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RADICALISMO, REPUBLICANISMO Y REVOLUCIÓN
De los principios de 1789 a los orígenes del terrorismo moderno
Gregory Claeys y Christine Lattek
INTRODUCCIÓN
La modernidad se ha definido esencialmente por el impulso revolucionario, así como por la opinión que alberguemos –sea esta crítica o laudatoria– sobre la Revolución francesa de 1789. En el siglo XIX se la asoció a prácticamente todos los movimientos radicales, republicanos y revolucionarios, y, hacia finales de la Primera Guerra Mundial, al derrocamiento de muchas casas reales de Europa. Sin embargo, los sucesos que condujeron al destronamiento de Luis XVI no fueron inevitablemente antimonárquicos; de hecho, culminaron en una dictadura imperial. La idea de revolución, asociada asimismo a la independencia norteamericana, se acabó identificando con el principio de soberanía popular. También estaba vinculada a la eclosión de las aspiraciones nacionalistas que definen el periodo, así como a las causas de la reacción y a la creación del conservadurismo moderno en las obras de Burke, Bonald y otros[1]. Aunque el modelo de la monarquía constitucional limitada británica, basada en el imperio de la ley, fue fundamental para los reformistas del siglo XVIII del mundo entero, fue sustituido a lo largo del siglo XIX por los ideales surgidos de las revoluciones de 1776, 1789 y 1848. El concepto mismo de «revolución», que en tiempos se había entendido como una restauración o vuelta a condiciones previas, adoptó el significado de derrocamiento violento de regímenes en nombre de la soberanía popular, de afianzamiento étnico/nacional, o de ambos. Era el diseño consciente, con arreglo a los principios de la razón, de una estructura que hasta entonces se había considerado algo natural y orgánico, un orden fruto de la inspiración divina[2]. Sus adversarios también solían vincularla a una exigencia obsesiva de autonomía individual, al aumento del individualismo comercial y societario y al deseo de romper con las formas tradicionales de autoridad, sobre todo con el paternalismo y la religión.
En la primera mitad del siglo, los liberales invocaron el ideal revolucionario contra los autócratas; en la segunda, fueron cada vez más los socialistas, anarquistas y otros demócratas los que lo utilizaron contra la autocracia, la monarquía, la aristocracia, la oligarquía y, con el tiempo, a medida que se difundía la «cuestión social», también contra el liberalismo. En los inicios se adoptó el ideal revolucionario en nombre de la libertad –un principio que seguiría evolucionando en Estados Unidos–, pero luego se lo ligó a la igualdad, la justicia y la ayuda a los pobres –aunque estos extremos también podían definirse en términos de restauración–, novedad e innovación. A veces el ideal revolucionario se mantuvo en la sombra, denostado por liberales y conservadores por igual. Los reformistas que pedían una extensión del sufragio masculino (la meta primera y fundamental de la mayoría de los demócratas del periodo) empezaron a vincular sus demandas a «cuestiones sociales», como la exigencia de un salario digno y una mejora en las condiciones laborales. A partir de 1848 estas exigencias se leían, cada vez más, en clave «socialista» y la meta de la revolución dejó de ser la «libertad» o la «democracia», definidas negativamente por contraposición al gobierno despótico, cuando se optó por cierta variante del principio de «asociación» como alternativa a la competitividad económica entre individuos (Proudhon, 1923a, pp. 75-99).
Concebida originalmente como un acto de rebelión bien definido y delimitado, la revolución acabó siendo un estado de ánimo, un proceso continuo, destinado a conservar el sentido de la virtud y del autosacrificio en permanence. (Desde un punto de vista negativo, podría considerarse una especie de orgía orwelliana de agitación constante, pensada para generar conformismo blandiendo la permanente amenaza de crisis, y justificar así la dictadura apelando al temor al enemigo externo.) Los revolucionarios se inspiraron en la idea rousseauniana de la voluntad general y afirmaron que podría representarla una elite de revolucionarios comprometidos del partido que decidiría en nombre de la mayoría. Algunos creían que un líder carismático, casi providencial, podría ostentar la representación de ese partido. Invocando el derecho histórico, constitucional o moral a resistir a la tiranía, los demócratas también aceptaban, a veces por necesidad, ciertos enfoques conspiratorios del cambio político que justificaban incluso la violencia individual, el «terror» y el asesinato. La presión a favor de la democracia y de una creciente igualación social fue inexorable en la Europa del siglo XIX, y, poco a poco, también en otros lugares. La Restauración de 1815 sólo alivió temporalmente esa presión desde abajo a favor de la democracia política. Como se señala en uno de los eslóganes clásicos del ideal revolucionario de la época, la reacción fue la causa de nuevas revoluciones (Proudhon, 1923a, pp. 13-39).
En este capítulo vamos a explorar la evolución de las principales tradiciones europeas radicales y republicanas del periodo, su implicación en los movimientos revolucionarios clandestinos y el surgimiento de estrategias de violencia individual o «terrorismo», que transformaron a la lucha colectiva, como medio para alcanzar las metas revolucionarias, en violencia individual. Aunque nos centremos en las principales tradiciones europeas y norteamericanas, mencionaremos su influencia sobre las derivas imperialistas y antiimperialistas, así como los orígenes de movimientos extraeuropeos y de líneas de pensamiento paralelas.
TRADICIONES RADICALES Y REPUBLICANAS
Pese a las revoluciones americana y francesa (e incluso a ejemplos anteriores como el de Suiza), el republicanismo no arraigó en la mayor parte de la Europa decimonónica. Entre 1870 y la Primera Guerra Mundial había hecho pocos progresos, pues Francia seguía siendo la única gran república. Tras la Restauración de 1815, la Santa Alianza de Rusia, Austria y Prusia unió las ideas del Trono y del Altar e intentó suprimir todo movimiento antiautocrático. La monarquía también era popular en algunos de los nuevos estados, como Bélgica. Pero había poderosas corrientes republicanas en diversas naciones europeas de la época y en otros lugares también hubo movimientos distintivos, aunque menos intensos. Al principio, el republicanismo solía asociarse al establecimiento de una monarquía constitucional o limitada, gobernada por el imperio de la ley, no por el capricho. El componente republicano se reflejaba en la defensa de la soberanía última del pueblo, aunque sólo se instaurara un sufragio censitario basado en la renta y en la propiedad. El rechazo al privilegio aristocrático (aunque no necesariamente a la función de guía de una elite), y la defensa de la igualdad formal de todos los ciudadanos, también eran características propias del republicanismo. La resistencia a la creciente especialización económica, considerada una amenaza para la capacidad intelectual y la integridad moral, había sido un tema destacado en el caso de los republicanos del siglo XVIII, como Adam Ferguson, pero fue perdiendo pujanza hasta que resurgió de la mano del socialismo. A lo largo del siglo XIX el republicanismo se fue identificando con la democracia, con un ejecutivo electo y un sufragio cada vez más extendido. El modelo norteamericano fue ganando peso a lo largo del siglo, aunque sufrió alteraciones sustanciales. Al principio se basaba en el ideal de una sociedad independiente de granjeros y pequeños propietarios, que coexistía con la esclavitud en el Sur, pero acabó generando toda una serie de maquinarias políticas de masas, urbanas y de partido en las que la corrupción campaba a sus anchas, la plutocracia era cada vez más evidente y la libertad se veía amenazada por el poder sofocante de lo que Tocqueville describió como «la tiranía de la mayoría» (Tocqueville, 1835-1840; el periodo posterior, en Bryce, 1899). Al contrario que el republicanismo europeo, el norteamericano rara vez fue anticlerical y mostraba una marcada preferencia por la libertad, que valoraban más que la igualdad y la fraternidad, excepto cuando se combinaba con el radicalismo de los inmigrantes (Higonnet, 1988). La mayor parte de los modelos republicanos daban gran importancia al patriotismo y defendían la primacía de los intereses públicos sobre los privados, lo que no excluía las afinidades internacionalistas. Pero los reyes podían alegar que tales virtudes las encarnaba también una monarquía, y muchos estados de nueva creación de la época –como Grecia, Bélgica, Serbia, Rumanía– optaron por esta forma de gobierno cuando obtuvieron la independencia. Las monarquías podían salir de su concha creando imperios, dando alas a la gloria nacional y al prestigio individual, brindando oportunidades de empleo y fomentando la emigración para aliviar las presiones sociales en casa. De manera que el nacionalismo y el crecimiento de los imperios solían estar bastante interrelacionados.
Como se puede apreciar, el radicalismo no siempre fue republicano, ni el republicanismo fue siempre radical o democrático. Hubo hasta socialistas, como Robert Blatchford en Gran Bretaña, que no eran necesariamente antimonárquicos, ya que «una monarquía muy limitada […] es más segura y mejor en muchos aspectos que una república […] el riesgo de intrigas y corrupción es menor, las ambiciones personales tienen menos cabida y menos fuerza en una monarquía que en una república» (Clarion, 3 de julio de 1897, p. 212). En general, los radicales del siglo XIX querían extender el sufragio para lograr una mayor democracia y limitar el gobierno aristocrático, pero no necesariamente abolir la monarquía. Filosóficamente solían partir de la teoría del contrato social y de los derechos naturales, pero también los había utilitaristas, como los «radicales filosóficos» benthamitas. Los radicales tendían a ser más individualistas, a hacer mayor hincapié en la libertad como valor básico y a reivindicar derechos; los republicanos daban preferencia a la comunidad, a una igualdad social relativa y a un virtuoso cumplimiento del deber. Definían su ideal en términos de purificación de un ideal monárquico en el que la función primordial del rey fuera el servicio público, y buscaron numerosos ejemplos históricos de repúblicas aristocráticas u oligarquías clásicas, como Venecia. Sin embargo, poco a poco, fueron rechazando el ideal monárquico para defender otras variantes constitucionales de la soberanía democrática popular.
Gran Bretaña
El radicalismo y republicanismo británico moderno empezó con el explosivo debate sobre los «principios franceses» que desató la publicación de Los derechos del hombre de Thomas Paine (1791-1792) (cfr. Claeys, 1989b, 2007a). Aunque ninguna tipología está libre de crítica, cabe identificar en la Gran Bretaña de aquel periodo al menos cinco tipos de republicanismo que se solapaban: 1) el republicanismo utópico, en el que la comunidad de bienes –una tradición que se remontaba a Esparta, Platón, el cristianismo primitivo y Tomás Moro– pretendía solucionar la pobreza y la desigualdad (p. ej., el Ensayo sobre el gobierno civil, 1793, p. 86); 2) el republicanismo agrario, en el que se defendía la imposición de restricciones a la propiedad para limitar la desigualdad económica. Se asociaba a la tradición de la República romana recuperada por James Harrington y defendida tanto por Paine como por Thomas Spence; 3) el republicanismo antimonárquico, cuyo objetivo principal era la abolición de la realeza y su sustitución por una república o «gobierno electo» (Paine, 1992, p. 106); en el periodo que nos ocupa se asociaba fundamentalmente a Paine; 4) el republicanismo radical, en el que la extensión del sufragio (del sufragio masculino universal, generalmente) era la meta principal; y 5) el republicanismo whiggish, en el que lo prioritario era la reforma de las finanzas del Estado y restringir los poderes del monarca y de la aristocracia para que no pudieran interferir en las labores de la Cámara de los Comunes, y con la mente puesta en gobernar por el bien común, o res publica[3]. De todos estos tipos, el 1) fue adoptado por el socialismo a las alturas de 1840, el 2) fue retomado por los seguidores de Thomas Spence y el posterior movimiento de nacionalización de tierras; el 3) resurgiría vigorosamente a partir de 1848 en las obras de W. J. Linton, para luego desaparecer; y el 4) iría haciéndose con el 5) a lo largo de los siglos XIX y XX. La forma como las corrientes republicanas de los siglos XVI, XVII y XVIII afluyen en el siglo XIX sigue siendo un tema controvertido (cfr. Pocock, 1985). En cambio, se ha prestado poca atención a las líneas que vinculan a la década de 1790 con el siglo XIX, en parte porque los lenguajes y paradigmas anteriores desaparecieron o se volvieron irreconocibles tras la Revolución francesa (pero cfr. Burrow, 1988; Philp, 1998; Wootton, 1994).
En general, el término «radical» se estuvo usando en Gran Bretaña durante la década de 1790 para referirse al deseo de una reforma constitucional democrática, y, sobre todo, a la extensión del sufragio. El término «radicalismo», tal y como fue definido por la historiografía temprana (p. ej. Daly, 1892; Kent 1899), surgió en torno a 1819 para describir al movimiento asociado a estos reformistas. Existían desacuerdos en el seno del grupo sobre la medida en la que convenía extender el sufragio, sobre si el voto debía ser secreto, sobre si había que pagar a los miembros del Parlamento, etcétera. También se hablaba de una reducción de impuestos y de los gastos de la monarquía y del gobierno, de la extensión de la tolerancia religiosa y del fin del clientelismo. Sociológicamente se solía asociar al radicalismo con la difícil situación de los pequeños productores, tanto en la agricultura como en el comercio, que libraban una lucha amarga, prolongada y, a la larga, habitualmente infructuosa contra los grandes capitalistas.
En Gran Bretaña la rama plebeya de este movimiento pedía el sufragio universal masculino. Al principio expresaron sus objetivos en términos tradicionales y hasta «románticos», que, más que buscar un nuevo modelo de república democrática, evocaban con nostalgia una sociedad perdida de pequeños granjeros y campesinos propietarios de sus tierras. Eran hostiles a las teorías jacobinas, aunque condenaban la «Old Corruption» de gobiernos derrochadores y aristocracia disoluta (cfr. Spence, 1996). Antes de 1820 pivotaban en torno a los destacados radicales (ambos negaron ser republicanos) William Cobbett (1763-1835) (cfr. Cobbett, 1836, p. 159) y Henry Hunt (1770-1835) (cfr. Hunt, 1820, I, p. 505). Entre 1836 y mediados de la década de 1850 el radicalismo adoptó la forma del cartismo y contribuyó a la aprobación de dos leyes de reforma parlamentaria (1867, 1884). Pero la obtención del sufragio universal se consideraba, en general, un medio para otros fines, incluida la reforma de las leyes de pobres, el levantamiento de las restricciones impuestas a los sindicatos, la reforma industrial y la libertad de prensa.
La correspondiente rama de clase media estaba liderada por Jeremy Bentham (1748-1832) y sus seguidores, como Sir William Molesworth, a los que solían llamar «radicales filosóficos» o liberales «avanzados». Durante un tiempo constituyeron una facción con cierto eco en el Parlamento, aunque hay quien dice que ejercieron una influencia mucho mayor de lo que se cree (Dicey, 1914). Sus ideas se solapaban en algunos extremos con las de Richard Cobden (1804-1865) y John Bright (1811-1889), cuyo radicalismo se centraba en la promoción del libre comercio por medios pacíficos, en ampliar el sufragio y en reducir el gasto del gobierno, de la Corona y de la expansión imperial. Su mayor éxito legislativo fue la derogación de las Leyes del Cereal, que gravaban la importación de grano, en 1846 (cfr. Adelman, 1984; Belchem, 1986; Harris, 1885; Wright, 1988).
De todos estos movimientos el cartismo, pese a su heterogeneidad ideológica, era el mayor con diferencia y, a largo plazo, el más influyente[4]. Nacido en 1836, el movimiento cartista consensuó un programa de seis puntos centrado en el sufragio universal masculino, y elevó peticiones al Parlamento en tres grandes campañas. Dividido singularmente entre los moderados de la «fuerza moral» y los partidarios de la «fuerza física», este movimiento reformista quedó asociado a mediados de la década de 1840 al «Land Plan», un plan de reforma agraria para promocionar la propiedad campesina a pequeña escala impulsado por Feargus OʼConnor. El radicalismo plebeyo fracasó en Gran Bretaña en el momento álgido de la era victoriana, pero resurgió con fuerza en la década de 1860, cuando las sufragistas se implicaron a fondo después de que la elite artesana obtuviera el derecho al voto en 1867 (Finn, 1993; Gillespie, 1927; Taylor, 1995). Además, el rápido crecimiento del sindicalismo en el último tercio de siglo garantizaba que salieran a la palestra los temas importantes para la «aristocracia del trabajo». A partir de la década de 1880, el auge del socialismo dividió al movimiento laborista, pero también aceleró la fundación de un partido laborista independiente. Tras 1880 surgió asimismo un «programa radical» distintivo que asociaba estrechamente al ala radical del Partido Liberal con la reforma irlandesa, en concreto con tres puntos: estabilidad del arriendo, renta moderada y libertad de transmisión. En aquella época también fueron muy populares algunas medidas «colectivistas» de reforma interna, en especial las relacionadas con la vivienda y la atención sanitaria a la clase obrera, con los salarios y aparcerías en el campo, con el «disestablishmentarism» que pretendía poner fin al estatus oficial del que gozaba la Iglesia anglicana, así como con la universalización de la enseñanza, la reforma impositiva y la promoción del gobierno local (cfr. Chamberlain, 1885, y Toynbee, 1927, pp. 219-238). A caballo entre el radicalismo y el liberalismo surgió también el denominado «nuevo liberalismo», que mezclaba ideas semicolectivistas con su adhesión al principio del laissez faire (Freeden, 1978). De manera que, en la década de 1880, el término «radical» hacía referencia a una amplia gama de propuestas de reforma, tanto políticas como sociales, planteadas por la clase media y los plebeyos, por lo general no socialistas, sobre todo en Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda. (Carruthers, 1894, p. 6).
Republicanismo británico
Hasta la monarquía más popular de Europa, alabada por los efectos estabilizadores de su pompa y ceremonia (sobre todo por Bagehot, 1867), tenía sus detractores, aunque fueron relativamente escasos durante gran parte del siglo (cfr. A. Taylor, 1996, 1999, 2004; Williams, 1997). El veterano radical whig Henry Brougham lamentaba en 1840 que el peso de los republicanos, teniendo en cuenta «sus propiedades, rango y capacidad, es el de una minoría» (Brougham, 1840, p. 4). La tradición establecida por Thomas Paine en Los derechos del hombre (1791-1792) nunca desapareció del todo, se siguió celebrando el aniversario hasta bien entrado el siglo XIX. Escritores como Richard Carlile, editor de The Republican (1819-1826) (para quien republicanismo era simplemente «un gobierno que tiene en cuenta el interés público», The Republican, 27 de agosto de 1819, p. ix), mantuvieron viva la llama y aseguraron la persistencia de una íntima vinculación entre laicismo, librepensamiento y republicanismo en Gran Bretaña (Royle, 1974, 1980). A finales de la década de 1830 y durante la de 1840, una gran variedad de escritores cartistas especuló con temáticas republicanas, aunque el movimiento en su conjunto nunca abrazó este ideario; cuando acusaron al líder cartista Feargus OʼConnor de ser republicano, este replicó que le daba igual que se sentara en el trono la reina o el diablo (Hughes, 1918, p. 158). Muchos cartistas eran fieles al modelo norteamericano, aunque ya en aquella época se apreciaba cierta desilusión por el crecimiento de la desigualdad social en Estados Unidos. En los años de las revoluciones de 1848, algunas de las personas vinculadas al movimiento se declararon abiertamente «republicanos ardientes […] ansiosos […] de expresar nuestra lealtad a la única fuente legítima de autoridad: el pueblo soberano» (Harding, 1848, p. iii). Tras 1848 Ernest Jones y George Julian Harney dirigieron los retazos socialistas, remanentes, de este movimiento. En su periódico, Red Republican, defendían una virulenta doctrina revolucionaria. Años después, el líder cartista James Bronterre OʼBrian apoyaría sin desmayo la causa de la reforma agraria y de la nacionalización, y sus seguidores destacarían especialmente en la Asociación Internacional de Trabajadores o Primera Internacional, fundada en 1864.
