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HISTORIADORES Y JURISTAS
Donald R. Kelley
DERECHO Y PENSAMIENTO POLÍTICO
¿Qué relación existe entre el derecho y el pensamiento político en la historia moderna europea[1]? Podemos dar tres respuestas diferentes. Una deriva de lo que cabría denominar el modelo legislativo o estatutario de la filosofía jurídica, que, siguiendo el buen precedente clásico, identifica a la ley con la voluntad del soberano, tanto si la forma de gobierno es monárquica como si es republicana. En el siglo XVIII el paradigma legislativo se aprecia en la teoría y práctica del despotismo ilustrado y, sobre todo, en el movimiento codificador que hubo en muchos estados europeos, incluidas Francia, Prusia y Austria (Tarello, 1976; cfr. Wisner, 1997). Con los códigos europeos, redactados según el modelo del Corpus Iuris Justiniani (529-533 d.C.), se pretendía organizar todo el derecho privado (sobre todo lo referente a las personas y la propiedad) en un único sistema para así politizarlo directa o indirectamente. La agenda se cumplió en el caso del famoso Código Napoleónico, como reconocen monárquicos del calibre de Joseph de Maistre, Louis de Bonald y Friedrich von Stahl, así como utilitaristas de la talla de Jeremy Bentham y John Austin, que definían a la ley simplemente como una orden del poder soberano.
La segunda de las respuestas tradicionales a nuestra pregunta está asociada al modelo judicial y sitúa a la política en el campo, más amplio, del derecho y de la jurisprudencia (en forma de ley pública), considerada una venerable tradición profesional y «científica». La Doctrina Pandectarum (1838) de C. F. Mühlenbruch, por ejemplo, que sirvió de manual a Karl Marx y a muchos otros estudiantes de derecho, empieza con un estudio introductorio sobre las fuentes autorizadas del derecho y con una historia de la tradición juridicista desde la Antigüedad. Prosigue hablando de la «ley general», de su definición, divisiones e interpretación para, finalmente, llegar a la parte «especial» del derecho, es decir, al derecho privado, dividido, al modo del derecho romano en derecho de personas, cosas, acciones y obligaciones en el seno de agrupaciones sociales o institucionales mayores, incluidas la familia, las corporaciones y otras «personas ficticias», cuyo culmen es el estado (civitas o respublica). En este modelo, la autoridad política se consideraba una parte (el nivel más alto y también el último) del sistema jurídico (Mühlenbruch, 1838; cfr. Cappellini, 1984-1985, II).
El tercer modelo considera que el derecho es la expresión de la voluntad popular y, evidentemente, se ha asociado a la voluntad general de Rousseau (Riley, 1986). El concepto tenía raíces filosóficas y religiosas, y se veía reforzado por la antigua regla de la jurisprudencia: Salus populi suprema lex esto, recogida en las Doce Tablas romanas; pero también tenía una expresión más concreta, a saber, la tradición medieval del derecho consuetudinario (Kelley, 1990, pp. 131-172, 1991, cap. 6). En 1789 el corpus de costumbres en Francia pereció junto con el Antiguo Régimen, pero su espíritu sobrevivió en la Revolución de diversas formas. Los académicos alemanes solían distinguir la ley estatal (Staatsrecht) de la ley hecha por el pueblo (Volksrecht) y de la ley basada en una decisión judicial (Juristenrecht) (Beseler, 1843). Era la segunda la que, no sólo despertaba la nostalgia del viejo orden, sino que, además, suscitaba sueños de justicia social e incluso de un futuro «socialista», en el que el derecho no sería ni una creación política ni una acumulación de derechos individuales, sino más bien expresión de las necesidades e ideales sociales por las que deberíamos juzgarlo y a las que, en último término, debería estar sujeto. Esta idea del derecho se asociaba sobre todo a críticos radicales como Marx y Proudhon, aunque más tarde se infiltraría en el ámbito de la abogacía francesa adoptando la forma de droit social y dando lugar a la jurisprudencia sociológica (Gurvitch, 1932).
Estos tres paradigmas del derecho –el legislativo, el judicial y el social– son tres tipos ideales ya que, en la práctica, sobre todo desde el punto de vista de los académicos del derecho y de la historia, pocos gobiernos, ni siquiera el de Bonaparte, se habían regido o se regían exclusivamente por un modelo. La vieja y aún controvertida teoría del «gobierno mixto» se basaba en un concepto del derecho surgido de múltiples fuentes. Según la historia del derecho, el derecho romano había recurrido a fuentes populares, judiciales, senatoriales e imperiales hasta que Justiniano decidió (en vano, nos dice la historia) recopilarlo por deseo imperial. Sólo en teoría (en las teorías de Ulpiano, Bodino, Austin o Stahl) se aunaban ley y legislación de forma lógica y no ambigua (Hinsley, 1986).
Estos tres enfoques corresponden a las tres sedes de la autoridad en el siglo XIX: el Estado omnicompetente, el establishment judicial independiente y la «sociedad civil» en sentido amplio. No se corresponden con la práctica jurídica o política, pero muestran los argumentos y razones de las posturas enfrentadas en el pensamiento político, jurídico e histórico del siglo XIX. También reflejan un debate triangular que sigue siendo de actualidad en la arena pública: la cuestión de si la autoridad debería residir en el Estado, en el pueblo o en una elite de expertos que habla en nombre de ambos.
Lo que imprimió a estas cuestiones cierto carácter de urgencia e inmediatez en el siglo XIX fue la experiencia de la Revolución francesa, que se convirtió en el foco de atención de todo debate jurídico o histórico. Los liberales y socialistas la consideraban el inicio de un glorioso futuro en nombre de la perfectibilidad y el progreso, y los conservadores y reaccionarios la denunciaron como la fuente de todo mal en el mundo. Pero, tanto si se la contempla como la culminación de las fuerzas de la nación como la despótica némesis de la independencia nacional, la Revolución sigue siendo un gran reto para los historiadores, un modelo para la teoría política y una prueba para los metarrelatos políticos a gran escala (Lucas, 1988).
En el siglo XIX, el concepto general de «revolución» tuvo gran importancia en el pensamiento político, no sólo como fenómeno, un rasgo peculiar de la historia moderna desde la Guerra Civil inglesa, sino también como núcleo de cuestiones sobre la estructura social y el cambio político. Para los historiadores, la revolución era un conjunto de acontecimientos extraordinarios y dramáticos que suponían un reto para su capacidad de interpretación. Para los juristas era una ruptura de la continuidad que no sólo amenazaba a la legitimidad de las instituciones existentes, sino asimismo a sus presupuestos y viabilidad. Para los pensadores políticos, un punto de intersección entre el ejemplo más duro para la ciencia política y el juicio de valor político más fundamental. Tras 1815, el debate sobre la naturaleza de la revolución tuvo lugar entre dos extremos. Uno de ellos consideraba que el año 1789 era la fuente de todos los problemas del momento, y el otro lo alababa como la gran esperanza para el futuro de la humanidad. En cierto modo, fueron los historiadores y los juristas quienes intentaron mantener este diálogo a un nivel cívico y práctico.
A largo plazo, la sociedad europea que había surgido de los calamitosos eventos de los periodos revolucionario y napoleónico se transformó drásticamente, pero puede que algo menos desde el punto de vista de los académicos del derecho y de la historia, quienes escrutaban por debajo de los titulares, los debates diplomáticos, la geografía política y la teoría constitucional, que de los observadores políticos y los críticos (Kelley, 1994). En las leyes y en la experiencia histórica, la continuidad con el Antiguo Régimen –en la mentalidad, las costumbres sociales, las convenciones jurídicas y la organización económica– resultaba cada vez más obvia, sobre todo en el caso de aquellas personas y grupos dedicados a continuar y extender una agenda revolucionaria basada en la «libertad, igualdad, fraternidad».
