Gadamer modificó en profundidad la metodología de toda la filosofía alemana a partir de 1945; su influencia marcó tanto los debates sobre la Teoría Crítica como la propia Teoría Crítica (Habermas). En cuanto a la recepción de la filosofía anglosajona, ésta no sólo tuvo influencia en la filosofía de las ciencias sino que también tuvo repercusiones en la sociología. En la «Disputa del positivismo» de los años sesenta, la Teoría Crítica encontrará un argumento para devolver sentido a su antigua línea antipositivista y perfilarse como «competidora» de la sociología establecida. Pero las reflexiones emprendidas por Apel o por Tugendhat minaban en profundidad esta estrategia heredada del período de preguerra, al tener en cuenta tanto el programa de la hermenéutica filosófica como el de la semántica formal.

La profunda reestructuración del campo filosófico coincide con la mitad de los años sesenta y el momento en que la cultura política de la República Federal entra en una nueva fase, que se traducirá en la oposición extraparlamentaria y la rebelión estudiantil. Esta última esconde mucho más que un problema sectorial. Es un problema generacional.[10] He utilizado anteriormente este concepto sin precisarlo. En el caso de la filosofía alemana «después de 1945» su pertinencia salta a la vista. Al menos hay cuatro generaciones sucesivas. En primer lugar, los que nacieron antes del cambio de siglo y cuya influencia productiva se va perpetuando, pero toca también a su fin, en los años cincuenta y sesenta. Son los que vivieron la Primera Guerra Mundial, en la que algunos participaron, cuyas primeras producciones vieron la luz en los años veinte o como muy tarde en los años treinta, y que terminaron su carrera, más o menos influyente, tras la Segunda Guerra Mundial. Un gran número de ellos fueron, de una u otra manera, actores de la «restauración». Es la generación de Ernst Bloch, así como la de Konrad Adenauer. Se trata, por supuesto, de una idea-tipo: algunas longevidades individuales y el renovado eco que encuentran algunas teorías (pienso nuevamente en Bloch) pueden haber desbordado los límites generalmente observables. El gran retorno a la escena filosófica de la Teoría Crítica –no entre 1950 y 1960, sino sólo a partir de finales de los sesenta– ilustra también este fenómeno; pero cuando la Teoría Crítica regresa es ya para situarse en un debate que le impone renovarse.

La segunda generación no comenzó su carrera hasta después de la Primera Guerra Mundial. Su socialización intelectual se inscribe en los paradigmas de los años veinte y treinta, forjados por la generación anterior. Su socialización política coincide con el nacional-socialismo, y muchos de ellos fueron miembros de las juventudes hitlerianas, por conformismo cuando no por convicción. En la posguerra de la Segunda Guerra Mundial sus referencias filosóficas se confunden ampliamente con las de la generación anterior.

La tercera generación es la de los Flakhelfer –jóvenes nacidos alrededor de 1930 que fueron conscientes de vivir los ataques aéreos de finales de la Segunda Guerra Mundial–. Es la generación sobre la que recayó todo el peso de la renovación. Es también la generación, según Mitscherlich, de la «sociedad sin padres». Los padres estaban –en el mejor de los casos, si se puede decir– en el frente, o habían perdido su legitimidad como padres, fuese en razón de su compromiso o de su no-compromiso político. Si se marca la «hora cero» (die Stunde Null) en 1945, fue en realidad en los años sesenta cuando esta generación llegó al cenit de su poder social, institucional e intelectual. Es a ella a la que le corresponde por derecho la transformación de la filosofía. La asumió con valentía pero no siempre supo resistir las puñaladas de la cuarta generación, nacida después de 1945, que acorraló a las generaciones de antes de esa fecha y mantuvo relaciones extremadamente conflictivas con la generación de 1930.[11] La cuarta generación fue el agente de las transformaciones posteriores a los años setenta.