Tras las revoluciones de 1848 en el continente europeo, la causa republicana resurgió con fuerza temporalmente, debido, sobre todo, a la influencia de Mazzini, aunque fuera un nacionalista con poco interés hacia las formas constitucionales. Su gran defensor fue el grabador William James Linton, que se negaba a aceptar la «posibilidad» de un republicanismo monárquico (Linton, 1893, p. 47). En su obra, The English Republic (1851-1855), que tuvo una difusión limitada, pretendía demostrar lo mucho que podía llegar a entusiasmar una buena mezcla de carisma, religión y nacionalismo a los radicales británicos que compartían un ideal del deber basado en el «sacrificio, el servicio o el ministerio y sentían auténtica devoción por toda facultad o poderes adquiridos capaces de promocionar el bienestar y la mejora de la humanidad» (Adams, 1903, I, p. 265). El republicanismo de Linton defendía los ideales de libertad, igualdad, fraternidad y asociación, y recomendaba la educación pública, la provisión estatal de crédito a las clases trabajadoras y la oposición a la monarquía por considerarla una tiranía. Pero tampoco le gustaba un socialismo en el que el Estado actuara como «dictador y director del trabajo», violando así la libertad individual en vez de proteger a los trabajadores del capital y dar al campesino la oportunidad de ser propietario de sus tierras (Linton, s.f., p. 2). Fue el primer intento inglés serio de fusionar el republicanismo del siglo XVII representado por Milton, Cromwell, Ireton y Vane con el de Mazzini, Herzen, Kossuth y las causas de polacos, húngaros, rumanos y otros pueblos europeos sometidos. Los seguidores británicos de Auguste Comte también mantuvieron viva la llama del republicanismo tras el declive del cartismo, con Frederic Harrison insistiendo en que el único gobierno legítimo era el republicano, porque había que confiar el gobierno a quienes estaban preparados para gobernar, buscaban el interés de todos y no «gobiernan nunca en interés de ninguna clase u orden». Su instauración era tan «cierta como que el sol saldrá mañana» (Harrison, 1875, pp. 116-122; Harrison, 1901, p. 20; Fortnightly Review, n.o 65, junio de 1872, p. 613). John Ruskin también brindó su apoyo a este ideal[5]. De manera que, durante este periodo, republicanismo y socialismo fueron dos cosas diferentes, aunque a veces se solaparan.
El republicanismo vivió su mejor época en Gran Bretaña a principios de la década de 1870 (aunque en 1874 ya había perdido fuste) inspirado por el derrumbe del Segundo Imperio francés y por la antipatía que despertaban los principios «despóticos» de un expansionismo alemán con el que se identificaba a la reina Victoria por nacimiento (McCarthy, 1871, pp. 30-40). Tras la fundación de la Liga de la Tierra y el Trabajo en 1869, se crearon unos ochenta y cinco clubes republicanos entre 1871 y 1874 y se fundó una Liga Nacional Republicana en 1872. Sus defensores hablaban mal de la monarquía, a la que consideraban «inmoral» (Holyoake, 1873, p. 1), y mostraban su entusiasmo por el hecho de que «un gran número de personas está empezando a defender principios republicanos» (Barker, 1873, p. 3). Algunos radicales respetables saltaron a la palestra aprovechando ese clima político. En un discurso pronunciado en Newcastle en 1871 y luego en otros lugares, Sir Charles Dilke habló del tema de la «representación y la realeza», criticando el estado de las finanzas regias y pidiendo una investigación parlamentaria al respecto en marzo de 1872 (cfr. Taylor, 2000). Pero las revueltas antirrepublicanas torcieron su rumbo. El auge creciente del modelo norteamericano tras la Ley de Reforma de 1884 situó en primer plano el debate sobre sus virtudes entre los simpatizantes, aunque también en este caso se oyeron voces disonantes (p. ej., Conway, 1872).
Charles Bradlaugh (1833-1891) fue el republicano británico más importante de finales del periodo victoriano. Fue él quien, medio en broma medio en serio, relacionó al republicanismo con el librepensamiento y quien más se opuso al socialismo (Bonner, 1895; Gossman, 1962). Pero su retórica era más extrema que sus principios, y los pocos intentos que hizo de fundar una organización republicana oficial adolecieron de cierta reticencia; se decía que no había prisa alguna en lograr las metas políticas últimas (D’Arcy, 1982). La enfermedad de la reina Victoria en 1871, y el retorno a sus deberes oficiales tras casi una década de duelo por la muerte de su esposo, contribuyeron a restaurar su prestigio, mientras Disraeli hacía hincapié en la superioridad de la Constitución británica sobre la norteamericana (p. ej. Watts, 1873, p. 1). El declive del republicanismo estuvo íntimamente unido a la expansión del imperio y al ensalzamiento, por parte de Disraeli, del papel imperial de la reina. Los críticos amenazaban con que «el día que proclamemos una república en este país, perderemos nuestras colonias y nos hundiremos en la insignificancia» (Ashley, 1873, p. 19). En general, los ingleses reaccionaron de forma negativa ante la Comuna de París. Hasta los republicanos estaban divididos en este punto: Frederic Harrison era más favorable a la Comuna; Bradlaugh, cada vez más reacio a la Primera Internacional, lo era menos. En 1899 se decía que sólo quedaba un republicano confeso en la Cámara de los Comunes; el irlandés Michael Davitt (Davidson, 1899, p. 386, y en general Moody, 1981).
En este periodo también hubo defensores del republicanismo en varias colonias británicas –al menos en el ámbito teórico–, en Australia especialmente, donde ya en 1852 se había proclamado (por John Dunmore Lang, que no halló mucho apoyo popular): «No hay otra forma de gobierno practicable o posible en una colonia británica que ha obtenido su independencia y libertad que la de una república», el único modo de promover la moral pública y privada y una «religión pura e inmaculada» (Lang, 1852, p. 64; cfr. McKenna, 1996; McKenna y Hudson 2003; Oldfield, 1999; en el caso de Nueva Zelanda, Trainor, 1996; cfr. asimismo Eddy y Schreuder, 1998).
Irlanda
El grupo parlamentario de los radicales irlandeses presionó a favor de una reforma política y social (especialmente agraria) durante todo el periodo. El principal movimiento nacionalista de la primera parte del siglo lo lideró Daniel OʼConnell (1775-1847), cuya meta fundamental era la restauración del Parlamento irlandés y quien pronunció la famosa frase: «Ninguna revolución merece el derramamiento de una sola gota de sangre» (White, 1913, p. 81). Rechazaba el «vano deseo de contar con instituciones republicanas» promovido por la Sociedad de los Irlandeses Unidos (O’Connell, 1846, II, p. 113), y en su lugar defendía una reforma parlamentaria moderada y políticas de liberalismo económico. La emancipación católica se logró en 1828, pero en la década de 1840 OʼConnell no logró la «revocación» (de la Ley de la Unión de 1801 que había abolido el Parlamento irlandés independiente). Su sucesor más famoso fue Charles Stewart Parnell (1846-1891), el «rey sin corona de Irlanda», presidente de la Liga Agraria y líder del partido irlandés en el Parlamento durante la década de 1880, que impulsó una reforma agraria primero y, más tarde, progresivamente, la propiedad campesina y la creación de un parlamento irlandés independiente.
Republicanismo irlandés
El republicanismo irlandés del siglo XIX tiene su origen en la controversia que rodeó a la Revolución francesa y los derechos del hombre de Paine. Hunde, sin embargo, sus raíces en el pensamiento «whig auténtico» y «patriota» de tiempos anteriores, que encarnaban la oposición a la «tiranía» de un ejecutivo despótico, un ejército permanente y una oligarquía terrateniente, pero en los que la dominación étnica inglesa también desempeñaba un papel importante a la hora de rebajar el vocabulario del constitucionalismo antiguo y de los derechos naturales primero, y el de los derechos católicos e incluso el del separatismo después (cfr. Small, 2002, y, en general, Connolly, 2000). Algunos reformadores como Lord Edward Fitzgerald visitaron Francia poco después de la Revolución, donde se imbuyeron de principios republicanos (Moore, 1831, I, p. 166). A medida que avanzaba la década de 1790, otros reformistas, como Wolfe Tone, pasaron de buscar la independencia bajo «cualquier forma de gobierno» (Tone, 1827, I, p. 70) a asumir tanto un cuerpo electoral más amplio, como, finalmente, un republicanismo más democrático. En opinión de muchos, especialmente de los dissenters ingleses, se estaba hablando de autogobierno (Byrne, 1910, p. 4; Tone, 1827, II, pp. 18, 26). Tras la fundación de la Sociedad de los Irlandeses Unidos en 1792, el republicanismo a lo Paine y el autogobierno irlandés se fusionaron dando lugar a una combinación que fue separatista en 1796 y revolucionaria en 1798 (cfr. McBride, 2000). Sin embargo, muchos de los líderes más destacados del levantamiento de 1798, no tenían un modelo político que fuera más allá de la independencia nacional; el rebelde general Joseph Holt admitió, cuando le preguntaron, no estar «muy puesto en cuestiones republicanas» (Holt, 1838, II, p. 69).
El republicanismo irlandés de mediados del siglo XIX siguió esta pauta. Los revolucionarios de 1848 carecían de una teoría política elaborada: querían crear su propia nación. Thomas Davis, por ejemplo, aunque brindó su apoyo a un gobierno federal afirmó: «Si no, cualquier cosa menos lo que somos» (citado en Lynd, 1912, p. 224), e incluso admitió que una «república regia» podía ser un modelo viable (Davis, 1890, p. 280). Cuando un entusiasta de los procesos de 1848, John Mitchel, se declaró partidario del republicanismo se dijo que era «una evolución con la que no se había contado», pues él mismo había escrito refiriéndose a sus camaradas: «Las teorías sobre el gobierno carecen de interés para ellos. El único deseo y objetivo de todos es crear un gobierno nacional», que podría incluir una monarquía (Duffy, 1898, I, p. 262 n.; Dillon, 1888, II, p. 130). A muchos les ofendió más tarde el apoyo público de Mitchel a la esclavitud y a una «república irlandesa con plantaciones esclavistas» a principios de la década de 1850 (Mitchel luchó por el Sur en la Guerra Civil norteamericana) (Dillon, 1888, II, pp. 48-49). Hasta un teórico político y social tan sofisticado como Michael Davitt, fundador de la Liga Agraria, que propugnaba la nacionalización de la tierra (Henry George fue quien más influyó en él) y el socialismo de estado (Davitt, 1885, II, pp. 69-142), escribió poco sobre el republicanismo, pero esperaba poder fundar un partido laborista en Gran Bretaña.
La Hermandad Republicana Irlandesa, fundada en 1858, fijó unos principios fundamentales, que, evidentemente, no estaban exentos de crítica. De entre ellos cabe destacar la expropiación de tierras a propietarios inactivos o ausentes, así como a la Iglesia. Pretendía vender la tierra para crear un nuevo campesinado; abolir los títulos hereditarios, crear un parlamento electo con un tercio de sus miembros elegidos por sufragio universal; fundar consejos provinciales; imponer la tolerancia de todas las religiones desde una educación laica (Rutherford, 1877, I, pp. 68-69). Algunos republicanos irlandeses posteriores fueron, sobre todo, nacionalistas, pero no necesariamente antimonárquicos. Patrick Pearse, por ejemplo, creía que un príncipe alemán bien podría ser soberano de una Irlanda independiente.
Francia
En Francia nunca dejó de haber movimientos revolucionarios tras 1789. Sus miembros estaban en la estela de Rousseau y los jacobinos, pero combinaban las propuestas de estos autores con las contenidas en las obras de Babeuf, Blanqui, Proudhon y Blanc. Defendían al pequeño productor, al artesano y al campesino frente al gran capital, y exigían más democracia, igualdad social, derechos civiles y nacionalismo (Loubère, 1974). Francia fue la sociedad europea más revolucionaria del siglo XIX, con un levantamiento moderado en 1830 y con posteriores transformaciones en 1848 y 1871 que marcaron época. Su radicalismo a menudo era republicano y revolucionario, aunque no había tradición alguna asociada a los «principios de 1789» como tales. En el seno del movimiento había un ala moderada y una extremista que competían por la aprobación de la opinión pública. Jacobinos y republicanos volvieron a adquirir importancia durante la Revolución de 1848 y el radicalismo halló mayor eco en el campo en la segunda mitad del siglo. Los viticultores del sur presionaron a favor de reformas constitucionales. Defendían, por ejemplo, un legislativo unicameral sin presidente ni Senado, pero se oponían a dar el voto a las mujeres. En la década de 1880, algunos radicales pidieron la nacionalización del ferrocarril, de las minas y de los bancos, la regulación de las condiciones de trabajo y de los horarios de los obreros, créditos a bajo precio y apoyo del Gobierno a las cooperativas. En torno al cambio de siglos, muchas de estas cuestiones ya eran cosa del socialismo. El radicalismo más moderado y no revolucionario perdió interés.
Republicanismo francés
La Revolución francesa no fue necesariamente antimonárquica. La controversia sobre las ventajas de conservar y reformar a la monarquía fue evidente en el debate entre Thomas Paine y el Abate Sieyès de agosto de 1791. Paine defendía un republicanismo entendido como «gobierno representativo» (Paine, 1908, III, p. 9), mientras que Sieyès señalaba los peligros de un ejecutivo electo que compitiera con el monarca por la representación de la nación en su conjunto (Sieyès, 2003, p. 169). Estos argumentos resultaron atractivos para muchos y las ideas de Sieyès cobraron importancia en la fase más conservadora de la Revolución encarnada en el Directorio. El republicanismo francés daba vueltas a los temas suscitados durante la Convención y la primera Comuna de París (1792), que imprimió a la revolución un rumbo más radical y se opuso sin descanso a la monarquía y al clero (cfr. Fisher, 1911; Pilbeam, 1995; Plamenatz, 1952; y Soltau, 1931). La primera Comuna y el Club Jacobino organizaron la insurrección del 19 de agosto de 1792, estableciendo el modelo de la rebelión radical y parisina contra el Gobierno central en nombre del pueblo en su conjunto. Una insurrección liderada por Marat y Robespierre el 31 de mayo de 1793 llevó a la plebe a hacerse con la Asamblea Nacional. (Quienes la defendieron creían que era la única forma de proteger la democracia; p. ej. OʼBrien, 1859, p. 27.) El arresto y ejecución de los girondinos moderados fue seguido de una época de gobierno radical. En 1790 se habían nacionalizado las tierras de la Iglesia y se había vendido la tierra de quienes se habían exiliado (emigré). En un decreto de febrero de 1794 se había propuesto una cesión aun mayor, que nunca se llevó a cabo porque el gobierno del Terror fue derrocado el 9 de termidor (27 de julio de 1794). Eran medidas más populistas que socialistas y pretendían atajar el problema de la pobreza y de la escasez de alimentos que constituía una amenaza interna para la Revolución. (Los republicanos hicieron sus propias descripciones de la economía política en aquel periodo; cfr. Whatmore, 2000.) El sufragio universal masculino (indirecto) estuvo brevemente en vigor en aquellos años y, de nuevo, en 1848, pero no tardó en ser abolido.
Tras la Restauración de 1815, la expulsión de Carlos X después de tres días de peleas callejeras en 1830 supuso una victoria para los republicanos, pero el resultado fue una estabilización de la monarquía debido al acceso al trono de Louis Philippe, duque de Orleans (Luis Felipe I). Por entonces los republicanos estaban divididos en cuatro secciones principales: los moderados (el grupo más grande), liderados por Godefroy Cavaignac; los radicales o jacobinos, que abogaban sobre todo por el sufragio universal masculino; los reformistas sociales, muchos de los cuales –como Cabet, los fourieristas y los saint-simonianos– eran antirrevolucionarios y no mostraban especial interés por la política; y los revolucionarios (Plamenatz, 1952, p. 39). Un quinto grupo, el de los católicos liberales liderado por el Abate Lamennais, intentó salvar la brecha entre la Iglesia y la democracia. Pero eran categorías flexibles, no exclusivas, y muchos de los reformistas pertenecían a más de un grupo.
La Segunda República, fundada en febrero de 1848 y dirigida por hombres como Ledru-Rollin, Lamartine y Louis Blanc, tampoco duró mucho. Sus principales características fueron la popularización de las ideas socialistas a gran escala por primera vez, sobre todo en el caso de la propuesta de instaurar talleres nacionales efectuada por Blanc y en su proclamación del «derecho al trabajo». Los insurreccionalistas (incluido Blanqui) desafiaron a los moderados en mayo-junio, pero fueron derrotados tras un gran derramamiento de sangre, y lo único que consiguieron fue hacer desmerecer a la causa radical ante la opinión pública. Tras un gobierno provisional encabezado por Louis Eugène Cavaignac, eligieron presidente a Louis Bonaparte, pero este dio un golpe de Estado el 2 de diciembre de 1851 que condujo al Segundo Imperio. Vino entonces un periodo de dura represión, en el que fueron arrestados, y juzgados por tribunales especiales, más de 26.000 republicanos. Ledru-Rollin, Blanc y otros acabaron en el exilio, donde algunos colaboraron con el Comité Democrático Central creado en Londres (Lattek, 2006, pp. 87-95). Muchos moderados se quedaron en Francia y lograron convertir la causa republicana en algo respetable a lo largo de las dos décadas siguientes. Pero los desacuerdos en torno a las reformas sociales necesarias y a la viabilidad del liberalismo del laissez faire para solucionar problemas sociales siguieron generando división.
La Tercera República, proclamada en septiembre de 1870 tras la derrota de Francia a manos de Prusia, se fundó oficialmente en 1875. Con el extremismo muy desacreditado tras el fracaso de la Comuna, la mayoría de sus partidarios eran juristas y comerciantes de clase media además del toque de color aportado por artistas como Manet, y cada vez más judíos, mujeres y masones, quienes promovían una aproximación más laica a la cultura pública. Su faro fue Léon Gambetta (1838-1882), cuyo objetivo era crear un régimen centralizado basado en el sufragio universal y en una educación laica y obligatoria, para fundar una democracia moderna de base patriótica, sin importar los compromisos que, sobre todo en política exterior y religiosa, requerirían inevitablemente estas políticas «oportunistas» (cfr. Nord, 1995). Entre medias, el ideal republicano fue apoyado por figuras como Auguste Comte (1789-1857), cuyos seguidores, si bien podían desconfiar de la democracia, a menudo eran acérrimos enemigos de la monarquía.