ESCUELA HISTÓRICA Y ESCUELA FILOSÓFICA
«La historia debe verse a la luz de las leyes y las leyes a la luz de la historia», afirmó Montesquieu (Montesquieu, 1751, XXX, p. 2). Bien se puede decir que este es el lema de la jurisprudencia del siglo XIX o, al menos, el punto central del debate. En general, el aforismo de Montesquieu ilustra la naturaleza anfibia de la ley, que, por un lado, es sabiduría acumulada de siglos y, por otro, debe ser juzgada con arreglo a la realidad histórica. En el Antiguo Régimen imperaba la costumbre y, casi siempre, se dejaba que la historia arrojara luz sobre la práctica y la teoría de la jurisprudencia, mientras que la Revolución juzgaba la historia a la luz de su concepto del derecho y sus deseos de cambio social. Los juristas y pensadores políticos posrevolucionarios tendían a argumentar desde estos dos polos ideológicos. Ambas posiciones se definían respectivamente como la «escuela filosófica», que extraía su inspiración de las ideas del derecho natural derivadas de Grocio, Pufendorf, Barbeyrac y otros iusnaturalistas, y la «escuela histórica», basada en el «derecho positivo», en la idea de la evolución del derecho y en las críticas a las teorías abstractas del derecho natural (Gierke, 1934, 1990; Thieme, 1936, pp. 202-263; Stein, 1980). Los debates entre ambas escuelas reverberaron mucho más allá de los confines del derecho e incluso del pensamiento político del siglo XIX.
La escuela filosófica se asentó en Francia, que, en vísperas de la Revolución, se convirtió en un laboratorio social para probar teorías y aspiraciones. En 1791, la Asamblea Nacional expresó su determinación de «redactar un código de derecho civil común para todo el reino» y dos años después el ciudadano (posteriormente conde) Cambacérès presentó su primer «proyecto» de código civil nacional. «¡Lo que la época esperaba con devoción ha llegado para garantizar el imperio de la libertad y enmendar los destinos de Francia!», proclamó, añadiendo que pretendía, nada más y nada menos, que regenerar, perfeccionar y «verlo» todo a la luz del espíritu del despotismo ilustrado y más concretamente de la ingeniería social jacobina (más tarde bonapartista) (Fenet, 1827, I). «Legisladores, filósofos y juristas», declaraba Cambacérès en su «Discurso sobre las ciencias sociales» de 1798, «esta es la época de las ciencias sociales [la science sociale] y, permítaseme añadir, de la auténtica filosofía» (Cambacérès, 1789; cfr. Gusdorf, 1978, VIII, p. 401; Head, 1985, p. 109; Moravia, 1974, p. 746). Los debates entre la escuela filosófica y la histórica –representadas respectivamente por el radicalismo de Rousseau y el relativismo histórico de Montesquieu– eran parcialmente una disputa en torno a la naturaleza de este nuevo campo, el de las «ciencias sociales» (un término de nuevo cuño).
En las deliberaciones oficiales sobre el Código Civil sostenidas por el comité de redacción instaurado por Napoleón (1800-1804), vemos al espíritu de Rousseau y de Montesquieu peleando póstumamente por el alma política de Francia (Bonnecase, 1933; Gaudemet, 1904, 1935). En aquel comité, Cambacérès representaba la búsqueda de la perfectibilidad y de la codificación de la voluntad general por medio de una ciencia infalible de la legislación. Su rival era el ciudadano (más tarde conde) Portalis, discípulo de Montesquieu, a quien no gustaba el espíritu revolucionario y «robespierrista» del plan original, que en su opinión «abusaba del espíritu filosófico» (Portalis, 1827). «La doctrina de los redactores es que debemos preservar todo aquello que no sea necesario destruir» (Portalis, 1844, p. 69), y concluía: «¿Cómo podemos controlar la acción del tiempo? ¿Cómo podemos resistir al curso de los acontecimientos o a la imperceptible fuerza de la costumbre? ¿Cómo saber y calcular por anticipado lo que sólo la experiencia nos puede enseñar? ¿Se puede extender la previsión a objetos que ni el pensamiento mismo puede aprehender?» (Fenet, 1827, I, p. 469; Schimséwitsch, 1936).
Estas cuestiones anticipaban las críticas más extensas del famoso manifiesto de 1814 de Savigny: De la vocación de nuestro siglo para la legislación y para la ciencia del derecho (Savigny, 1831). En el siglo XVIII, escribió Savigny, «Los hombres ansiaban nuevos códigos, que, al ser muy completos, garantizaran una administración de justicia de precisión mecánica». El resultado fue la obra bonapartista, que «irrumpió en Alemania y la fue carcomiendo, poco a poco, como un cáncer…» (Savigny, 1831, p. 18). Savigny publicó pasajes de debates anteriores sobre el texto del código francés, en los que hablaba de la contradicción entre la simplicidad jurídica y la complejidad social, refiriéndose, en concreto, a los argumentos conservadores de Portalis. Fue esta violación jurídica de la historia lo que originó el manifiesto de Savigny en 1814 y condujo a la formulación de una pregunta crucial: «¿Qué influencia ejerce el pasado sobre el presente?», a lo que Savigny añadió: «¿y cuál es la relación entre el ahora y lo que será?». El asunto se convirtió automáticamente en el problema central de la Escuela Histórica del Derecho y en uno de los dilemas básicos del pensamiento político del siglo XIX.
Aunque Hegel era la cabeza visible de la escuela filosófica, su intención era superar y reconciliar las concepciones históricas y filosóficas del derecho. Así como el derecho romano había surgido de leyes «positivas» concretas y aspiraba al estatus de «razón escrita» (ratio scripta), la ley positiva moderna debía intentar adquirir el nivel del derecho natural y de la sociedad civil para hallar su forma ideal en el Estado (Hegel, 1952, pp. 16-17; Kelley, 1991, pp. 252-257; Lucas y Pöggeler, 1986; Riedel, 1984). Es esta reconciliación entre la voluntad humana y la razón, en términos jurídicos, la que subyace al famoso lema de Hegel: «Lo que es racional es real y lo que es real es racional». Lo irónico es que lo que Hegel había unido en términos conceptuales, lo volvieron a separar sus discípulos. La «derecha» hegeliana interpretó este eslogan como una defensa del conservadurismo; la «izquierda» hegeliana, como un ideal que alcanzar por medio de la acción radical y, en último término, por la revolución.
EL ADVENIMIENTO DE LA LEY EN FRANCIA
Jules Michelet escribió: «Defino la Revolución como el advenimiento de la ley, el renacer del derecho y la generación de justicia», y esta noble visión persistió durante generaciones (Michelet, 1847-1853, introducción). En el siglo XIX el derecho, la historia y el pensamiento político adquirieron forma gracias a las ideologías y realidades de la Revolución francesa, pero luego les acosó su fantasma. Los juristas y los historiadores, al igual que los teóricos políticos, definían su postura ideológica con arreglo a la Revolución, tanto si se trataba del orden en el que se debían ocupar los asientos en la Asamblea como si hablaban de la extensión cronológica representada por las etapas sucesivas del gobierno revolucionario, la monarquía constitucional, el despotismo y la vuelta a la monarquía constitucional, con ciertas gradaciones intermedias. Al igual que los teóricos políticos, los juristas e historiadores debían explicar, interpretar y juzgar el conjunto de sucesos sin precedentes y únicos que definían al «Antiguo Régimen» aunque era evidente que ya no existía (Kelley, 1987, pp. 319-338). Los especialistas en historia y derecho se vieron abocados a analizar mejor la base social e institucional y las relaciones humanas en el contexto de esa «sociedad civil» que se distanciaba cada vez más del Estado. En palabras de Portalis: «Las nuevas teorías no son más que sistemas inventados por individuos, las máximas antiguas representan al espíritu de los tiempos» (Portalis, 1844, p. 84). Era una forma de distinguir no sólo entre la ciencia del derecho y la jurisprudencia, sino asimismo entre una teoría política basada en la razón universal y la utilidad, y otra basada en la historia y en la experiencia; ambas contraposiciones resultan fundamentales para la historia del pensamiento político.
