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La posverdad: un viejo asunto nuevo1

Carlo Ginzburg

Universidad de California, Los Ángeles

La palabra «posverdad» —incluida en el título de este libro inmediatamente después de los términos «historia» y «verdad»— fue para mí, desde el inicio, una provocación intelectual de la cual era imposible evadirse. Por mi parte, he respondido con una pequeña provocación, proponiendo, como título de este ensayo introductorio, un oxímoron: «un viejo asunto nuevo». La posverdad es, como intentaré argumentar, al mismo tiempo algo nuevo y viejo. Quisiera llegar a lo nuevo partiendo de lo viejo. Dicho procedimiento supondrá un modo de tomar distancia de la realidad que nos rodea buscando no darla por sentada. Se trata, diría yo, de una forma de alejamiento con la que evoco una técnica literaria que trabajé hace años y que continúa pareciéndome muy rica en cuanto a sus implicaciones.

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Dos de los libros de historia más importantes del siglo XX fueron escritos en la misma ciudad, con pocos años de diferencia: me refiero a Les Rois thaumaturges (Los reyes taumaturgos), de Marc Bloch (1924), y La grande peur de 1789 (El gran pánico de 1789), de Georges Lefebvre (1932), (desarrollo aquí un punto mencionado en Ginzburg, 2006, p. 12). Ambos, Bloch y Lefebvre, enseñaban en Estrasburgo, en la universidad que se había vuelto un símbolo de la victoria de Francia en la Primera Guerra Mundial. Los dos libros hablaban de fenómenos muy diversos y de periodos muy distintos: sin embargo, tenían algo en común. Los reyes taumaturgos examina la creencia nacida en la Edad Media, pero que se prolonga en el tiempo, sobre todo en Francia, según la cual los reyes de Francia y de Inglaterra tenían el poder de curar a los enfermos de escrófula con el toque de la mano (la escrófula es una infección, no letal, de las glándulas del cuello, producida normalmente por las malas condiciones higiénicas). El gran pánico de 1789 analiza un rumor que se difundió en las campiñas francesas en el verano de 1789: según dicho rumor, los aristócratas, para vengarse de la derrota sufrida con la toma de la Bastilla, habrían contratado bandas de bergantines para asaltar las aldeas y destruir las cosechas. En ambos casos, el objeto de la investigación era un fenómeno marginal, al borde de lo que se suele definir como «la gran historia», es decir la historia de los libros de texto. Sin embargo, en ambos casos el fenómeno marginal era usado para proyectar una luz oblicua, imprevista, sobre fenómenos sociales profundos: las raíces del poder monárquico en Los reyes taumaturgos, la profunda percepción de la crisis de la sociedad del Ancien Régime en El gran pánico. Ambos libros eran, en definitiva, «estudios de caso». Cuando leí por primera vez Los reyes taumaturgos (tenía 20 años) quedé sorprendido: ese fue el libro que me movió a tratar de aprender el oficio de historiador. Pero no es de esto de lo que quiero hablar aquí.

Los dos libros tienen en común otro elemento: haber examinado dos fenómenos inexistentes. Inexistente es, a nuestros ojos, el poder sobrenatural de curar a los enfermos de escrófula atribuido a los reyes de Francia y de Inglaterra (Los reyes taumaturgos tiene como lema una frase de las Cartas persas de Montesquieu: «ce roi est un grand magicien [este rey es un gran mago]»). Inexistentes fueron también las bandas de bergantines instigadas por los aristócratas a atacar a los campesinos en el verano de 1789. Pero aquí emerge una diferencia: el libro de Georges Lefebvre analiza un complot imaginario; el libro de Marc Bloch analiza y desmitifica un complot real. La leyenda sobre poderes sobrenaturales atribuidos a los soberanos no surgió por casualidad y no surgió de abajo: ha sido, sostiene de forma argumentada Bloch, un instrumento para reforzar el poder monárquico, sea en Francia o en Inglaterra.

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Sobre esta diferencia volveré dentro de poco. Primero quiero formular una hipótesis para explicar los elementos que unen a estos dos libros. Se trata de una hipótesis que extiende, hasta incluir El gran pánico, aquello que había sostenido hace mucho tiempo a propósito de Los reyes taumaturgos. Dicha investigación de Bloch es una gigantesca fausse nouvelle, comparable (a una escala cronológica y geográfica mucho más vasta) a las fausses nouvelles, las falsas noticias que circulaban entre las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, a las que Bloch, soldado él mismo, dedicó un ensayo extraordinario, «Réflexions d’un historien sur les fausses nouvelles de la guerre», que apareció en la Revue de synthèse historique, en 1921. «Una falsa noticia [escribía Bloch] nace siempre de representaciones colectivas que preexisten a su nacimiento; solo que aparentemente aquella se da por casualidad. Más precisamente, el único elemento ligado a la casualidad es el incidente inicial, completamente banal, que desata el trabajo de la imaginación. Pero esto sucede porque las imaginaciones ya están predispuestas, están ya en fermento» (1921, p. 31). El evento puede actuar porque existe una predisposición latente, profunda —una estructura que permite transformar una falsa noticia en una leyenda—. También el «gran pánico» que está al centro del libro homónimo de Lefebvre era una fausse nouvelle, una falsa noticia. No obstante, también las falsas noticias pueden ser el resultado de una manipulación deliberada, como muestra el caso de los «reyes taumaturgos».

