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Aspectos epistemológicos
del psicoanálisis
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Expondremos otro problema adicional al que estamos discutiendo, vinculado con los alcances del método hipotético deductivo pero esta vez en relación con el psicoanálisis. Es bien sabido que este, desde que Freud lo creó a fines del siglo pasado, tiene ardientes partidarios y a la vez notables detractores, pero situadas en una posición intermedia hay personas un tanto cautelosas o escépticas que, si bien no lo consideran un error o un peligro cultural, no están del todo convencidos acerca de su carácter científico. Entre los partidarios del psicoanálisis hay algunos que estarían de acuerdo con no darle estatus de ciencia, porque suponen que se trata de una disciplina peculiar provista de medios específicos de conocimiento y de acción, y que no se deben confundir con los que nos enseña el método científico. Y, del mismo modo que muchos reconocen que ciencia es ciencia y filosofía es filosofía, estos estarían dispuestos a sostener que el psicoanálisis es psicoanálisis y no ciencia. Pero hay otros adherentes al psicoanálisis que consideran que sí, que esta disciplina proporciona un conocimiento científico basado en una metodología totalmente análoga a la que se emplea en otros campos de la ciencia. Entre los que piensan de este modo se halla nada menos que Freud, quien, pese a admitir que los métodos terapéuticos prácticos del psicoanálisis son un tanto sui generis, sostiene que, en cuanto a las teorías psicoanalíticas y al tipo de conocimiento que proporcionan sobre el ser humano, ha creado una auténtica ciencia. En “Múltiple interés del psicoanálisis”, uno de sus trabajos, señala que se trata de una nueva ciencia natural y que, como tal, tiene las mismas pretensiones y metodologías de conocimiento que muchas otras disciplinas del mismo talante.
Todo ello sucede en el polo de los adictos. En la vereda opuesta, la de los contendores, se podrán advertir acusaciones de todo tenor. Como ya dijimos, Mario Bunge afirma que el psicoanálisis no es científico porque la ciencia ha demostrado la tesis monista: todo lo relativo a lo que llamamos “mental” está relacionado con el cerebro y sus funciones. Según él lo concibe, el psicoanálisis afirma la existencia de lo mental como una sustancia distinta de la sustancia material, y por tanto caería en un dualismo que sería no científico por entrar directamente en colisión con las conclusiones de la ciencia.
Ya señalamos en el Capítulo 17[14] que nunca Freud ni los psicoanalistas que siguieron su orientación manifestaron la tesis dualista de un modo tajante, como parece creerlo Bunge. Dijimos allí que Freud había sido influido, en su formación médica por la tradición médica de sus maestros “fisicalistas” y que creemos que nunca abandonó esa posición. Lo que ocurre es que advierte que su teoría acerca de los componentes y el funcionamiento de la psiquis es independiente de que se adopte previamente la tesis dualista o la monista. Como comprueba que no es necesario tomar posición al respecto, hace compatible su monismo ontológico con su dualismo metodológico, es decir, el tratar lo material y lo mental como ámbitos acerca de los cuales no se toma posición acerca de si son o no reductibles el uno al otro. En su creencia, esa reductibilidad sería en principio posible, pero no ha sido lograda y, si llegara a probarse la imposibilidad de tal empresa, aun así el psicoanálisis sobreviviría.
De modo que el psicoanálisis no fuerza al reconocimiento de la existencia de una sustancia mental y, si es cierto que constituye en su faz terapéutica el descubrimiento de que hay enfermedades cuyo origen esta ligado a trastornos o fenómenos mentales, de ninguna manera se descarta que puedan reducirse a otros ligados al cerebro o al sistema nervioso central. En cierto modo, como ya dijimos, la psicología cognitiva, como así también las modernas teorías de las redes neuronales y de la fisiología del cerebro, parecen admitir que una serie de fenómenos descubiertos por el psicoanálisis podrían, finalmente, reducirse o, al menos simularse, mediante estructuras de naturaleza material. Si esto es así, el psicoanálisis podría llegar a ser una teoría derivada de (o reductible a) teorías fisiológicas de naturaleza monista.