Tal como era concebida por sus partidarios, la Revolución exigía prioridad en el proceso histórico y estaba por encima de las convenciones jurídicas. Los «hombres de leyes» (hommes de loi) hicieron más que ningún otro grupo por formular las metas de la Revolución a partir de 1789 (cfr. Fitzsimmons, 1987; Kelley, 1994; Royer, 1979). No es que existiera acuerdo alguno sobre cómo hacer realidad los ideales de la justicia, pues de nuevo la profesión jurídica estaba muy polarizada; había desde émigrés reaccionarios como Nicolas Bergasse hasta entusiastas jacobinos como Robespierre. Donde se encontraban los extremos era en el debate sobre la creación de un «nuevo orden judicial» y, sobre todo, de un código de leyes nacional que, a juicio de los bonapartistas entusiastas, conduciría a la perfección social y a la unidad política, pero que los críticos conservadores consideraban un instrumento más que emplear en la incesante agitación de la condición humana.
Para quienes preferían una interpretación estricta, el Código seguía siendo una expresión de la voluntad soberana. En las discusiones preliminares, el comité de redacción se enfrentó al problema de las lagunas temporales en la comunicación de las normas jurídicas, que, una vez propuestas, tardaban dos semanas en publicarse y en entrar en vigor. Napoleón, que asistió a muchas de estas reuniones, afirmó que eso era «una ofensa a la voluntad nacional» (cfr. Kelley, 1984, p. 43)[2]. Los redactores del Código llegaron al acuerdo de hacer los cálculos del tiempo necesario para comunicar a las provincias las órdenes legislativas (un día para cada veinte leguas a partir de París desde el primer día y, desde el Département del Sena, a partir del tercer día). De manera que la voluntad general mutó rápidamente en voluntad imperial, que emanaba concéntrica y matemáticamente de su fuente legislativa y se proyectaba sobre su fundamento nacional en forma de moral y obediencia.
La obsesión con una voluntad general revolucionaria, consular e imperial explica la suspicacia de Napoleón ante abogados y jueces. Al igual que Justiniano, Napoleón prohibió cualquier interpretación de su Código y, de hecho, la primera vez que se mencionó el asunto en las discusiones preliminares, los juristas imperiales expresaron su horror ante la posibilidad de que los jueces pudieran alterar la voluntad legislativa (cfr. Kelley, 2001). Según una máxima antigua, la interpretación de la ley estaba reservada al legislador. Los redactores bonapartistas advertían que, si se ignoraba esa regla, se volvería a los abusos del Antiguo Régimen, al antiguo imperio feudal, a causa del bucle creado por la interpretación judicial (Fenet, 1827, VI). Napoleón creía que, pese al cuidado con el que actuaba la escuela de interpretación literal, el denominado «culto de 1804», eso era exactamente lo que ocurriría si se reinstauraba la abogacía; si se seguía acumulando jurisprudencia; si los maestros de derecho de la nueva Université napoleónica disputaban entre sí alterando el carácter de la norma; si los historiadores analizaban las complejidades de la historia de la misma y si los debates internacionales sobre la naturaleza de la ley minaban la sencilla teoría de la soberanía legislativa[3].
Retrospectivamente, lo que era cada vez más evidente no era tanto lo que había destruido la Revolución como las continuidades y pervivencias que resurgieron con la Restauración. En parte era la antigua tradición jurídica, que había logrado sobrevivir de manera oficiosa en tiempos de la Revolución primero y durante la reactivación bonapartista después, una tradición cuya mentalidad llevaba consigo mucho de la teoría y la práctica jurídica del Antiguo Régimen. El derecho revolucionario e «intermedio» recurrían al precedente, las partes principales del articulado del Código de Napoleón se basaban en la obra de R. J. Pothier y de otros juristas del antiguo orden, y los juristas y magistrados de la Restauración decidieron reforzar deliberadamente los vínculos con los padres fundadores de su gremio (A.-J. Arnaud, 1969).
Juristas como Portalis, P. P. N. Henrion de Pansey, Charles Toullier y P.-J. Proudhon reestablecieron o reforzaron, de formas diversas, las continuidades jurídicas con las tradiciones feudales, corporativas y parlamentarias del Antiguo Régimen. Historiadores franceses como Augustin Thierry, François Guizot y Jules Michelet desarrollaron proyectos paralelos en el ámbito de la historia académica y de la «resurrección», en palabras de Michelet (Kelley, 1984, pp. 93-112, 2003, pp. 141 ss.).
Esta visión continuista tenía, en parte, un fundamento político, sobre todo entre los adversarios y víctimas de las políticas revolucionarias y bonapartistas. Las opiniones conservadoras de Portalis se oyeron por vez primera en los debates preliminares para la redacción del Código, pero se siguieron expresando durante toda la Restauración. Portalis rechazaba las «falsas doctrinas sobre el contrato social y la soberanía, así como las falsas premisas de la libertad extrema y la igualdad absoluta». Lo que Portalis recomendaba al comité era elaborar el texto del Código del Pueblo Francés, como lo llamaban en origen, atendiendo a la reforma gradual de leyes e instituciones, basándose en la experiencia práctica y no en la perfección teórica. En contra de la mentalidad revolucionaria que exigía una utopía de la noche a la mañana, Portalis proclamó la necesidad de «honrar a la sabiduría de nuestros padres, que dieron forma al carácter nacional»[4].
En opinión del magistrado émigré Bernardi, la ley no era la creación de un único gobernante sino «la acumulación de la razón de todos los siglos» y el «producto de las grandes revoluciones que habían tenido lugar en Europa durante el siglo XVI en religión, política e incluso literatura», convirtiendo a aquella época en una de las más memorables de la historia moderna (Bernardi, 1803, p. 3). Bernardi mencionaba los nombres no sólo de Burke, sino también de Claude de Seyssel, cuya Monarquía de Francia (1515) celebraba el carácter conservador y equilibrado de la «constitución» francesa (es el término que usa Bernardi). La comparaba con el absolutismo romano, el equivalente al «dominio corso» y a los «veinticinco años sin ley» de tiempos del propio Bernardi, que rechazaba la denominada (sin razón) «revolución» de su época.
Henrion de Pansey tenía una deuda similar con la vieja tradición jurídica. Se inspiró en Charles Dumoulin, el príncipe de los juristas del siglo XVI. Henrion alababa Francia por ser una «monarquía temperada» sometida a «leyes fundamentales» (Henrion de Pansey, 1843; cfr. Salmon, 1995). Tanto durante el periodo bonapartista como después, defendió el principio de la judicatura vitalicia y (citando, entre otros, a Montesquieu) afirmó que el príncipe nunca debía interferir con la «autoridad judicial». Fue magistrado durante el gobierno de Napoleón y presidente del Tribunal de Casación hasta su muerte, en 1829. Le compensaron por sus esfuerzos con una membresía honoraria en la «Escuela Histórica del Derecho», que no contó con discípulos en Francia hasta 1815[5].
LA NUEVA HISTORIA EN FRANCIA
Antes de la Revolución, juristas e historiadores celebraban juntos las glorias y continuidades de la historia de Francia. Una de las expresiones más extraordinarias de este tradicionalismo es el resumen erudito de la historia constitucional francesa elaborado por Marie-Charlotte-Pauline Robert de Lezardière, publicado en 1792 bajo el título de Théorie des lois politiques de la monarchie française. Lezardière elogiaba la herencia germánica de la monarquía francesa y su «constitución política», término al que da un sentido similar al recomendado por Burke en la misma época (Lezardière, 1844; Carcassonne, 1927). Pocos libros se han publicado en un momento peor, y este nació muerto en el primer año de la República francesa. Medio siglo –y dos revoluciones– después, sin embargo, revivió gracias a Guizot, que logró publicarlo en 1844, cuando él y colegas suyos como Augustin Thierry y Jules Michelet ya habían dado forma a la «nueva historia» de la Restauración.