La Comuna de París
Un modelo de república muy influyente y controvertido de finales del siglo XIX fue el de la Comuna de París, la organización revolucionaria que vio la luz tras la derrota de Francia a manos de Prusia en la guerra de 1870-1871 (en general, Lissagaray, 1886). Léon Gambetta, Jules Favre y otros proclamaran el 4 de septiembre de 1870 un «Gobierno de Defensa Nacional» y declararon constituida la Comuna de París el 18 de marzo de 1871, tras algunos precedentes de comunas en Lyon y Marsella. Fue ratificada por medio de unas elecciones comunales que ganaron cierto número de trabajadores y algunos miembros destacados de la Primera Internacional. Más inspirada en Proudhon que en Rousseau, acabó en un baño de sangre en abril-mayo de 1871, pero la Asamblea Nacional retomó su inspiración republicana en febrero de 1875. La política de la Comuna había sido rigurosamente anticentralista. La tributación, la dirección de los negocios locales, las magistraturas, la policía y la educación se controlaban desde el ámbito local y el ejército permanente fue sustituido por una milicia cívica. Los oficiales de la Guardia Nacional eran elegidos y se garantizaban la libertad de conciencia y el trabajo. De manera que la Comuna era un gobierno republicano, local, anticentralista, con su propia milicia, que representaba a elementos de la clase obrera.
La Comuna de París demostró que el poder podía utilizarse en un sentido socialista y que las organizaciones provinciales no se crearían rápidamente. Para los socialistas la Comuna fue un intento de dividir a Francia en una república con comunas autónomas, que enviarían a sus representantes al consejo federal liberando a París del peso conservador de las provincias, es decir, de la opresión de la mayoría que generaba el «dogma del sufragio universal». A anarquistas como Bakunin les pareció «una negación del Estado valiente y explícita; lo contrario a una forma comunista autoritaria de organización política» (Bakunin, 1973, p. 199). Para Marx, quien había rechazado cáusticamente la idea de la comuna en 1866, calificándola de «stirnerismo proudhonizado» (Marx y Engels, 1987, p. 287), su carácter popular de «república social, el «autogobierno de los productores», la elección de funcionarios públicos, los salarios y el hecho de que todos respondieran directamente ante la Comuna, era la «antítesis directa» del viejo aparato estatal. (Hay quien ha leído estos comentarios en clave de concesión a Proudhon y a los anarquistas, p. ej. Collins y Abramsky, 1965, p. 207.) Este modelo, con delegados del campo acudiendo a la ciudad y asambleas de distrito que enviaban a sus diputados a París, se tomó como modelo para acabar con el «poder del estado que decía encarnar esa unidad al margen y por encima de la nación misma» (Marx y Engels, 1971, pp. 72-74). Algunos revolucionarios pensaban que sería necesaria una dictadura temporal para hacer frente a la amenaza externa, como en 1793, e interna, como cuando la traidora Asamblea Nacional había firmado la paz con Alemania a principios de 1871.
Hacia el final del periodo surgió en Francia un movimiento sindicalista revolucionario en torno a la Confédération Générale du Travail, fundada en Limoges en 1895 (cfr. Jennings, 1990; Ridley, 1970). Compartían con Marx la teoría de la lucha de clases y daban gran importancia a las huelgas –sobre todo a la huelga general– como expresión de dicho conflicto. Su objetivo último también era la abolición del Estado, de la burocracia, de la policía, del ejército y de todo el aparato judicial. En el futuro cumplirían esas funciones los trabajadores confederados. Esta estrategia contó con el apoyo de Georges Sorel, entre otros, aunque el movimiento adoptó en seguida una dirección reformista.
Alemania
En Alemania, las «ideas francesas» se aceptaron tras 1789 con cierta desazón por haber sido impuestas por un conquistador durante las guerras revolucionarias. Pero habían dejado un legado de laicismo y de nacionalismo antilocalista y el atractivo de la idea de soberanía popular no se esfumó fácilmente (Blanning, 1983; Gooch, 1927). El movimiento democrático moderno surgió en el periodo denominado Vormärz y alcanzó su apogeo en la época del Parlamento de Fráncfort en los años de las revoluciones de 1848 (cfr. Sperber, 1991). En teoría, el radicalismo alemán también obtuvo un gran impulso gracias a la «izquierda» hegeliana o «Jóvenes Hegelianos», a los que pertenecían Marx, Ludwig Feuerbach y Arnold Ruge (Breckman, 1999; Moggach, 2006). Algunos miembros de este grupo se hicieron anarquistas, como Bakunin. Otros, como Ruge, nunca dejaron de ser demócratas radicales y republicanos. Marx derivó hacia el comunismo, defendiendo la necesidad de una revolución violenta a partir de mediados de la década de 1840. También el joven Engels proclamaba los efectos terapéuticos de la violencia revolucionaria proletaria. Sin embargo, más adelante, ambos aceptaron la posibilidad de que pudiera haber una transición pacífica al socialismo allí donde los procesos democráticos lo permitieran, aunque no fuera un enfoque aceptado por todos los marxistas posteriormente. A principios del siglo XX, el término «radical» empezó a usarse cada vez más para designar a los movimientos de derechas, una connotación que se aprecia hoy en términos como Rechtsradikal, por ejemplo.
En las décadas finales del siglo, el término empezó a asociarse en algunos círculos con un movimiento de reforma moral y cultural, cuyo núcleo era la idea de sobrepasar o trascender las normas del presente, «burguesas» o de otro tipo, pero sobre todo las restricciones morales impuestas a la expresión y a la creatividad individuales. Algunos de estos conceptos eran herederos de modelos más individualistas del anarquismo de principios del siglo XIX. Es el caso en Alemania de Max Stirner, cuya obra El Único y su propiedad, se publicó en 1845. Se ha vinculado a Stirner con Friedrich Nietzsche; de hecho, se ha descrito su obra como una «increíble anticipación […] de la doctrina del superhombre de Nietzsche y su exigencia de la “transvaloración de todos los valores”, más allá de los estándares vigentes del bien y del mal» (Muirhead, 1915, p. 68). Es discutible hasta qué punto Nietzsche mismo consideraba «radical» el ideal de superhombre. Sí hablaba del anhelo de una cura «radical» para el malestar social, o de buscar un cambio «radical» (p. ej. Nietzsche, 1903, párrafo 534), pero no usaba el término de forma positiva en un sentido político. Algunos intérpretes recientes han sugerido que, de haber sido Nietzsche un pensador «político», habría que concebir sus ideas en términos de «política radical aristocrática» (Detwiler, 1990). En su caso el ideal de superhombre funcionaría de forma «radical» para subvertir la democracia e imponer a la «masa» o «rebaño» un ideal ético más elevado, basado, en parte, en una concepción social-darwinista de tipo evolutivo (aunque esto último es controvertido). Esto se lograría recreando lo que Nietzsche denominaba la «ecuación aristocrática (bien = aristocrático = bello = feliz = amado por los dioses)» (Nietzsche, 1910, p. 30). El ideal se basaba en la concepción que tenía Nietzsche de la polis griega y de su forma de valorar el bien, la verdad y la belleza. De manera que aquí «radicalismo» alude al retorno a un tipo moral originario o más puro –en el caso de Nietzsche, anterior a la «transvaloración» judeocristiana de los valores– que evitara el punto final «nihilista» una vez proclamada la muerte de Dios y la subversión del resto de los mitos. Había que imponer al individuo y a la sociedad una nueva escala de valores. El individuo se regiría por el dominio de sí; la sociedad, por la «voluntad de poder», uno de los conceptos centrales de Nietzsche más contestados. Resulte valiosa o no esta descripción de los propósitos de Nietzsche, el hecho cierto es que algunos de sus seguidores asumieron que cabía adaptarlos para reforzar el orden patricio existente (p. ej. Ludovici, 1915).
En Alemania el republicanismo, liderado por hombres como Friedrich Hecker, Carl Schurz y Gustav von Struve, surgió como alternativa durante las revoluciones de 1848, aunque muchos radicales preferían el imperio a la república. Los republicanos, derrotados en el Parlamento de Fráncfort de abril de 1848, eran fuertes en el suroeste, pero fueron derrotados en el campo de batalla por Prusia principios de 1849.
El republicanismo gozó de un apoyo intermitente en otros países europeos a finales del siglo XIX. En España se proclamó una república en 1873, pero hubo cuatro golpes de Estado y gobernaron cinco presidentes hasta que colapsó a finales de 1874.
Estados Unidos
Todo el pensamiento político norteamericano es republicano en el sentido de que niega la eficacia de la monarquía, pero la extensión del sufragio fue gradual a lo largo del periodo que nos ocupa. El radicalismo norteamericano del siglo XIX había nacido de la interpretación más populista de los principios de 1776, a menudo asociada a Thomas Jefferson y vinculada a la creciente desigualdad económica, hasta el punto de que un crítico de mediados de la década de 1830 denunció que lo que «llamamos un gobierno republicano» es «mera aristocracia» (Brown, 1834, p. 43). Recibió un gran impulso por parte de generaciones de emigrados radicales extranjeros, desde demócratas británicos que huían de la represión en la década de 1790 (Twomey, 1989) a alemanes tras 1848 (Pozzetta, 1981; Wittke, 1952; Zucker, 1950) y polacos, rusos y judíos en décadas posteriores (Johnpoll, 1981; Pope, 2001). En el ámbito interno evolucionó debido a la industrialización, la creciente desigualdad social y a cuestiones como la banca una oferta monetaria expansionista –características de los movimientos Free Silver y Greenbank–, al crecimiento de grandes trusts o monopolios económicos (sobre todo en el ámbito del ferrocarril) y a la actividad antisindical. Hubo muchos movimientos distintos, del radicalismo jacksoniano de la década de 1830, a la democracia radical del locofocoísmo y la Democracia Libre de las décadas de 1850 y 1860, pasando por el abolicionismo, diversas formas de populismo agrario (como el movimiento The Grange), cooperativas de consumidores y productores, y socialismo, tanto de inspiración nacional como extranjera. Hubo hasta propuestas para una reforma agraria (p. ej. Campbell, 1848, pp. 110-118). A finales de siglo surgieron una serie de líderes destacados, sobre todo Henry Demarest Lloyd (cfr. Lloyd, 1984) y Henry George, cuya teoría del impuesto único fue muy bien recibida a nivel mundial (cfr. George, 1879). Siguiendo el ejemplo del experimento británico de Freetown, los esclavos liberados crearon una serie de movimientos separatistas y panafricanos, lo que condujo, entre otras cosas, a la fundación de la colonia –más adelante, Estado– de Liberia en 1822 (Hall, 1978; McAdoo, 1983; Robinson, 2001).
MOVIMIENTOS REVOLUCIONARIOS DE RESISTENCIA NO EUROPEOS Y ANTIIMPERIALISTAS
El siglo XIX fue el periodo de la mayor expansión imperial de la historia europea, norteamericana y rusa. Murieron al menos treinta millones de personas y, contando las hambrunas y las guerras civiles exacerbadas por la intervención extranjera, probablemente cien millones. Algunas de estas conquistas albergaban una vocación casi que abiertamente genocida; es decir, el cuasi exterminio de las poblaciones nativas –a menudo enmascarado por un discurso darwinista de razas «inferiores»– era algo esperado, aceptado y deseado tras las conquistas. La expansión solía describirse en términos de la necesidad de expandir territorios, de hallar materias primas y nuevos mercados (cfr. Claeys, 2010). Pero todos se resistían a la conquista, y en las colonias los ideales europeos de revolución, libertad, igualdad y justicia se mezclaban con el deseo de renovar las formas tradicionales de la comunidad política y las organizaciones sociales y religiosas (Wesseling, 1978 y Bayly, en este volumen).
A principios del siglo XIX, la evolución revolucionaria extraeuropea más notable se dio en Hispanoamérica (cfr. Anderson, 1991, pp. 47-82; Schroeder, 1998; y, en general, Gurr, 1970). Tras la invasión de España por Napoleón en 1808, Venezuela se proclamó república independiente en 1811 y Chile aprobó una constitución provisional en 1812, pero ambos fueron derrotados por las fuerzas realistas. En 1821 se derrocó el dominio español en México y, tras 1825, cuando Simón Bolívar se hizo con el control del Alto Perú, España perdió el Nuevo Mundo: únicamente pudo conservar Puerto Rico y Cuba. Brasil se independizó en 1822 e instauró primero una monarquía y luego, a partir de 1889, una república. La importación de ideas como la soberanía popular, la participación y la representación, propias de la resistencia española contra Napoleón, contribuyó al proceso. Pero las ideas más conservadoras sobre la independencia, defendidas por las elites políticas aliadas con los líderes militares, acabaron triunfando sobre las basadas en los ideales franceses de libertad, igualdad y fraternidad, a pesar de las aspiraciones más revolucionarias de Francisco de Miranda y otros (Rodríguez, 1997, p. 122). Había poca gente que pensara como Bernardo OʼHiggins, que proclamó: «Detesto la aristocracia […] la amada igualdad es mi ídolo» (citado en Lynch, 1986, p. 142). El absolutismo borbónico no era muy atractivo, pero la participación política seguía siendo cosa de la elite, pues se exigían muchas propiedades para poder votar. Las ideas políticas más liberales tendían a aparecer tras las rebeliones, no a precederlas, y a menudo eran rechazadas tanto por parte de las elites blancas como por las criollas, que temían que dieran lugar a revueltas étnicas de los esclavos de piel más oscura, los nativos y los campesinos. La diversidad étnica, el bandolerismo social y las revueltas de esclavos inhibieron, en general, la creación de identidades nacionales en los nuevos estados; las elites criollas nacidas en América solían cerrar filas con los españoles (Macfarlane y Posada-Carbó, 1999, pp. 1-12). Pero surgió asimismo una identidad «americana» y antiespañola (Lynch, 1986, pp. 1-2). No hubo tendencia al laicismo. La idea de una intervención estatal para promocionar la educación y la prosperidad, al estilo de las propuestas de OʼHiggins y del proteccionismo económico, obtuvieron mayor apoyo que las del laissez faire. El republicanismo era la norma. Pero hasta liberales como Bolívar, el primer presidente de Colombia, que defendía la revisión judicial, la limitación de los poderes del presidente y la abolición de la esclavitud, exigían un ejecutivo fuerte y limitaron el sufragio atendiendo a la riqueza y al nivel educativo (Lynch, 2006, pp. 144-145). Tras las guerras revolucionarias era frecuente que hiciera su aparición el caudillismo, o que tomaran el poder señores de la guerra regionales hostiles a la autoridad central. México apostó por un emperador y era evidente que líderes como José de San Martín eran monárquicos de corazón. La insurrección tomó forma en Caracas, Buenos Aires y Santiago. Ciudad de México en principio defendió el gobierno de los españoles, y Cuba no logró la independencia hasta finales de siglo. De manera que hablamos de un proceso de independencia nacional muy desigual, en el que las elites modernizadoras desempeñaron un papel crucial a la hora de decidir si iba a haber o no guerras de independencia y qué tipo de gobierno se iba a instaurar después (Domínguez, 1980, p. 3).
En el norte se creó rápidamente un precedente anticolonial de enorme influencia: el derrocamiento de los gobernantes franceses en la isla de Santo Domingo, en 1791, tras la rebelión de 500.000 esclavos (en 1804 una tercera parte de ellos había muerto) inspirados en los nuevos principios revolucionarios y liderados por el «Espartaco negro», Toussaint L’Ouverture. «La única revuelta de esclavos exitosa de la historia» (James, 1963, p. ix) llevó, tras la derrota de ejércitos españoles, franceses e ingleses, a la fundación de la primera república de esclavos emancipados de la historia, Haití, en 1804 (cfr. Geggus, 2001). También hubo revueltas en Jamaica, Surinam y otros lugares (en general, cfr. Genovese, 1979). En Brasil se registraron revueltas milenaristas entre 1807 y 1835, casi siempre de inspiración religiosa, en un caso islámica (Reis, 1993). Los rebeldes querían convertirse en propietarios de las tierras. En las Indias Occidentales, Jamaica vivió una revuelta de esclavos en 1831 en la que estuvieron implicados misioneros baptistas. Allí se reprimió brutalmente un levantamiento de antiguos esclavos en 1865, al que se denomina la «Insurrección jamaicana». El gobernador Eyre la aplastó provocando 2.000 muertes, y el asunto se convirtió en una cause célèbre (Semmel, 1962). También hubo oposición al gobierno francés en África del Norte y Occidental, así como en Indochina (Argelia en, por ejemplo, Laremont, 1999; África Occidental en Crowder, 1978; Vietnam en Marr, 1971 y Trung, 1967). La política de aniquilación de los nativos del gobierno alemán provocó un levantamiento en el sudoeste de África, entre 1904 y 1907, que fue brutalmente reprimido. Hubo cientos o miles de muertos, según contabilicemos o no los fallecidos a causa de la hambruna posterior provocada por una táctica de tierra quemada (Stoecker, 1987). Cabe decir lo mismo del gobierno holandés en Java, donde hubo una guerra entre 1825 y 1830, que se saldó con la muerte de unos 200.000 nativos (cfr. Kuitenbrouwer, 1991). Se desataron asimismo revueltas en colonias portuguesas (el contexto, en Boxer, 1963). Las potencias no europeas tampoco se ahorraron las luchas de resistencia, sobre todo Rusia en Asia Central, y Japón en Corea (el caso de Japón, en Beasley, 1987; Kim, 1967 y Yeol, 1985. El caso de Rusia, en Geyer, 1987). En Estados Unidos fueron sucesivamente sometiendo a los nativos, diezmando sus filas mediante enfermedad y guerra, y confinándolos en reservas (Bonham, 1970; Silva, 2004). Normalmente estas rebeliones empezaban debido al descontento existente por la introducción de nuevos métodos de comercio y nuevas tecnologías, por la privación relativa, por la quiebra de la vida en los poblados y el desplazamiento padecido por las elites nativas. En muchas regiones hubo «movimientos de revitalización» de las tradiciones propias como reacción a la conquista, y sus artífices adoptaron cierto profetismo, mesianismo y milenarismo. El pasado precolonial pasó a describirse como una edad de oro. Estas reacciones no se definían tanto por la conciencia de clase como por el antagonismo hacia la elite colonial, formada por los europeos y por nativos asimilados. No era nacionalismo sino más bien regionalismo o lealtad hacia la propia tribu y apego hacia un líder carismático y, por lo general, profético (Adas, 1987; Thrupp, 1970).