Volvamos al complot: aquel inexistente del verano de 1789 y aquel que inició la leyenda del poder de los reyes de curar a los enfermos de escrófula. En este caso, Bloch no usa la palabra «complot»; sin embargo, su deseo de desmitificar la leyenda es evidente. Hace muchos años hablé sobre este propósito, cuyo impulso puede calificarse de ilustrado (Ginzburg, 1965 y 1997). Y aun así enfaticé que, junto con esta voluntad desmitificadora, había un proyecto de otro género: la tentativa de reconstruir la mentalidad de los enfermos y de sus familiares, quienes recorrían enormes distancias para hacerse tocar por la mano del rey. En la capacidad de trabajar sobre estos dos registros, recogiendo y analizando, en profundidad, una documentación fragmentaria y dispersa, está la grandeza del libro de Bloch. Se trata de un modelo de reconstrucción histórica que continúa teniendo algo que decir, si no me equivoco, a las nuevas generaciones de lectores. Pero el contexto en el que se lee este libro es diferente hoy: muy diferente también del contexto en el que lo leí por primera vez, hace casi 60 años. Hoy en Los reyes taumaturgos leemos no solo el eco de las fausses nouvelles sino de las fake news.

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La traducción que acabo de evocar es lingüísticamente inaceptable, pero innegable, porque parece dar por sentado que los dos contextos, el de ese momento y el de ahora, son los mismos. Ensayaré dar otro paso hacia atrás, un ejercicio más de distanciamiento.

Uno de los Caprichos de Goya, del cual existe incluso un dibujo preparatorio (figuras 1 y 2), muestra a una mujer arrodillada a los pies de un hábito colgado de un árbol. El subtítulo dice «Lo que puede un sastre!» (para una discusión sobre este punto, desde una perspectiva diversa, véase Ginzburg, 2017). Son imágenes extraordinarias, inspiradas por una voluntad desmitificadora, ilustrada, en las que Bloch sin duda se hubiera reconocido. Y, sin embargo, también se hubiera reconocido en la emoción, inmune a cualquier sentimiento de burla o superioridad, con el que se representa la fe de la mujer arrodillada.


Figura 1. Francisco de Goya, dibujo preparatorio del Capricho número 52, «Lo que puede un sastre!».


Figura 2. Francisco de Goya, «Lo que puede un sastre!». Serie Caprichos (estampa), 52, ca. 1799.

¿Qué nos dicen las imágenes de Goya? La túnica está vacía, pero actúa, como actúan las fake news. La falsa religión conduce a la oración de una mujer inconsciente. La mirada de Goya es, en cambio, consciente —y también la del espectador, mediada por la de Goya—.

La denuncia de las religiones como mentira, y como instrumento de poder, es antiquísima. Esta denuncia se ha hecho a menudo en nombre de otra religión, la verdadera o la asumida como tal, distinta de la superstición. La mirada crítica sobre las religiones nace también de esta confrontación. Pese a que personalmente no soy religioso, me interesa profundamente la religión como fenómeno. Incluso siento respeto por la paradoja (que también siento muy distante) formulada por Simone Weil, una de las grandes mentes del siglo XX: «Cada religión es la única verdadera». Para quien cree, la religión es verdad, no mentira.

Para hablar de las fake news he tomado un camino tortuoso, que parte de lejos. Alguno podría comentar lo siguiente: la mentira, usada como instrumento de poder y manipulación social, es cosa vieja. Sin embargo, el elemento de novedad existe y está dado por el contexto tecnológico en el que las fake news se difunden y actúan: es decir, la web, la red.

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En las redes encuentro esta definición de post-truth, posverdad, dada por Oxford Dictionaries: se trata de un término «referido a situaciones en las cuales los hechos objetivos tienen menos influencia, en la formación de la opinión pública, que la apelación a las emociones y las convicciones personales». El término post-truth fue elegido en 2016, por los Oxford Dictionaries (el año del Brexit), como la «palabra del año», caracterizada por una difusión superior al 2000% con respecto al año precedente. Como podemos ver, este es un término descriptivo, que registra una situación, no la desea. En la definición se afirma que los «hechos objetivos» existen, pero que su peso tiende cada vez más a volverse marginal. A pesar de la aparente cercanía lingüística con el término posmoderno, estamos muy lejos del escepticismo asociado con frecuencia al posmodernismo.