Durante la Restauración, cuando los académicos románticos empezaron a cobrar interés por el pasado medieval de la nación, el auge del anticuarismo reforzó el tradicionalismo jurídico (Gooch, 1913, pp. 130 ss.; Kelley, 2003; Mellon, 1958; Moreau, 1935; Reizov, s.f.; Stadter, 1948; Walch, 1986). Políticamente, quien tuvo mayor importancia fue sin duda Guizot, que se labró una gran reputación como historiador de la civilización antes de dedicarse a la política en 1830. Como afirmó en una clase durante un curso impartido en 1820: «Vamos a considerar las instituciones políticas de Europa a partir de la fundación de los estados modernos, desde la óptica del nuevo orden político surgido en la Europa de nuestros días […] En contra de nuestra voluntad y sin nuestro conocimiento, las ideas que ocupan el presente nos seguirán a cualquier parte del pasado que elijamos estudiar» (Guizot, 1852, p. 521). Según Guizot, que adoptaba un punto de vista deliberadamente whig, la lección que la política podía extraer de la historia era el gradualismo, y de ahí que «estuviera ansioso por combatir las teorías revolucionarias y por suscitar interés y respeto hacia el pasado histórico de Francia» (Guizot, 1858-1859, I, p. 300). Antes de la Revolución de Julio de 1830, habló de sus motivos y de los de otros adversarios del movimiento borbonista; «nuestras mentes estaban llenas de la Revolución inglesa de 1688», afirmó (Guizot, 1858-1859, II, p. 17). Para Guizot, 1830 era la culminación de la historia y el triunfo de la burguesía y de sus valores: «justicia, legalidad, publicidad y libertad». Esta era la «civilización» que Guizot alababa en sus cursos y obras publicadas. Suponía se haría realidad en cuanto se instaurara la Monarquía de Julio, por la que abogaba –un gobierno que no sólo representaba la culminación de la historia sino asimismo, en palabras de algunos observadores, «la victoria de los juristas».
El auténtico fundador de la «nueva historia» de la Restauración francesa fue Augustin Thierry, un discípulo de Saint-Simon, que rechazaba a la escuela filosófica y fue un escritor prolífico de historia popular, sobre todo de la Edad Media inglesa y francesa (Gossman, 1976; Smithson, 1972). Compartía totalmente la perspectiva whig de Guizot (con su presentismo y su anglofilia), quien, en 1836, le encargó recopilar las fuentes para escribir una historia del Tercer Estado desde la Alta Edad Media; un encargo significativo tanto desde el punto de vista académico como desde el ideológico. «¿Qué es el Tercer Estado?», había preguntado Sieyès en 1789. Y, respondiendo a su propia pregunta, había añadido: «todo», aunque hasta entonces no había sido «nada» y tan sólo había anhelado convertirse en «algo». Thierry recopiló materiales históricos para contestar a la pregunta de Sieyès y describir ese «algo» en lo que se había convertido el Tercer Estado: nada más y nada menos que en la nación misma. En su introducción a su colección de monumenta del Tercer Estado, describe el ascenso de los comunes y el «progreso de las diferentes clases no pertenecientes al estamento nobiliario [Roture] hacia la libertad, el bienestar, la ilustración y la relevancia social» (Thierry, 1866).
Para Michelet, la historia era a la vez una expresión de la universalidad humana, una lucha entre libertad y fatalismo, una épica nacional, una teodicea y una alegoría del yo; fue escribir historia lo que dio acceso a Michelet al gran canon de la literatura francesa. Pero también fue un gran explorador de «la gran catacumba de manuscritos» que habían sobrevivido a la Revolución. Y al igual que Thierry, escribió una historia metapolítica de autocreación nacional con ayuda de los monumentos jurídicos que constituían tanto las últimas voluntades del Antiguo Régimen como la profecía de la nueva Nación, que, según Michelet, era el legado final de 1789: el triunfo de la ley y la justicia que la primera revolución había prometido. La etapa final del proceso sería la de los tres «días gloriosos» de esa segunda revolución en la que la historia se transformaría en un «Julio eterno» para celebrar la victoria de la libertad sobre el «fatalismo» (Michelet, 1972, II, p. 217; Kelley, 1984a). La imposibilidad de resolver los problemas sociales de principios del siglo XIX y los sucesos de 1848 destruyeron tanto los sueños revolucionarios de fraternidad social –de una nación sin clases– como la monarquía constitucional misma. Pero el ideal burgués de una nación unificada bajo principios liberales se conservó bajo otras formas de gobierno, primero imperial y luego republicana.
En general, el pensamiento académico de juristas e historiadores cualificó, criticó o se opuso a los ideales de la acción revolucionaria basándose en la experiencia y en la inercia históricas. El derecho revolucionario, incluido el Código Civil, era necesariamente abstracto y no sólo había que interpretarlo sino, asimismo, aplicarlo a casos y problemas concretos. Esa había sido la función de la antigua «ciencia del derecho» y de la jurisprudencia, que procedía con arreglo al precedente o a las intuiciones de los jueces. Los historiadores posrevolucionarios también hacían hincapié en la existencia de fuerzas subpolíticas que obstaculizaban el cambio directo y el control que los defensores de la nueva ciencia social –la «ciencia de la legislación»– atisbaban. Participaron en el debate político con estos argumentos, aunque los constitucionalistas y teóricos macropolíticos no siempre los escucharan.
LA ESCUELA HISTÓRICA ALEMANA
En Alemania se llevaba escribiendo historia desde muy antiguo, pero «el pensamiento histórico era algo nuevo allí cuando llegó de rebote tras la Revolución francesa», escribió Lord Acton, quien añadía: «La reacción romántica, que empezó con la invasión de 1794, fue una revuelta de la historia desatada» (Acton, 1985, p. 326). Desde los tiempos de Acton hemos aprendido mucho sobre las raíces dieciochescas de esa influencia, «a la que se ha dado los deprimentes nombres de historicismo y mentalidad histórica» (Acton, 1985, p. 326). Los especialistas alemanes habían adoptado una visión histórica para resolver los problemas políticos, constitucionales y jurídicos mucho antes de la Revolución. La Aufklärung alemana fue muy crítica con el racionalismo acrítico de los philosophes franceses. Los expertos en derecho insistían en el valor del «derecho positivo» (en contraposición al universalismo del derecho natural) y los historiadores, sobre todo los de la Escuela de Gotinga del siglo XVIII, empezaron a estudiar las ideas de individualidad nacional y de evolución cultural. En los escritos de J. S. Pütter (1725-1809) sobre historia constitucional y del derecho, por ejemplo, se rechaza la sistematización abstracta y se opta por el estudio de las costumbres e instituciones de Alemania, que el autor creía «firmemente arraigadas en su constitución, parcialmente en su clima y en todo lo que es común a las circunstancias alemanas» (Reill, 1975, p. 184; Butterfield, 1955; Kelley, 2003). El Volksgeist de Herder era similar, una expresión más filosófica de la naturaleza orgánica de la sociedad, del derecho y de la organización política.
Sin embargo, las Guerras de Liberación alemanas dieron lugar a un estudio más intensivo del pasado nacional. La nueva Universidad de Berlín, fundada en 1808, sustituyó a Gotinga como centro de estudios históricos y jurídicos (Gooch, 1913). Barthold Georg Niebuhr, Karl Friedrich Eichhorn, Karl Friedrich von Savigny y más tarde Hegel fueron algunas de las figuras del momento que se sintieron atraídas por este nuevo centro de la identidad nacional. Eichhorn publicó el primer volumen de su historia pionera sobre el derecho y las instituciones alemanas, que traslucían a su juicio una vida nacional que se remontaba hasta los francos. Esta obra fue complementada por las antigüedades jurídicas de Jacob Grimm, discípulo de Savigny y, sobre todo, por los Monumenta Germaniae Historica, una colección sistematizada de fuentes históricas y jurídicas que se empezó a publicar en 1826 y que aún se sigue elaborando. Este tipo de recopilaciones fueron la base del intento de reconstrucción del pasado nacional, tarea paralela al movimiento por la unidad política y jurídica del Estado alemán que muchos de estos académicos defendían y alababan.
