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VI

LAS CIENCIAS SOCIALES, DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA AL POSITIVISMO

Cheryl B. Welch

Hoy hablamos deliberadamente de las ciencias sociales en plural. Sin embargo, durante gran parte del siglo XIX, los autores solían referirse la ciencia de lo social o la science sociale en singular. Aunque probablemente existiera tan poco consenso entonces como ahora en torno al significado de lo «social» y los métodos de esta(s) «ciencia(s)», sí había un acuerdo tácito en lo tocante a la relación existente entre la ciencia social y la política: la science sociale proporcionaría un plan maestro para un nuevo orden político. En este ensayo no pretendo hablar de los usos de la ciencia social como proyecto político, sino traer a colación algunos debates clave que tuvieron lugar sobre la relación existente entre las ciencias sociales y el argumento político en Francia e Inglaterra entre el fin la Revolución francesa, cuando el término science sociale se convirtió en un concepto de uso corriente, y la década de 1880, cuando prevaleció el «positivismo» a ambos lados del Atlántico. Para hacerlo, voy a comparar el alcance y el eco de la idea de «ciencias sociales» en ambos entornos políticos.

Tras un análisis superficial, los autores de Inglaterra y Francia parecen compartir el mismo discurso en torno a las ciencias sociales durante buena parte del siglo XIX. Se basan en las mismas fuentes y leen mutuamente sus escritos. Sin embargo, las premisas políticas implícitas de estos autores, así como las sensibilidades morales y políticas de sus lectores, eran muy diferentes. Lo que sigue es un tosco mapa de esas premisas y sensibilidades. Cualquier intento de navegar por los traicioneros cauces de la comparación intercultural, sobre todo tratándose de un tema tan complejo, es necesariamente parcial y concreto. Me limitaré deliberadamente a comparar los debates entre las dos corrientes que decían representar a la ciencia social ejemplar: la economía política y el positivismo comtiano[1]. Espero poder explorar algunos rompecabezas históricos: ¿por qué la economía política, tan esencial en la vida intelectual inglesa del siglo XIX, no se convirtió en un modelo social en Francia? ¿Por qué el positivismo, una transformación esencialmente francesa del empirismo del siglo XVIII, tuvo mayor impacto cultural y moral en Inglaterra que en Francia? Por último, ¿qué nos dicen en general las diversas recepciones de Comte sobre las causas que centraron el discurso en las ciencias sociales? Pretendo analizar estas preguntas concretas para mejorar nuestra comprensión de cómo los vocabularios políticos heredados y la cultura moldearon la interacción entre el discurso social y el político de aquellos años.

LAS CIENCIAS SOCIALES EN LA ERA REVOLUCIONARIA

En la época de la Revolución francesa la distinción entre lo «social» y lo «político» se articuló en Francia como un antagonismo entre las necesidades naturales de la sociedad y las acciones antinaturales de los gobiernos. El término science sociale, es decir, un corpus de conocimiento que permitiera pronunciarse de manera definitiva sobre las «necesidades naturales de la sociedad», empezó a sonar en los salones y clubes de los republicanos moderados a partir de la década de 1790 (Baker, 1964). Normalmente llamaba la atención sobre los hechos naturales que afectaban a la vida social por contraposición a la fe en dogmas religiosos o metafísicos. Hacían hincapié en la fe en los principios evidentes del derecho natural (por lo general, axiomas morales basados en una psicología efectista) y en el reconocimiento de la voluntad general, la soberanía popular y la República francesa.

La idea de ciencia social de Condorcet ilustra perfectamente la coexistencia de estos distintos elementos. A veces usa el término ciencia social para referirse a una colección de observaciones fácticas sobre la vida social, otras veces alude a los resultados de aplicar la teoría de la probabilidad al razonamiento sobre lo social, pero, casi siempre, hace referencia al conjunto de verdades reveladas por la psicología introspectiva (Baker, 1975, p. 198). Para Condorcet, al igual que para otros miembros del denominado partido filosófico, estos datos psicológicos incluían conceptos lógicos referidos a la igualdad de derechos y a la justicia universal. De hecho, en un principio, el intento de legitimar la política revolucionaria acudiendo a la ciencia fracasó tras la apoteosis que supuso la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Aunque nunca se hiciera explícito, el nexo lógico existente entre el hecho positivo de la igualdad psicológica y la igualdad de derechos civiles y políticos parecía obvio a Condorcet, desde el momento en que definía al ser humano como un ser dotado de sentidos y de razón (Condorcet, 1847, IX, p. 14). Los liberales que tendían a filosofar consideraban que esta declaración de derechos era una útil destilación de las verdades promulgadas por las ciencias sociales y una poderosa arma política.

Pero, a medida que evolucionaba la Revolución, la escalada de la retórica de los derechos acabó con las tácitas asunciones económicas y políticas de los republicanos moderados. Muchos moderados dejaron de hablar de los derechos del hombre, asustados por la trayectoria de radicalización emprendida por la Revolución e inquietos por haber suscrito antes eslóganes revolucionarios (Welch, 1984, pp. 23-34). Durante la reacción de Termidor y el gobierno del Directorio, los colegas de fases anteriores de la Revolución, más jóvenes que Condorcet, formaron un grupo de pensadores denominado los idéologues y empezaron a abrir una brecha entre las «ciencias sociales» y la «derecha revolucionaria». Al igual que los utilitaristas ingleses, los idéologues ligaban deliberadamente la science sociale con la utilidad social, en un proceso que los distanciaría de la idea de ciencia social basada en la noción de derecho natural que aparecía en las obras de teóricos anteriores como Sieyès, Condorcet, Price y Priestley. Los idéologues estaban en la estela de los físicos del nuevo Instituto Nacional Francés y decidieron ser más «positivos», es decir, buscar la exactitud y ejercer la cautela en su metodología. Durante los años del Directorio, afirmaron que la República francesa debía seguir los dictados de las ciencias sociales –consideradas una alternativa y no un complemento a la ideología de los derechos del hombre– para dar entrada a la «era francesa» de la historia: una unión de pacíficas repúblicas democráticas en las que los individuos perseguirían sus propios intereses y los de la sociedad mediante una simbiosis sin fricciones. Iniciaron la búsqueda de una nueva ciencia «meta» social que legitimara un elusivo nouvel régime capaz de reemplazar al desacreditado ancien régime[2]. Se ha dicho a menudo que la fuerza de este impulso intelectual no se percibió en Francia hasta que una generación de científicos republicanos contribuyó a forjar las instituciones políticas y educativas de la Tercera República.

En las versiones de la ciencia social de los idéologues se recurría al analyse como método científico, es decir, se descomponían las ideas en elementos básicos de la percepción sensorial para luego recomponer de manera coherente las piezas hasta formar ideas complejas. Dicho análisis era una herencia de los philosophes, sobre todo de Condillac, e inicialmente se lo invocaba como el método universal para lograr progresos en las ciencias naturales y sociales. Las articulaciones más influyentes de esta pasión por el análisis fueron las clases de segundo año del Instituto Nacional (de ciencias morales y políticas) impartidas por Pierre Cabanis y Destutt de Tracy. Cabanis enseñaba los aspectos fisiológicos de la «ideología» (posteriormente publicado como Rapports du physique et du moral de lʼhomme en 1802), y Tracy examinaba los aspectos racionales en unas clases que posteriormente revisó y publicó en los cuatro volúmenes de sus Éléments dʼidéologie.

Cabanis era un médico cuyas investigaciones sobre la fisiología humana resultaron ser especialmente hirientes para el ideal igualitario del bon citoyen que él amaba. Se consideraba un recopilador metódico de datos para una historia de la naturaleza humana. Con sus Rapports inició una tarea de catalogación de influencias (como la temperatura, la edad, el sexo, la enfermedad, el clima y la dieta) sobre los sentidos humanos; algo necesario en el campo de lo intelectual con vistas a crear (por medio de la educación) una generación de individuos más iguales (1956, I, p. 121). Pero Cabanis sembró los campos con semillas totalmente nuevas en el ámbito de las ideas sociales y políticas: la biología, entendida como el contexto insoslayable de la teoría social, las diferencias psicológicas innatas entre los seres humanos como base para una diferenciación funcional y una perspectiva, totalmente sesgada desde el punto de vista de género, de las pasiones sociales y de la vida política. Su contemporáneo Xavier Bichat fue más allá, insistiendo en que todos los organismos, incluidos los humanos, obedecían a sus propias leyes «vitales», y que la interacción entre esas leyes y el entorno provocaba la existencia de tres tipos de seres humanos claramente diferenciados: humanos sensoriales, cerebrales y motores (Bichat, 1809, pp. 107-109). Estas metáforas orgánicas serían explotadas por toda una nueva generación de pensadores sociales, incluidos Saint-Simon y Auguste Comte, que las integraron de distintas formas en la «ciencia social».

ECONOMÍA POLÍTICA: ¿LA REINA DE LAS CIENCIAS SOCIALES O UNA CIENCIA LÚGUBRE?

Al igual que la idéologie fisiológica de Cabanis, la denominada idéologie «racional» de Destutt de Tracy paradójicamente permitió a otros atacar sus ideales políticos y reorientar el impulso de la ciencia social en Francia distanciándola de la metodología individualista. Las obras de Tracy adolecían de una serie de tensiones y contradicciones internas. Aunque hizo un gran esfuerzo por asimilar las ideas de Cabanis, lo que le interesaba era, sobre todo, el análisis filosófico de la evolución general de las ideas y el lenguaje basándose en las impresiones de los sentidos. Partiendo de en una teoría sensualista de la cognición, con importantes variaciones respecto de versiones anteriores, acabó alejándose inevitablemente de la novedosa apreciación que hiciera Cabanis de la variedad humana para centrarse en los elementos universales de la naturaleza humana. Propuso una «lógica universal de la voluntad» que pretendía convertir a la economía política –la ciencia de la voluntad y de sus efectos– en la reina del mundo de las ciencias sociales.