También es posible que, en el futuro, puedan edificarse mejores teorías acerca de la psiquis y que el psicoanálisis deba ser abandonado. Al respecto, Freud fue siempre consciente del carácter hipotético de sus teorías. En uno de sus textos afirma, para que lo recuerden los lectores, que el psicoanálisis es al fin de cuentas hipotético y que de seguro e inexorablemente vendrá el momento en que será reemplazado por una teoría más adecuada. Es verdad que lo expresa de tal modo que pareciera considerar que ello no ocurrirá antes del cuarto milenio, pero, de todas maneras, aquí se desdice de lo que afirma en otros fragmentos de su obra: que el psicoanálisis es un descubrimiento que no podrá ser descartado en el futuro como parte del conocimiento.
Sin duda Freud no era dogmático. Sabía que el conocimiento tiene el carácter de hipótesis provisoria aceptada por sus éxitos explicativos, predictivos y terapéuticos, pero que de ninguna manera encierra una verdad absoluta. Aun así, los detractores del psicoanálisis aducen en su contra también razones de otro orden, una de las cuales es que los conceptos del discurso psicoanalítico tienen tan poca exactitud que la corrección de los razonamientos es difícil de establecer y no se advierte claramente cómo está constituida la cadena deductiva que lleva desde la teoría a los hechos que se quieren explicar o predecir. Si esto fuese así, el método hipotético deductivo sería impracticable en psicoanálisis porque no podríamos, realmente, contrastar sus teorías o saber en qué medida permite hacerlo el material clínico.
Estas críticas fueron expuestas por Nagel en un famoso simposio y originó una fuerte discusión entre psicoanalistas y epistemólogos de la tradición anglosajona. Allí Nagel adoptó una posición intolerante, pero señaló con claridad cuáles son las dificultades. El problema es que, aunque Nagel tiene bastante razón en lo que afirma, si se adoptasen sus argumentos al pie de la letra quedarían automáticamente suprimidas del espectro científico casi toda la psicología, la sociología, la psicología social, la antropología, la politología y una parte importante de la economía. ¿Y por qué? Porque todas estas ciencias utilizan el lenguaje ordinario y gran parte de los términos que emplean tienen una vaguedad tal que en muchas ocasiones no está muy claro qué se está haciendo en materia de investigación. Podríamos tomar como ejemplo un fragmento del economista Samuelson, al comienzo de su célebre tratado, donde habla de la “ley de las utilidades decrecientes”. El fenómeno al cual se refiere allí consiste en que, a medida que hay más usuarios, hay menos beneficios para cada uno de ellos, y está formulado con conceptos del lenguaje ordinario tales como “usuario” y “utilidad”, que no están definidos por un procedimiento riguroso. Por ello, solo intuitivamente sabemos de qué se está hablando. El lector puede entender que esto es provisorio y que después habrá definiciones más rigurosas, pero Samuelson no las provee. También existen muchos de libros de texto en ciencias sociales que comienzan con conceptos vagos y que luego se desarrollan de un modo que no introduce más nitidez, al menos que se admita, como hacen muchos autores, que cuanto más se habla más se caracteriza a los conceptos y más precisión adquieren.
Desde luego, también puede interpretarse que, cuanto más se habla y más uso se hace de conceptos confusos, la confusión aumenta y la indeterminación se multiplica hasta que, finalmente, tales conceptos pierden toda significación científica.