El líder de la Escuela Histórica del Derecho del siglo XIX fue Savigny, pero su auténtico fundador había sido Gustav Hugo (1764-1844), quien había estudiado con Pütter en Gotinga y enseñaba derecho en la Universidad de Heidelberg (Marino, 1969; Whitman, 1990, pp. 205-206; Ziolkowski, 1990). La obra fundamental de Hugo era un manual de derecho civil (reeditado muchas veces entre 1789 y 1832) en el que ofrecía una nueva interpretación crítica del «derecho natural como filosofía del derecho positivo». Hugo era el traductor del famoso capítulo 44 de Auge y caída del Imperio romano de Gibbon, consagrado al derecho romano, en el que no hablaba de la historia del derecho como un académico sino como un teórico que desdeñaba la «mera metafísica» y la «dogmática del derecho natural», así como el teorizar vacuo de los fisiócratas o los Ekonomisten (Hugo, 1819, pp. 4, 28). Consideraba que la historia del derecho y la «antropología jurídica» eran los fundamentos del sistema jurídico, una «enciclopedia» útil para la formación de nuevos juristas. Creía que el derecho era la etapa final de la larga evolución de las costumbres de una sociedad o nación concretas. En opinión de Hugo, había que tener un conocimiento de experto en estas materias para poder emitir cualquier juicio político o legal.
Tras 1814, Hugo y su obra se vieron eclipsados por un colega más joven, Savigny, a quien habían contratado en la Universidad de Berlín en 1810, ocho años antes de la llegada de su colega y rival Hegel (Marino, 1978; Meinecke, 1970, pp. 158-159)[6]. La Escuela Histórica empezó a cobrar importancia cuando se publicó una revista editada por Savigny y Eichhorn, la Zeitschrift für Geschichtliche Rechtswissenschaft, y, sobre todo, al año siguiente, cuando Savigny publicó su manifiesto. La premisa de toda la obra de Savigny, incluidas su historia del derecho romano en la Edad Media y su último libro, un «sistema» de derecho civil inacabado, era que el derecho «lleva una doble vida; por un lado, es parte de la existencia agregada de la comunidad, de la que nunca se distancia. Por otro, en manos de los juristas se convierte en una rama del conocimiento». Ambos aspectos se habían visto conculcados por el imperio internacional de Napoleón y su vertiente jurídica: el Código Civil. «En cuanto Napoleón hubo sometido todo a su despotismo militar, se aferró con ansia a esa parte de la Revolución que respondía a sus propósitos e impedía la vuelta a la antigua constitución» (Savigny, 1831, p. 71). Las Guerras de Liberación alemanas habían acabado con su despotismo y creado unas condiciones bajo las cuales «[el] espíritu histórico ha despertado en todas partes y no deja lugar a esa autosuficiencia superficial a la que hacíamos alusión» (Savigny, 1831, p. 71).
Lo que estaba en juego eran dos concepciones de la razón jurídico-política. La de la escuela filosófica, que la identificaba con sistemas universales y abstractos, y la de la escuela histórica, que entendía que la razón humana era experiencia acumulada de siglos de evolución cultural. Para los críticos del racionalismo, como Herder y Portalis, la historia no era sólo la expresión de esa experiencia, sino también una crítica (en el caso de Herder, una «metacrítica») a la «razón pura» asociada a Kant y, más vulgarmente, a los jacobinos, bonapartistas y radicales como Tom Paine, quien rechazaba el discurso antirrevolucionario de Burke y quería «llegar con el hacha hasta la raíz» (Paine, 1989b, p. 70). Esta era la actitud que Savigny deploraba. «Sólo a través suyo [de la historia] puede establecerse un vínculo vivo con el estado primitivo del pueblo», afirmaba, «y la pérdida de esa conexión arrebata a cualquier pueblo la mejor parte de su vida espiritual» (Savigny, 1831, p. 136). Era exactamente lo que había ocurrido tras la Revolución en Francia y lo que Napoleón había sistematizado y convertido en dogma.
Estos fueron algunos de los temas controvertidos suscitados por el manifiesto de Savigny, que se recogen en los panfletos de A. W. Rehburg y, sobre todo, de A. F. T. Thibaut (un colega de Hugo en Heidelberg), que defendían la redacción de un código general para Alemania. El desacuerdo real entre Savigny y Thibaut no era que uno tendiera a la historia y el otro a la filosofía (Thibaut también defendía su postura desde un punto de vista histórico), sino la forma de entender adecuadamente la historia moderna[7]. Savigny no creía que los tiempos estuvieran maduros para la redacción de un código, mientras que Thibaut afirmaba que el derecho civil moderno trascendía las limitaciones locales del Volksgeist en sus primeras formas. ¿Estaba preparada Alemania para convertirse en un Estado nacional unificado con su propio sistema jurídico? La cuestión no se zanjó sino en 1900, con la entrada en vigor del Código Civil alemán.
En la primera mitad del siglo XIX, Savigny tenía muchos discípulos fuera del ámbito de la profesión jurídica y de Alemania. Lingüistas historiadores como Jacob Grimm (que había estudiado con Savigny en Berlín) y economistas políticos como Wilhelm Roscher aplicaron las premisas y prejuicios de Savigny en sus propias líneas de investigación para reforzar la defensa de la educación para el pueblo –el Volk, la contrapartida alemana a la nation francesa–. Políticamente, la Escuela Histórica se parecía bastante a la filosófica; Savigny ejerció una influencia similar a la de Hegel, su gran rival en la Universidad de Berlín: ambos tenían discípulos de izquierdas y de derechas. En Francia los seguidores de Savigny esperaban que sus doctrinas pudieran complementar la «revolución social» inacabada, mientras que otros asociaban su historicismo exclusivamente a la creación de un Estado nacional autoritario (Kelley, 1984a). Apreciamos la misma divergencia, incluso más radical si cabe, en la progenie intelectual de Hegel.
La influencia de la Escuela Histórica alemana llegó incluso al Nuevo Mundo, que evidentemente no estaba lastrado por un pasado feudal como Europa, pero, aun así, mostraba un patrón de evolución similar. «El derecho norteamericano surgió de la necesidad, no de la sabiduría de los individuos», escribió George Bancroft (quien había estudiado en Alemania) refiriéndose al periodo de la Revolución norteamericana. «No fue un legado de ultramar; surgió de la mente americana como algo natural e inevitable, pero por medio de una evolución lenta y gradual. La idea sublime de una nación unida aún no había nacido» (Bancroft, 1876, IV, p. 568).
En vísperas de la Revolución francesa, el pensamiento político alemán bebía en la tradición jurídica de diversas formas. La idea del Estado de derecho (Rechtsstaat), acuñada por K. T. Welcker en 1813 y popularizada por Robert von Mohl, era una alternativa atractiva (y en cierto sentido apolítica) al Estado absolutista o arbitrario (Polizeistaat) y al basado en la voluntad popular (Volksstaat) de Rousseau y Robespierre. Esta ciencia jurídica del Estado (Staatswissenschaft) sugería la posibilidad de una vía media entre progreso y reacción, y se vio reforzada por la labor de constitucionalistas como K. S. Zachariae, que defendía la «antigua constitución» germánica con sus libertades anejas comparables a las alabadas por ingleses y franceses (Kreiger, 1957, p. 253; Stahl, 1830; Whitman, 1990, pp. 95-96, 141-143).
Cuando intentaron dilucidar la base adecuada para un gobierno tan moderado surgieron desavenencias en las filas de la Escuela Histórica y del «nuevo profesorado» del siglo XIX. Por un lado, estaban Savigny y sus partidarios, que afirmaban que la «recepción» del derecho romano había empezado en el siglo XV y que la tradición «moderna», al basarse en la recepción del usus modernus Pandectarum de Justiniano, requería una estructura jurídica romanista. Por otra parte, estaban los disidentes, incluidos el antiguo discípulo de Savigny Jacob Grimm, que consideraba que lo importante era la costumbre alemana creada por el pueblo, y su excolaborador Eichhorn, que fundó una nueva revista «germanista» en 1839 (Mittermaier, 1839). Según C. J. A. Mittermaier, otro desertor del bando de Savigny: «Nuestro derecho es contrario a la conciencia nacional, a las necesidades, las costumbres, las actitudes y las ideas del pueblo»[8]. Su concepción democrática del derecho no tenía nada que ver con la del seguidor de Savigny G. F. Puchta, que en su libro sobre derecho consuetudinario afirmaba que la costumbre era en realidad una creación de los juristas, no del Volk, aunque entendía que, aun así, encarnaba el espíritu nacional (Beseler, 1843; Puchta, 1828).