Las dificultades teóricas de Tracy se debían a su incapacidad para demostrar convincentemente que esa «lógica de la voluntad» clarificaba la práctica en el ámbito social y económico o satisfacía la esperanza de los liberales de hallar un nuevo fundamento para la política. De hecho, las reacciones suscitadas por las pretensiones de Tracy de una ciencia social idéologue son un buen barómetro para comprobar el clima de los debates en torno a la ciencia social en Francia. Comte y los seguidores de Saint-Simon se basaban directamente en Cabanis y Bichat, de manera que Tracy les sirvió indirectamente de contrapunto. Las críticas a su elaborado método dieron lugar a la diferenciación entre el razonamiento «crítico» y el «sintético», y a la distinción entre eras históricas «metafísicas» y «positivas». Además, el hecho de que Tracy aplicara su propio método generó un debate sobre las pretensiones intelectuales de la economía política en Francia. Reconocer lo que estaba en juego en este debate nos da una buena perspectiva de por qué la economía política no consiguió gozar de un estatus privilegiado en la vida intelectual francesa, ni siquiera entre las elites «liberales».

En los primeros tres volúmenes de Éléments dʼidéologie, Tracy recompuso los rasgos, con los que ya estaba familiarizado, de la filosofía sensualista, según la cual la base de todo conocimiento son las impresiones sensoriales. Habla de la importancia del placer y del dolor en la evolución de las ideas complejas; intenta clarificar y purificar ideas reconstruyendo la cadena que va de la simple percepción al pensamiento complejo; y, por último, expresa la convicción de que la filosofía no es más que un lenguaje bien construido. Pero Tracy cortó con decisión el vínculo entre una presunta igualdad en la sensibilidad al placer y el dolor y la igualdad entendida en términos de derechos sociales y políticos. Muy consciente de la existencia de una campaña para desacreditar su perspectiva filosófica vinculándola a los excesos revolucionarios, Tracy soslayó explícitamente la hipérbole, la ilusión y la metáfora, y cultivó una voz seca y carente de toda emoción como antídoto contra la rimbombancia revolucionaria. Como Bentham, calificó los derechos del hombre de «forma de engaño» ya desacreditada (Destutt de Tracy, 1817, II, pp. 390-391).

Tracy basó todo su proyecto intelectual en la creencia, análoga a la de Bentham, de que su método podría arrojar luz sobre el significado real del lenguaje y las ideas. Sin embargo, mientras trabajaba para alcanzar su meta, no dejó de tener inquietantes dudas e hizo gala de una percepción bastante ingenua de las dificultades de un proyecto de estas características. Como rechazaba cualquier analogía con las matemáticas –una analogía que brindó pingües beneficios a pensadores tan diversos como Hobbes, Condillac, Condorcet, Bentham y James Mill–, su exposición de la asociación de ideas carecía del prestigio prestado de la certeza matemática. Y debido a su implacable descripción de las deficiencias del lenguaje y de la memoria humana, su propia pretensión de haber descubierto una cadena sólida de ideas se iba deshilachando progresivamente. El pensamiento social de Tracy oscilaba entre la proyección hacia el futuro de un modelo natural purificado de interacciones sociales y unos tímidos intentos de hacer frente a la inevitable debilidad e irracionalidad humana en el presente. Su particular versión de la economía política es un buen ejemplo de estas tensiones, pues dejaba a sus lectores con la sensación de que existía una preocupante brecha entre la ciencia de la felicidad y la satisfacción, por un lado, y, por otro, la aplicación práctica de dicha ciencia, que conducía a toda clase de infelicidad y privaciones.

En el último volumen de los Éléments, titulado Traité sur la volonté et de ses effets, Tracy sitúa los principios de la economía política en el corazón de la ciencia social, definida explícitamente como un sistema de principios que indican la forma de promover la mayor cantidad de felicidad social posible (Destutt de Tracy, 1817, III, pp. 380-381). La idea de las leyes invariables de la producción humana (y, por lo tanto, de la felicidad), tan importante para los fisiócratas y para Adam Smith, era muy atractiva para los pensadores franceses, que desconfiaban de la retórica política revolucionaria por su asociación con el reinado del terror. Unos y otros querían volver a las lecciones que podía ofrecer la experiencia concreta y condenaban por antinaturales a los gobiernos activistas (y, en su opinión, tiránicos) de la Revolución y del Imperio. Esta atracción es palpable en la obra del más influyente de los economistas políticos franceses, Jean-Baptiste Say[3]. Tracy, que no era un pensador original en el ámbito de la economía, rehízo la teoría de Say, pensando en ampliar sus conexiones para elaborar una investigación filosófica más amplia.

Tracy prologó su discusión de la economía política con una serie de definiciones «ideológicas» de la personalidad, la propiedad, la riqueza y el valor que enfatizaban el potencial de la interacción económica para crear una sociedad utópica de intercambio basado en el interés propio. Desde el punto de vista de la producción, los impedimentos más serios para el funcionamiento ideal de una mano invisible benevolente eran los extraviados «ociosos» aristocráticos, que se empecinaban en mantenerse al margen del comercio y las costumbres republicanas, distorsionando así un proceso de producción que resultaría beneficioso para todos. La lógica de Tracy aplicada a la voluntad y sus efectos sublimaba las leyes científicas de la producción y las identificaba con las leyes de la felicidad social. Pero Tracy había leído a Malthus. De hecho, su adopción de una perspectiva malthusiana, pesimista, en torno al problema demográfico popularizó estas ideas en Francia. Desde el punto de vista de la distribución real del producto social, señalaba Tracy, no había motivo para el optimismo: había que reconocer que en todas partes prevalecían «las necesidades sobre los medios, la debilidad del individuo y su inevitable sufrimiento» (Destutt de Tracy, 1817, IV, pp. 287-288). Del mismo modo que los defectos radicales de la memoria y el lenguaje restaron credibilidad a las aseveraciones más generales del método filosófico de Tracy, reconocer las inevitables limitaciones humanas contradecía igualmente el surgimiento histórico de un modelo ideal de commerce social en el que todos ganaran. Hizo un lúgubre retrato de un producto social desigualmente distribuido, que causaba infelicidad y sufrimiento a los asalariados, aunque reiteraba que la justicia requería del debido equilibrio entre el placer y el dolor individuales. Además, pese al contraste tan marcado entre teoría ideal y hechos insoslayables, sus propuestas de aplicación de la ciencia social no iban más allá de exigir educación, completa libertad de comercio y la libre circulación de personas. Este desesperanzado contraste entre las utópicas exigencias de la economía política y las limitaciones que le eran inherentes nos permite entender por qué la economía política no supo afianzarse en la imaginación de los franceses.

Puede que resulte de utilidad analizar brevemente el surgimiento de la economía política en Inglaterra a principios del siglo XIX. En la década de 1830 había alcanzado allí cierto prestigio intelectual en calidad de ciencia autónoma, elaborada por una comunidad intelectual activa y consciente de sí, en contacto regular tanto con los científicos naturales como con las elites políticas. Se ha dicho que, entre 1815 y 1820, «todo ser pensante en Inglaterra tenía que formarse una opinión sobre problemas económicos muy complejos» (Graham Wallas, citado en Milgate y Stimson, 1991, p. 8). Aunque teóricamente la economía política solía subsumirse en la noción más amplia del estudio científico de la sociedad en su conjunto, se la alababa como la rama más desarrollada y útil de las ciencias sociales: su primera «empresa exitosa» (Deane, 1989, p. 96). De hecho, a lo largo de todo el siglo XIX la economía política se consideró parte esencial de un discurso político «científico» e informado: «Sus tropos y figuras retóricas aparecían una y otra vez en los discursos, escritos y conversaciones de todas las clases sociales» (Kadish y Tribe, 1993, p. 3).

Esta idea del alcance científico de la economía política se aprecia en la introducción a la edición de 1836 de An Outline of the Science of Political Economy, de Nassau Senior. Senior compara a la mayoría de los autores de la «escuela inglesa» con los autores del continente europeo y con unos cuantos seguidores ingleses descarriados. Según Senior, la economía política no estudiaba sólo la ciencia del bienestar, sino asimismo la ciencia de la producción de riqueza. Sus hallazgos eran concretos pero muy convincentes, y quienes gobernaban debían seguirlos porque una de las grandes metas del arte del gobierno siempre era la maximización de los recursos. La economía política era, por lo tanto, una «ciencia subordinada» (Senior, 1965, p. 3). De la mano de las filosofías utilitaristas de Bentham, los Mill y Sidgwick, la perspectiva de que la economía política ocupaba un lugar central pero subsidiario en las deliberaciones públicas popularizó la práctica de sopesar las conclusiones científicas de la economía política con un criterio más general de justicia social (utilitarista). No se esperaba que la economía misma integrara normas morales, sino más bien que la ciencia de la economía sirviera de apoyo a las tareas más generales de las elites políticas. Medio siglo después, tanto Alfred Marshall como Henry Sidgwick articularon variaciones de este tema. En su discurso de apertura del curso en Cambridge, Marshall afirmó que el «órganon» económico –es decir, el análisis científico de los motivos que mueven a los seres humanos, y que describe sus formas de agrupación e interrelaciones– clarificaría aspectos importantes de la vida social, pero sólo era una «máquina» o «herramienta» para instilar el sentido común que debería subyacer al juicio político en cuestiones de moral y política (Sidgwick, 1904, pp. 163-165). Sidgwick expresó la relación entre economía y ciencia social en términos similares: la ciencia de la economía no era la única ciencia social pero, al menos, se habían hecho progresos notables con ella y tenía algo que mostrar. Los economistas políticos, al contrario que los sociólogos, no estaban «siempre disputando sin establecer nada firme» (Sidgwick, 1904, p. 189).

Por lo tanto, en Inglaterra se rechazó tanto una economía política directriz de un nuevo orden político y sustentada en un supuesto carácter científico, como la etiqueta de ciencia de la felicidad humana. En Francia se pedía a la economía política algo más grande, más amorfo y evanescente, lo cual generó unas concepciones de la ciencia social definida en contraposición a la economía política más que en conjunción con ella.