Soy un usuario de la red (yo diría: como todos), pero no un experto. Me parece que, respecto a los medios de comunicación del pasado, la red implica (a) una ilusión de participación activa de los usuarios y (b) una dificultad mucho mayor con respecto a la verificación de datos.

Comienzo por el primer punto, a partir de algunas reflexiones, aún inéditas, de mi amigo Stefano Levi Della Torre. Como se sabe, las elecciones que hacemos en la red construyen un perfil que se presta a ser manipulado a nuestras espaldas para fines comerciales o políticos. El término agency, hoy inflado, refleja una situación en la cual «actuar» significa a menudo ‘ser actuados’: por ejemplo, por parte de la entidad ficticia conocida como social bots —bot sociales o socialbots, capaces de «generar mensajes automáticamente» que, a menudo, se encuentran en el origen de las fake news—. Extraigo esta noticia de la entrada «social bots» en Wikipedia. En ella se afirma que «al día de hoy los social bots pueden generar personas de Internet convincentes —una expresión que comentaré en breve— con capacidad de influenciar en personas de carne y hueso». El rol de los social bots en la elección de Donald Trump se menciona en un contexto abiertamente crítico. Se afirma que algunos social bots «imitan individuos reales», al difundir desinformación o propaganda terrorista. En este terreno envenenado prosperan los complots, verdaderos o imaginarios (el más reciente, QAnon, pretende develar un complot, probablemente ficticio, contra la administración Trump). La mentira revela, o finge develar, la mentira.

El contexto electrónico es nuevo; los actores, verdaderos o falsos, son antiguos. Antigua es la idea del complot, verdadero o imaginario (casi siempre uno imaginario esconde uno verdadero; sobre este tema, véase Ginzburg, 1991). Antiguo es el término persona, que en latín significa ‘máscara’ y, en el contexto contemporáneo que acabo de mencionar, un ‘individuo ficticio’. Y el término «ficticio» inmediatamente hace pensar en la fictio del derecho romano, procedimiento sobre la base del cual se decretaba tomar como verdadera, para los fines propios del derecho, una proposición que no es verdadera en relación con la realidad (al respecto, véase Galgano, 2010). Pero la ficción funcionaba, producía una realidad nueva. Una vez más, nos enfrentamos a una trama de lo nuevo y lo antiguo —incluso si los social bots, y entidades similares, actúan fuera de la ley—.

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Como ya mencioné, la red nos permite acceder de manera muy rápida a una cantidad enorme de datos que es muy difícil verificar. Con esto llego al tema central de este libro: la construcción de las narraciones en las ciencias humanas. El reclamo de la historiografía, desde Heródoto en adelante, de elaborar narraciones verdaderas debe, hoy, arreglar cuentas con un contexto —aquel registrado con el término «posverdad»— en el que los «hechos objetivos» tienden a importar menos, y quizás cada vez menos. Los eventos de los últimos años han puesto en evidencia cuáles fueron las implicaciones cognitivas, políticas y morales del escepticismo posmoderno, el cual defendía la imposibilidad de distinguir entre narraciones verdaderas y ficticias. He polemizado por años contra estas posiciones escépticas, no pretendo volver sobre este punto. Repetiré solo lo que he escrito hace tiempo: incluso si las respuestas dadas por los escépticos posmodernos no resultan interesantes, las preguntas que formulan permanecen (Ginzburg, 2006, p. 9). Sobre todo, queda un hecho ineludible: la imbricación de narraciones verdaderas y falsas —incluso si las unas deben distinguirse de las otras, los intercambios entre ellas no son eliminables—. Los historiadores no pueden prescindir de la narrativa y sus técnicas ni siquiera cuando trabajan con estadísticas o imágenes. La narración es comparable a un experimento que permite ir mucho más allá de la experiencia, pues condensa tiempos y espacios, y toma distancia de la realidad para llegar a conocerla mejor.

De la realidad que nos rodea forman parte la red y la enorme cantidad de datos a los cuales esta nos permite ingresar. ¿Existen modos de usar las redes sin sentirse abrumado? Es una pregunta que afecta a todos. Intentaré dar una respuesta a partir del trabajo que realizo, el del historiador. Propondré una estrategia que permita, por un lado, el control de datos, dentro de ciertos límites; y, por otro lado, la generalización, tal vez de forma hipotética. Esta estrategia tiene un nombre: el estudio de casos (en inglés, case study). Reflexionaré sobre la potencialidad de este género (que la historiografía comparte con la medicina, el derecho, la teología) a partir de un caso específico: el mío. Espero poder mostrar que este ejercicio autobiográfico usa el narcisismo como medio, no como fin.