CONSERVADURISMO Y RADICALISMO EN INGLATERRA
En Inglaterra existía una estrecha y venerable alianza entre la historia y el derecho, inherente a la tradición del derecho común y de la «constitución antigua». Para Edmund Burke, en cuya obra se basó Savigny, la historia era «un gran libro […] desplegado para nuestra instrucción, del que extraer los materiales de la sabiduría futura de entre los errores del pasado y las flaquezas humanas» (Burke, 1969, p. 247; Blakemore, 1988). Burke comparaba 1789 con 1688. «Nuestra revolución», afirmaba, «se llevó a cabo para preservar nuestras antiguas e indisputables leyes y libertades; la Ancient Constitution, en la que se basa nuestro gobierno, es nuestra única garantía de ley y libertad» (Burke, 1969, p. 117). Burke hacía una comparación injusta entre el ejercicio del derecho en Francia e Inglaterra, señalando que la «ciencia de la jurisprudencia […] es la razón acumulada de los tiempos», no una tarea que emprender con la «mera apoyatura de la metafísica de un estudiante, o las matemáticas y aritmética de un recaudador de impuestos» (Burke, 1969, pp. 193, 299).
Burke hablaba de política al modo francés, pero podría haber aplicado sus críticas a las doctrinas utilitaristas de Jeremy Bentham, cuyas ideas sobre la codificación lo distanciaban tanto de la escuela filosófica como de la histórica. El concepto de derecho de Bentham se basaba en una teoría psicológica que soslayaba o evitaba toda noción de conducta colectiva más allá de los impulsos y metas individuales. «¡Oh, extraña simplicidad!», exclamaba, «al servicio de la belleza, la sabiduría, la virtud, ¡de todo lo que es excelente!»[9]. Aunque rechazaba las ideas jacobinas sobre la naturaleza humana, Bentham se mostraba conforme con algunas de sus nociones radicales en torno a la reforma jurídica. Le gustaba sobre todo la eufórica sugerencia planteada por Adrien Duport en los debates sobre el «nuevo orden judicial» de 1791, de que la nueva sociedad podría prescindir de los profesionales del derecho: «¡No más jueces!», exclamaba. «¡No más tribunales!»[10]. Esto casaba bien con el ideal benthamiano de que «todo hombre es su propio abogado».
Bentham despreciaba a los abogados profesionales y su cauto tradicionalismo. Ridiculizaba la «sabiduría de nuestros ancestros», a la que calificaba de «cuento chino», y denominaba al miedo a la innovación «el argumento del coco [hobgoblin]» (Larrabee, 1952, pp. 34, 43). Bentham consideraba a William Blackstone un mero expositor y anticuario cuya doctrina, más que falsa, carecía de sentido. Blackstone afirmaba que «esa antigua colección de máximas y costumbres no escritas que constituyen el derecho común, por confusa que sea y venga de donde venga, ha existido en este reino desde tiempo inmemorial» (Blackstone, 1862, p. 16). Bentham consideraba esto una patraña, y su primera crítica fue a «la ciencia [del derecho] del veneno que él había introducido en el derecho» (Blackstone, 1862, p. 16; cfr. Bentham, 2008). Lo que Bentham pretendía era transformar la costumbre no escrita en derecho escrito, dar al derecho común el estatus de ley y convertir lo que únicamente era un recuerdo jurídico confuso y vago en un sistema racional, basado no sólo en oscuros ideales de justicia sino, asimismo, en metas definibles elegidas por su utilidad y en una teoría general de la naturaleza humana.
Estas actitudes están en la base de los proyectos de Bentham para la ordenación judicial. El primero fue un plan elaborado para la Asamblea Nacional francesa en diciembre de 1789 y el último una propuesta de 1822 a «todas las naciones que profesen opiniones liberales» (Bentham, 1789, 1822). Bentham asumía que, uniendo «los principios de la moral y las leyes», bastaría la psicología individual (sobre todo la psicología «asociacionista» de David Hartley) para fundamentar la teoría social y las políticas públicas. En términos generales, el sistema de Bentham partía de un desprecio olímpico hacia la historia, de una teoría simplista de la conducta humana y de una estrategia legislativa guiada por el «cálculo» de placeres y dolores y el concomitante principio de utilidad; unidos a su enfoque lógico-intuitivo, podían ofrecer una alternativa «radical» tanto a la escuela histórica del derecho como al iusnaturalismo. Sus seguidores consideraban a Bentham el teórico supremo de la ciencia de la legislación. Otros, como William Hazlitt, veían en él a «un niño», a un signo desafortunado de los tiempos (Hazlitt, 1828, p. 172).
John Austin, discípulo de Bentham, aplicó sus ideas más directamente al derecho. Sus Lectures on Jurisprudence llevan un subtítulo tomado de Gustav Hugo: La filosofía del derecho positivo. Austin estaba, sin embargo, en las antípodas de la Escuela Histórica y de su reverencia hacia la costumbre popular como fuente última de la ley. Consideraba Austin que la costumbre no se convertía en ley por medio del consentimiento de los gobernados sino por orden del Estado. Tampoco la «interpretación» matizaba el argumento, pues no implicaba más que «establecer nuevas leyes bajo la apariencia de explicar las antiguas» (Austin, 1873, I, p. 27; Morrison, 1982), algo que no consideraba objetable. «No comprendo cómo una persona que ha estudiado el tema puede suponer que la sociedad hubiera sobrevivido si los jueces no hubieran aplicado el derecho, o crea que existe peligro alguno en concederles un poder que han ejercido, de hecho, para compensar la negligencia o la incapacidad del legislador» (Austin, 1873, I, p. 191).
Austin, como Bodino, asimilaba el derecho, o más bien el poder legislativo, a la voluntad soberana. La ley dependía totalmente de lo que Austin denominaba «la superioridad que encarna la soberanía» (Austin, 1873, I, p. 193) y, en el ámbito práctico, del «hábito de la obediencia». En opinión de Austin, «el poder de un auténtico monarca soberano o el de un soberano colegiado no puede verse restringido por ninguna limitación legal» (Austin, 1873, I, p. 254). «Las leyes dignas de tal nombre son órdenes», insistía, mientras que la costumbre o la «mera opinión» no eran leyes en sentido estricto. La soberanía «a medias» o «imperfecta» no existía (Austin, 1873, I, p. 238). La misión de Austin era definir «el ámbito de la jurisprudencia», y estaba convencido de que «la jurisprudencia se ocupa del derecho positivo simple y en sentido estricto, así como de la ley dictada por los superiores políticos a sus inferiores» (Austin, 1873, I, p. 238). La historia no desempeñaba papel alguno en este proceso de ejercicio de la autoridad. Austin consideraba que era cuestión de pensar con claridad y de la moral adecuada.
Para Austin, todo dependía del razonamiento privado y de la psicología individual, de manera que, si las relaciones humanas se regían por una lógica y unos motivos claros, no tenía por qué haber problema con las leyes. Evidentemente suscribía el axioma utilitarista de que «el bien o el mal no son más que placer y dolor, o lo que en ciertas circunstancias nos proporciona placer o dolor» (Austin, 1873, I, p. 166). Resulta irónico teniendo en cuenta la tremenda inestabilidad mental de Austin, que le causó problemas psíquicos gran parte de su vida. No tenía en cuenta las opiniones de nadie. Sólo le interesaban las suyas y las de sus colegas benthamitas. Citaba a los gigantes de la tradición del derecho civil, de Gayo a Montesquieu, pero básicamente para corregir sus errores, lo mismo que hizo con los clásicos del derecho natural moderno, Grocio y Barbeyrac (no así con Hobbes), sobre todo en referencia a sus ideas sobre la soberanía (Austin, 1873, I, pp. 178-179, 213-214). De Hugo tomó el concepto del derecho natural, pero en general consideraba a los académicos alemanes «repletos de abstracciones vagas y neblinosas» (Austin, 1873, I, p. 343). «Es realmente importante (aunque aprecio la audacia de la paradoja) que los hombres piensen con claridad y hablen con sentido» (ibid., pp. 55-56).