LA LÓGICA CIENTÍFICA DE LO «SOCIAL»

Quisiera hacer un pequeño esquema de las reacciones suscitadas en tres grupos de la Francia posrevolucionaria por las primeras exigencias planteadas por los franceses a la economía política. Me refiero a los liberales doctrinarios de la Restauración y de la Monarquía de Julio; a los reformistas católicos, especialmente preocupados por el coste de la industrialización y por temas como el bienestar y la reforma de las prisiones; y, por último, a los jóvenes radicales de la oposición de izquierdas que estaba renaciendo. Por diferentes razones, ninguno de estos entornos parecía estar prendado de la economía política. De hecho, sus reacciones negativas conspiraron para inhibir el desarrollo de cualquier tipo de ciencia social que privilegiara una lógica individualista y para incentivar la búsqueda de una ciencia global de lo «social».

El liberalismo de la Restauración francesa puede definirse, a grandes rasgos, como la voluntad de impugnar las exigencias legitimistas demandando el imperio de la ley y un gobierno representativo. Todo ello se pedía desde presupuestos impecablemente antirrevolucionarios. Había que denunciar cualquier conjunto de ideas salpicado de ateísmo, materialismo o egoísmo –nociones vinculadas inexorablemente a los excesos revolucionarios en la resbaladiza pendiente del debate de la Restauración–. Sin embargo, los idéologues y sus seguidores ligaban orgullosamente la metodología de la economía política francesa a la filosofía sensualista del siglo XVIII. De manera que la economía política participó con desventaja en los debates de la Restauración[4]. De hecho, lo más característico del liberalismo francés posrevolucionario fue, en palabras de George Kelly, «una reespiritualización de su base filosófica; un distanciamiento de la idéologie de Destutt de Tracy y un acercamiento a una versión más voluntarista e idealizada de la libertad humana» (Kelly, 1992, p. 2). Inspirándose en la filosofía alemana, los liberales más influyentes de la academia y la política compartían las eclécticas sensibilidades filosóficas de Victor Cousin.

Estos liberales no se oponían en absoluto a las bases jurídicas del orden liberal, ni a los derechos económicos, pero rechazaban el método de la economía política y les repelía la idea de centrarse en el interés propio como fundamento de regularidades cíclicas en la vida social. Su característica defensa de la propiedad y de la búsqueda de la riqueza estaba imbuida de una preocupación casi obsesiva con la reconstrucción de las virtudes de la responsabilidad personal y el deber público. Defendían una idea peculiar de los derechos de propiedad, que consideraban por ejemplo necesarios para la plenitud de los deberes propios del esposo, de la mujer y de los niños. El esfuerzo individual y la búsqueda del propio interés eran algo natural, pues resultaban imprescindibles para garantizar la seguridad y la independencia de la familia[5]. Los doctrinarios liberales se distanciaron del «egoísmo» económico y se centraron en la idea del deber moral. También hicieron una importante crítica a los métodos de la economía política, calificándolos de ahistóricos y parciales. François Guizot, por ejemplo, desarrolló una perspectiva de la historia en la que el progreso moral y político se veía limitado por las posibilidades inherentes a la situación social de un pueblo: sus clases, sus relaciones de propiedad, las interacciones económicas, las costumbres y tradiciones. Los pensadores políticos debían analizar el Estado social democrático surgido en Francia y organizar una expresión política adecuada del pouvoir social. Considerada al margen de una visión más completa del état social, la economía política era una ciencia estéril. Incluso cuando la definición del ámbito de lo «social» por parte de los doctrinarios reforzó su aceptación en los debates posrevolucionarios, la atención que dedicaban al cambio institucional desde una perspectiva histórica los distanció de consideraciones transhistóricas o transculturales de las leyes sociales y, de paso, de cualquier aproximación científica a la sociedad y a la economía.

De manera que, excepción hecha de una pequeña secta librecambista deudora de Say y de los idéologues, los liberales franceses eligieron la teoría moral ecléctica o el relato de los doctrinarios de una civilización progresiva, en vez de recurrir a elaboraciones científicas de la sociedad o la economía para plantear sus exigencias de reformas políticas[6]. Quienes más debatían en torno a las pretensiones científicas de la economía política eran los reformistas sociales católicos, a veces con impecables vínculos legitimistas. Este grupo también planteó una alternativa explícita al interés de la economía política por el individuo: una concepción de lo «social» como base del entendimiento netamente científico de la interdependencia humana.

Los reformistas conservadores franceses, que se interesaban por la caridad pública, las prisiones y la sanidad pública, se ponían especialmente nerviosos cuando oían que las leyes de las ciencias sociales inevitablemente generaban pobreza industrial porque, en el contexto francés, la idea de una clase permanentemente empobrecida invocaba terroríficas imágenes del peuple revolucionario. A muchos de estos reformistas les obsesionaba y repelía a la vez el ejemplo inglés como presagio de las nefastas consecuencias de un desarrollo sin restricciones (Reddy, 1984). Situaban el origen de la plaga industrial del paupérisme en los efectos transformadores del desarrollo mismo y, de centrarse en la mendicidad del trabajador agrario (un tema recurrente en los pensadores del siglo XVIII), pasaron a hacerlo e incidir en la peligrosa situación del trabajador industrial urbano. Y lo que era más importante: llegaron a la conclusión de que había que revisar a fondo una «ciencia» de la economía política que consideraba semejantes resultados algo natural. Sismondi, por ejemplo, explotó con habilidad las amenazadoras contradicciones inherentes a una ciencia del placer que generaba dolor. Hizo un retrato de la población urbana predestinada por las leyes de la economía (no por las debilidades de su carácter) a caer en la amenazadora condición del proletariado moderno (Sismondi, 1975, pp. 158, 198). En su Mémoire sur la conciliation de lʼéconomie politique et de lʼéconomie charitable ou dʼassistance, P. A. Dufau comparaba la tarea de especificar un método para la economía política con perderse en un laberinto. Afirmaba que era contradictorio y, por lo tanto, acientífico sostener a la vez que la pobreza moderna era consecuencia del funcionamiento insoslayable de las leyes de la economía, y que la ciencia de la economía política no era capaz de diseñar formas de combatir la pobreza ni debía hacerlo, cuando la tarea más urgente de la ciencia social debería precisamente consistir en hallar una salida a toda esa confusión (dédale) (Dufau, 1860, p. 106). Muchos reformistas de clase media entendieron que este hilo teórico, que los sacaba del supuesto dédalo, era una forma de entendimiento científico diferente, denominada a menudo économie sociale. En la acepción de Sismondi, el término puede definirse como una ciencia que trasciende y a la vez reorienta a la economía política[7].

Se aprecia la existencia de ciertos temas comunes relacionados con las necesidades objetivas de la sociedad en los escritos de los denominados economistas franceses de las décadas de 1830, 1840 y 1850. De hecho, algunos historiadores han creído reconocer en sus escritos un discurso tendente a la intervención social (Ewald, 1986; Procacci, 1993). En una serie de informes y estudios, incluidos los de Villeneuve-Bargement (1834), DeGérando (1839), Frégier (1840), Buret (1840), Villermé (1840) y Cherbuliez (1853), se defiende la idea de que la ciencia de la economía social debía centrarse en el bienestar de toda la población garantizando una alimentación adecuada, ropa, alojamiento y asistencia a las clases más depauperadas. Además, desarrollaron la idea de que la pauperización era una amenaza social moderna, causada no por los pecados individuales, por la corrupción gubernamental o por negligencia, sino por las leyes del desarrollo económico tout court. Pero también recurrieron (incluso amplificaron) a una retórica muy familiar en el contexto francés: aquella que condenaba a los pobres por su sexualidad disoluta, su imprudencia, su pereza, su ignorancia, su insubordinación y su tendencia a la rebeldía. Las nuevas clases empobrecidas formaban una población degradada, que carecía de la simpatía de los intelectuales y de la sociedad, pero estaba imbuida de ese nuevo sentimiento de honor y confianza que constituía el desafortunado legado de la politización del pueblo durante la Revolución. Al igual que imágenes anteriores de pordioseros errantes y forajidos, en la visión que tenían de las clases bajas los franceses a principios del siglo XIX se difuminaban los límites entre clases trabajadoras y clases depauperadas hasta confundirse en la imagen de hordas peligrosas que «hacían temer por el orden social en su conjunto» (Sismondi, 1975, p. 157).

También en Inglaterra se tendía a pensar en los pobres como una población degradada. Armados con su nuevo entusiasmo por las investigaciones de carácter social, que generaban estadísticas con las que poder determinar lo que se precisaba y «mover a la comunidad y los gobernantes» a la acción, los reformistas sociales humanitarios querían trasladar las quejas de estos nuevos pobres a la opinión pública (Abrams, 1968, p. 35). En general se confiaba en la existencia de simpatizantes en el seno de la comunidad que podían ser movidos a la acción. Se ha dicho a menudo que en Inglaterra se hizo frente al reto de la cuestión social por medio de una noción paulatinamente ampliada de inclusión jurídica, una noción de cuño político que, por muy imperfecta que fuera, reflejaba el sentimiento de que los derechos civiles contenían también una dimensión «social» (T. H. Marshall, 1977). En Francia, donde se culpaba a la Revolución de haber destruido los antiguos lazos morales y sociales sin crear otros nuevos que poner en su lugar, la retórica en torno a los males sociales tenía una mayor carga política. No es ya que pensaran que los pobres eran seres degradados: se los consideraba políticamente peligrosos (Chevalier, 1973; Himmelfarb, 1984, pp. 392-400).