En el mayor imperio europeo, el rechazo al gobierno británico por parte de las poblaciones nativas fue incesante durante todo este periodo. En Australia hubo resistencia aborigen desde los años de la primera ocupación en 1788. Entre 1790 y 1802 la lideró Pemulwuy, pero se mantuvo durante todo el siglo XIX. Las revueltas se reprimían con brutalidad y las tierras de los aborígenes se declaraban terra nullius, tierras desocupadas, y se apoderaban de ellas sin ofrecer a cambio compensación alguna (Reynolds, 1982). Los pueblos nativos carecían de una lengua común y estaban divididos por el antagonismo entre tribus. Como carecían de una estructura autoritaria en el ámbito político o militar, rara vez pudieron organizar revueltas concertadas, pero sí había cierto nivel de organización y las tribus participaban juntas en la instrucción militar. A veces hasta los nativos «domesticados» organizaban ataques contra los colonos (Robinson y York, 1977, pp. 5, 11). Hubo convictos fugados, como George Clarke, que se pintó el cuerpo como los nativos y colaboró en las razias contra los colonos (Robinson y York, 1977, p. 120). A veces se justificaban las rebeliones armadas apelando a la ley tribal, pero las masacres y las reubicaciones forzosas fueron acabando poco a poco con la resistencia (Newbury, 1999). En Tasmania la lucha se prolongó de 1804 a 1834 y acabó en genocidio. El conflicto se intensificó durante la Guerra Negra de 1827-1830 y la hostilidad racial alcanzó nuevas cotas. Probablemente murieran de forma violenta entre 20.000 y 50.000 nativos en Australia a lo largo de todo el siglo (Reynolds, 1982, pp. 122-123).
La resistencia maorí en Nueva Zelanda (1843-1872), aunque también se vio lastrada por las enemistades intertribales, estuvo mejor organizada y fue más prolongada. Terminó con la obtención de valiosos derechos sobre la tierra y tuvo mucho más éxito (Ryan y Parham, 2002). En la década de 1860, la resistencia la lideró un movimiento religioso sincrético cristiano-maorí, Hau Hau, bajo la guía del profeta Te Ua Huamene. Los zulúes eran adversarios igual de formidables y causaron muchas bajas a los británicos en la batalla de Isandlwana, en 1879 (Chikeka, 2004; Crais, 1991; Jaffe, 1994). En Canadá los británicos se enfrentaron tanto a la población nativa como a los desafectos habitants franceses, que protagonizaron una rebelión –junto a los radicales anglocanadienses liderados por William Lyon Mackenzie– con Louis Papineau, en 1837, para lograr la secesión y fundar una república independiente (Read, 1896). También hubo resistencia en África Occidental (Pawlikova-Vilhanova, 1988), Malasia (Nonini, 1992), Birmania y otros lugares. La victoria simbólicamente más memorable y antiimperialista de la época fue la derrota del general Charles Gordon en Jartum en 1885. En aquella batalla predicadores itinerantes musulmanes libraron una jihad o guerra santa liderados por el Mahdi. Arrollaron a las fuerzas británicas y fundaron una república islámica que pervivió hasta 1898 (Holt, 1970; Nicoll, 2004; Wingate, 1968).
El mayor ejemplo de rebelión a gran escala en el Imperio británico tuvo lugar en la India durante el denominado Motín de los Cipayos (1857-1858), también conocido como la Primera Guerra India de Independencia. Los problemas subyacentes eran de índole más social, étnica y religiosa que política, aunque la desafección creciente de los súbditos indios hacia Gran Bretaña tuviera su correlato de un cierto nacionalismo indio. Hoy se reconoce que el profundo resentimiento generado por el dominio europeo y el proselitismo religioso fueron cruciales para el estallido de aquella guerra. La interferencia con costumbres nativas como el sati –la inmolación de la viuda en la pira funeraria del esposo difunto– y, por supuesto, el asunto de la grasa de procedencia animal en los cartuchos, que ofendió a hindúes y musulmanes por igual, fueron causas interrelacionadas (Srivastava, 1997). La restauración del gobierno mogol, en parte como respuesta al trato dispensado por la Compañía de las Indias Orientales al rey de Delhi, sin duda fue otro factor relevante, aunque en Delhi surgió un Consejo de los Doce que desdeñaba la autoridad del rey (Buckler, 1922, pp. 71-100). Los rebeldes, al ser soldados, estaban muchos mejor organizados que otros grupos de oposición de la época y en muchos casos se conservaron las estructuras de mando durante los motines (David, 2000, p. 398). Los oficiales nativos –a menudo profesionales ambiciosos que creían que ascenderían más deprisa en un gobierno nativo que en uno impuesto por la Compañía– formaban además cuadros experimentados, y algunos se habían fijado metas más políticas. En Oudh la revuelta empezó siendo de carácter popular, en apoyo del rey y del país (Metcalfe, 1974, p. 37). Pero en algunos estudios recientes se pone en cuestión que fuera una guerra de independencia nacional y se ha llegado a la conclusión de que no hubo antieuropeísmo, pese a que las diferencias entre los nativos y los británicos habían ido aumentando a partir de la década de 1820 (Chowdhury, 1965; David 2002, p. 39; Sengupta 1975, p. 9). Aunque la mayoría de los nativos se mantuvieron leales al gobierno británico, la rebelión pudo haber tenido éxito de haber recibido la ayuda de persas y rusos. La opinión pública cultivada de Rusia y de China estaba de su parte, y fue un precedente esencial de luchas antiimperialistas posteriores, como la que se iba gestando en el ambiente, cada vez más radical, de los intelectuales bengalíes (MacMann, 1935, pp. 40-69; Majumedar, 1962; Pal, 1991). El Congreso Nacional Indio nació en 1885, en la atmósfera nacionalista y de renacer religioso hinduista y musulmán posterior al motín. Contaron con la ayuda de Allan Octavian Hume –hijo de un destacado radical inglés de la generación anterior, Joseph Hume– y, más tarde, de la socialista Annie Besant (Lovett, 1920).
En las décadas subsiguientes algunos de los levantamientos europeos influyeron en otras partes del mundo. Las revoluciones de 1848 tuvieron un impacto diferido (en Chile, Perú, México y otras zonas de Sudamérica), pero incentivaron el igualitarismo, la política participativa, sentimientos antiesclavistas, la difusión de ideas socialistas y la crítica «social» al liberalismo durante las siguientes décadas (Thomson, 2002). El incremento de los sentimientos nacionalistas y de la resistencia «patriótica» al imperialismo europeo dio lugar a grandes revueltas, como en el caso del movimiento revolucionario Taiping (1850-1865), de inspiración parcialmente cristiana, antitártaro y contrario al consumo de opio. Esta rebelión fue protagonizada por sociedades secretas que intentaron crear una teocracia basada en la fraternidad entre reyes y promover la redistribución de la riqueza entre los pobres, a las que sólo se pudo derrotar con la ayuda de Occidente y a costa de muchos millones de vidas (Clarke y Gregory, 1982; Cohen, 1965; Michael, 1966). Reprimir el levantamiento campesino espontáneo, anticristiano, xenófobo y antimanchú conocido como la rebelión de los Bóxers –que tuvo lugar en la China de 1900 y constituye un importante hito en la búsqueda de independencia de China (Keown-Boyd, 1991; Purcell, 1963)– precipitó asimismo la penetración occidental en la región, y se vio acompañada por el pillaje y la destrucción indiscriminada del patrimonio cultural chino.
SOCIEDADES SECRETAS Y CONSPIRACIONES REVOLUCIONARIAS
La política de insurrección y violencia en masa
En la política revolucionaria violenta existe una diferencia importante, aunque poco clara, entre la violencia terrorista y la insurrección. En el caso de la segunda se recurre, por lo general, a un asesinato (o varios) para provocar un levantamiento contra lo que se considera un régimen ilegítimo. En otras palabras, se comete un acto violento para desatar una revolución. Es una especie de golpe de Estado que dan unos cuantos individuos, para acabar con un gobierno establecido, basándose en un derecho a la resistencia que puede figurar en la constitución o estar moralmente justificado (un ejemplo británico, en Baxter, 1795). En cambio, la violencia terrorista suele ser parte de una campaña prolongada, que, a menudo, sustituye a un levantamiento popular. En esta sección analizaremos tres ideas insurreccionalistas y en la siguiente nos ocuparemos del «terrorismo». No vamos a tener en cuenta a las organizaciones secretas de este periodo porque cumplieron una función política meramente marginal (aunque no todos aceptan estas distinciones). Es el caso del Ku Klux Klan y de organizaciones más claramente vinculadas al crimen, como la Mafia, así como de organizaciones de carácter político que recurrían a la violencia en defensa del status quo, como la Orden de Orange, fundada en 1794 para acabar con el catolicismo en Irlanda. El «terrorismo realista» que surgió durante la Revolución francesa o el «Terror blanco» que siguió a la Restauración son dos ejemplos más. En aquella época también hubo diversos movimientos nacionalistas clandestinos significativos de los que no podemos hablar aquí, sobre todo en Turquía, entre los eslavos o en Grecia, donde la Filikí Hetería, probablemente fundada en 1815, contribuyó a garantizar la independencia aportando unos 20.000 insurgentes entre 1821 y 1822. En España los Comuneros, surgidos de la masonería, promovieron un constitucionalismo moderado. La Joven Europa, un grupo laxo de refugiados políticos que se encontraron en Berna en abril de 1834 para crear una «asociación de hombres que creen en una libertad, igualdad y fraternidad futuras para toda la humanidad» (Frost, 1876, II, p. 236), era una organización federal revolucionaria y democrática. Tenía muchas ramas, como la Joven Alemania, compuesta por trabajadores alemanes residentes en Suiza, que contaba supuestamente con 25.000 miembros en 1845 y delegaciones en veintiséis ciudades; fue disuelta tras 1849 (cfr. Weitling, 1844). La Joven Polonia y la Joven Suiza eran organizaciones similares. Hubo un cisma en su seno en 1837, cuando muchos de sus miembros comunistas, seguidores, sobre todo, de Wilhelm Weitling, abandonaron el movimiento. Pero en 1848 celebraron una reunión en Berlín en la que se comprometieron a abolir la propiedad privada de la tierra y de los medios de producción, el crédito y el transporte. En Polonia los Templarios, una organización fundada en 1822, querían restablecer la independencia nacional. Las insurrecciones y agitaciones revolucionarias a favor de una reforma agraria y de la independencia nacional fueron algo común en aquellos años; las hubo en 1830 contra Rusia, en 1846 contra Austria, en 1848 contra Prusia y en 1863 de nuevo contra Rusia (Edwards, 1865; Walicki, 1989). Una sección de «Jóvenes Húngaros» inspirada en los principios políticos franceses surgió en 1846, con una Sociedad para la Igualdad que asumió la dirección de un movimiento republicano y de izquierdas en 1848. Posteriormente se fundó en Hungría un poderoso movimiento nacionalista contra Austria liderado por Lajos Kossuth (1802-1894), que logró emancipar a judíos y campesinos y acabar con gran parte de los últimos vestigios del feudalismo en nombre del constitucionalismo liberal (Deak, 1979; Deme, 1976).
Francia
Desde los primeros años de la Revolución, la idea de que el Ancien Régime había caído gracias a una vasta conspiración de «illuminati» ilustrados, deístas o librepensadores, cosmopolitas y philosophes republicanos dedicados a lograr «el triplete de los sabios: verdad, libertad y virtud» (Frost, 1876, I, p. 26), fue muy popular entre los adversarios de la Revolución (Barruel, 1798). Realmente existía una sociedad de este tipo, liderada por Adam Weishaupt, y hoy sabemos que formaban parte de ella masones, enemigos tanto del despotismo como del sacerdocio (en general cfr. Frost, 1876; Heckethorn, 1875; Lepper, 1932; Vivian, 1927). Aunque actualmente se otorgue poco crédito al papel que desempeñaron, hubo conspiraciones genuinas y bien documentadas contra el Directorio, Napoleón y la Restauración misma, llevadas a cabo por grupos que operaban en la clandestinidad debido a la prohibición de toda actividad política pública, como los Patriotas Unidos, la Sociedad para la Nueva Reforma de Francia, la Sociedad de Amigos del Pueblo (activa durante la insurrección de 1830) y su sucesora, la Unión de los Derechos del Hombre que protagonizó un levantamiento en 1834 del que surgió la Sociedad de las Familias. En 1818-1820 se fundó una sociedad secreta conocida como Amigos de la Verdad, una logia masónica de carácter político. Algunos de sus miembros formaron el núcleo de los Carbonarios franceses, o Charbonnerie (el nombre provenía del disfraz de carbonero que usaban como refugiados políticos). Eran anticlericales y contrarios a los émigrés, y su objetivo era destronar a los Borbones (Johnston, 1904). Su líder era Armand Bazard, que posteriormente se convertiría en un destacado saint-simoniano.
Para los revolucionarios decimonónicos el prototipo de esta forma de conjuración insurreccional fue la abortada conspiración de 1796 liderada por François-Noël (o «Gracchus») Babeuf, el arquetipo de revolucionario profesional, desinteresado y dedicado en cuerpo y alma a la incandescente renovación de la virtud social por medio de la violencia. La historia fue inmortalizada en History of Babeufʼs Conspiracy (1828) de Philippe-Michel Buonarroti. Pretendían derrocar al Directorio, volver a la constitución de 1793, más democrática, y establecer la propiedad agraria colectiva en una generación, aboliendo la posibilidad de heredarla y creando una comunidad de bienes tras el reparto igualitario de la tierra (unas cinco hectáreas y media por familia). Las autoridades comunales supervisarían a los administradores electos en cada ramo, regulando así el sistema de producción y distribución. Pensaban abolir el empleo privado y el comercio así como encargar al gobierno nacional la tarea de rectificar posibles desigualdades entre regiones (Bax 1911, pp. 125-134; Lehning, 1956; Rose, 1978; Thomson, 1947). Babeuf (1760-1797) pensaba asesinar a los cinco miembros del Directorio y, como es sabido, exclamó en su juicio: «¡Todo medio es legítimo para derrocar a los tiranos!». Buonarroti, el amigo de Robespierre, estaba de acuerdo cuando proclamó: «Ningún medio constituye delito siempre que se trate de cumplir un fin sagrado» (Laqueur, 1977, p. 23). (Sus críticos los acusaron de «derramar mucha sangre para lograr una gran igualdad»; Southey, 1856, IV, p. 180.) Se ha afirmado que Babeuf pretendía convertirse en dictador para crear el prototipo de una dictadura revolucionaria permanente en la estela de Robespierre. Hay quien ha añadido que «la ausencia de rasgos específicamente populares del movimiento lo convirtió en terrorismo» (Laqueur, 1977, p. 23). Sin embargo, en estudios más detallados se hace hincapié en el carácter meramente provisional de la dictadura, que no duraría más de tres meses y habría de ser sustituida por una democracia de masas, que admitiría la participación de las mujeres y sería responsable ante el pueblo. De manera que no es ya que fuera diferente a los modelos posteriores de Lenin y Blanqui, en realidad fue una reacción contra la dictadura jacobina, incluso «uno de los mayores logros de la teoría de la democracia durante la época revolucionaria en Europa» (Birchall, 1997, p. 155; Rose, 1978, pp. 218, 342). Pero también cabía la posibilidad de que esa dictadura de hommes sages, de sabios «qui sont embrasés de l’amour de l’égalité et ont le courage de se dévouer pour en assurer lʼétablissement» (Lehning, 1956, pp. 115-116), se convirtiera en algo permanente, una idea que Buonarroti defendería toda su vida (Lehning, 1956, p. 114). Quienes no eran partidarios de estos proyectos decían que encarnaban la idea de la «democracia totalitaria», en la que la búsqueda del orden social perfecto y la implementación de un único y verdadero modelo político justificaban prácticamente cualquier medio (Talmon, 1960, pp. 1-3, 167-248).
No cabe duda de que Babeuf y Buonarroti inventaron un modelo de organización secreta revolucionaria más que un partido proletario al estilo de los marxistas posteriores. Había una dirección en lo más alto de la jerarquía, pero la organización estaba compuesta por muchos grupúsculos que no solían conocerse entre sí. Este modelo fue el utilizado por la Sociedad de las Familias, fundada en julio de 1834, que constaba de unidades básicas de seis miembros, a las que denominaban «familia». Cinco o seis de estos grupos formaban una sección, y dos o tres secciones un distrito, cuyo jefe recibía las órdenes directamente del comité de dirección. Su sucesora, la Sociedad de las Estaciones (1836), estaba formada por cohortes divididas en Semanas (el rango más bajo) y Meses (compuestos por cuatro Semanas). Tres Meses formaban una Estación (88 miembros) y cuatro Estaciones un Año, con un triunvirato de líderes en la cumbre. No pretendían sólo derrocar a la monarquía, también pensaban «exterminar» a los ricos, «que constituyen una aristocracia tan depredadora como la original», la nobleza hereditaria abolida en 1830 (Hodde, 1864, p. 255) (aunque Hodde era un espía de la policía cuya sinceridad ha sido muy cuestionada).
Armand Barbès, Martin Bernard y el más famoso sucesor de Babeuf, Auguste Blanqui (1805-1881) –líder de un movimiento denominado blanquismo y proclamado a menudo fundador de la teoría posrevolucionaria de la dictadura del proletariado atribuida a Marx y al bolchevismo posterior–, lideraban este movimiento, que contaba con unos 900 afiliados en 1839 (Postgate, 1926, p. 35). (Spitzer [1957, p. 176] niega que Blanqui usara la expresión «dictadura del proletariado» y considera que su concepto de dictadura es más jacobino que marxista. Detalles sobre la fase más blanquista de Marx, en Marx y Engels [1978a, pp. 277-287]. El tema se trata en Lattek [2006, cap. 3].) Blanqui empezó su carrera como carbonario antiborbónico, pero adquirió fama trasladando las tácticas del republicanismo revolucionario al socialismo, que, antes de 1840, solía ser apolítico y explícitamente antirrevolucionario. Al principio, los blanquistas eran una sociedad de estudiantes del Segundo Imperio, se convirtieron en una facción política en la época de la Comuna, languidecieron en el exilio en Gran Bretaña y se reagruparon para oponerse al republicanismo de clase media liderado por Gambetta en la década de 1880 (Hutton, 1981; Spitzer, 1957). Tenían un concepto de revolución esencialmente jacobino y su ideario era fervientemente patriótico-nacionalista, anticlerical, democrático y republicano. Hay quien considera que se basaba en una forma rudimentaria de la teoría de la lucha de clases, en la que los «trabajadores», no los pobres ni el «pueblo», desempeñarían un papel fundamental. Otros han señalado, sin embargo, que debía dirigir a las masas un selecto grupo de conspiradores desinteresados formado por elementos alienados de la sociedad urbana moderna, es decir, sobre todo por los parisinos que constituían el «pueblo» del mito jacobino, y no por el proletariado industrial (Spitzer, 1957, pp. 162-166). Tras la revolución pensaban expulsar del país a los curas, los aristócratas y otros enemigos; el ejército sería sustituido por una milicia nacional, así como la magistratura lo sería por jurados en todos los juicios. No pensaban atentar contra la propiedad privada en principio, pero Blanqui esperaba que, tras la implementación de la educación universal, fuera suplantada por el comunismo. Los blanquistas protagonizaron una insurrección frustrada en mayo de 1839, y desplegaron su actividad en 1848 y en 1870.