Es de temer que, ante lo que estamos diciendo, más de cuatro epistemólogos escépticos, y entre ellos el propio Mario Bunge, digan: “bien, sí, pero en verdad la sociología o la antropología tampoco son genuinas disciplinas científicas”. Este tipo de objeciones plantea un problema de carácter práctico y epistemológico bastante serio. La pregunta es: ¿sólo se puede hacer ciencia con toda seriedad cuando se emplean los más nítidos y exactos procedimientos de simbolización y de definición rigurosa? Si se aceptara esta tesis, muy probablemente solo quedarían en pie, en calidad de ciencias, ciertos sectores de la matemática y de las ciencias naturales, pero esto no ocurre ni es conveniente que ocurra. Algunos epistemólogos parecen suponer que, en la actualidad, la matemática y gran parte de la física ya poseen rigor completo, pero el autor de este libro no se cuenta entre ellos. Si consideramos la enorme mayoría de los libros de matemática, veríamos que, aunque se empleen en ellos las formulaciones más rigurosas, gran parte del lenguaje allí utilizado es el ordinario, que no está nítidamente simbolizado y presenta un grado apreciable de vaguedad. Por consiguiente, expulsar del ámbito de la ciencia a todo aquello que emplee conceptos y expresiones lingüísticas viciadas de vaguedad sería como arrojar al bebé con el agua del baño. Dejaría en nuestro horizonte un muy pobre sedimento de teorías totalmente precisas, que ni siquiera serían las más interesantes desde el punto de vista del desarrollo del conocimiento.
Pero entonces, ¿qué hacer con el método científico y en particular con el método hipotético deductivo? Porque la objeción de Nagel contra el psicoanálisis podría extenderse a toda la práctica científica en cuanto a deducciones, enunciados y vocabulario. Creemos que hay una cierta exageración en formular las cosas de esta manera y por eso decíamos también que esta es una cuestión de carácter práctico. No hay más remedio, en el momento en que las teorías se formulan o atraviesan las primeras etapas de su desarrollo, que aceptar su vaguedad y estar atentos en cuanto a la corrección o incorrección de las deducciones que se emplean en ellas. En caso de genuinas dificultades, habrá que tomar ciertas decisiones metodológicas con relación a los “culpables” de los inconvenientes, e incluso reexaminar epistemológicamente la teoría en su conjunto. De hecho, corresponde introducir las aclaraciones y discusiones epistemológicas de las teorías que se inventan, desarrollan y usan en ciencia, solo si hay buenas razones que lo justifiquen. Si un matemático ofrece una demostración original de una conjetura que hasta el momento no se había podido resolver, no cabe duda de que la comunidad científica no aceptará el resultado hasta examinar con cuidado todas las líneas deductivas y todos los procedimientos que un tanto vagamente se han empleado. En otro sentido, puede suceder que, ante la aparición de inconvenientes en una teoría, se resuelva darle a esta una formulación más rigurosa para poder establecer la índole de tales situaciones problemáticas.
El psicoanálisis no escaparía a la obligación moral, desde un punto de vista científico, de poner más atención a la formulación exacta de sus hipótesis, para elucidar por caso temas como si la teoría de Melanie Klein es o no, finalmente, una subteoría de la teoría freudiana y en qué se parecen o se diferencian ambas. A todo esto se agrega la natural inclinación de los epistemólogos, por la naturaleza misma de su actividad, de tratar de comprender con exactitud qué es lo que afirma una teoría, por lo cual parece inevitable que aspiren a darle a esta un barniz de exactitud y nitidez, lo que implica, muchas veces, una tarea de reconstrucción rigurosa de su estructura. Pero ello parece ser más bien una inquietud de carácter epistemológico antes que científico. Sólo en épocas de crisis puede, realmente, en el desarrollo de una ciencia, volverse urgente la necesidad de precisarla para poder analizar, por ejemplo, cuál es la naturaleza de una refutación, pues, como ya lo hicimos notar en todas nuestras discusiones acerca del método hipotético deductivo, la refutación parece ser un motor de cambio y desarrollo científicos.
Hay que agregar, además, una cuestión similar a la que presentamos cuando comparamos el papel de la medición en física y el de la significación en ciencias sociales. En psicoanálisis existe lo que se llama interpretación, que aparece en el desarrollo de la terapia psicoanalítica, donde también el material oral y la conducta del paciente se toman “resignificados” de una manera peculiar, y esto es lo que permite, a su vez, contrastar hipótesis acerca del psicoanalizado e, incluso, de la teoría psicoanalítica por entero. Pero la metodología que resulta de la interpretación psicoanalítica y de sus usos es tema muy complicado que no vamos a encarar aquí[15]. Solamente consignaremos que el método hipotético deductivo, aunque en forma más intrincada, parece dar cuenta, también, del proceso de validación de las interpretaciones, cosa que ya, de alguna manera, habían señalado John O. Wisdom y otros epistemólogos.