De manera que los economistas sociales franceses temían y despreciaban a las clases pobres, pero tendían más que los reformistas ingleses a absolverlas de responsabilidad por su condición. Los males de la miseria pública «tienen su origen en el medio en el que viven los individuos, algo que no está en su mano cambiar» (Dufau, 1860, p. 93). La erradicación de los males sociales era una obligación social, no una cuestión de reforma del carácter de los individuos. Pero esta obligación era un deber que no generaba el correspondiente derecho político y, por lo tanto, no daba lugar a exigencias legales válidas. En realidad, estos autores injertaron el individualismo de la Revolución, con su discurso sobre el derecho natural, en las raíces mismas de la pobreza: la noción abstracta de los derechos del hombre económico era esencial para ese nuevo orden económico que estaba generando una clase empobrecida. Intentar eliminar los males del pauperismo reconociendo derechos individuales al trabajo o al bienestar no hacía sino ahondar en el problema al intensificar el individualismo, destruyendo toda organización intermedia y creando un vacío entre el Estado y el ciudadano (Cherbuliez, 1853, p. 4). Pero ¿quién tenía la obligación de acometer la labor de asistencia social, y cómo hacerlo? Los economistas sociales empezaban invocando la necesidad de un potencial de acción en la «sociedad», que, supuestamente, tenía su propia lógica y fuerza reguladora, superior y diferente a las leyes de la economía. Muchos de estos pensadores eran católicos conservadores y adoptaron una idea de obligación social que claramente era afín a la concepción religiosa del deber de ayuda mutua que une a los cristianos en una comunidad católica. Sin embargo, la idea de lo «social» era laxa y fluida, porque no había una teología concreta ni un cuerpo sacerdotal para darle forma[8].

En Inglaterra, los reformistas solían aliarse con los economistas políticos para combatir científicamente los nuevos males asociados a la pobreza generada por la industrialización (Abrams, 1968, pp. 8-52). En Francia, en cambio, los debates sobre la cuestión social y la reforma social florecieron al margen (e incluso en contra) de las categorías y afirmaciones de la economía política liberal. Surgieron en un discurso nuevo que pedía la integración social basada en una «ciencia» más amplia. Para que temas como la reforma de las prisiones, el trabajo infantil o la ayuda a los pobres pudieran considerarse «sociales» en la cultura política de elite de la Restauración y la Monarquía de Julio, había que señalar que estos asuntos no iban a discutirse en términos económicos o políticos, sino que se realizaría un análisis imparcial basado en datos recopilados por una elite de expertos (Drescher, 1968, p. 99). Se esperaba lograr un consenso en torno a las políticas sociales elaborando medidas de mejora con ayuda de una ciencia social apolítica, en vez de por medio de debates rituales que exacerbaran las fisuras del sistema político.

La idea original de privilegiar a la economía política por encima del resto de las ciencias sociales había sido rechazada tanto por los liberales del juste milieu como por los reformistas sociales católicos, porque se la identificaba con el individualismo revolucionario, una de esas peligrosas asociaciones que llevó a los miembros desafectos de la generación posrevolucionaria a estudiar una ciencia social «individualista». Muchos de estos jóvenes pensadores franceses se reunían en círculos donde leer y estudiar las obras de Tracy, Say, Cabanis, Kant y Bentham, y siguieron tortuosas odiseas personales que los condujeron a conspiraciones revolucionarias o al repliegue utópico. Al igual que los miembros de la Utilitarian Society de Inglaterra, que agrupaba a los seguidores de Bentham y James Mill, estos jóvenes radicales querían acabar con el irracionalismo y los prejuicios que supuestamente asfixiaban la política francesa aplicando la aguda lógica de la utilidad (Welch, 1984, pp. 135-153). Pero para los franceses esto era un paso más, no un destino. Muchos reaccionaron con simpatía ante la cantinela utópica de felicidad universal en una nueva sociedad industrial, presente en las obras de Say, Tracy o Bentham, abandonando pronto el programa político asociado a ella: una política democrática no revolucionaria y una economía no intervencionista. Algunos consideraron que estas rigideces políticas eran limitaciones impuestas por una generación anterior timorata y débil, y se volcaron en un insurreccionalismo neojacobino. Otros afeaban a los idéologues una concepción errónea de la fisiología o de la historia, así como su aceptación facilona de los dogmas individualistas de la economía. Este último grupo derivó cada vez más hacia el socialismo utópico, en concreto hacia la órbita de Saint-Simon y de Auguste Comte[9].

Estamos ahora ya en condiciones de evaluar las diferencias entre Inglaterra y el continente en los debates sobre la ciencia social de las primeras décadas del siglo XIX. En Inglaterra, la economía política se consideraba la ciencia social más desarrollada y prestigiosa, pero servía bien a unas elites tradicionales que no dependían de la economía ni de la ciencia social para legitimarse políticamente. En Francia predominaba una condena, con tintes morales, de la economía política y se le negaba valor a sus conclusiones mientras se constriñera a su ámbito; de ahí los intentos de integrarla en una ciencia social más vasta que proporcionara un contexto para la generación de nuevas normas morales[10]. Auguste Comte fue uno de los que defendieron el acceso científico al mundo social. Su renovación «positivista» de las laberínticas estructuras intelectuales que había heredado influyó enormemente en la vida intelectual de los siglos XIX y XX. Si comparamos la idea que tenía Comte del ámbito de las ciencias sociales con la defendida por John Stuart Mill, entenderemos los distintos modelos de premisas políticas e intuiciones culturales que subyacían a las nociones francesa e inglesa de la ciencia de lo social como ciencia reina a mediados de siglo. También nos da un entorno para contrastar los diferentes espacios culturales que el «positivismo» podía ocupar en la Inglaterra y Francia decimonónicas.

Cuando Comte dio unas clases en la década de 1820 sobre la estructura de las ciencias (publicadas luego bajo el título Curso de filosofía positiva [1830-1842]), significativamente omitió la existencia de pseudociencias como la psicología (que asociaba sobre todo con el sensualismo y el eclecticismo) y la economía política (Comte, 1998, pp. 229-232). En su opinión, la metodología metafísica e individualista viciaba las pretensiones científicas de estas disciplinas. Además, la idea de que eran independientes contradecía el deseo de Comte de descubrir lo positivo, lo irreductible: las leyes que regían la sociedad (Brown, 1984, p. 191). Comte compartía con su mentor Saint-Simon y los saint-simonianos una actitud crítica hacia el liberalismo económico y su «ciencia» asociada, muy parecida a la de Sismondi y los economistas sociales (Mauduit, 1929; Pickering, 1993, pp. 110-112, 405-406). Recurrió a la idea de Destutt de Tracy sobre la brecha existente entre los presupuestos metafísicos de la economía política y los datos de la experiencia social para demostrar que la ciencia social no podía partir de métodos introspectivos. Por ejemplo, el análisis que realizó Tracy de la propiedad, la riqueza y la pobreza era contradictorio en opinión de Comte. Aunque Tracy intentó aplicar el positivismo, fracasó en su noble intento debido a la metafísica individualista de su enfoque (Comte, 1968, III, pp. 604-630 passim).

Comte tenía mejor opinión de Cabanis, que afirmaba que el enfoque correcto para entender los hechos de la experiencia social pasaba por las leyes de la fisiología humana, pero negaba que las leyes de la sociología derivaran de la fisiología humana. Pensaba que tenían su origen en las leyes que determinaban el funcionamiento del organismo social en su conjunto (funciona como un mecanismo compuesto por partes interrelacionadas) o en aquellas que regían el proceso por el que un organismo social sucedía a otro en la historia. Según Comte, la ley de los tres estadios de desarrollo –el teológico o ficticio, el metafísico o abstracto y el científico o positivo– era la más importante del cambio histórico. En la física social o sociología, las observaciones iniciales que conducían a estas leyes hipotéticas no eran las impresiones sensoriales, como afirmaba la teoría sensorial, sino observaciones de aspectos muy generales de la sociedad: costumbres, tradiciones y transformaciones históricas. Resumiendo, los datos primarios de la ciencia de lo social procedían de una atenta observación en el ámbito social e histórico en busca de patrones. A partir de estos fenómenos se formulaban las hipótesis que luego se contrastaban con observaciones posteriores. Comte insistía en que había que partir de la observación de lo «social», suspender las especulaciones sobre las causas primeras y estar dispuesto a reevaluar las hipótesis. De ahí que ocupe un estatus canónico no sólo en su calidad de fundador del positivismo, sino asimismo como forjador del campo de la sociología científica[11].

John Stuart Mill reformuló científicamente su idea del método inductivo/deductivo a la luz de las discusiones metodológicas de Comte. Además, suscribía la idea comtiana de la evolución histórica, sobre todo la premisa de que son los factores históricos, no los biológicos, los que más influyen en la vida social de los humanos. Por último, también deseaba subordinar algunas de las ciencias sociales más limitadas a una ciencia social integradora. Pero, aunque Mill había proclamado la existencia de una ciencia holística capaz de tener en cuenta la amplia variedad de motivos y metas que caracterizaban a la conducta humana, consideraba que la ciencia social era una síntesis o suma de disciplinas de diversas ramas (psicología, economía y otras que no cita). Estas ramas, cuyo máximo exponente era la economía política, proveerían algunas de las leyes que explicaban parcialmente la naturaleza humana, tras observar los distintos ámbitos de la sociedad (Mill, 1844, pp. 135-136). No queda claro si Mill creía que la ciencia social era un campo propio o no era más que una metodología pensada para sintetizar las percepciones de sus elementos constituyentes (Brown, 1984, pp. 136-147).

EL COMTISMO EN INGLATERRA Y FRANCIA

Quisiera retomar a Comte, fijándome especialmente en el lugar ocupado por el positivismo en el ámbito intelectual durante el siglo XIX inglés y francés. Comte sentó las bases de su filosofía positiva siendo joven, en la época en la que trabajaba con Saint-Simon. El debate sobre la influencia mutua entre ambos pensadores, fundadores ambos de una nueva religión racionalista, sigue abierto[12]. Compartían mucho, sin duda. Ambos habían dejado atrás el ideal revolucionario de igualdad civil y política y favorecían una concepción orgánica de la sociedad, en la que la armonía era el resultado de una diferenciación funcional: la división de las capacidades humanas en racional, industrial y espiritual. También reformularon las ideas anteriores sobre el progreso histórico basándose en un esquema tripartito de conflicto, crisis y reorganización a otro nivel. Lo que era aún más importante: ambos compartían la idea de que las ciencias físicas y la «ciencia social» eran iguales desde el punto de vista metodológico. El modelo básico de la ciencia social era la biología y no se componía de diversas disciplinas, sino que era una de las ciencias reina que lograba integrar a la fisiología, a la historia y a la política en un conjunto de leyes generales que las trascendían. Aunque el germen del positivismo ya se aprecia en los escritos de Saint-Simon, su discípulo aportó organización y coherencia al debate, y, gracias a su conocimiento mucho mayor de las ciencias, convertiría al positivismo en un sistema holístico. Sus investigaciones, contenidas en su Curso de filosofía positiva y en su Système de politique positive (1851-1854), hizo mella en algunas de las mejores mentes del siglo XIX, como Hegel y Marx, pese a la prosa repetitiva, carente de elegancia, y pedante. Proporcionó una mezcla singular de historia y profecía que daba lugar a un atractivo relato de lo que había sido y de lo que cabía esperar del futuro.