Italia
En Italia, España, el Piamonte y Francia, se asistió a principios del siglo XIX al rápido crecimiento de una organización revolucionaria clandestina, los Carbonarios, que surge en Nápoles en 1807 (cfr. Mariel, 1971, y, para el caso de Francia, Spitzer, 1971). Quisieron acabar con el gobierno napoleónico primero y con la restauración borbónica después. Los carbonarios contribuyeron a desarrollar la idea del tipo revolucionario moralmente puro, unido a sus iguales por juramentos secretos (algunos juraban, con los ojos vendados y una daga en la mano, bañarse en sangre de reyes). Había rituales de iniciación y otros más elaborados, similares a los utilizados por los masones y los Illuminati, aunque en este caso no manifestaban su oposición al cristianismo (Bertoldi, 1821, p. 22; Hobsbawm, 1959, pp. 150-174). Las doctrinas, rituales y organización de los carbonarios adoptaron las formas más diversas, pero, por lo general, en el seno de la sociedad existían dos grados: aprendices y maestros. Asesinaban a los traidores de entre sus propias filas, aunque no necesariamente a enemigos suyos por otros motivos. Todos los miembros debían defender los principios de libertad, igualdad y progreso y comprometerse a derrocar a los gobernantes de Italia. Tenían su propia moral interna: rechazaban el juego, la vida disoluta, la infidelidad marital y el alcoholismo. Cualquier sospechoso de alguno de estos delitos era juzgado por el jurado de los «primos buenos» y probablemente expulsado. Los carbonarios contribuyeron a gestar revoluciones en 1820-1821, cuando 20.000 hombres invadieron Nápoles, y en 1831, cuando establecieron contacto con conspiradores de Alemania y de otros lugares manteniendo viva la idea de revolución en sus días más oscuros. Sus objetivos eran republicanos, pero aceptaban la monarquía constitucional o limitada, que podía ser centralista, saint-simoniana o federal (Spitzer, 1971, p. 275). En el ámbito teórico propusieron la República de Ausonia. Creían que había que dividir a Italia en veintiuna provincias, cada una con su propia asamblea local. Gobernarían dos reyes elegidos por un periodo de veintiún años (Heckethorn, 1875, II, pp. 107-108).
La mayoría de los más destacados revolucionarios del momento pertenecían a este movimiento que se difundió por Francia en torno a 1820. El insurgente nacionalista más importante de los primeros años, Giuseppe Mazzini (1805-1872), empezó su vida de revolucionario como carbonario, estuvo vinculado a Buonarroti entre los años 1830 y 1833 y fundó la Joven Italia en 1831. Sus principios eran «progreso y deber», y su objetivo acabar con el gobierno austríaco en Venecia y Milán, unificar Italia en una república y crear una cohorte revolucionaria capaz de hacer realidad lo anterior (Hales, 1956; Lehning, 1956; Lovett, 1982). En 1848 Mazzini logró fundar en Roma una república de corta duración (Orsini fue uno de sus diputados), después vivió en el exilio en Gran Bretaña donde siguió en activo, sobre todo en el Comité Central de la Democracia Europea (con Ledru-Rollin y Ruge), y no dejó de ser un símbolo del nacionalismo europeo en las dos décadas siguientes. Hizo de Italia lo que había sido Grecia para la generación de Byron. Después fue sustituido por un destacado seguidor, Giuseppe Garibaldi (1807-1882), quien, con su victoriosa campaña de 1860, ganó Nápoles y Sicilia para el nuevo Reino de Italia (Mazzini, 1861, pp. 31-47).
Alemania
En Alemania, la resistencia antinapoleónica también llevó a la creación de toda una variedad de organizaciones secretas, como la Unión de la Virtud (Tugendbund), creada en 1812 a instancias del primer ministro prusiano, Stein, y posteriormente vinculada a las Burschenschaften u organizaciones de estudiantes universitarios. En Alemania también operaban los carbonarios y crearon el Totenbund o Unión de los Muertos, que informó al mundo en 1849 que planeaba librar al mundo de tiranos. En 1834 los alemanes formaron una «Liga de Exiliados», pero la Liga de los Justos, inspirada en Étienne Cabet y Wilhelm Weitling, se escindió de ella en 1836. Esta liga incluyó en sus filas a un número importante de destacados revolucionarios de la Revolución de 1848, sobre todo August Willich y Karl Schapper (Lattek, 2006). Estaba formada por células de entre cinco y diez personas, sus miembros usaban signos místicos y contraseñas, y todos y cada uno tenían un nombre militar secreto. La Liga Comunista, en activo entre junio de 1847 y 1852, básicamente pretendía arrebatar el poder a la burguesía e introducir una sociedad sin clases en la que se aboliría la propiedad privada. Renegaron de los rituales tradicionales, de los juramentos secretos y de la estructura basada en pequeñas células en beneficio de una organización abiertamente democrática y descentralizada, una forma de proceder que se mantuvo casi incólume en el periodo bolchevique. En otros lugares de este volumen se describen sus metas. Hasta 1848 el teórico fundamental de estos grupos fue el sastre alemán Wilhelm Weitling (1808-1871), quien defendía la idea cristiano-comunista de recuperar algo de la igualdad original aboliendo la propiedad privada e implementando una democracia directa (cfr. Wittke, 1950).
Rusia
Los primeros signos de un sentir revolucionario aparecieron en Rusia en fecha tan temprana como 1790, con la publicación de Viaje de San Petersburgo a Moscú de A. Radíshchev, considerado «el primer programa de democracia política en Rusia» (Yarmolinsky, 1957, p. 13; Venturi, 1960). Tras 1815 se fundaron cierto número de sociedades masónicas y literarias. La primera organización política clandestina fue la Sociedad de los Auténticos y Leales Hijos de la Patria, o Unión de Salvación que, fundada en 1816, consideró brevemente la posibilidad de un regicidio. En 1818 se fundó otra sociedad secreta, la Unión de la Prosperidad, que difundía la Ilustración y las «auténticas reglas de la moralidad» y recurría a rituales y juramentos semimasónicos (Von Rosen, 1872). En torno a 1820 ya se habían formado diversas sociedades revolucionarias polacas. El coronel Pável Péstel (1793-1826) fue uno de los primeros pensadores republicanos reseñables, vinculado al grupo de los decembristas. Casó las ideas del gobierno representativo basado en el sufragio universal con la de un Estado protototalitario que dependería de un clero poderoso y de una policía secreta. Contemplaba abolir la servidumbre, nacionalizar la mitad de la tierra, regular la moral pública y prohibir las asociaciones privadas, así como la bebida y el juego (Yarmolinsky, 1957, p. 27). Las ideas de Péstel coincidían con las de los Esclavonios (o Eslavos) Unidos, una sociedad secreta fundada en 1820 que contaba entre sus filas con muchos miembros de la nobleza y pensaba obligar al zar a aceptar una constitución liberal basada en la filantropía; logró reunir a unos 3.000 hombres en 1822 para llevar a cabo una rebelión de corta vida. Los decembristas dieron otro golpe en 1825, tras el cual la mayoría de sus miembros acabaron en Siberia.
A partir de aquel momento, aunque siguió habiendo corrientes de pensamiento de base jacobina y populista, el radicalismo y el socialismo fueron virtualmente inseparables en Rusia (Gombin, 1978, p. 44). En las décadas de 1830 y 1840 el máximo exponente de estas tendencias fue Aleksandr Herzen (1812-1870), un entusiasta del marco analítico de Hegel y de las ideas comunitaristas de Fourier, del antiautoritarismo de Proudhon y del cristianismo renovado de Saint-Simon. Como en el caso de muchos otros anarquistas, el objetivo último de Herzen era reforzar las asociaciones voluntarias «naturales», sobre todo al mir (de campesinos) y al artel (de artesanos), en las que la autoridad externa al individuo estaría limitada. Desde este punto de vista, republicanismo sólo podía significar «libertad de conciencia, autonomía local, federalismo e inviolabilidad del individuo» (Gombin, 1978, p. 53). Aunque todos los radicales rusos querían acabar con la servidumbre, el radicalismo ruso se dividía en una facción eslavófila y otra occidentalizante; Herzen y Visarión Belinskii pertenecían a la segunda. Las revoluciones de 1848 difundieron las ideas socialistas, pero fueron la causa del exilio de numerosos disidentes destacados, como Mijaíl Bakunin y Herzen, que siguieron promocionando las ideas socialistas a través de la revista Kolokol (La Campana, que se empezó a editar en 1857).
Esto atrajo a una nueva generación de agitadores, como Nikolái Chernyshevskii, que defendía una forma de socialismo basada en la existencia de asociaciones voluntarias unidas laxamente entre sí. La emancipación de los siervos, en 1861, no eliminó la dependencia del campesinado de los terratenientes, y, como los radicales no quisieron defender las propuestas liberales de la economía del laissez faire y de la monarquía constitucional, se volcaron en los principios republicanos y revolucionarios. Todos estos puntos de vista se expresaron en un panfleto, Joven Rusia (1862), que más adelante sería descrito como «el primer documento bolchevique» de la historia de Rusia. En él se exigía una república federal, la distribución de la tierra entre las comunas de campesinos, la emancipación de las mujeres, la regulación del matrimonio y de la familia, la socialización de las fábricas, que dirigirían gerentes electos, y el cierre de los monasterios (Yarmolinsky, 1957, p. 113). Una de sus consecuencias fue la popularización del movimiento (mal llamado) nihilista, que en realidad era un realismo crítico o una crítica naturalista y pragmática a las condiciones existentes en Rusia, sobre todo en el caso de Dmitri Písarev, cuyas ideas son calificadas de «nihilistas» en Padres e hijos de Turguéniev (1862). A partir de ese momento el término adoptó las connotaciones de rechazo a las opiniones burguesas sobre el matrimonio, la religión y la respetabilidad, es decir, fue más bien una moda intelectual que un movimiento político.
Aunque se suela incluir al anarquista ruso Mijaíl Bakunin (1814-1876) en las filas de los nihilistas o terroristas, este fue sobre todo un revolucionario profesional, el epítome en la historia del anarquismo del «anhelo de destrucción» con su fe en la acción revolucionaria como fuerza catártica «purificadora y regeneradora» (Woodcock, 1970, pp. 134, 162). Para Bakunin la rebelión era el inicio del apocalipsis de las instituciones del viejo mundo. El Estado sería destruido junto a su ejército, sus tribunales, sus burócratas y su policía y habría que quemar todos los archivos y documentos oficiales. Pero encarnaría asimismo una voluntad creativa, nacida del «sentimiento instintivo de rebelión, ese orgullo satánico que no soporta el sometimiento a ningún amo» (Maximoff, 1964, p. 380). Aunque su origen fuera la elite secreta de una organización, daría lugar a una «dictadura colectiva […] libre de egoísmo, vanagloria o ambición, porque será anónima e invisible y no recompensará a los miembros del grupo» (Bakunin, 1973, p. 193). La revolución tendría lugar cuando se dieran las circunstancias psicológicas adecuadas y no dependía tanto de la situación económica como creía Marx (Bakunin, 1990). En su obra Principios revolucionarios (1869), Bakunin desgrana las diversas formas –«el veneno, cuchillo, soga, etcétera»– que cabría utilizar para liberar a la humanidad (cfr. Pyziur, 1968). Reconocía que morirían muchos en un levantamiento popular y pedía la pena de muerte para todos aquellos que interfirieran con «la actividad de las comunas revolucionarias» (citado en Pyziur, 1968, pp. 108-109). Pero también recalcaba que la rebelión era «por naturaleza espontánea, caótica e implacable», y siempre había que dar por sentado que «habría una vasta destrucción de la propiedad» (citado en Maximoff, 1964, p. 380). El objetivo de la violencia revolucionaria era el «ataque a las cosas y a las relaciones, la destrucción de la propiedad y del Estado. Así no habrá necesidad de acabar con los hombres» (Bakunin, 1971, p. 151). Cuando la victoria fuera cierta se podría mostrar cierta dosis de humanidad con los antiguos enemigos, a los que habría que reconocer como «hermanos» (Maximoff, 1964, p. 377).
En el tratado más famoso de la época se afirma que los revolucionarios deben estar totalmente entregados a su tarea de destrucción. Se dice que fue redactado para un grupo, que quizá no existió nunca, relacionado con Serguéi Necháyev. Me refiero al Catecismo revolucionario, basado en los principios de Bakunin, aunque él no lo escribió (Carr, 1961, p. 394; Laqueur, 1979, pp. 68-72; Pyziur, 1968, p. 91). Describe al insurrecto típico: un hombre retraído, duro, asocial y casado únicamente con su lucha y con sus metas, que incluían la destrucción total de las instituciones y estructuras de la vieja sociedad. En el Catecismo se propone dividir a la clase superior de la sociedad rusa en seis categorías. La primera estaba compuesta por las personas a las que habría que ejecutar inmediatamente, en orden, atendiendo a las «iniquidades relativas» cometidas (Woodcock, 1970, p. 160). Se atribuye a Necháyev el haber fundado la sociedad nihilista a primeros de 1869, creando círculos de cinco miembros, círculos que, a su vez, se agrupaban en secciones. Un comité, que se reservaba la potestad de pronunciar condenas a muerte, dirigía la sociedad. Circularon panfletos impresos incitando a la revolución a finales de 1874, pero hubo muchos arrestos. Su programa social y político, que Marx rechazaba por considerarlo «un excelente ejemplo de comunismo de barricada», incluía la supervisión centralizada de la producción por parte del Comité, la abolición del matrimonio, el trabajo físico obligatorio, las cenas comunitarias de obligada asistencia, dormitorios comunitarios y la abolición de cualquier forma de contrato privado (Yarmolinsky, 1957, p. 163).
Gran Bretaña
En la Gran Bretaña de la década de 1790 y de la primera mitad del siglo XIX hubo diversos conatos de levantamientos armados (cfr. Dinwiddy, 1992a; Royle, 2000; Thomis y Holt, 1977). En la década de 1790 surgieron en la clandestinidad diversos grupos revolucionarios (por ejemplo, la London Corresponding Society) que actuaban como si fueran organizaciones legales para la reforma parlamentaria y cuya meta era lograr una «representación política igualitaria». Pero estas propuestas podían enmascarar ideas republicanas y posibles reformas sociales, que se debatían más abiertamente de lo que se habían discutido los principios de Los derechos del hombre de Paine a principios de la década de 1790 (Wells, 1986). Una de las primeras organizaciones de este tipo fue la de los United Britons, con base en Londres, a la que siguió el grupo United Englishmen, fundado en abril de 1797, que adoptó una estructura de ramas, o «baronías», con comités en los condados y provincias. Tenía su base en las Midlands y sus miembros pronunciaban un juramento secreto. Al norte, el grupo United Scotsmen cumplió un papel similar a partir de 1797, cuando se hizo cargo de la anterior Society of the Friends of the People. Los motines navales de 1797 tuvieron su dimensión política, aunque casi nunca manifestaran sus metas. Los United Britons y otras organizaciones pusieron en marcha el complot conocido como la Conspiración de Despard (1803): un plan para asesinar al rey y a miembros destacados del Gobierno (Conner, 2000; Jay, 2004; Wells, 1986, p. 221).
La Society of United Irishmen, que desempeñó un destacado papel en la rebelión de 1798, fue la asociación más importante de este tipo (Curtin, 1994; Madden, 1858). Fundada en Belfast en octubre de 1791, en principio no era un grupo revolucionario; sólo buscaba «una representación imparcial y adecuada de la nación irlandesa en el Parlamento». Como ya sabemos, uno de sus líderes, Wolfe Tone, perdió todo interés por los principios abstractos y afirmó que no pretendía la república sino la independencia de la nación irlandesa. Pero en 1796, Tone estaba decidido a recabar la ayuda de los franceses para fundar una república. En los relatos de la época se sugiere que, pese a la existencia de múltiples desacuerdos internos, otros miembros también tendieron gradualmente tanto al republicanismo como a la revolución a mediados de la década de 1790 (p. ej. O’Connor et al., 1798, p. 3). Algunos miembros de United Irishmen, como el padre de Robert Emmet, también se inspiraron en las repúblicas clásicas (O’Donoghue, 1902, p. 21). En 1795 United Irishmen se había convertido en una organización piramidal con muchas pequeñas sociedades locales formadas por grupos de doce personas de un mismo vecindario. Cinco sociedades locales constituían un comité de barones inferior, y los delegados de diez de esos comités formaban un comité de barones superior. Por encima de ellos había comités condales y provinciales, con un ejecutivo en el vértice. Se decía que había asimismo un Comité de Asesinatos, aunque siempre lo negaron con vehemencia (por ejemplo, Arthur OʼConnor et al., 1798, p. 8, afirma que la doctrina «se reprobaba frecuente y fervorosamente», aunque hasta esas afirmaciones se han puesto en duda; cfr. Lecky, 1913, IV, pp. 80-81). Invocando el paralelismo con la Revolución Gloriosa de 1688, cuando los revolucionarios ingleses habían pedido la ayuda de una república extranjera para librarse del despotismo, la Society of United Irishmen negoció con el Directorio francés por mediación de Lord Edward Fitzgerald, y, a principios de 1798, ya estaba listo el plan de insurrección. Todo acabó ese mismo año con el desembarco en Bantry Bay de tropas francesas que fueron derrotadas rápidamente. Otro intento de rebelión, liderado por Robert Emmet en 1803, acabó de igual forma (O’Donoghue, 1902, pp. 121-177).
Hubo una trama en la posguerra que aunó milenarismo y política radical. Fue obra del movimiento de reforma agraria asociado a Thomas Spence (Chase, 1988; McCalman, 1988; Poole, 2000), y también estuvo implicada una facción de la London Corresponding Society dirigida por Thomas Evans y asociada a los United Englishmen y a los United Britons, que exigía la nacionalización de la tierra y la administración de la agricultura por los municipios. La facción se acabó convirtiendo en la Society of Spencean Philantropists. Sus miembros urdieron la denominada «Conspiración de Cato Street» (1820) liderada por Arthur Thistlewood, que pensaba provocar un levantamiento general en Londres asesinando al gabinete ministerial al completo durante una cena (D. Johnson, 1974). El excéntrico John Nichols Tom, alias Conde Moses , alias Sir William Courtenay, protagonizó un levantamiento spenciano menos conocido. En 1838, Tom proclamó al modo profético que descendía del cielo y prometió «acabar para siempre con la capitación, los impuestos con los que se gravaba a los comerciantes, las clases productivas y el conocimiento», así como con la primogenitura, las prebendas y la esclavitud (A Canterbury Tale, 1888, p. 3). Condujo al desastre a un pequeño grupo, blandiendo estacas en las que habían clavado una rebanada de pan y procurando repartir comida, y tierras en un futuro, entre los pobres (Courtney, 1834; Rogers 1962). La campaña de destrozo de máquinas llevada a cabo por los denominados luditas carecía, en general, de organización, fue local y de naturaleza económica. Los luditas estuvieron muy activos entre 1811 y 1816 y también crearon organizaciones secretas en las que se juramentaban (cfr. Thomis, 1972). En 1820 hubo un breve levantamiento en Escocia a causa de la pobreza, en el que se invocaron una tradición republicana escocesa que hundía sus raíces en 1792, o incluso antes, y los sucesos recién acaecidos en España (Ellis y A’Ghobhainn, 1970). Las rebeliones campesinas eran bastante comunes y los insurgentes solían exigir una bajada del precio del pan (Peacock, 1965). El movimiento asociado al «Capitán Swing», que en 1830 se dedicó a la destrucción de equipo agrícola y a exigir el mantenimiento de los salarios en el campo, tampoco fue de naturaleza política o revolucionaria, aunque se decía que había republicanos entre sus filas y la Revolución francesa de ese año le dio un claro impulso (Hobsbawm y Rudé, 1973).