Puesto que hemos hablado de la vaguedad de las teorías psicoanalíticas como una especie de etapa por la cual, razonablemente, hay que transitar durante las primeras etapas del desarrollo de toda teoría, conviene señalar una significativa indicación de Freud. En Introducción al narcisismo, plantea el problema de si es o no conveniente que una teoría científica sea nítida, o más exactamente si los términos introducidos por la propia teoría para poder enunciar sus hipótesis han de ser precisos desde un comienzo o se podrá admitir en ellos una cierta dosis de vaguedad. Los epistemólogos y científicos de temperamento formalista dirían que sí, pues esto haría ociosa una serie de discusiones y otorgaría claridad al tópico y a los alcances de lo que se discute. Ahora bien, Freud piensa exactamente lo contrario. Nos dice que, si los términos fuesen muy nítidos desde un comienzo, la probabilidad de que la teoría describa exactamente los estados de cosas tal como ocurren se hace muy reducida; es muy probable que la teoría esté equivocada y haya que corregirla y ajustarla. Preferible es, dice Freud, que aparezcan con una cierta dosis de vaguedad que les permita acomodarse progresivamente, a través de la propia práctica científica, a los hechos y observaciones. La claridad surgirá luego, a medida que la disciplina se desarrolle y esto es conveniente, agrega Freud, por cuanto la observación es la piedra de toque que otorga validez y alcance a las teorías y a las actividades científicas. Es importante aclarar este punto porque los antiempiristas del campo de la psicología contemporánea parecen ser víctimas de una enfermedad que podría denominarse “fobia observacional”, responsable de la antipatía que profesan ante los reclamos de quienes, como el autor de este libro, sostienen que una disciplina científica debe vincular aspectos informativos con observacionales. Quienes padecen tal enfermedad tratan de reforzar, desde una posición racionalista, los aspectos asertivos, de pensamiento y de significación que hay en una teoría, y suelen anteponerlos a los aspectos empíricos. En todo caso, el control de la teoría quedaría en manos de la práctica, a la que ellos, en general, desvinculan un tanto de la observación. Freud, por el contrario, se hallaba convencido, como todo buen hipotético deductivista, del papel central que tiene la observación en la formulación, desarrollo y cambio de las teorías científicas.
Nada de lo dicho significa que el rigor sea un recurso al que no convenga apelar. Si una teoría es rigurosa desde un comienzo, presentará ventajas en cuanto a la comprensión del tipo de conocimiento que brinda y ofrecerá también mayores posibilidades de contrastarla de manera drástica. Si no lo está, se admitirá que brinde un conocimiento un tanto vago de inicio, pero no se debe perder de vista el objetivo de que adquiera, a través de su propia aplicación científica, mayor nitidez y mejores formulaciones. Actualmente somos víctimas de una moda que sostiene que la búsqueda del rigor nos hace perder el contacto con la realidad, porque esta tendría una indefinición, una vaguedad y una complejidad que convertirían en una pedantería inadmisible nuestros propósitos de construir una ciencia exacta acerca de ella. Si se tomase esta tesis al pie de la letra, tendríamos que admitir que, cuanto más general y vaga es una aseveración, tiene menor riesgo de ser errónea, más probabilidad de ofrecer conocimiento y será, por tanto, filosóficamente más trascendente. Todo lo cual llevaría a edificar una suerte de “ciencia light”, anunciada ya como la ciencia del futuro, que permitiría democráticamente a todos los ciudadanos por igual reunirse en fiestas, cafés u ocasiones amables y hacer profundas consideraciones teóricas acerca de lo complicada que es la vida, de lo incómodas que son las crisis sociales, de cuán intrincada es la naturaleza del hombre o de la eficacia de la meditación trascendental para la salvación individual. Nada de ello puede compararse con el enorme conocimiento y la notable seguridad práctica que nos ha brindado la ciencia, cuyos beneficios sociales —y aquí solo bastaría mencionar los aportes de la medicina— son y serán indiscutibles.