Algunos términos aparecen una y otra vez en las formulaciones del positivismo de Comte, por ejemplo, «unificar», «conectar» o «completar». Al igual que Hegel, parecía sentir la necesidad compulsiva de resolver las contradicciones y de restaurar la coherencia en el ámbito de la experiencia humana. Inspiró a individuos a los que preocupaba la idea de que la civilización europea occidental hubiera «deshecho» algo fundamental; individuos que anhelaban, con los románticos, vivir en el seno de una cultura en la que los conflictos se reconciliaran o, al menos, cupiera la posibilidad de reconciliación. De manera que lo que en parte explica las diferencias de recepción en Francia e Inglaterra está relacionado con el problema de las distintas percepciones del conflicto, tan característico de la cultura europea.

Puede que la respuesta más característica del siglo XIX a la cuestión de qué había trastornado a la cultura europea fuera la ruptura del vínculo, que hasta entonces se había dado por sentado, entre la fe religiosa y el curso de acción correcto. Hacía mucho que la fe en un Plan divino había anclado los preceptos morales, pero lo que había unido la presencia de Dios lo estaba destruyendo rápidamente la ciencia de los hombres: al menos era lo que pensaban las elites. Con todo, aunque se trataba de un tema cultural común, existían variantes nacionales.

En Inglaterra, la frase «pérdida de fe» podía significar dos cosas: el debilitamiento de la convicción de que Dios nos había elegido personalmente para realizar nuestros deberes sociales o la puesta en cuestión de la idea de que había que basarse en motivos morales para que la acción fuera bien recibida, pues la Causa Primera diseñaba, de forma invisible pero insoslayable, las motivaciones humanas. Ambas versiones de la «pérdida de fe» minaron la confianza en que cada cual cumpliera sus deberes para con los demás. La pérdida de confianza en las fuentes de la benevolencia, unida a una tradición empírica fuerte y vital, que privilegiaba la deriva egoísta para explicar los postulados de las ciencias humanas, generó un interés obsesivo por los motivos de la acción virtuosa. Los victorianos cultos hablaban a menudo de lo que se ha reconstruido de forma muy evocadora como «el idioma del egoísmo frente al del altruismo del siglo XIX» (Collini, 1993, pp. 67, 60-90 passim). Fue Comte quien acuñó el término «altruismo», que pasó rápidamente a ser de uso común. Los victorianos fueron especialmente receptivos, no sólo al nuevo término de Comte, sino asimismo a las pruebas que aducía para demostrar que la evolución social no podía destruir el impulso del individuo a cumplir con sus deberes.

Comte pensaba que la capacidad de vivir para otros no se estaba marchitando, sino que florecía gracias a la evolución de la inteligencia y a una creciente división del trabajo. De hecho, los instintos nutricios y sexuales disminuirían rápidamente debido a la creciente simpatía que se experimentaba hacia círculos cada vez más inclusivos. Las relaciones domésticas y la capacidad femenina para el afecto no competían con este creciente altruismo porque hundían sus raíces en la psicología (Comte hubiera dicho que en la fisiología) de la memoria individual y social (Comte, 1853, I, pp. 463-464; II, pp. 89, 106-107, 130-131, 552; 1877, pp. 18-29). Aunque pensaba que el aumento del altruismo era algo más bien espontáneo, poco a poco se fue convenciendo de que serían necesarios sacerdotes de una nueva religión humanista para fomentar la humanidad entre los nacidos en la era positivista. Sin embargo, la religión de Comte era una religión sin dios centrada en el frágil nexo entre la moral y las creencias intelectuales, así como en el papel que desempeñaban la estimulación estética y la imaginación a la hora de generar convicciones que movían a la gente a la acción[13].

Este contexto estético y ético era el que más convencía a la audiencia inglesa de Comte. John Stuart Mill acusa la influencia de Comte en su lógica de las ciencias sociales y también se sentía irresistiblemente atraído por la noción de religión basada en la humanidad de Comte (Mill, 1874b). Alexander Bain, John Morley, George Henry Lewes, George Eliot y Harriet Martineau se adhirieron parcialmente al sistema positivista de Comte, y otros (por ejemplo, Matthew Arnold, Henry Sidgwick y Leslie Stephen) lo leían con una simpatía sorprendente porque, teniendo en cuenta sus intereses morales, era alguien con quien había que contar. Desde mediados de la década de 1850 hubo un movimiento positivista oficial, liderado por Richard Congreve, al que pertenecían E. S. Beesly, J. H. Bridges y el prolífico Frederic Harrison.

Lo que más le gustaba a Harrison del positivismo era su intento de refundar «las verdades universales del corazón y de la conciencia humanas: [es decir] resignación, entrega, devoción, adoración, paciencia, coraje, caridad, gentileza [y] honor en una teoría basada en pruebas históricas y científicas más que en la explotación de la mitología» (Harrison, 1911, I, pp. 210, 276). Nunca puso en duda las virtudes; lo difícil era reavivar las fuentes de la acción moral y armonizarlas con los requerimientos de la vida moderna. La mentalidad de Harrison era especialmente receptiva a las apelaciones de Comte a que el «corazón» –las cualidades conjugadas de compasión y energía– sería desarrollado por el positivismo, podría convertirse en una «fuente común para la acción» (Comte, 1877, p. 16).

Los ingleses que simpatizaban con él, entre ellos John Stuart Mill, acogieron las postreras descripciones detalladas de la nueva religión de Comte con marcado disgusto: las consideraban aberraciones autoritarias. Sin embargo, la promesa general de una religión basada en la humanidad resultaba muy atractiva para muchos, aunque los positivistas ingleses no pretendieran reespiritualizar a los individuos por medio del ritual (pese a que hubieran celebrado alguno en Newton Hall), sino más bien con ayuda de una educación cultural entendida en sentido amplio (Harrison, 1911, I, p. 282). Tenían puestas todas sus esperanzas en que George Eliot, compañera de viaje cuando menos, se dedicara de todo corazón a esa tarea didáctica. Aunque les acabó decepcionando, tal vez sea en sus novelas donde mejor se aprecia la constelación ética primaria elaborada y domesticada por la ciencia social de Comte.

Los personajes de Eliot –Maggie Tulliver de El molino del Floss, Dorothea Brooke de Middlemarch, Gwendolyn Harleth de Daniel Deronda– viven en sociedades en las que no tienen cabida sus aspiraciones morales más profundas. Eliot explora en estos contextos el concepto de deber moral: sus conexiones con las «mitologías religiosas explotadas», sus raíces en la memoria familiar y su incómoda relación con las leyes históricas inexorables. En sus escritos tardíos, Comte había vuelto una y otra vez a la idea redentora de que la subordinación del yo al sentimiento social, un ideal que creía encarnado en ciertos sublimes rasgos femeninos, constituía el tipo más elevado de experiencia moral (Comte, 1877, p. 5). Tanto en las novelas de Eliot como en las obras de psicología de George Lewes, se explora el «tipo madonna», así como la fuerza de las imágenes, profundamente humanas, que parecían captar las fuerzas elementales de la naturaleza misma para evocar la falta de egoísmo y los grandes sentimientos[14].

Los historiadores y los críticos literarios se han centrado en la versión comtiana del positivismo como una vía especialmente fructífera para adentrarse en la crisis religiosa y en la transformación de la teología en la Inglaterra victoriana (Cashdollar, 1989; Wright, 1986), mostrando asimismo cómo la atracción hacia el positivismo aclara el uso que hicieron los ingleses de la literatura con fines morales (Dale, 1989). Puede que sea la naturaleza de la crisis moral victoriana la que mejor nos permita apreciar lo mucho que gustó la promesa de Comte de restaurar la coherencia moral por medio de la ciencia (Collini, 1993, p. 89).

El positivismo también tuvo un gran impacto en Inglaterra a través del movimiento laborista. Comte había llamado al altruismo como fuerza de regeneración moral, y los trabajadores fueron quienes más esperanzas depositaron en la posibilidad de que los intelectuales positivistas participaran, como aliados suyos, en la reorganización de la industria. Comte no sólo creía que el bienestar de la classe la plus nombreuse et la plus pauvre debía ser el rasero por el que medir la acción pública, sino que, además, fue de los primeros en afirmar que una alianza entre los intelectuales y los líderes de las clases trabajadoras, que cuajara en un movimiento social, podría superar el creciente antagonismo entre la clase capitalista y el proletariado (Comte, 1877, p. 136). Comte creía que las condiciones de vida de la clase obrera aumentaban la prevalencia del altruismo entre los trabajadores y que sus mentes estaban menos corrompidas por errores intelectuales. Aunque nunca criticó la propiedad privada y, de hecho, esperaba que gradualmente caballeros de moral renovada y capitalistas evolucionados se prestaran al liderazgo público, también afirmaba que la riqueza tenía un origen social y había que redirigirla para cubrir necesidades sociales. Los obreros necesitaban seguridad en el empleo, educación y un nivel de vida tolerable. Urgía a los intelectuales positivistas a promover el sindicalismo, en vez de participar en una política parlamentaria corrupta, y a educar a la opinión pública en conferencias públicas y clases.