Tras la década de 1830, el movimiento sindical desarrolló estrategias mucho más militantes en forma de propuestas de huelga general, formuladas por primera vez por William Benbow (Prothero, 1974). Los aspectos más revolucionarios del agrarismo spenceano fueron retomados por algunos cartistas, sobre todo por George Julian Harney. Los cartistas también diseñaron algunos planes para insurrecciones violentas, entre ellos el de quemar Newcastle (Devyr, 1882, pp. 184-211), una trama para apoderarse de Dumbarton Castle, y su levantamiento más famoso, el de 1839, cuando se reunieron miles de cartistas en la pequeña ciudad galesa de Newport para intentar sacar de la cárcel a Henry Vincent; fueron derrotados rápidamente (The Chartist Riots at Newport, 1889; Jones, 1985). En 1848, el cartismo se volvió marcadamente internacionalista, con la fundación a mediados de la década de 1840 de los Demócratas Fraternos y de los Amigos Democráticos de Todas la Naciones, organizaciones que ligaban a los cartistas con diversos radicales europeos (Lattek, 1988, pp. 259-282). A finales de este periodo surgió asimismo el movimiento marxista revolucionario (Kendall, 1969, pp. 3-83).
DEL TIRANICIDIO AL TERRORISMO
El asesinato político y la violencia individual
Los historiadores no consiguen dar una definición consensuada de «terrorismo». Con la palabra «terrorista» se suele aludir a alguien que pelea por las libertades de los demás, recurriendo al uso (y a la amenaza) de la violencia sistemática, al margen de guerras declaradas, para lograr sus metas revolucionarias[6]. Pero, en general, se tiende a pensar que el terrorismo del siglo XX es de un tipo muy diferente al de los siglos anteriores en términos de métodos y de objetivos (algunas descripciones generales en Ford, 1985; Hyams, 1974; Parry, 1976; Paul, 1951 y Wilkinson, 1974). La mayoría de los movimientos del siglo XIX que promovían actos de violencia individual eran parte de movimientos revolucionarios o insurrecciones más amplias, que querían destronar a déspotas como el zar ruso o a usurpadores como Luis Napoleón. Su carácter antiimperialista –esencial en el siglo XX– no cobró excesiva importancia hasta finales del periodo con las notables excepciones de Irlanda y de la India (los movimientos revolucionarios de América Latina rara vez recurrieron a este tipo de táctica). No podemos entrar a considerar aquí el asesinato de adversarios políticos sancionado por el Estado, tan común como la tortura, que también cabe considerar «terrorismo». Tampoco analizaremos el terrorismo de Estado, a veces denominado «terrorismo policial» o «represivo», que constituye la otra cara del terrorismo «de agitación» o «revolucionario». El mejor ejemplo es el del Comité de Salud Pública de Robespierre en los años del «reinado del Terror» (1793-1794), en los que miles de personas (de 17.000 a 40.000) fueron ejecutadas, entre otros 1.158 nobles, aunque miles más murieron por enfermedad y abandono. Esta situación introdujo el vocablo «terrorismo» en el lenguaje político (primero lo usaron los jacobinos con connotaciones positivas y luego como término peyorativo, en torno a 1795) y se extendió luego su aplicación a otros regímenes, como el del dictador Francia en Paraguay (Robertson y Robertson, 1839). No tenemos espacio para hablar del funcionamiento «normal» de las autocracias, en las que miles perdían sus vidas a causa de la represión política (en la Rusia zarista, se podía azotar a las mujeres hasta la muerte con un látigo por «sedición»), ni del maltrato «normal» que se dispensaba a las poblaciones nativas. No podemos abordar aquí la idea de que el gobierno imperial era protototalitario porque institucionalizaba la brutalidad a escala masiva, mantenía aterrorizadas a poblaciones enteras –lo que evitaba tener que enviar tropas para controlarlas– e imponía penas draconianas a quien pronunciara críticas menores, pero «sediciosas», contra el gobierno. (Dicho lo cual, el «Código Negro» de la Francia de finales del siglo XVII, que aprobaba palizas, mutilaciones y torturas infligidas a prácticamente toda la población sometida, y las políticas belgas, increíblemente crueles, impuestas en el Estado esclavista del Congo por el rey Leopoldo a finales del siglo XIX [cfr. Morel, 1906], encarnan indudablemente el «terrorismo» y deben ocupar su lugar en todo relato sobre la prehistoria del totalitarismo del siglo XX.) Debemos distinguir además entre el asesinato político para forzar un cambio de régimen, algo bastante común a lo largo de la historia (de Cómodo a Constantino el Grande, veintisiete de treinta y seis emperadores romanos murieron asesinados), y la justificación del derrocamiento de tiranos en nombre del bien común, o tiranicidio.
Los terroristas decimonónicos solían recurrir a la historia para justificar el asesinato de tiranos por parte de individuos aislados en nombre del bien común. Esta doctrina tiene un rancio pedigrí que se remonta al mundo antiguo (Laqueur, 1979, pp. 10-46). En la Grecia clásica, Jenofonte compuso un diálogo sobre la tiranía en el que honraba al asesino de déspotas. En Roma, Cicerón y Séneca alabaron el asesinato de los usurpadores. Un movimiento profundamente contrario a los romanos, el de los Zelotas, se dedicaba al asesinato y la destrucción para ejercer la resistencia judía. César fue en la Antigüedad una de las víctimas más famosas de un tiranicidio justificable, y Enrique IV, asesinado por Ravaillac en 1610, la baja más destacada en época moderna. En la Edad Media se sostuvo la teoría de que se podía asesinar a los tiranos que carecieran de título legítimo, aunque los gobernantes legítimos que se volvían déspotas constituían un caso mucho más complicado (Jaszi y Lewis, 1957). Durante el Renacimiento y el Barroco, este tipo doctrinas se consignaron en obras como De Iure Regni apud Scotos (ca. 1568-1569) de George Buchanan, en el Vindiciae contra Tyrannos (ca. 1574-1576) y en De Rege et Regis Institutione (1599) de Juan de Mariana. En todas ellas se insiste en que, de violarse el contrato establecido entre el rey y el pueblo del que depende el gobierno legítimo, se podía destronar al rey. Las obras británicas de este tipo más famosas del siglo XVII son El título de reyes y magistrados (escrita en 1649) y Killing No Murder (1657) de John Milton. Durante la Revolución francesa se asistió al asesinato de Jean-Paul Marat por parte de Charlotte Corday, probablemente el primer ejemplo moderno del uso del «terrorismo» individual como reacción frente al terrorismo de Estado. Los partidarios de Babeuf insistían en que «quienes usurpan la soberanía deben ser ejecutados por los hombres libres […] el pueblo no descansará hasta haber acabado con el gobierno tiránico» (Jaszi y Lewis, 1957, p. 128). Este fue el momento en el que teorías del regicidio más antiguas dejaron paso a ideales más modernos del terror individual, aunque seguiría habiendo muchos atentados contra soberanos europeos (por ejemplo, el del corso Fieschi contra Luis Felipe en 1835) hasta las revoluciones de 1848.
Se dice que en Alemania la justificación filosófica del terrorismo ya existía en 1842, cuando Edgar Bauer extendió el método de la crítica hegeliana para proponer el derrocamiento revolucionario del orden social y el sistema político existentes[7]. Las justificaciones románticas del asesinato político surgieron tras la muerte violenta del supuesto espía ruso August von Kotzebue en Jena, en 1819, a manos de Karl Ludwig Sand. La Liga de los Justos, que más tarde se convertiría en la Liga Comunista y estuvo implicada en el levantamiento de 1838 de Blanqui en París, contempló asimismo el uso del terror como instrumento de insurrección. Examinó formalmente la propuesta de que el terrorismo individual podía ser una buena táctica. Wilhelm Weitling sugirió que 20.000 ladrones y asesinos podrían formar una vanguardia revolucionaria útil, pero la idea fue rechazada.
Estas amenazas palidecían junto a las tesis de otro revolucionario alemán. Me refiero a Karl Heinzen (1809-1880), que formuló lo que se ha denominado la primera «doctrina de pleno derecho del terrorismo moderno» (Laqueur, 1977, p. 26). La defendió en un tratado titulado Der Mord [El asesinato], publicado en 1849, que no trataba sólo del tiranicidio como uno de «los principales medios del progreso humano» (Wittke, 1945, p. 73), sino asimismo del asesinato de cientos y hasta de miles, en cualquier momento y lugar, en nombre del interés superior de la humanidad. Aunque «la destrucción de la vida de otro» siempre era «injusta y bárbara», Heinzen afirmaba que «si se permite matar a un hombre, hay que permitírselo a todos». No se podía trazar distinción alguna entre la guerra, la insurrección, el magnicidio y el asesinato. Heinzen aludía al «catálogo de asesinatos de la historia» y llegaba a la conclusión de que las matanzas más inmorales se habían perpetrado en nombre del cristianismo. En números redondos habían muerto unos dos mil millones de personas en nombre de la religión. En cambio, el número de asesinatos cometidos por individuos a lo largo de la historia era mucho menor. Los mayores asesinos de su época eran los tres grandes emperadores de Prusia, Austria-Hungría y Rusia –y el papa–, cuyo mensaje compartido, a juicio de Heinzen, era: «Asesinamos para gobernar, como debéis hacer vosotros para ser libres». Heinzen continuaba: «El asesinato de dimensiones colosales sigue siendo el principal medio de evolución histórica». Asesinar déspotas nunca podía ser delito porque se trataba de legítima defensa (Heinzen, 1881, pp. 1-2, 5, 8, 10, 15, 24). Consideraba que «la seguridad del déspota se basa exclusivamente en que ostenta los medios de destrucción». Según Heinzen, «el mayor benefactor de la humanidad es quien hace posible que unos pocos hombres acaben con miles» (Heinzen, 1881, p. 24; Laqueur, 1979, p. 59). Cualquier nuevo medio técnico que contribuyera a esos fines, incluidos el uso de cohetes, minas y gas venenoso, capaces de destruir ciudades enteras, era bienvenido. Heinzen alabó a Felice Orsini superlativamente en 1858, y reeditó Der Mord para la ocasión.
Ha habido varios intentos de asociar a Marx con esto ideales (p. ej. Schaack, 1889, pp. 18-19); pero cuando supo de la explosión provocada por los fenianos en Clerkenwell, comentó Marx en su correspondencia: «Las conspiraciones secretas melodramáticas de este tipo suelen estar condenadas al fracaso». Engels replicó: «Todas estas conspiraciones comparten la desgracia de conducir a semejantes actos de locura» (Marx y Engels, 1987, pp. 501, 505). (En 1882, sin embargo, Engels sí concedió a Eduard Bernstein que, aunque un levantamiento irlandés no tuviera ni la «más remota posibilidad de prosperar», «la presencia acechante de conspiradores fenianos armados» podría contribuir al «único recurso que les queda a los irlandeses... el método constitucional de conquista gradual»; Marx y Engels, 1993a, pp. 287-288.) El único caso que consideraban una excepción era el de Rusia, sobre la que Engels llegó a decir, en una carta enviada a Vera Zasúlich en 1885, que «es uno de esos casos especiales en los que es posible que un puñado de hombres lleven a cabo una revolución… Si el blanquismo, la fantasía de subvertir a la sociedad entera por medio de una pequeña banda de conspiradores, tiene algún viso de racionalidad, en todo caso sería en San Petersburgo» (Marx y Engels, 1993b, p. 280). El terror nunca fue un aspecto central de la estrategia marxista pese a las ejecuciones masivas (unos dos millones en torno a 1925) de la Revolución bolchevique, que ya presagiaban un derramamiento de sangre mucho mayor bien entrado el siglo XX.
En la década de 1850 esta controversia cristalizó en Gran Bretaña en torno al tema de la naturaleza ilegítima del gobierno de Luis Napoleón tras su golpe de Estado de 1851 y, más concretamente, tras el intento de asesinato de Napoleón III protagonizado por Orsini el 14 de enero de 1858. A medida que tomaba forma el debate sobre la justificación del tiranicidio, el secularista George Jacob Holyoake (que había ayudado a Orsini a probar sus bombas) reeditó una serie de tratados del siglo XVII al respecto. Un destacado abogado radical, Thomas Allsop, ofreció en privado cien libras esterlinas a cualquier asesino que ayudara a Orsini con su equipo rudimentario de explosivos (Holyoake, 1905, p. 41). La defensa británica más conocida de Orsini –cuya propia inspiración nacía Tácito (Orsini, 1857, p. 23; Packe, 1957)– fue la obra de W. E. Adams titulada Tyrannicide: Is It Justifiable? (1858), en la que se afirmaba:
Todo momento de opresión es un estado de guerra; cada negación de un derecho, un casus belli. La guerra se impone allí donde reina un déspota o está esclavizado el pueblo. Las hostilidades pueden desatarse en cualquier momento, en cuanto el pueblo adquiere la fuerza y esperanzas de éxito. No se rompen treguas ni tratados. La revolución es la emboscada del pueblo (Adams, 1858, p. 6).
A la Joven Italia también la acusaron de asesinatos, como el del conde Pellegrino Rossi, aunque luego fue exculpada (Frost, 1876, II, p. 180). Mazzini, acusado de haber tramado el asesinato del emperador austríaco en 1825 y de otro asesinato en 1833 (Mazzini, 1864, I, p. 224), se replanteó entonces la «teoría de la daga» en una carta abierta a Orsini (miembro de la Joven Italia) en la que rechazaba la idea.
Terrorismo sistémico
El terrorismo sistémico o estratégico es un producto de la segunda mitad del siglo XIX. En muchos países había pequeños grupos activos, como el Ku Klux Klan de Norteamérica, los Molly Maguires en el seno del movimiento laborista, polacos, españoles y armenios, aunque los grupos principales que operaban en la época lo hacían en Rusia e Irlanda.
Rusia
El terrorismo ruso estaba íntimamente relacionado con la doctrina anarquista, aunque esto no explique su carácter. Gran parte de la actividad terrorista de esta época estaba directamente vinculada a movimientos revolucionarios pero, como el destacado anarquista Sergius Stepniak señaló, fue a raíz de concebir la revolución en Rusia como algo «absolutamente imposible» por lo que el terrorismo se convirtió en la estrategia (Zenker, 1898, p. 121). Era lo que defendían los intelectuales, pero no era algo obvio en los movimientos campesinos, sobre todo teniendo en cuenta la dureza de la represión (Hardy, 1987, p. 161). De manera que, como bien señala un historiador actual, «la filosofía terrorista, en sentido moderno, nació tras la rebaja de las expectativas revolucionarias después de 1860, cuando el distanciamiento de las masas fue más agudo» (Rubinstein, 1987, p. 145).
El grupo ruso más famoso que defendió este tipo de estrategia fue Naródnaya Volia, una escisión del partido populista Tierra y Libertad (Set, 1966). No les preocupaba la centralización o no del gobierno, lo que querían era revitalizar el mir, la comuna campesina, para implementar la justicia y la libertad en Rusia. Entre enero de 1878 y marzo de 1881, Vera Zasúlich disparó al gobernador general en San Petersburgo, asesinaron al jefe de la policía secreta zarista y al general Mezentsev (en agosto de 1878), e incluso mataron al zar Alejandro II el 1 de marzo de 1881. Pero, además, justificaron los asesinatos de
las figuras más peligrosas del Gobierno […] castigando […] los casos más notorios de opresión y arbitrariedad por parte de la administración, etcétera […] El objetivo es acabar con la ilusión de la omnipotencia del Gobierno, ofrecer ininterrumpidamente pruebas de que se puede luchar contra el Gobierno, de forma que se eleve el espíritu revolucionario del pueblo (Naimark, 1983, p. 13).
A finales de la década de 1880, Naródnaya Volia y el pensamiento socialdemócrata empezaron a fusionarse, y el terrorismo se fue vinculando, cada vez más, a la organización de la clase trabajadora con fines socialistas (Venturi, 1960, pp. 700-702). Algunos naródniki de este periodo, como Abram Bakh, desecharon el terror por considerarlo ineficaz e incompatible con principios realmente revolucionarios (Naimark, 1983, p. 230), pero no era el punto de vista predominante.
Una segunda oleada de terrorismo ruso siguió a la fundación del Partido Social Revolucionario (los eseristas), empezando por el asesinato del ministro del Interior, Dmitri S. Sipiaguin, en 1902, pero hubo cincuenta y cuatro attentats en 1905, ochenta y dos en 1906 y setenta y uno en 1907, antes de que descendiera el número. Este grupo ofrecía una elaborada justificación del terrorismo mezclada con la teoría marxista. El objetivo de los actos terroristas no era la glorificación del acto individual o de la voluntad, sino revolucionar a las masas (Geifman, 1993, p. 46). De manera que los muchos intentos de matar a sucesivos zares encajaban en la práctica clásica del tiranicidio, que más tarde se extendió a otros miembros del régimen, hasta que el terrorismo acabó permeando a toda la izquierda anarquista y socialista en Rusia. La primera persona en defender la violencia conspirativa para enardecer y educar a las masas, más que para hacerse con el poder, fue Serguéi Necháyev (1848-1882), considerado el «fundador» práctico del terrorismo moderno (cfr. Rapoport y Alexander, 1989, p. 70). Se suele citar su afirmación de que «el revolucionario sólo conoce una ciencia, la destrucción […] noche y día sólo tiene un único pensamiento, un propósito único: la destrucción sin piedad» (Jaszi y Lewis, 1957, p. 136). «Para él sólo existe un único placer, un consuelo, una satisfacción; la recompensa de la revolución» (Zenker, 1898, p. 137). En opinión de Necháyev, cualquier cosa que «ayude al triunfo de la revolución» puede considerarse «moral […] Hay que sustituir todo sentimiento suave y enervante de relación, amistad, amor, gratitud, e incluso honor por una fría pasión hacia la causa revolucionaria» (citado en Carr, 1961, p. 395). Raskólnikov, el protagonista de Crimen y castigo de Dostoievski, se basa en estas premisas.