La segunda mitad de esta última década marcó de hecho un giro. A mediados de los setenta, la irrupción de Luhmann conmocionó el panorama sociológico y las bases del debate entre filosofía (social) y ciencias sociales (sociología). No trataremos del pensamiento sociológico en su conjunto; la amplitud del tema requeriría un volumen entero. Pero las interacciones entre filosofía social, filosofía pragmática y sociología son de tal naturaleza que abordaremos un cierto número de autores generalmente considerados como sociólogos: Gehlen, Schelsky y, sobre todo, Luhmann. Lo que nos importa es la significación filosófica y política de las teorías. El debate entre Habermas y Luhmann ha condicionado la evolución de la Teoría Crítica. Sin duda, no se ha dicho la última palabra y Luhmann ha dejado una huella casi indeleble en las ciencias sociales. Desde su diagnóstico de la «neutralización de la moral» es también una referencia inevitable de la filosofía moral, al igual que sus escritos sobre los medios de comunicación se han convertido en una referencia, así como los de Bourdieu en Francia. Luhmann es un monumento de la sociología alemana cuya influencia en la cultura es comparable a la de Bourdieu en Francia. Pero, sobre todo, el interés suscitado por el pensamiento de Luhmann no es sólo una cuestión teórica. La polémica con Habermas, que comenzó en los años setenta, es de un alcance comparable, pero mayor todavía, al de la «Disputa del positivismo» de los años sesenta. En adelante se trataba tanto de un cambio de paradigma como de un nuevo cambio de la sociedad y del pensamiento sobre la sociedad. El funcionalismo total de la teoría de sistemas se imponía contra la aspiración a la totalidad de la filosofía de la historia que la Teoría Crítica todavía había podido defender durante la disputa del positivismo. Participaba en un movimiento conjunto de descalificación de la filosofía de la historia que luego apeló a la «post-modernidad».

Volvamos a la ruptura, al menos simbólica, de 1945. A pesar de la sordera de la «profesión» filosófica hay otros indicios que la acreditan. No fue hasta después de ese año cuando el debate iniciado en el período de entreguerras sobre la particularidad alemana (Sonderweg) llegó a una conclusión provisional (sobre todo para los historiadores), antes de resurgir varias veces en el contexto de la Vergangenheitsbewältigung, del dominio del pasado: la «disputa de los historiadores» de los años ochenta, que coincide con el debate sobre el «caso Heidegger», y hoy en día la coyuntura de la «memoria». En resumen, la historia de la filosofía alemana a partir de 1945 marcha al compás de problemáticas recurrentes y está encuadrada y casi marcada por ellas.

Finalmente, existe otra razón que aboga en favor del título «desde 1945»; no cabe ninguna duda de que es preciso integrar en la presentación de la filosofía alemana «después de 1945» la existencia de hecho de dos filosofías alemanas, que recurren de forma claramente diferente (dejando incluso a parte la referencia marxista) a la herencia filosófica, sin duda alguna de una manera a veces contundente en el Este –en nombre de una tradición «materialista» y, en teoría, de una lucha de clases–, pero también por una manera diferente de reconquistar el idealismo (Sujeto-Objeto, la gran obra de Bloch sobre Hegel, publicada en Berlín-Este en 1949, constituye el ejemplo más flagrante).

Por esta razón, tras sopesar todo esto, me decidí a conservar el título inicialmente previsto para esta obra: La Filosofía alemana desde 1945. No se trata en absoluto de diluir la filosofía en sus interacciones con las otras disciplinas de las ciencias humanas y sociales, sino, por el contrario, de situarla en el corazón de una episteme que, precisamente a partir de 1945, ya no permite que se disocie la filosofía del campo de las disciplinas que compiten con ella y que también la desposeen, pero con relación a las cuales se sitúa y que en adelante, por tanto, forman parte de su definición. No sólo es imposible, cualquiera que sea la época que se considere, aislar la filosofía de la episteme general y de sus movimientos de fondo, sino que lo que ocurrió después de 1945, para la mirada retrospectiva, todavía miope, que podemos posar sobre esta mitad de siglo, parece representar la gigantesca obra de una episteme en reestructuración radical. Y no es casualidad que la pluridisciplinariedad o la interdisciplinariedad se hayan convertido en lemas –incluso para los Cultural Studies, que intentan renovar las Kulturwissenschaften y a los cuales habrá que dedicar una reflexión en el terreno de la tensión entre filosofía política, ciencias sociales y «Humanidades»–.