En Inglaterra estas enseñanzas cayeron en suelo fértil. Entre los muchos intelectuales que influyeron en la política laborista de las décadas de 1860 y 1870 «estaban los positivistas ingleses, quienes mantuvieron estrechas relaciones con los líderes de los sindicatos y los políticos de clase obrera, y quienes ejercieron una influencia decisiva sobre los hombres y los eventos» (R. Harrison, 1965, p. 251). Frederic Harrison y Beesly concretamente fueron cruciales en la lucha para dotar de base jurídica al sindicalismo gracias a su capacidad para volcar a la opinión pública en este punto (Adelman, 1971, p. 183; F. Harrison, 1908, pp. 307-373; R. Harrison, 1965, p. 277). Beesly mantuvo una relación profesional con Marx y tuvo mucho que ver con la fundación de la Internacional. Los positivistas ingleses tampoco cejaron en su empeño de conseguir que los trabajadores británicos se opusieran al imperialismo (Wright, 1986, p. 110).

En 1908 Frederic Harrison podía escribir sinceramente que había «estudiado con el mayor interés los problemas sociales y políticos de los últimos cincuenta años» (Harrison, 1908, p. xv). Pero su interés, al igual que el de la mayoría de estos positivistas, distaba mucho, en diversos aspectos, de la política tal y como era entendida por la mayoría de sus contemporáneos. El conservador Robert Lowe se hacía en buena medida eco de la opinión pública de la época cuando juzgaba que los positivistas ingleses no se dedicaban «a aquellas consideraciones problemáticas, embarazosas y complicadas en torno a los efectos colaterales y futuros de medidas que desconciertan al común de los mortales» (citado en Wright, 1986, p. 110). La difusión cultural de Comte en Inglaterra muestra la importancia de la preocupación por las bases de la acción ética en una cultura protestante en plena desintegración, así como la profunda ansiedad que generaban los problemas sociales en un país que cada vez se veía más como pionero de la industrialización. El hecho de que el «com­tismo» no afectara a las formas de teoría política sugiere que el vocabulario político tradicional pervivía en Gran Bretaña y era relativamente impermeable al lenguaje de la ciencia social.

Si volvemos al caso de Mill, resulta muy sorprendente que apenas aluda, en sus escritos explícitamente políticos, a su supuesto proyecto de introducir a la política en una «ciencia social» de base histórica. Teniendo en cuenta que, aparentemente, estaba abierto al proyecto sociológico positivista, cabría esperar que su teoría política no estuviera centrada sólo en el carácter científico de la disciplina como ámbito de estudio, sino también en la relación entre la ciencia política y la social. En cambio, «los términos de las cuestiones que atraían su atención, e incluso las categorías con arreglo a las cuales ordenaba las pruebas relevantes para su solución, siempre fueron… obstinadamente políticos» (Collini et al., 1983, p. 134; pp. 129-159 passim). Mill, de hecho, nunca suscribió la idea central de la física social de Comte, que consistía en preguntar a la sociedad para permitir que sus exigencias dieran forma a la política moderna. Para Mill lo importante eran los juicios humanos y las conciliaciones necesarias para generar progreso. Había que ampliar la noción de libertad, producto de la historia inglesa más que de la europea.

Así, el impacto de la ciencia social de Comte en Inglaterra fue de carácter ético, ligeramente social (fue de la mano con el movimiento laborista durante una fase concreta) y en absoluto político. Aun a riesgo de que el contraste sea demasiado intenso, podemos decir lo contrario de Francia. Comte no resultaba más persuasivo que otros en su época cuando hablaba de la fragmentación ética, religiosa e industrial de la nación francesa, pero su contribución –o, más bien, la de algunos de sus discípulos clave– fue muy importante para que Francia pudiera cerrar sus heridas políticas.

En el Hexágono, Comte tardó más en hacerse con partidarios que en Inglaterra. Quizá tuvo algo que ver con la naturaleza del periodismo en Inglaterra o con la larga hegemonía de la filosofía ecléctica en Francia (Mill, 1865, p. 2; Simon, 1963, p. 12). Sin embargo, en la década de 1860 hubo un giro entre los intelectuales franceses hacia el escepticismo religioso y los métodos de la ciencia natural. A menudo se ha denominado al Segundo Imperio y a los primeros años de la Tercera República la «era del positivismo». La mayoría de los estudios se han dedicado a determinar el papel desempeñado por Comte en la difusión del espíritu positivista. Su papel fue ciertamente importante, pero la idea de una «generación positivista» capta una onda cultural mucho más amplia, en la que muchos expresaron una angustiosa pérdida de fe y se volcaron en la ciencia para rehacer el tejido de sus vidas intelectuales (Simon, 1963, pp. 94-171). Sainte-Beuve nos cuenta que, en aquella época, las expresiones de pérdida de fe eran prácticamente obligatorias para dejar clara la bona fides intelectual. Las obras sobre religión de Renan y los estudios de Taine sobre psicología, literatura e historia elevaron el método científico a la categoría de vocación, y la elite del Parnaso hizo explícito que podría sustituir a la religión (Burrow, 2000, pp. 54-55). Pero las obras de estos autores, tan decisivas para la vida intelectual francesa en las décadas de 1860 a 1880, van en paralelo a Comte y no suelen criticar su particular formulación de la crisis espiritual de la época (Charlton, 1959, pp. 86-157).

La difusión de Comte en Francia es menos útil como medida de la crisis cultural y religiosa que en Inglaterra, en parte debido a las diferentes sensibilidades espirituales que solían dar lugar a la pérdida de fe en ambas sociedades. En Francia, lo que más preocupaba no era la coherencia de lo que podría denominarse la psicología de la moral protestante; lo que resultaba aterradoramente intimidante era el vacío estético, moral e intelectual debido a la desaparición de las funciones mediadoras de la Iglesia católica y a la fragilidad de la identidad nacional francesa. Quienes abandonaban la Iglesia sentían un hondo rencor, como si Dios hubiera abandonado a Su rebaño y se cerniera sobre ellos una oscura premonición de los peligros de la auténtica anomia. Incluso en aquellos autores que más hincapié hacían en el espíritu positivista –la convicción de que el conocimiento procedía exclusivamente de la observación de los fenómenos y de que había muchas cosas que nunca se podrían conocer– sorprenden el duro realismo (por ejemplo, en Taine), el profundo cinismo (como en Louise Ackermann) o el angustiado estoicismo (palpable en los poemas de Sully Prudhomme), ajenos tanto a Comte como a los victorianos ingleses. Aunque ha habido quien ha calificado al positivismo com­tiano de catolicismo sin Iglesia, la esencia de su religión sustitutiva, con su énfasis en el historicismo y en su psicología del altruismo, paradójicamente tuvo más eco en una cultura protestante que en una católica.

El positivismo tampoco tuvo gran impacto en el movimiento obrero francés. Aunque Comte, en la estela de Saint-Simon, hablaba de la importancia de la organización de la industria y de su concentración, en Francia no se dio la conjunción específicamente británica entre unos sindicatos belicosos y un grupo de elite positivista con fuertes afinidades hacia quienes proponían una reforma de mejora social. Los sindicatos franceses no buscaron un estatus independiente hasta la década de 1890. En los años anteriores, la cuestión de su organización y la de lo «social» y lo «político», tácticas para mejorar la posición de la clase trabajadora, habían estado inevitablemente atrapadas en un clima y una estructura política altamente polarizados. En época del Imperio, por ejemplo, la crítica de Comte a la organización política tenía unas inaceptables implicaciones quietistas que no tenía en Inglaterra. Y en los primeros años de la Tercera República, la política relacionada con la clase obrera hubo de superar en Francia el traumático legado de la Comuna y su supresión. Comte renunció a la conversión de los obreros del partido revolucionario (Lenzer, 1975, p. xlv). Podría afirmarse que a las clases medias francesas les gustaba más el retrato pesimista de la clase trabajadora que dibujaba Taine cuando afirmaba que era un caldo de cultivo de «bestias salvajes» y degeneradas, que la imagen de Comte, quien convertía a los obreros en salvadores potenciales de la humanidad (Taine, 1962, III, p. 113).

De manera que, en su país, las ideas de Comte no tuvieron gran impacto en el ámbito de la discusión sobre ética, religión u organización social. De hecho, uno de los giros más extraños de la historia del positivismo en Francia, teniendo en cuenta el autoritarismo y antiparlamentarismo de Comte y el apoyo que brindó a Luis Napoleón Bonaparte, fue la influencia permanente que ejerció en el desarrollo del lenguaje político híbrido que acabó legitimando a la Tercera República: un injerto de ciertos aspectos de liberalismo en el tronco del republicanismo francés. En los últimos años del Segundo Imperio hubo cierto número de políticos, entre ellos Léon Gambetta y Jules Ferry, dedicados al examen en profundidad de la bancarrota del sistema imperial. Pronto serían importantes fondateurs de un nuevo régimen político. «La influencia de Comte sobre todos estos hombres, por lo general mediada por sus discípulos, sobre todo por Littré, se ha comprobado oficialmente, pero, además, resulta fácilmente discernible» (Nicolet, 1982, p. 156). ¿Qué fue lo que atrajo del positivismo de Comte a estos pensadores políticos y qué utilizaron para legitimar al nuevo régimen?

La obsesión de Comte con la necesidad de garantizar el orden y el progreso fue una reacción a la historia política posrevolucionaria de Francia. Como el de Hegel o el de Marx, su relato de la historia moderna se basaba en el orgullo por la Revolución francesa, un suceso portentoso, aunque tremendamente destructivo y misterioso para sus contemporáneos. Para los positivistas, la Revolución había sido el clímax de la era de la metafísica transicional. Desembocó en una nueva forma de organización social que no se basaba sólo en la ciencia, sino, en última instancia, en una nueva conciencia espiritual de unidad. En opinión de Comte, sólo la filosofía positiva, la ciencia y la política reales –no las versiones metafísicas anteriores– podían imponer orden en el caos. El desorden y la anarquía de la vida política francesa hundía sus raíces en la permanencia anacrónica de ideas pasadas de moda: por un lado, en el dogma revolucionario de la soberanía popular; por otro, en las abstracciones teológicas relacionadas con el derecho divino. Sólo el positivismo permitiría alcanzar metas viables para la acción, porque sólo él era capaz de reconocer la pujanza de la evidencia y la experiencia a la par que la esterilidad del argumento metafísico.