La idea de que «el anhelo de destrucción es también un anhelo creativo» fue desarrollada por el principal líder anarquista de la época, Mijaíl Bakunin, que compartía con Marx su sentido de la inevitabilidad histórica. Más adelante, Georges Sorel (1847-1922) desarrollaría su expresión filosófica. En 1912 publicó sus Reflexiones sobre la violencia bajo el influjo del filósofo Henri Bergson (cfr. Arendt, 1969). En la década de 1890 surgió lo que hoy denominaríamos un perfil psicológico del «terrorista»; una especie de criminal desviado o de personalidad «antiautoritaria», que, según la psicología política aparentemente científica de la época, conjugaba el gusto por el poder con conductas sexuales impropias y con el antisemitismo (Kreml, 1977; Lombroso, 1896). Todo esto iba acompañado de la glorificación del ladrón tipo Robin Hood, como el ruso Stenka Razin, una encarnación de lo que Eric Hobsbawm ha denominado un «rebelde primitivo» o un «bandido social» y en el que las fronteras entre el delicuente, el forajido y el revolucionario, como lo entendía Necháyev, quedaban especialmente difuminadas (Hobsbawm, 1959, 1972). También se hablaba de la razonabilidad de una reacción violenta en circunstancias de opresión extrema y de violencia oficial o terrorismo de Estado (Goldman, 1969b, pp. 79-108). A finales de siglo hubo revolucionarios, como Plejánov, que quisieron restringir el uso del terror a circunstancias especiales. Otros, como Morózov, favorecían el «terror puro», por considerarlo una estrategia mejor que el asesinato individual y el levantamiento espontáneo, ya que «sólo castiga a los realmente responsables de la mala acción» (Laqueur, 1979, p. 74), aunque Morózov seguía buscando una justificación socialista. En torno a 1879 fue este segundo punto de vista el que triunfó en Naródnaya Volia y obtuvo el mayor apoyo del público en general. Hacia 1905 este tipo de tácticas fueron utilizadas por una gran variedad de grupos políticos, incluidos los bolcheviques.
Fenianismo
El movimiento insurgente más importante del siglo XIX en Europa Occidental estuvo ligado al nacionalismo irlandés. Aunque había habido muchos grupos operando en Irlanda como los Whiteboys y los Ribbonmen (Clark y Donnelly, 1983; Whelan, 1996; Williams, 1973), fue el movimiento conocido como fenianismo el que continuó la labor iniciada por la Joven Irlanda (Davis, 1987; Duffy, 1896). (Entre los estudios modernos cabe citar los de Comerford, 1998; Davis, 1974; Garvin, 1987; Newsinger, 1994; Quinlivan y Rose, 1982; Walker, 1969.) El movimiento sociocultural y político de la Joven Irlanda cristalizó en 1842 en torno al semanario dublinés The Nation. En 1848 formaban parte de la misma John Mitchel, Charles Gavan Duffy, Thomas Davis y William Smith O’Brien, junto a radicales de izquierdas como Fintan Lalor (cfr. Lalor, 1918); entre sus seguidores posteriores se cuenta Michael Doheny. En cuestiones sociales algunos de estos hombres eran bastante conservadores y retrógrados, pues querían recuperar la visión romántica de un pasado perdido de campesinos propietarios. Mitchel también se opuso a los «Republicanos Rojos» franceses en 1848. Las generaciones de nacionalistas posteriores simpatizaron más con la idea de llegar a un compromiso entre capitalismo y socialismo, mientras que James Connolly, algo aislado, apostaba por el socialismo tout court (Connolly, 1917). Al igual que los polacos, muchos republicanos irlandeses siguieron siendo católicos, lo que contrastaba con el anticlericalismo de muchos revolucionarios franceses e italianos. Se ha dicho que los unió el hecho de que el movimiento fuera «expresamente republicano y separatista desde el principio» (Henry, 1920, p. 33).
El fenianismo surgió en Estados Unidos e Irlanda a finales de la década de 1850, tras el fracaso de la Repeal Association encabezada por Daniel OʼConnell, a mediados de la década de 1840, y la represión de la breve insurrección de 1848. Lo lideraban dos miembros de la Joven Irlanda exiliados en París, James Stephens, que volvió a Irlanda, y John O’Mahony, que fue a Estados Unidos. El término «feniano» derivaba de Fianna Errinn, aludía a una legendaria orden de guerreros precristiana y fue acuñado por OʼMahony (Pigott, 1883, p. 99). El nombre fue utilizado por primera vez en torno a 1859 y desde entonces se lo asociaba primero a la Hermandad Revolucionaria Irlandesa y luego a la Hermandad Republicana Irlandesa, que se disolvió en 1924. (Su contraparte estadounidense, la Hermandad Feniana, se constituyó en 1865. Cfr. The Fenian’s Progress: A Vision, 1865, pp. 68-91.) La organización feniana empezó a reclutar miembros en 1858, celebró su primera reunión general en 1863 y se vinculó a otra organización norteamericana, Clan-na-Gael, fundada en 1869, que por entonces contaba con más de 200.000 miembros. Existía por su cuenta en Irlanda desde 1858, bajo el nombre de Hermandad Republicana Irlandesa. Los fenianos se organizaban en torno a un «centro» o «A», apoyado por nueve «B», o capitanes, cada uno de los cuales contaba con nueve «C» o sargentos, que lideraban un grupo de nueve soldados. Cada nivel sólo conocía a las personas más cercanas de su grupo. Es probable que Stephens copiara este esquema a los blanquistas y otros conspiradores franceses, aunque también se ha dicho (en una fuente algo sospechosa) que los planes de Stephens diferían de los de sus homólogos continentales, puesto que él no buscaba una breve insurrección, sino armar a una parte sustancial de la población de manera permanente para derrotar al ejército británico (Rutherford, 1877, I, pp. 61-62). Los miembros juraban guardar secreto, obediencia a los superiores y lealtad a la meta de convertir Irlanda en una república democrática.
A los fenianos se los asociaba, sobre todo, a un intento frustrado de invadir Canadá en mayo de 1866 y a un levantamiento en Irlanda en 1867, igualmente infructuoso. A principios de la década de 1870 comenzaron a planear una prolongada campaña de violencia, pero, durante un tiempo, les hicieron sombra la Liga Agraria y el partido por el autogobierno o Home Rule League, de Charles S. Parnell, de los que diferían en las tácticas (Henry, 1920, p. 34; Samuels, s.f.). Elaboraron un plan para tomar Dublín y defenderla con barricadas (Bussy, 1910, p. 26). En 1873 los fenianos adoptaron la decisión de no organizar nuevas insurrecciones armadas hasta contar con el apoyo evidente de la mayoría del pueblo irlandés. En 1876 OʼDonovan Rossa, contrariado por la inactividad de los fenianos, trazó su propio plan de resistencia violenta contra Inglaterra recaudando un «fondo de escaramuzas» para golpear «uno de sus puntos vulnerables» (The Times-Parnell Commission Speech, 1890, p. 56). Según declaró, «Prefiero la dinamita. Arrasar ciudades inglesas; matar al pueblo inglés. Matar y masacrar es aceptable a los ojos de Dios y de los hombres, al igual que el pillaje» (Adams, 1903, II, p. 565). A partir de aquel momento, la «propaganda de la dinamita» o «propaganda por medio del terrorismo» (la expresión es de Michael Davitt: The Times-Parnell Commission Speech, 1890, p. 100) quedaría en especial asociada al nombre de Rossa (Davitt mismo rechazó la «teoría de la dinamita» por considerarla «el sacrificio de la mente, la rendición de la razón ante la ira y la del juicio ante la ciega e irreflexiva temeridad»; The Times-Parnell Commission Speech, 1890, p. 408; cfr. F. Sheehy-Skeffington, 1908, p. 141.)
A partir de 1878 los fenianos defendieron el autogobierno (Home Rule), la política de obstruccionismo en el Parlamento y la guerra agraria [Land War] que había empezado en 1879 liderada por la Liga Nacional Agraria de Parnell. Esta coalición se mantuvo hasta 1882, cuando Parnell se peleó con los fenianos y creó la Irish National League. El logro más tristemente célebre de los fenianos en aquella época fue el asesinato, a manos de una sociedad secreta liderada por P. J. Tynan y conocida como los Invencibles, del jefe de la Secretaría para Irlanda, Lord Frederick Cavendish, y de su segundo, Thomas Burke, en el Parque Phoenix (1882). La mayoría de los terroristas eran miembros dublineses de la Hermandad Feniana u organizadores de la Liga Agraria. Después desaparecieron y fue el fin de los flirteos de Parnell con el movimiento (Davitt, 1904, p. 363). (Se ha dicho, no obstante, que esta acción fue obra de la Liga Agraria y que era contraria a la política feniana de entonces. Cfr. OʼBrion, 1973, p. 122 y la History of the Irish Invincibles, 1883.) En cambio, el Tratado de Kilmainham, que permitió liberar a Parnell a cambio de nuevas leyes que promovieran los derechos de los aparceros, dio un nuevo impulso a la propaganda de la «dinamita» que pretendía convertir en algo «imposible el latifundismo […] en Irlanda» (Davitt, 1904, p. 427). Hubo conspiraciones para asesinar a la reina Victoria, para volar la Cámara de los Comunes y para hundir buques británicos usando un submarino (construido en Nueva Jersey). De ahí que se dijera que los fenianos «predicaban y ponían en práctica las mismas feroces doctrinas» que los anarquistas. «Es un deber de todo ciudadano irlandés», gritaba un orador irlandés en 1883, «matar a los representantes de Inglaterra dondequiera que se encuentren. El incienso más sagrado a los ojos del Cielo sería el humo de Londres ardiendo» (Adams, 1903, II, pp. 563-564). También había agentes provocadores infiltrados y se negaba con frecuencia que este tipo de tácticas «gozaran de la aprobación de la organización feniana ni en Norteamérica ni en lugar alguno» (Sullivan, 1905, p. 170). Supuestamente se estableció un «Comité de Asesinatos» para acabar con los traidores en el seno del movimiento. Pero sólo un hombre –un agente provocador e informante–, el jefe de policía Talbot, tuvo un fin violento y los líderes, como Davitt, siempre negaron la existencia de semejante comité (Moody, 1981, p. 511). Entre 1882 y 1885 hubo una docena de explosiones en Glasgow, Birmingham y Dublín, pero sobre todo en Londres, donde las estaciones de metro eran objetivos especialmente propicios. Una bomba muy potente causó graves destrozos en la Cámara de los Comunes el 24 de enero de 1885. Y la estrategia pareció funcionar: líderes fenianos citaban con aprobación la conclusión a la que se llegaba en la revista Westminster Review: «La dinamita ha llevado el autogobierno (Home Rule) al ámbito práctico de la política» (Denieffe, 1906, p. 289).
El Sinn Féin («nosotros mismos» en gaélico irlandés) fue fundado por Arthur Griffith después de 1899 con el objetivo de promover la resistencia pasiva al gobierno británico, una política que rápidamente adoptaron asimismo la Hermandad Republicana Irlandesa y Clan-na-Gael. Vinculada a la Liga Gaélica (fundada en 1893), que apoyó mucho el separatismo cultural, promovía asimismo el nacionalismo cultural irlandés, la desanglización lingüística y cultural, y la autosuficiencia económica (Henry, 1920, p. 64; O’Hegarty, 1919, pp. 14-15). Como grupo político, el Sinn Féin apareció definitivamente en 1905; no era tanto un movimiento republicano como uno «estrictamente constitucionalista», (Henry, 1920, p. 51) que aspiraba a restaurar la constitución de 1782. Bajo el liderazgo de Griffith defendieron (remedando a Deak) una «política húngara» de abstención de toda actividad parlamentaria como sustituto del conflicto armado: la bautizaron como «política del Sinn Féin» (Griffith, 1918; O’Hegarty, 1919, p. 18). Empezó a languidecer en seguida, pero el Sinn Féin revivió cuando su predecesora, la Hermandad Republicana Irlandesa –lo que quedaba del movimiento feniano–, lo llevó a utilizar métodos violentos y a reforzar el sentir republicano (Brady, 1925, p. 9; Henry, 1920, p. 88; O’Hegarty, 1924, p. 17). Después desempeñaría un papel destacado en el Alzamiento de Pascua de 1916, flanqueado por el Partido Republicano Socialista Irlandés (fundado en 1896) de James Connolly. El ala más separatista del Sinn Féin, que abogaba por el uso de la violencia, creó el núcleo de lo que más tarde se denominaría el Ejército Republicano Irlandés o IRA. Sin embargo, se ha sostenido que, antes de 1916, la idea de emplear la violencia física ocupaba apenas un «lugar subordinado en la filosofía separatista. Era una línea de acción, pero no la única ni la principal. Era, más bien un último recurso […] El uso de las armas y el derecho a la insurrección se afirmaban por una cuestión de principios, pero más como medio para enardecer al alma de la nación que como política» (O’Hegarty, 1924, pp. 164-165).
Evolución en la Europa continental y más allá
Hubo otros activistas y apologetas europeos del terrorismo a los que habría que mencionar. Por ejemplo, Johann Most (1846-1906), quien a principios de 1879 editó en Londres la revista Freiheit bajo el lema: «Toda medida es legítima contra un tirano». Most era un socialdemócrata alemán, encarcelado en Londres por alabar el asesinato de Alejandro II, pero logró trasladar su revista, Freiheit, a Estados Unidos, donde se convirtió en la publicación anarquista más influyente del momento. Rechazaba la vía parlamentaria hacia el socialismo y abogaba por formar grupos selectos cuyas conspiraciones para asesinar a los explotadores (incluidos policías y espías) despertarían el rencor latente de las masas.
Una de las derivas más esenciales de la tradición anarquista en el continente europeo tras la Comuna fue la teoría de la «propaganda por los hechos». La expresión había sido acuñada en 1877 por un médico francés, Paul Brousse (1844-1912) (Stafford, 1971; Vizetelly, 1911), y a finales de la década de 1870 se lo utilizó para aludir a una rebelión campesina italiana causada por una subida de impuestos y liderada por Errico Malatesta (cfr. Richards, 1965), Carlo Cafiero y el ruso Piotr Kropotkin, entre otros. Su gran objetivo era difundir «coraje, devoción y espíritu de sacrificio» (Kropotkin, 1970, p. 38). La idea era denunciar la propaganda intelectual. También en este caso se ampliaron los objetivos de los defensores de la violencia, que pasaron de considerar justo el terrorismo contra un régimen y sus representantes a admitirlo contra toda una clase, no contra un pequeño grupo hereditario sino contra todos los propietarios o burgueses en potencia. Todo acto de violencia contra el orden establecido empezó a considerarse progresista. Para algunos, como el zapatero francés Léon-Jules Léautheir, cualquier burgués era un objetivo válido (porque era moralmente culpable). En el momento de ser guillotinado, el anarquista Auguste Vaillant gritó: «¡Muerte a la sociedad burguesa! ¡Viva el anarquismo!» (Vizetelly, 1911, p. 153). La clase podría, potencialmente, justificar el derramamiento de sangre a una escala tan grande como la raza; Pol Pot tomaría buena nota de ello en el siglo XX.
La aceptación de una vasta categoría de objetivos «legítimos» fue un paso extremadamente importante para la transformación del tiranicidio en el terrorismo moderno (Fleming, 1982, pp. 8-28). En un contexto imperialista se podía ampliar hasta abarcar a todos los miembros del grupo étnico o nación ocupante. Una de las luchas antiimperialistas de la época con un componente «terrorista» fue la de la India. Hubo casos aislados de asesinatos ya en 1853, cuando el coronel Mackinson, inspector de Peshawar, fue apuñalado por un «fanático» de la región de Swat que pretendía evitar la invasión de sus tierras ancestrales por parte de los británicos (Hodson, 1859, p. 139). En junio de 1897 fueron asesinados dos oficiales británicos por miembros de una sociedad militar hindú, lo que desató una nueva campaña de violencia (MacMann, 1935, p. 43; Steevens, 1899, pp. 269-278). A finales del periodo, el asesinato político era algo bastante corriente. Los nacionalistas estaban muy influidos por Mazzini, y los extremistas bengalíes recibieron ayuda de los fenianos irlando-estadounidenses (Argov, 1967, p. 3; Bakshi, 1988). En 1908 se publicó un libro titulado The Indian War of Independence, 1857, con una sobrecubierta en la que ponía «Papeles al azar del Club Pickwick», en el que se justificaba el asesinato de mujeres y niños. Los bomb-parasts, que consagraban sus bombas en el altar de Kali, también aumentaron en número. El 30 de abril de 1908 un joven bengalí, Khudiram Bose, mató al señor y a la señorita Kennedy en Muzafferpur, con una bomba que iba destinada al señor magistrado Kingsford. El líder nacionalista Bal Gangadhar Tilak, quien citaba a Krishna como autoridad cuando en el Bhagavad-gita dice respetar la legitimidad del asesinato, fue arrestado por elogiar el uso de bombas como una especie de «brujería, un encantamiento o un amuleto», y encarcelado por sedición (Chirol, 1910, p. 55). (Las tradiciones religiosas indígenas empezaron a entreverarse con las protestas violentas; cfr. Macdonald, 1910, p. 189.) La batalla se llevó a las calles de Londres en 1909, cuando fueron asesinados el secretario político de Lord Morley, Sir W. Curzon Wyllie, y el Dr. Lalcaca. Hubo muchos más incidentes en la India poco después y se enviaron refuerzos a ultramar. También se registró algo de violencia política en Egipto, incluido el asesinato del primer ministro en 1910. En este caso, el nacionalismo y el sentimiento antibritánico, que estallaron por sucesos como el incidente de Dinshiway de 1864 (en el que fueron ejecutados cuatro campesinos tras la muerte accidental de un oficial británico), se vinculó a la justificación islámica del asesinato de tiranos e «infieles» por igual (Badrawi, 2000).
A finales del siglo XIX hubo una drástica escalada de la violencia en el mundo entero. La «era dorada» del asesinato político empezó en Madrid en 1870 con la muerte de Juan Prim, a la sazón presidente del Consejo de Ministros, a manos de sus adversarios de derechas. Tras la celebración en Londres del Congreso Internacional Anarquista de 1881, la justificación de los actos de violencia individual se difundió enormemente y se empezó a identificar al anarquista afiliado con el dynamitard que ponía bombas. Esta imagen, que seguimos conservando, se debió a la invención de la dinamita en 1866. Se convirtió en el arma de moda para acabar con destacados políticos europeos. Entre las víctimas más famosas de la ère des attentats cabe mencionar al presidente de Ecuador, Gabriel Moreno (1875); al primer ministro japonés en 1878, y al presidente francés liberal Sadi Carnot (1894), asesinado por un anarquista no por sus culpas, sino por ser un símbolo del poder político. El Shah de Persia, Nasr-ed-Din, fue asesinado por un místico chií (1896) y la misma suerte corrieron, víctimas de atentados anarquistas, otro presidente del Consejo de Ministros –el malagueño Antonio Cánovas del Castillo (1897)–, la emperatriz Isabel (Sisi) de Austria (1898) y el rey de Italia, el cada vez más absolutista Umberto I (1900). También el presidente de Estados Unidos, McKinley, cayó en 1901 por obra de un anarquista; el rey de Serbia fue asesinado en 1903; los primeros ministros de Grecia y Bulgaria, en 1907; el rey de Portugal, en 1908; el primer ministro egipcio, en 1910; el primer ministro dominicano, en 1911; nuevamente un presidente del Consejo de Ministros, José Canalejas, en 1912; el presidente de México, en 1913, y el archiduque Francisco Fernando de Austria, en 1914. Esta lista podría doblarse fácilmente (cfr. Hyams, 1969). Los actos individuales de violencia también empezaron a caracterizar a las disputas laborales en Francia y España. En Estados Unidos, Alexander Berkman intentó asesinar al presidente de la Carnegie Steel Company, tras una dura huelga, en 1892, alegando que «Cuanto más radical el tratamiento… más rápida la cura» (Berkman, 1912, p. 7). Pero también hubo terroristas capaces de justificar el poner bombas en una cafetería al azar, como Émile Henry. No pensaba en ninguna víctima en concreto, porque la sociedad en su conjunto amparaba la injusticia (Meredith, 1903, pp. 189-190). Las tácticas violentas fueron utilizadas asimismo por el Movimiento Sufragista entre 1912 y 1914, aunque sólo destruyeron propiedades (ventanas, quema de buzones) y en general se limitaron a recibir una sanción (las piedras que arrojaban contra las ventanas iban envueltas en papel para minimizar los daños). No glorificaban la violencia en sí y, además, parecían carecer de toda inspiración ideológica (Harrison, 1982; Pankhurst, s.f.; Raeburn, 1973) La era clásica del asesinato político moderno por motivos como la religión, la oposición al liberalismo, a las reformas democráticas o al radicalismo, terminó en 1914.