El más llamativo de entre los críticos del utilitarismo fue Thomas Macaulay, que denunció el «radicalismo filosófico» y sus «estériles teorías». El utilitarismo se basa en «un mero espejismo», escribió Macaulay (Macaulay, s.f. [a], I, pp. 415, 447). «Nuestras objeciones al ensayo del señor Mill son de base», proseguía. «Creemos que es completamente imposible deducir la ciencia del gobierno de los principios de la naturaleza humana». En su opinión, Mill invocaba la historia cuando le venía bien, pero la eludía cuando no encajaba con su doctrina (el ejemplo era que, juzgando desde la historia, en una democracia es tan probable que el pueblo explote a los ricos como que los gobernantes absolutos exploten al pueblo). «No debemos dejar la historia al margen cuando probamos una teoría», protestaba Macaulay, «para retomarla cuando tenemos que refutar una objeción basada en los principios de esa teoría». Un racionalismo malentendido de ese tipo iba en contra de la experiencia y de la «noble ciencia de la política» (Collini et al., 1983).
El radicalismo benthamiano y la teoría del derecho de Austin estaban en las antípodas de la reverencia y el entusiasmo por la historia del que hicieron gala muchos académicos ingleses de época romántica. «La historia del derecho es la mejor clave de la historia política de Inglaterra», escribió Francis Palgrave, abogado y medievalista (citado en Hallam, 1827, I, p. 2). «El carácter de un pueblo depende de su derecho». Henry Hallam empezaba su Constitutional History of England (1827) afirmando: «Desde que tenemos registros históricos, el Gobierno de Inglaterra ha sido una monarquía mixta o limitada característica de la tradición celta o germánica y totalmente irreconciliable con el concepto del derecho de Austin» (Hallam, 1827, I; Kelley, 2003). Hallam reconocía que el derecho común convencional había establecido cierto número de «controles esenciales sobre la autoridad regia» desde tiempos de Edward Coke y John Fortescue (Hallam, 1827, I, p. 3); por ejemplo, la necesidad de que el parlamento aprobara los impuestos y leyes nuevas, el imperio de la ley y la garantía de las libertades individuales (todo ello tonterías en opinión de Austin). Según Hallam, aunque la constitución inglesa compartía un origen común con el resto de las naciones europeas, había tenido mucho éxito y dado lugar a una seguridad y libertad únicas, fruto del «lento paso de los años». Había alcanzado gran peso en el presente gracias a la «influencia democrática» que Hallam, al igual que Guizot, atribuía a «las clases comerciales e industriosas que competían con la aristocracia territorial» (Hallam, 1827, I, p. 2).
Macaulay estaba, en general, de acuerdo con esta línea de argumentación. En su reseña no sólo afirmaba que la historia de Hallam era bastante «judicialista» (a la par que algo prosaica y carente de imaginación), sino asimismo imparcial (Macaulay s.f. [a], I, p. 312; Clive, 1973). «La Constitución de Inglaterra era un miembro de una gran familia», escribió en su propia obra, History of England, que empezó a publicar veinte años después. «En todas las monarquías medievales de Europa, la autoridad regia estaba limitada, sobre todo, por las leyes fundamentales y por las asambleas representativas» (Macaulay, s.f. [a], I, pp. 340, 344; Macaulay, s.f. [b], I, pp. 340, 344). Estas eran las condiciones institucionales de ese «progreso de la civilización» que resultaba tan obvio a Macaulay. Inglaterra había tenido la suerte de escapar al destino de otros estados del continente que habían caído en el absolutismo. Para Macaulay, la lección que había que aprender de la historia no era la de la primacía del poder de la razón o del cálculo, sino más bien la de la fuerza vital de la «constitución» no escrita inglesa, la pervivencia del espíritu del derecho común, el acrecentamiento de la libertad antigua y moderna y la preeminencia del modelo revolucionario de 1688.
CONCLUSIÓN
La convergencia entre el derecho y la historia que señalara Montesquieu, reforzada por los historiadores de la Escuela de Gotinga, tuvo un efecto significativo sobre el pensamiento político de principios del siglo XIX. El derecho y la historia no sólo eran explicativos, sino que también servían para legitimar instituciones políticas e ideas. La escuela histórica consideraba que el derecho era tanto un reflejo de la sociedad como el fundamento del Estado: un puente de confección histórica entre lo social y lo político. Esta idea dotó al derecho de un contexto situándolo entre el extremo autoritario y el radical a los que tendía el racionalismo doctrinario. Surgió así la idea de una nación en la que todas las clases sociales estuvieran unidas bajo la égida de una autoridad soberana legítima; un Rechtsstaat, en el que el derecho no sólo expresaba la voluntad del pueblo, sino que limitaba asimismo la de sus gobernantes.
Inglaterra, con su «Constitución Antigua», reflejaba ese ideal hacía tiempo; y los estados que emergieron del periodo revolucionario con constituciones escritas se atuvieron claramente a esos principios. En la Francia de la Restauración se prefijó el Código Civil, que, confirmado en la Carta de 1815, encarnó de forma dual la voluntad nacional. En el caso de Alemania, la historia y el derecho (junto a la política) acabarían por encomendarse a la acción militar para lograr la unidad nacional, obtener legitimidad y por defender un punto de vista sistemático, más que histórico, a la hora de dotarse de un código nacional a finales de siglo, como hizo de hecho Savigny en su última obra, inacabada (Savigny, 1840, I).
En esas condiciones y con esas pretensiones, los juristas siguieron elaborando una teoría sobre su posición preeminente en calidad de intérpretes de la tradición jurídica y constitucional, así como de árbitros en los conflictos económicos, sociales y políticos (Arnaud, 1973). Como miembros de una comunidad intelectual que ellos mismos remontaban a la Antigüedad, los juristas se basaban en su experiencia profesional y en sus conocimientos de filosofía jurídica para juzgar la naturaleza y el destino de las estructuras políticas. «Estudiar teoría política moderna francesa es estudiar a los juristas», escribió Ernest Barker, y «estudiar teoría política alemana también es estudiar a los juristas»[11]. Es lo que ocurrió en Francia y Alemania en los periodos revolucionario y posrevolucionario. Barker no creía que hubiera sido el caso en Inglaterra, pero Stefan Collini ha defendido lo contrario y es un argumento bastante plausible en el caso del siglo XIX, si tenemos en cuenta no sólo la obra de Austin y de académicos juristas como Maitland y Dicey, sino asimismo a Henry Sumner Maine y J. F. McLennan, que basaban sus investigaciones etnológicas y su interpretación de las estructuras políticas y sociales en el derecho.
A principios del siglo XIX el derecho y la historia se podían adaptar a las ideas de los reaccionarios y de los defensores del statu quo, pero historiadores y juristas estaban profundamente implicados en un tipo de acción y en un pensamiento político que cubría todo el espectro ideológico. En Francia, la Revolución liberal de julio de 1830 se ha descrito como una «revolución de juristas», pero al igual que en la primera Revolución francesa, los juristas también eran capaces de giros radicales; de hecho, fue un patrón en los años anteriores a las revoluciones de 1848. Un antiguo profesor de derecho lideró los levantamientos de Brunswick en 1830 y de Fráncfort en 1833, y tanto Marx como Mazzini pasaron de la teoría a la «praxis» abandonando sus carreras de juristas y haciéndose periodistas y activistas políticos. Los historiadores y los juristas destacaron en el Parlamento de Fráncfort de 1847, antes de la oleada de revoluciones del año siguiente que decepcionó a los intelectuales de prácticamente todas las tendencias ideológicas.