Comte dudaba acerca del régimen de transición que abriría paso al nuevo orden positivista. Podía ser una república o una dictadura, lo que difundiera mejor el conocimiento científico que habría de convertirse en la base del nuevo régimen. Siempre despreció, no obstante, el modelo parlamentario por considerar que respondía a la metafísica concreta de la «constitución británica» o de «los derechos del pueblo», y concibió a futuro la fundación de una república oligárquica dirigida por una nueva elite moral legitimada en la opinión científica y en la religión de la humanidad. A Mill, esta utopía política le pareció una sorprendente aceptación del sometimiento intelectual y de la esclavitud (Mill, 1865, p. 168). La disonancia entre la visión política personal de Comte y la teoría de la democracia liberal no tiene, sin embargo, interés histórico. Los seguidores más decididos de Comte en Francia, reunidos en torno a la figura del respetado académico y político Émile Littré, no sólo obviaron sus recetas religiosas sino también gran parte de las políticas[15]. En los escritos de Comte hallaron inspiración para lidiar con tres problemas esenciales: domar el mesianismo histórico inherente a la tradición republicana francesa (por el que muchos de ellos, al contrario que Comte, sentían un gran apego); implementar la idea de compromiso que tanto desagradaba a generaciones enteras de republicanos porque parecía un «principio»; y, por último, diseñar un sistema de educación laica que pudiera contribuir a hacer realidad las metas de la ciudadanía.

Durante la mayor parte del siglo XIX, la République mantuvo el rumbo de la Revolución francesa, pero se trataba de un ideal repleto de deseos encontrados y en competición. Los sucesivos fracasos de los experimentos políticos republicanos habían intensificado el aire de irrealidad que parecía rodear al republicanismo como ideología política. Los seguidores de Comte ayudaron a transformar ese patrón de fracaso utópico hablando de una república viable, gracias a su convicción de que la república era inmanente en la historia y a su confianza en que podría moldearse a partir de las condiciones políticas reales del momento. El mayor logro de los comtianos fue revestir a las prácticas de tolerancia y compromiso del prestigio y la autoridad de la ciencia.

Littré rompió con Comte por el apoyo del maestro al golpe de Luis Napoleón y acabó rechazando su idea de organizar el periodo de transición al positivismo al modo de una dictadura. La libertad de asociación y de prensa, que Comte creía necesarias para el progreso, sólo serían eficaces combinadas con un gobierno representativo (Littré, 1864, pp. 601-603). Aunque, como a Comte, le disgustaban las ideas «metafísicas» de los sacrosantos principios de 1789, veía ese legado bajo una luz más «positiva». Afirmaba que la idea de un pueblo soberano podía interpretarse de forma útil, que sus defensores eran aliados importantes y que la experiencia acabaría con los aspectos metafísicos y negativos de estas doctrinas. En su opinión, la certeza de que la historia había reivindicado los regímenes republicanos condujo a una revalorización de los regímenes republicanos del pasado, que dejaron de ser desastrosos errores inspirados por la metafísica para concebirse como aproximaciones imperfectas y experiencias de aprendizaje.

La adopción del eslogan positivista «orden y progreso» para legitimar oscuros procesos políticos de mediación y compromiso fue una innovación en el lenguaje político. Las expresiones «políticas de la oportunidad», «política paso a paso» y «políticas de resultados» se asociaban, sobre todo, a los republicanos positivistas, quienes habían tomado prestado el lenguaje experimental de la ciencia para legitimar la experimentación política. También en este aspecto Littré se había distanciado de muchas de las conclusiones políticas de Comte, haciendo hincapié en que el positivismo era, sobre todo, un método de investigación. En la década de 1870 se basó en el prestigioso método científico para recuperar la idea de eficacia política. Comte había incentivado la experimentación social y su discurso presagiaba un aventurerismo revolucionario; afirmaba que, puesto que las instituciones de la sociedad moderna habían de evolucionar necesariamente, «el espíritu positivo reducirá las expectativas razonables en torno a ellas» (1853, II, p. 44). Littré y los republicanos positivistas llevaron este ejemplo de paciencia estoica al ámbito de la política, donde defendieron un espíritu de tolerancia y moderación. La República francesa siempre sería la forma, tanto definitiva como provisional, de la vida social. Era definitiva en el sentido de que sus instituciones, incluido el sufragio universal, proporcionaban el campo experimental para la resolución de conflictos y la conciliación de intereses. Era provisional en el sentido de que sus instituciones estaban sujetas a las leyes de la evolución política positivista. Las fuerzas políticas y sociales existentes, como los grupos dinásticos, la Iglesia, los jacobinos y los socialistas, acabarían transformándose gradualmente en la meritocracia racional característica de la política positivista. Hasta entonces, nadie debía albergar irrazonables expectativas puristas de lograr la acomodación política necesaria en la política liberal[16].

Según los republicanos positivistas (y otros grupos importantes), el órgano de transformación primario sería un sistema de educación nacional que, a la larga, apartaría a la opinión pública francesa de la Iglesia y del socialismo revolucionario. Aunque Comte admiraba profundamente el catolicismo medieval, había llegado a creer que los problemas políticos de Francia se veían exacerbados por la lamentable confusión existente entre los poderes temporales y los espirituales. La mayoría de sus seguidores blandían el pendón de la laïcisation. Al contrario que en Inglaterra, donde el positivismo prácticamente no tuvo impacto alguno en la organización de la educación formal, en Francia dio sentido al debate fundamental de la secularización. No estamos diciendo que el positivismo influyera directamente en la pedagogía o el currículum, aunque sin duda tuvo algún impacto (Simon, 1963, pp. 84-93). Lo cierto es que la necesidad de una educación cívica, políticamente creada, brindó a Com­te y a sus discípulos un mercado intelectual en el que circular. Jules Ferry, ministro de Educación durante muchos años y un buen ejemplo del interés del régimen en la educación, se expresaba en un lenguaje comtiano. Su promoción de la «ciencia positiva», la laïcité, la «tolerancia política» y la «virtud moral» dan fe de un idioma nuevo que fusionaba los objetivos de la educación, la ciencia social y la política en un lenguaje cívico netamente francés.

Los seguidores de Comte usaron elementos de su positivismo de forma creativa y selectiva para dar forma a los fundamentos ideológicos de la Tercera República. Según la idea tradicional, la Tercera República representa el triunfo del «positivismo», pero es una descripción demasiado burda como para dar cuenta del complejo surgimiento de un régimen republicano estable durante las décadas de 1870 y 1880. La adopción de elementos de la física social de Comte, con el objetivo de reforzar una identidad política liberal republicana, sin duda fue un factor importante para el éxito del régimen. Teniendo en cuenta la división de otros lenguajes políticos en Francia y el difundido anhelo de unidad «social» existente, no puede sorprendernos la adopción en política de la ciencia de lo «social».

CONCLUSIONES

En el caso de muchos pensadores del siglo XIX, la ciencia social sustituyó a la ley natural o a la tradición como referente del pensamiento político. Me he limitado a mostrar algunos de los complejos giros y volutas relacionados con esta sustitución en Francia e Inglaterra[17]. Espero haber recalcado suficientemente el poder de los lenguajes políticos, de la memoria y la contingencia políticas, en la modulación de la interacción entre ciencias sociales y práctica política. En Francia, la economía política ocupó con toda naturalidad su rango científico por haber surgido del núcleo de la Revolución misma. A los moderados no les parecía una alternativa peligrosa para la autoridad de los derechos naturales. Quienes pusieron casi inmediatamente en entredicho las pretensiones de la economía política de erigirse en la reina de las ciencias sociales, fueron quienes creían tener un acceso privilegiado a lo «social» y se habían distanciado con mayor éxito de las oscuras dinámicas inherentes al discurso revolucionario. La persistente ausencia de consenso en torno a los principios de la legitimidad política llevó a los pensadores franceses a buscar un lenguaje alternativo para resolver y dirimir las diferencias al margen de la polarizada escena política. En Inglaterra, la sociología científica adquirió prestigio más tarde y tuvo un efecto mucho menor, tanto sobre el estatus de la economía política en el seno de la ciencia social, como sobre los lenguajes políticos tradicionales.

Paradójicamente, son los defensores ingleses de Comte, probablemente los más arrogantes y dogmáticos de quienes afirmaban haber hallado la «llave» científica que «permitiría desvelar todas las mitologías políticas y sociales», quienes más luz arrojan sobre la naturaleza de la resistencia inglesa frente a la ciencia social. Los victorianos ingleses recurrieron a Comte en busca de una terapia moral, no de una cura política; las instituciones liberal-democráticas debían sanar por sí mismas. Pero, en Francia, la ciencia social resultaba más atractiva, al igual que en 1789, por la enorme crisis de legitimidad política existente. En parte, fueron las variaciones creativas de Comte y del positivismo desarrolladas por los políticos republicanos las que dieron lugar a un nuevo lenguaje político. Aun siendo hoy cada vez más criticado y puesto en cuestión, este republicanismo moduladamente positivista permea profundamente las concepciones de lo que muchos franceses entienden por ser ciudadanos de la República.