Hubo importantes excepciones a esta tendencia. Muchos anarquistas norteamericanos, como Benjamin Tucker, afirmaban que los reformadores sólo podían justificar la violencia legítimamente cuando «han logrado reprimir sin esperanza todo método pacífico de agitación» (Eltzbacher, 1908, p. 211). Algunos destacados anarquistas, como Tolstói y Gandhi, e individualistas como Josiah Warren y Lysander Spooner (Rocker, 1949, p. 161) también rechazaron enérgicamente la violencia. En la década de 1890, Kropotkin llegó a deplorar la pérdida de vidas inocentes y negó que las revoluciones se hicieran a base de actos heroicos, pero no quiso condenar a los perpetradores. Otros anarquistas, como Elisée Reclus (1830-1905), insistían sin vacilaciones en que los fines justificaban los medios y en que todo acto de violencia contra el orden existente era justo y bueno (Fleming, 1979). (Pero ya se ha dicho que Reclus «no tenía nada en común con la locura de los dynamitards»; Zenker, 1898, p. 161.) Se podría defender que la sed de sangre, incrementada por la violencia política y las conquistas imperiales, allanó el camino para los grandes baños de sangre del siglo XX, cuando tanto el fascismo como el comunismo aceptaron, justificaron y promovieron la violencia para obtener y mantener el poder de Estado. Anudaron la filosofía del terror individual para obtener el poder con la del terrorismo de estado para conservarlo.
El terrorismo y su justificación: teoría y problemas
Merece la pena considerar brevemente qué luz arrojan estos acontecimientos sobre la teoría del terrorismo, sobre todo en la medida en que la disección de algunos puntos morales clave facilita el hallazgo de una definición útil del término en sí. La relación entre la doctrina clásica del tiranicidio y el «terrorismo» moderno es compleja y está repleta de ambigüedades definicionales. La tendencia a calificar de «terrorista» a cualquier lucha armada cuando no se ha declarado una guerra formalmente, oscurece las definiciones y obstaculiza la clarificación del asunto. Pero, según la definición clásica, ni el magnicidio en sí ni los intentos por derrocar un régimen despótico o el desalojo de fuerzas de ocupación del propio país (o de otro) serían necesariamente actos «terroristas».
Sin embargo, el tema está lleno de paradojas, contradicciones y ambigüedad moral. A finales del siglo XIX, la violencia política en Rusia se dirigía contra el zar, un autócrata reconocido, la «auténtica encarnación del autócrata» en palabras de Victor Hugo, y no una mera «máscara» como Luis Bonaparte (Hugo, 1854, p. 4). Los liberales solían considerar «justificada» este tipo de resistencia e incluso «legítima»; John Stuart Mill llegaría a exclamar en relación con el intento de asesinato de Napoleón III en 1858: «¡Qué pena que las bombas de Orsini fallaran dejando con vida al usurpador manchado de sangre!» (citado en Morley, 1917, I, p. 55). Algo similar ocurrió cuando asesinaron al conde V. Plehve, ministro ruso del Interior, en 1904: muchos liberales aplaudieron la acción (Seth, 1966, p. 216). Pero el reinado de Luis Napoleón, descrito en ocasiones como «el primer dictador moderno, que basaba su autoridad en la expresión controlada de la voluntad del pueblo» (Packe, 1957, p. 253), fue fruto de un plebiscito. John Wilkes Booth, famoso por gritar sic semper tyrannis cuando disparó mortalmente a Abraham Lincoln, también consideraba un tirano al emancipador de los esclavos norteamericanos. (Los terratenientes sureños habían ofrecido 100.000 dólares a quien lo matara dos años antes.) El duque de Wellington, en cambio, se negó a admitir que le asistiera el derecho a asesinar a Napoleón Bonaparte (Browne, 1888, p. 135). Las «guerras de liberación», que pretenden liberar a naciones o pueblos, tampoco pueden calificarse de «terroristas», pues están en la estela de la «guerra justa» (Dugard, 1989, pp. 77-98). Se ha señalado, asimismo, que la mayoría de las guerrillas se adhieren a las reglas básicas de la guerra y procuran que sus víctimas pertenezcan a las fuerzas armadas de sus enemigos.
Los principales problemas teóricos planteados por el auge de la táctica de la violencia individual como parte de las estrategias revolucionarias del siglo XIX (posteriormente modificadas y adaptadas en el siglo XX) son los siguientes:
1) La cuestión del alcance permitido o asesinato legítimo de tiranos vis à vis; en este caso el problema de la inocencia, de cuándo «matar» no es «delito», requiere una definición coherente de tiranía o despotismo. Si un zar (o Hitler o Stalin) pueden ser asesinados legítimamente (aunque todos gozaban de un amplio apoyo popular), ¿qué podría justificarlo?, ¿cuándo? Deberíamos recordar que ha habido dictaduras temporales selectivas en la mayoría de las sociedades, sobre todo en tiempos de guerra. De manera que «dictador» no es una categoría legítima que permita el tiranicidio, aunque el genocidio perpetrado por un dictador probablemente si justificaría su asesinato. (Como hemos comprobado, muchas naciones europeas estuvieron implicadas en políticas genocidas en aquella época. El asesinato de la reina Victoria a manos de un tasmano negro hubiera sido legítimo según esa lógica.) Surgen otras cuestiones: ¿el terrorismo permite el asesinato de civiles inocentes que, por ejemplo, sean familiares de los miembros del gobierno de un régimen despótico? ¿Permite a los nativos matar a familiares de los gobernantes en una colonia?[8]. La necesidad de defender la revolución justificaba la expansión del uso legítimo de la violencia de manera que, como afirmara Bronterre OʼBrian, «un alto porcentaje de las víctimas» del Terror de la Francia revolucionaria «merecía su suerte; de no haberlos destruido nosotros, hubieran asesinado hasta al último demócrata en Francia» (O’Brien, 1859, p. 9).
2) El contexto político en el que se utiliza el terrorismo cuando no existe una «tiranía»: ¿puede justificarse el «terrorismo» contra un gobierno democráticamente elegido? La «tiranía de la mayoría» puede asumir formas muy distintas y opresivas (étnica, religiosa). Todas estas distinciones son de la época que nos ocupa. Cuando fue asesinado el presidente Garfield en 1881 por alguien que se oponía al trato que los liberales dieron al Sur derrotado, el Comité Ejecutivo de Naródnaya Volia condenó el acto, afirmando que la voluntad del pueblo era ley en Estados Unidos y que el uso de la fuerza no estaba justificado (Jaszi y Lewis, 1957, p. 138). Sin embargo, el asesinato del presidente McKinley en 1901 fue de inspiración anarquista (Vizetelly, 1911, p. 251).
3) El tema de la naturaleza del método adoptado: la cuestión clave es la justificación de la violencia cuando existe un riesgo significativo de que se hiera a «inocentes». Más de ciento cincuenta personas resultaron heridas, por ejemplo, en las explosiones provocadas por Orsini en 1858. A menudo se recurría a más de un método a la vez. El éxito de la trama contra Alejandro II, asesinado el 1 de marzo de 1881, se debió al uso simultáneo de bombas, granadas y dagas. Aquí, una vez más, la cuestión clave es si, de justificarse el fin, se justifican los medios.
4) La justificación del atentado suicida: Holyoake dijo de Orsini que «quien se implica en un asesinato político no debería vacilar en sacrificarse a sí mismo» (Holyoake, 1893, II, p. 27).
5) El problema de la relación entre terrorismo, insurrección e internacionalismo sigue candente. Suscita la cuestión del alcance legítimo en el ejercicio de este tipo de violencia y está relacionado con el tema de los simpatizantes de una lucha y las víctimas reales de un régimen opresivo. La voluntad de luchar por el bien de otros, desde los franceses en Irlanda a Byron en Grecia, procedía de una idea de lealtad internacional y de devoción a principios que trascendían las fronteras locales y nacionales, dividían las lealtades y producían una identidad política fragmentada y contradictoria. Hubo muchos irlandeses luchando en ambos bandos de la Guerra Civil norteamericana. Convictos fugados ayudaron a los aborígenes australianos en su resistencia contra la violencia blanca. Algunos europeos apostaron explícitamente por los cipayos amotinados en la India en 1857-1858 (Forbes-Mitchell, 1893, pp. 278-285). Dos brigadas irlandesas y un cuerpo de irlando-americanos (junto a voluntarios italianos, escandinavos, rusos, alemanes, griegos, austríacos, búlgaros, franceses y holandeses) lucharon junto a los bóers en la Guerra de Sudáfrica (Conan-Doyle, 1900, p. 82; Davitt, 1902, pp. 300-336). (Se protegió de antemano a los prisioneros irlandeses de los cargos de traición cuando el Volksraad les concedió la ciudadanía.) Un nacionalista irlandés como Michael Davitt condenaba la «cobarde y poco cristiana» conducción inglesa de la guerra en Sudáfrica desde el punto de vista de los bóers (Davitt, 1902, pp. 579-590). Quienes consideraban prima facie ilegítimas todas las formas de imperialismo aplaudían, no condenaban, este cosmopolitismo (Claeys, 2010).
6) El tema de la glorificación de la violencia por la violencia misma, porque resulta «creativa» o porque se persigue algún fin psicológico que beneficia al perpetrador. Debemos pensar si existen vínculos entre lo destructivo y lo creativo y si ese «odio creativo», que Sorel despreciaba, al contrario que Jaurès (Sorel, 1969, p. 275), no es un oxímoron. Un asunto de fondo relacionado es el riesgo de egoísmo moral o de una suspensión religiosa o semiteológica de las normas morales (p. ej. un estado de gracia anómico o antinómico). A veces los anarquistas afirmaban que un individuo podía convertirse en «norma para sí mismo» (Vizetelly, 1911, p. 3), al modo de los adamitas y los anabaptistas del siglo XVI. Hubo precedentes de este tipo a principios de la época contemporánea; una bandera negra portada por irlandeses rebeldes en Wexford, en 1789, llevaba las siglas M.W.S., que algunos han interpretado como «asesinato sin pecado» (Murder Without Sin); con ella proclamaban que no constituía pecado matar a un protestante (Holt, 1838, I, p. 89). También este hecho se negó. La glorificación de la violencia por sus efectos psicológicos liberadores se retomaría en el siglo XX, sobre todo en el contexto de las guerras de Argelia, por parte del psiquiatra francés Frantz Fanon (Fanon, 1969; Perinbam, 1982). Existía un peligro evidente: que la legitimación de la tiranía provocara una sed de sangre que se autoperpetuara.
CONCLUSIÓN
Tras el colapso de la Unión Soviética en 1991, el ideal revolucionario secular identificado con «los principios de 1789» parecía haber seguido su curso, sólo para resurgir en un siglo en el que se plantearon nuevos retos a los regímenes autoritarios de todo el mundo. Sin embargo, la idea de la revolución sigue manchada por la promesa fallida de la necesidad histórica y por la acusación de totalitarismo implícito. Parece haberse hecho realidad la advertencia de Proudhon de que quienes están «fascinados con el cisma de Robespierre» serían «mañana los ortodoxos de la revolución» (Proudhon, 1923a, p. 127). Surgieron movimientos nacionalistas relacionados con la resistencia colonial y antiimperialista a lo largo y ancho del mundo. Pero lo que lograron fue, demasiado a menudo, estados-nación mal formados, corruptos y fracasados. Las identidades nacionales no siempre han logrado trascender o mitigar las enemistades étnicas, religiosas y tribales. Incluso en democracias relativamente maduras, exitosas en otros aspectos, las mujeres siguen sin poder votar y las minorías siguen siendo explotadas hasta el día de hoy. Actualmente se suele asociar al «radicalismo» básicamente a movimientos de extrema derecha, más que a la extensión del sufragio. Aunque en el presente el tema suscite poco entusiasmo entre la opinión pública, el republicanismo ha demostrado ser más exitoso a largo plazo, tras la extinción de algunas monarquías (desde principios o mitad del siglo XX) y la pérdida de las potestades constitucionales y de todo poder político real por parte de otras. Sin embargo, los debates sobre el «terrorismo» son tan encendidos hoy como a finales del siglo XIX y han absorbido gran parte de la controversia que una vez estuvo asociada a la revolución. A finales del siglo XIX cobraron impulso los movimientos antiimperialistas y anticoloniales, inspirados parcialmente en los ideales democráticos de las revoluciones europeas; llegarían a ser cruciales en la política mundial del siguiente siglo. Tras 1918, y aún más tras 1945, las ideas y movimientos mencionados se difundieron en gran medida lejos de Europa, a lo largo y ancho del mundo en desarrollo. Es evidente que, allí, la idea de revolución no se ha agotado en absoluto.
[1] Hay mucho escrito sobre el legado de la Revolución. Baker, 1987 y Hayward, 1991 son buenos puntos de partida. Nos gustaría agradecer a Pamela Pilbeam sus comentarios a este ensayo, así como a la Minnesota State Historical Society (St. Paul) por proporcionarnos una referencia.
[2] Muchos de los relatos modernos sobre la idea de revolución parten de Arendt, 1963. Ejemplos de diversos tipos de lenguaje revolucionario en Kumar, 1970.
[3] Estas metas se asociaban entonces al líder whig Charles James Fox (1749-1806). Fox negó haber «expresado principios republicanos, en referencia a este país, en el Parlamento o fuera de él» (Fox, 1815, IV, p. 209). Pero hay que tener en cuenta lo mucho que apreciaba la distinción de las antiguas repúblicas de Grecia y Roma (p. 229) y su proclamación de que era «republicano hasta tal punto, que daba su aprobación a todo gobierno en el que la res publica fuera el principio universal» (p. 232). Cfr. asimismo Barwis, 1793: «Y en cuanto a la palabra república, aunque suele aplicarse a cualquier gobierno que carezca de rey, hay reyes que han entendido el sentido original y genuino de atender al bien público (public weal) tan acertadamente, que sus gobiernos merecen con mucha mayor justicia el apelativo de republicano que muchos de los que siempre se han denominado republicanos aun siendo tiranos y grandes enemigos del bien público y las libertades de sus países» (Claeys, 1995, VII, p. 380). Paine también decía que «la república no es una forma concreta de gobierno».
[4] La bibliografía sobre el cartismo es, de nuevo, muy extensa. La obra contemporánea esencial es la de Gammage, 1854. Un resumen de los estudios recientes, en Chase, 2006 y Thomson, 1986. Sobre los principales debates teóricos, cfr. Stedman Jones, 1982a.
[5] Ruskin proclamó: «Una república es, en puridad, una comunidad política en la que el Estado, en su conjunto, está al servicio de los hombres y todos y cada uno de los hombres están al servicio del Estado (es decir, los pueblos pueden olvidarse de la última condición). El gobierno puede ser oligárquico (consular o decenviral, por ejemplo) o monárquico (dictatorial)» (Ruskin, 1872, II, pp. 129-130). Mi agradecimiento a Jose Harris por indicarme este uso.
[6] Algunos problemas de definición en Wardlaw, 1982, pp. 3-18. Wardlaw define el «terrorismo político» como «el uso o la amenaza del uso de la violencia, por parte de un grupo pequeño o un individuo, que actúa a favor o en contra de la autoridad establecida. Se trata de acciones destinadas a provocar una ansiedad extrema y a inducir temor en un grupo u objetivo que va más allá de las víctimas directas, con el propósito de obligar a ese grupo a acceder a las exigencias políticas de los perpetradores» (p. 16).
[7] Luft, 2006, pp. 136-165; aunque no distingue adecuadamente entre violencia revolucionaria y «terrorismo», ni aclara si Bauer hablaba de violencia contra quienes poseían el poder religioso y del Estado o contra un cuerpo mucho mayor de «inocentes».
[8] Conviene señalar que lo que era un «déspota» también cambió en esta época. Como afirma G. J. Holyoake: «Antes se consideraba que un hombre era un gobernante legítimo cuando reinaba por lo que se denominaba “derecho divino”. Desde que tenemos gobiernos representativos se considera un déspota a todo rey, a menos que gobierne ateniéndose a las leyes del Parlamento. Un gobernante puede ser bueno o malo, pero sigue siendo un déspota si gobierna por su propia autoridad o impide que otro gobierne por elección popular. Así, el asesinato de tiranos por razones de bien común, para atemperar o suprimir el despotismo no se considera asesinato por los moralistas. Al parecer es necesario para el progreso aquí y sólo en esta etapa, y únicamente es defendible cuando existen unas circunstancias en las que no cabe recurrir razonablemente a la resistencia armada. Cuando la opresión no lo justifica, asesinar tiranos es un error». Pero añadía: «Sin embargo, el buen déspota, que gobierna con justicia no debe ser asesinado porque el acto no aporta provecho; no se puede saber si el nuevo gobierno, impuesto por la fuerza, será mejor que el suyo». A continuación enumeraba cuatro principios que podrían justificar el tiranicidio (ninguno de los cuales era de aplicación en un país libre): «1) El tiranicida debe ser lo suficientemente inteligente como para entender la responsabilidad que supone erigirse en vengador de la nación […] 2) quien propone quitar una vida por el bien común debe estar dispuesto a entregar la suya de ser necesario, tanto a modo de expiación por asumir el cargo de vengador público como para garantizar que su ejemplo no genere otras acciones por parte de imitadores igual de desinteresados […] 3) El adversario de los déspotas no ha de ser débil, no debe vacilar ni perder la cabeza en circunstancias imprevistas ni carecer de los conocimientos y las habilidades necesarias para este propósito […] 4) Debe saber que los resultados que busca probablemente sólo se obtendrán más tarde» (Holyoake, 1893, II, pp. 59-61).