La serie de capítulos que siguen a continuación no consiste, por tanto, en ordenar las corrientes de pensamiento en «cajas» herméticas[12] –aunque en cada una de ellas se intentará reconstruir la evolución propia de una disciplina o de una corriente hasta su actualidad más reciente–, sino que, por el contrario, concede una atención especial a la recurrencia de problemáticas e intenta explicar las interacciones entre las disciplinas. Prácticamente ninguna de las disciplinas ni ninguno de los dominios filosóficos están cerrados en sí mismos. El ejemplo más manifiesto es el de la ética. Aunque se le dedique un capítulo, la ética no ha sido el dominio reservado de una única corriente. Casi todas las escuelas han contribuido a reivindicar la filosofía práctica y la ética –el constructivista Lorenzen intenta introducir en la ética el procedimiento demostrativo utilizado en la lógica y la metamatemática; la pragmática de Tugendhat y la de Apel son proyectos éticos, y la teoría del consenso social y político de Habermas no sólo está marcada por la reflexión de Apel, sino que, por su doble naturaleza pragmática y normativa, también forma parte integrante del capítulo «Filosofía práctica y ética»–. De hecho, muchos pensadores no se dejan encerrar en un apartado: Hans Blumenberg, por ejemplo, no sólo fue uno de los actores del debate sobre la secularización, sino también, con La génesis del mundo copernicano (1975), uno de los autores principales de la filosofía de las ciencias, así como –y quizá sobre todo– por el proyecto de un pensamiento post-metafísico que desemboca, finalmente, en la nueva práctica filológica que promueven las ciencias de la cultura, porque su reflexión epistemológica, su proyecto de «metaforología» (Die Lesbarkeit der Welt, 1981) y su filosofía del mito (Arbeit am Mythos, 1979) traspasan las fronteras de la filosofía y de la historia de las ciencias hacia una hermenéutica de lo «no-conceptual» (Unbegrifflichkeit).

[1] K. Löwith: Von Hegel zu Nietzsche, Zúrich, Europa-Verlag, 1941, trad. fr. De Hegel à Nietzsche, París, Gallimard, 1969.

[2] Jean-Édouard Spenlé: La Pensée allemande de Luther à Nietzsche, París, Armand Colin, 1967.

[3] Véase, por ejemplo, É. Bréhier: Histoire de la philosophie allemande, París, Vrin, 1933.

[4] W. Schulz: «Neue Wege und Ziele in der Philosphie», Universitas, 1962.

[5] Esta gran tradición no tuvo una verdadera solución de continuidad sino sólo un relevo generacional. La escuela de Gadamer y la de Joachim Ritter, de las que salió un considerable número de profesores que accedieron a una cátedra en los años sesenta, contribuyeron notablemente a esta renovación. Evidentemente, el relevo generacional se acompaña de un cambio en los marcos de referencia y los cuestionamientos. Para la generación nacida antes del cambio de siglo, o justo después, y todavía activa después de 1945, el horizonte de referencia es, en la gran mayoría de los casos, el neo-kantismo, y el rasgo distintivo de la producción personal se mide en la distancia que se tome respecto a él. Cassirer, Husserl y Heidegger pueden ser considerados los representantes-tipo de esta generación. Podemos recordar igualmente a Julius Ebbinghaus (nacido en 1885), quien al principio se perdió en un proyecto de habilitación sobre Platón rechazado en Halle y que encontró su camino en Friburgo, gracias a Rickert y a Husserl. Ebbinghaus defendió un trabajo sobre los orígenes del pensamiento de Hegel inspirado por la publicación de los escritos teológicos de juventud por Hermann Noel en 1907. Pero poco tiempo después operó un retorno a Kant, lo que supuso una ruptura con la línea de Hermann Cohen y la Escuela de Marburgo, es decir, con la interpretación de la Crítica de la razón pura como teoría de la experiencia. Una ironía no exenta de significado: después de diez años pasados en Rostock, en 1940 Gadamer le recomendó para ocupar la cátedra que había sido de Cohen en Marburgo. Podemos recordar también a Heinz Heimsoeth (1886-1975), cuyos primeros trabajos universitarios tratan significativamente sobre los mismos autores que los de Cassirer: doctorado sobre Descartes, tesis de habilitación sobre Leibniz. El hegelianismo está evidentemente representado por Hermann Glockner (nacido en 1886), quien continuará publicando hasta principios de los años setenta (sus obras fueron reunidas en vida del autor en la editorial Bouvier de Bonn durante la década de los sesenta). Para la generación siguiente los marcos de referencia no cambiaron todavía radicalmente. Friedrich Kaulbach, por ejemplo (nacido en 1912), defendió su tesis en Elangen con un alumno de Rickert y de Lask, Eugen Herrigel, sobre «la lógica y la doctrina de las categorías aplicadas a los objetos matemáticos»; se preguntaba si la evolución de las matemáticas pone en tela de juicio la concepción kantiana según la cual éstas se basan en intuiciones puras; encontramos reflexiones paralelas en Cassirer. Por otra parte, Kaulbach asumió la problemática de Cassirer de las relaciones entre el pensamiento y la intuición y las formas simbólicas, e integró las aportaciones de Frege y de Hilbert (Cf. Philosophische Grundlegung zu einer wissenschaftlichen Symbolik, Meisenheim a. Glan, 1954). Kant seguirá siendo el horizonte de su pensamiento; dedicó también una ética a La Metafísica del espacio en Leibniz y Kant (Colonia, 1960), a la cuestión del movimiento de Aristóteles, a Leibniz y a Kant (1965), y, al final de su carrera, publicó Ética y meta-ética (1974). Un aspecto importante del último período de su producción es la cuestión de la corporeidad (Leiblichkeit), que desempeña en su discusión una función tanto de sujeto trascendental del conocimiento como de sujeto de la ética. Con ello Kaulbach se acerca en algunos momentos a una concretización de la intencionalidad fenomenológica –a propósito de la cual habla incluso de la constitución dialógica del sujeto trascendental– y, sobre todo, pone de manifiesto la presencia en sus estructuras de pensamiento del otro «horizonte infranqueable» de su generación: la antropología filosófica, a la que dedicaremos un extenso desarrollo en la primera parte. Después de la Guerra, el «horizonte infranqueable» fue constante y profundamente –ya fuese aceptado o tratado de forma crítica– no el marxismo sino, sin duda, el heideggerianismo.