[1] Existe un largo debate y mucha bibliografía en torno al término «positivismo». Incluso dejando de lado las diferencias entre el «positivismo lógico» del siglo XX y el «positivismo sociológico» del XIX, existe el problema de cómo circunscribir este último. D. C. Charlton, por ejemplo, pensaba en un tipo de análisis científico ideal y aplicó el término a muchos individuos cuyas ideas diferían de las de Comte y no estaban influidos por él. Por lo general se suele afirmar que estos autores parecían defender un positivismo deficiente, y Comte mismo aparece como uno de los más beligerantes con el positivismo «puro». W. M. Simon, en cambio, aplica el término estrictamente a los escritos de Comte y de sus epígonos declarados. La dificultad es que sus contemporáneos rara vez usaban el término en el sentido de Charlton o de Simon. Hacían un uso mucho más laxo para referirse a «un científico que niega la autoridad de la teología o de la intuición espiritual e intentaba hallar en el servicio a la humanidad una satisfacción semirreligiosa al margen de lo sobrenatural». Cfr. p. ej. Cashdollar, 1989, p. 18. Identificaban a Comte como uno de los más prominentes positivistas de su época, aunque tampoco aceptaban necesariamente su teoría completa. Cuando utilizo el término «positivismo» sigo, por lo general, ese uso de la época. Para denotar una mayor cercanía a Comte, he optado por el giro «positivismo comtiano».

[2] La obra de James Livesey (2001) sobre el Directorio ofrece un punto de vista revisionista del periodo al sugerir que el régimen era, al menos potencialmente, una república «viable» y que la ideología política de la época era algo más que un oportunismo egoísta o una explotación cínica del discurso revolucionario.

[3] J.-B. Say había publicado su Traité d’Économie Politique en 1803. Lo sometió a una rigurosa revisión en 1814 y, a partir de ese momento, se convirtió en el texto seminal de la escuela clásica en el continente europeo. Aunque muy influenciado por Adam Smith, Say se resistía a las nuevas tendencias inglesas de interpretar la economía política con márgenes muy estrechos. Favorecía una visión más expansiva de sus vínculos con la moralidad y los modales «republicanos» propios de los idéologues. Sobre la teoría política e intelectual de Say cfr. Richard Whatmore, 2000, aunque Whatmore no es un guía fiable en cuanto a las complejidades de la relación de Say con «la economía política idéologue».

[4] Autores como D’Hauterive, Storch, Charles Comte y Charles Dunoyer, a los que se suele denominar la escuela de Say, siguieron celebrando los beneficios del intercambio económico y del laissez faire, pero los fueron marginando tras describirlos como a una «secta». Los defensores del laissez faire en Francia tendían a adoptar un estilo dogmático que exageraba los elementos utópicos de la economía clásica. Puede que el mejor ejemplo de esta tendencia sea Harmonies économiques de Frédéric Bastiat (1850).

[5] Hallamos estos mismos sentimientos en las obras de los influyentes autores de la segunda generación de eclécticos: Adolphe Franck (1809-1893), Jules Simon (1814-1896), Paul Janet (1823-1899) y Elme Caro (1826-1887). Un buen debate, en Logue, 1983, pp. 17-49. Como bien señalara J. S. Mill el eclecticismo, que tanto había arraigado en «las mentes especulativas de una generación de la que formaban parte Royer-Collard, Cousin, Jouffroy y sus pares», no tenía equivalente en Inglaterra.

[6] Eso no significa que no exista una profunda diferencia entre el eclecticismo y toda versión de las ciencias sociales. Brooks (1998) ha argumentado muy convincentemente que los innovadores franceses posteriores en ciencias sociales –incluidos Théodule Ribot (1839-1916), Alfred Espinas (1844-1922), Pierre Janet (1859-1947) y Émile Durkheim (1858-1917)– se vieron muy influidos por su educación espiritualista a la hora de elaborar supuestas versiones «positivistas» de la psicología y de la sociología. Cfr. Brooks, 1998.

[7] Cfr. Welch, 1984, p. 220. Destutt de Tracy fue el primero en utilizar la expresión économie sociale para indicar que la ciencia social no debería ocuparse de los temas que tradicionalmente preocupan a la política (Destutt de Tracy, 1817, IV, pp. 289-290). Esta es la razón por la que J.-B. Say la adoptó en las ediciones posteriores de sus obras.

[8] Las diversas políticas recomendadas por los economistas franceses hablaban de una tensión permanente entre el control del Estado (como la supervisión y regulación en el hogar), los incentivos a la cooperación espontánea y la autoayuda entre los trabajadores. Cfr. Welch, 1989, pp. 179-183.

[9] Fueron estos grupos de jóvenes radicales los que acuñaron el término «individualismo» como descripción general de metodologías –por ejemplo, la de los idéologues o la de los utilitaristas ingleses– que partían de las necesidades, deseos y propósitos individuales. La creciente tendencia a criticar el individualismo desde el punto de vista de la biología o la historia (o ambas) puede seguirse en las contribuciones a la revista saint-simoniana Le Producteur (1826) del por entonces saint-simoniano Louis-Auguste Blanqui, 1:139; de P. M. Laurent, 3: 325-338 y 4: 19-37; de Philippe Buchez, 3: 462-472; y de Rouen, 2: 159-164. Cfr. asimismo la octava sesión de la Doctrine de Saint-Simon de Amand Bazard (1958).

[10] La economía política no se enfrentó a un reto intelectual serio hasta la década de 1880, cuando hubo de responder a las críticas de los historiadores de la economía y de los sociólogos positivistas en Gran Bretaña. En lo que parecía un eco de debates franceses anteriores sobre el lugar que debía ocupar la economía política en el seno de un proyecto científico social de espectro más amplio, los positivistas ingleses seguidores de Comte, sobre todo Frederic Harrison, aceptaron las críticas al individualismo de la escuela histórica y a las premisas ahistóricas de la economía política (Harrison, 1908, pp. 271-306). Estas críticas no acabaron con la ciencia económica, pero sí dieron lugar a un autoanálisis teórico que la obligó a clarificar sus métodos y su relación con el interés público.

[11] Este honor suele ponerse en entredicho y se acusa a Comte de haberse desviado desastrosamente de sus propios principios metodológicos. Cfr. Carlton, 1959, pp. 34-50.

[12] La biógrafa más reciente de Comte, Mary Pickering, sugiere que lo que los unió fue el compartir un enfoque, reduciendo así la supuesta influencia de Saint-Simon sobre su colega más joven (Pickering, 1993, p. 101). En este punto sigue la obra clásica de Gouhier (1933-1941), III, pp. 168-170.

[13] Peter Dale (1989, pp. 33-128) se centra en la coincidencia de intereses entre Comte (en sus obras postreras) y Lewes y Eliot. Todos jugaron con el papel de la imaginación a la hora de crear «hipótesis» morales y dar fuerza a esas hipótesis, incluso en ausencia de una validación científica que las convirtiera en «leyes». Sobre Comte y las mujeres cfr. Pickering (1993), «Angels and Demons in the Moral Vision of Auguste Comte».

[14] Sobre la influencia del positivismo de Comte sobre George Eliot, cfr. Wright, 1981 y 1986. Eliot resulta muy atractiva para los críticos contemporáneos porque sus relatos confirman y niegan la «verdad» de que la ciencia es capaz de dotarnos de una nueva cosmología moral. Esta doble lectura de sus novelas en Beer, 1986 y Dale, 1989, pp. 85-101 y 129-163. Su ambigua relación con la ciencia social vista a través del prisma de la confrontación con Herbert Spencer, en Paxton, 1991.

[15] Aparte de escribir en las revistas más importantes, Émile Littré fundó y editó la Revue de Philosophie Positive (1867-1883), que tuvo gran importancia para los positivistas republicanos. Cfr. Simon, 1963, pp. 15-39. Los seguidores de Comte en Francia estaban divididos en un grupo ortodoxo, liderado por Pierre Lafitte, y el grupo disidente de Littré, del que formaban parte los biólogos Charles Robin y L. A. Second, y que rompió con Comte en 1852 por razones políticas. Littré, eminente filólogo e historiador, autor del magistral Dictionnaire de la Langue Française (1863-1878) y destacado político (en calidad de diputado y, posteriormente, senador) tras 1870, popularizó las doctrinas de Comte en Francia. Un análisis detallado del papel que desempeñó, en Hazareesingh, 2001, pp. 23-83.

[16] Los debates sobre el carácter «liberal» o «republicano» de la Tercera República, sobre todo sus deudas con regímenes anteriores y su legado para el presente, sigue vivo. Pero, incluso en medio de un revival del interés por el liberalismo en Francia, existe la tendencia a considerar al liberalismo y al republicanismo tipos ideales opuestos y a analizarlos exclusivamente bajo el prisma de la tradición intelectual francesa. Mona Ozouf aduce como prueba del iliberalismo de la Tercera República que sus fundadores estaban más cerca de Comte que de la Ilustración. Cfr. «Entre l’esprit des Lumières et la lettre positiviste: Les républicains sous l’Em­pire», en Furet y Ozouf (eds.), 1993. Por mi parte, sugiero que estamos ante una influencia mutua de nuevos lenguajes legitimadores y novedosas prácticas políticas. Un relato interesante sobre los orígenes liberales de las prácticas políticas en tiempos del Segundo Imperio, sobre todo en torno a las ideas de libertad local y tolerancia al debate, en Hazareesingh, 1998. Esta obra de Hazareesingh sobre la cultura política del Segundo Imperio hace hincapié en el incremento de la identificación política municipal y habla de las exitosas luchas liberales para hacer realidad los principios de una discusión pública razonada a nivel local (1998, pp. 306-321).

[17] En un ensayo más largo hubiera entreverado en estos esbozos comparados el destino del darwinismo (una sutil discusión de las «conversaciones» que pivotaron en torno al evolucionismo en Alemania, Inglaterra y Francia, en Burrow, 2000, pp. 31-108). La teoría científica de la selección natural, que defendía, por un lado, fines individualistas y no intervencionistas mientras pretendía demostrar la superioridad de los fines cooperativos de la solidarité y la necesidad de acción gubernamental, tenía más de una deriva política. En Francia, el lenguaje del darwinismo, en concreto las ideas de lucha competitiva y de selección natural, tuvo mucho eco en las décadas de 1880 y 1890. La extrema derecha usó estas ideas para legitimar el racismo y combatir a los racionalistas republicanos en su propio ámbito «científico». Los republicanos liberales, por su parte, creían que la selección natural también funcionaba a nivel de los organismos sociales y defendían una sociedad basada en la cooperación que se ocupara de los débiles (mujeres, niños y trabajadores).

Historia del pensamiento político del siglo XIX

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