La importancia de la historia para el pensamiento del siglo XIX fue reconocida por intelectuales de las más diversas tendencias ideológicas. En palabras de Auguste Comte: «El presente siglo se caracteriza, sobre todo, por la indudable preponderancia de la historia en filosofía, en política e incluso en poesía»[12]. La idea del desarrollo –«esa influencia», señalaba Acton, «a la que se ha dado los deprimentes nombres de historicismo o mentalidad histórica» (Acton, 1985, p. 543)– ya era fuerte antes de que la reforzaran el Romanticismo, el nacionalismo y los sentimientos contrarrevolucionarios. Desde mediados del siglo XVIII la teoría de las «cuatro etapas» de la historia convergía con ideas sobre el progreso material para proporcionar una perspectiva de futuro útil y satisfactoria a las clases comerciales e industriales (Meek, 1976). Evidentemente, era una perspectiva a la que se podía dar un uso revolucionario. De hecho, Marx usó la filosofía burguesa de la historia, formulada por Guizot entre otros, para la causa de la clase obrera y su propia contraconciencia. La historia ofrecía una amplia gama de perspectivas y genealogías a las nacionalidades, clases, partidos y grupos de todo tipo; y en siglo XIX se convirtió en la forma más usual de autoidentificación y entendimiento.
En la segunda mitad del siglo, el estudio de la historia cobró mayor fuerza cuando se empezó a proclamar su estatus científico y profesional. La Geschichtswissenschaft no se basaba sólo en métodos críticos o documentales, sino asimismo en ideas derivadas de la teoría darwinista de la evolución (Blanke, 1991). Además, esta «ciencia de la historia», asociada sobre todo a los escritos y enseñanzas de Leopold von Ranke, adquirió más fuerza y prestigio gracias a sus crecientes lazos con el servicio del Estado y la elite política. El aforismo «la historia es política del pasado» es de origen inglés, pero se usaba igualmente en otros países europeos. A finales del siglo XIX el darwinismo, sobre todo en su modalidad «social», también reforzó la importancia de la historia en el ámbito de la naturaleza humana y, para bien o para mal, de sus transformaciones históricas.
Las ideas de la izquierda eran algo diferentes. En esta época de la odiada «monarquía burguesa» y del Vormärz alemán –de terremotos causados por las divisiones de clase y por las revoluciones–, el juridicismo y el gradualismo histórico fueron perdiendo atractivo para los activistas que querían hacer temblar el mundo y dejaron de aplicarlos a los ideales de revolución social y nacional que defendían. De modo que el pensamiento político se desvinculó de las ideas convencionales del derecho y de la historia y entró en una fase activa. Karl Marx, por ejemplo, rechazaba que el derecho y la jurisprudencia fueran expresiones de intereses e ideologías primero feudales y luego burguesas; tras 1848, llegó incluso a dudar de la «historia» misma, puesto que no había procedido de acuerdo con su plan (LaCapra, 1983, pp. 268-290).
Las fuerzas del cambio histórico ejercían efectos perturbadores sobre las tradiciones jurídicas y el derecho. En la generación anterior a las revoluciones de 1848, muchos activistas hallaron en el derecho la base de una revolución continua –es decir, «social»– que permitía extender la fase política de la década de 1790. Esto es especialmente cierto en el caso de la nueva generación –la tercera, según Guizot–, que tantos movimientos «juveniles» desató en Europa entre 1815 y 1848 (Guizot, 1863, introd.)[13]. Algunos miembros de la escuela histórica, como Pellegrino Rossi, y de la escuela filosófica, como el joven Marx y el joven Proudhon, iniciaron su andadura con su fe en el derecho intacta, esperando alcanzar los ideales de justicia social encarnados en la antigua tradición jurídica (Kelley y Smith, 1984; Proudhon, 1994, introd.).
Todos ellos (y muchos de sus pares) acabaron decepcionados y se distanciaron de lo que consideraban el moralismo hipócrita de la jurisprudencia y del statu quo que el derecho estaba llamado a preservar. A finales de la década de 1830, Marx criticaba lo que denominaba la «metafísica del derecho» y la «oposición jurídica entre ser y deber ser» y (atacando con fruición a la escuela histórica de Gustav Hugo) rechazaba el derecho y la tradición jurídica como expresiones «ideológicas» en el sentido peyorativo del término (Kelley, 1978). Muchos pensadores de aquella generación compartían esta idea, incluido Proudhon, que también había partido del derecho y también acabó buscando medios más científicos y eficaces de entender y afrontar la tenebrosa «cuestión social».
Al abandonar los ideales vacuos de la jurisprudencia, ambos jóvenes activistas se volcaron en lo que Marx denominó los «nuevos dioses» de la economía política. «¿Cómo pueden estos hombres –preguntaba Proudhon refiriéndose a los juristas–, que no tienen ni la más mínima noción de estadística, cálculo de valor o economía política, darnos los principios de la legislación?» (Proudhon, 1993). La economía política era «la ciencia social por excelencia», afirmaba Pellegrino Rossi; y Proudhon, quien había asistido a las clases de Rossi en el Collège de France, no podría estar más de acuerdo (Rossi, 1840, p. 34). Para Proudhon, la economía política era el «código» de la propiedad burguesa, pero podía ser mucho más. En las manos correctas podría cambiar la faz de la tierra. «Hoy, la revolución –afirmaba Proudhon en 1847– es la economía política» (Proudhon, 1960, II, p. 66).
Así el derecho, que antes se consideraba una ciencia rigurosa que trataba de las «causas», y, al mismo tiempo, una forma de sabiduría que consideraba «cosas divinas y humanas», perdió crédito entre los intelectuales y fue vencido por disciplinas nuevas, sobre todo por la economía política, que parecía seguir con mayor exactitud el modelo de las ciencias naturales. Como observara Cambacérès a finales del siglo previo:
La economía política, la legislación y la filosofía moral comparten la misma meta: la perfección de las relaciones sociales. Pero no recurren a los mismos medios: la primera analiza los vínculos entre los intereses de los hombres, la segunda los vínculos de autoridad que se crean y la tercera analiza el sentimiento. La economía política considera a los hombres en sus términos físicos, la legislación en términos de sus derechos y la filosofía moral en términos de sus pasiones (Cambacérès, 1789).
La economía explicaba las premisas y las ideas del derecho natural dejando de lado los sentimientos y valores humanos y volcándose en lo estadísticamente medible y lo cuantitativamente calculable. De ahí que su método fuera acorde con el modelo libre de valores de la ciencia natural, de la conceptualización, que prevalecía a finales del siglo XIX. También era acorde con los valores, tanto de la derecha como de la izquierda; con el espíritu competitivo y egoísta de los bourgeois conquérants que se consideraban los herederos de la Revolución, y con los socialistas y radicales que se resistían a tanto «egoísmo» y dirigían su mirada hacia la ciencia de la economía –la economía política o social– para transformar la sociedad de acuerdo con ideales revolucionarios más novedosos.
Evidentemente, la ciencia política debía adaptarse a estas nuevas fuerzas, ideales y métodos. El gradualismo, el conservadurismo y el moralismo del bagaje intelectual de historiadores y juristas se había ido convirtiendo en un problema, cuando no en algo irrelevante. La historia y el derecho, en vez de ejercer su soberanía, se convirtieron en meros observadores y críticos de los proyectos del pensamiento político.
[1] En lo que sigue me baso en Kelley, 1984a, 1991. En general, los estudios más útiles de historia del derecho son los de Fasso, 1974; Landsberg, 1912; y Wieacker, 1967. La mejor bibliografía, en Mohl, 1855.
[2] Code Civil, 1803, art. 1.
[3] Cfr. Austin, 1873, I, p. 334: «En Francia, el Código está enterrado bajo una pila de disposiciones consecutivas del legislativo y de leyes judiciales, introducidas posteriormente por los tribunales».
[4] Portalis, 1844, p. 19: «honneur a la sagesse de nos pères, qui ont formé le caractère national».
[5] Globe 3 (1823), p. 35.
[6] En general, cfr. Moravia, 1980.
[7] Los textos básicos, en Koselleck, 1967, y Stern, 1959.
[8] AFirmaciones hechas en un congreso de germanistas celebrado en 1847, citado en Hinton, 1951, p. 100.
[9] Citado en Halévy, 1955, p. 374. Cfr. Lieberman, 1989.
[10] Archives parlementaires, XII, 570.
[11] Prefacio a su traducción de Gierke, 1934. Cfr. Collins, 1993, p. 251.
[12] Politique positive, III, p. 1, citado en Acton, 1985, p. 541.
[13] «Trois générations»; las de 1789, 1815 y 1848.