[6] En su contribución al número de Allemagne d’aujourd’hui que publiqué en 1986, que se recogió en la documentación del balance de las «ciencias del espíritu» (como se designan tradicionalmente en alemán nuestras «ciencias humanas») y que se llevó a cabo bajo la égida del Wissenschaftsrat en 1990: W. Prinz y P. Weingart (dirs.): Die sogenannten Geisteswissenschaften: Innenansichten, Fráncfort/M., Suhrkamp, 1990, pp. 403-418.

[7] «‘Jeder philosophische Satz ist eigentlich in Unordung, in Bewegung’. Gespräch mit Bernhard Waldenfels», en M. Fischer, H.-D. Gondek y B. Liebsch (dirs.): Vernunft im Zeichen des Fremden. Zur Philosophie von Bernhard Waldenfels, Francfort/M., Suhrkamp, 2001, p. 411.

[8] H. Kuhn: Sokrates. Ein Versuch über den Ursprung der Metaphysik, 1934, 21959; Wesen und Wirken des Kunstwerks, 1960; der Staat, 1967.

[9] Según un estudio de Ch. von Ferber, sólo el 17% de los titulares de cátedra regresaron al oeste; este porcentaje baja al 13% para los otros miembros de la Universidad (C. von Ferber: Die Entwicklung des Lehrkörpers der deutschen Universitäten un Hochschulen 1864-1956, Gotinga, Vandenhoeck & Ruprecht, 1956).

[10] Por esta razón, sin transformar esta obra en un diccionario de filósofos, indicaré de la forma más sistemática posible las fechas de nacimiento, de jubilación, de las tesis de doctorado y de habilitación. Cf. sobre esta problemática de las generaciones: C. Albert et al.: Die intellektuelle Gründung der Bundesrepublik. Eine Wirkungsgeschichte der Frankfurter Schule, Francfort/M., Campus, 1999.

[11] Cf. no sólo las relaciones mantenidas entre Adorno y el movimiento estudiantil, sino también las no menos conflictivas entre el movimiento estudiantil y Habermas. Cf. Habermas: Protestbewegung und Hochschulreform, Francfort/M., Suhrkamp, 1969.

[12] Estaba particularmente descartado –es evidente pero merece ser precisado expressis verbis– dar una estructura según las disciplinas o dominios universitarios (filosofía antigua, filosofía moderna, filosofía de las ciencias, filosofía del lenguaje, etc.). Hubiera sido preciso, para cada dominio, evaluar los avances y evoluciones, siempre relativos, en el plano filológico. Por supuesto, no es ése el objetivo, al menos sector por sector. Pero cuando un sector adquiere una significación general en la economía de los paradigmas filosóficos y en la cultura universitaria y política, nos esforzamos, evidentemente, en explicarlo. Por la misma razón, es muy posible que los actores de base sean olvidados, aunque hemos intentado no limitarnos al criterio mediático.

La filosofía alemana después de 1945

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