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Mi primer libro, I benandanti (en español, titulado también Los benandanti, los buenos caminantes) fue publicado en 1966. La traducción al inglés, titulada The Night Battles. Witchcraft and Agrarian Cults in the Sixteenth and Seventeenth Centuries, fue publicada en 1983, con una introducción de Eric Hobsbawm. Treinta años después, en el año 2013, la editorial Johns Hopkins University Press me invitó a escribir un nuevo prólogo. Aproveché para reflexionar sobre la trayectoria que me había llevado a estudiar los procesos de brujería.

Mi primer ensayo, publicado en 1961, analizaba un juicio de la Inquisición de principios del siglo XVI contra una campesina de Módena, Chiara Signorini, acusada de ser una bruja. Al final del ensayo escribí lo siguiente: «El caso de Chiara Signorini, incluso en sus aspectos irreductiblemente individuales, puede adquirir un significado un tanto paradigmático» (Ginzburg, 1986b, p. 28; véase también Boucheron, 2014, p. II).

En 2013 comenté este pasaje así:

Paradigmático aquí significa ‘ejemplar’ (La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas Kuhn, un libro basado en la noción de «paradigma» se publicó el año siguiente, en 1962). Presentar como ejemplar un descubrimiento debido al azar significaba avanzar una hipótesis arriesgada; más precisamente, hacer una apuesta. ¿Pero qué me había llevado a convertir un juicio en un caso? No estoy en condiciones de responder a esta pregunta. Solo puedo decir que, desde aquel momento y hasta ahora, he continuado reflexionando sobre casos y sus implicaciones (Ginzburg, 2013, pp. X-XI)2.

Hoy, cinco años después, intentaré formular una respuesta, tratando de explicar —en primer lugar, a mí mismo— las raíces de mi interés precoz por los casos.

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A finales de la década de 1950, cuando comenzaba a trabajar sobre procesos de brujería, la palabra «caso» evocaba para mí dos nombres: Sherlock Holmes y Sigmund Freud. Había leído, traducidos, las historias de Conan Doyle y los casos clínicos de Freud. La idea de que un caso, analizado en profundidad, pudiese revelar algo que un razonamiento de carácter general no podría captar me había impactado profundamente. Esta pasión por el indicador particular se fortaleció posteriormente por el encuentro con la obra de dos grandes filólogos que se ocupan de novelas, Leo Spitzer y Erich Auerbach.

Historias y novelas, psicoanálisis, crítica literaria: todo ello me acercó a la investigación histórica, moviéndome desde muy diferentes tipos y formas de conocimiento; en cada uno de ellos el caso formaba una parte importante. Respecto de la historia en cuanto «disciplina» (un término con matices coercitivos que no me ha gustado nunca), me he sentido durante mucho tiempo en una posición marginal: un sentimiento que no es nada desagradable. En 1979 traté de reflexionar sobre esta marginalidad y sus implicaciones en el ensayo «Spie. Radici di un paradigma indiziario», el cual fue traducido casi inmediatamente al español con el título «Señales, raíces de un paradigma indiciario» (Ginzburg, 1979).

Había partido de tres individuos, dos reales y uno imaginario: Giovanni Morelli, Sigmund Freud, Sherlock Holmes. Aquello que los unía era la búsqueda de indicios, un tema que traté de insertar en una perspectiva histórica muy larga. Edgar Wind, en un ensayo incluido en su libro Art and Anarchy (1963), y Enrico Castelnuovo, brillante historiador del arte y querido amigo mío, en una entrada de la Enciclopedia universal dedicada a la «Attribution» (1968), llamaron mi atención sobre Morelli. Freud, en una nota a pie de página del ensayo sobre el Moisés de Miguel Ángel (en un primer momento publicado de manera anónima), había declarado su deuda intelectual con los escritos del connoisseur italiano Giovanni Morelli, autor de una serie de textos en alemán firmados con un pseudónimo pseudorruso (Ivan Lermolieff). Según Morelli, lo que distinguía los cuadros originales de los grandes pintores del pasado de las copias, quizás contemporáneas, eran detalles mínimos, realizados de manera descontrolada, sin darse cuenta: orejas, uñas (figura 3).


Figura 3. Giovanni Morelli, 1890, p. 99. Facsímil de la biblioteca de la Universidad de Heidelberg. https://digi.ub.uni-heidelberg.de/diglit/morelli1890/0120

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Aquel ensayo sobre los indicios no se refiere al caso como género literario, sino a las prácticas cognitivas que los presuponen, considerados en una perspectiva histórica muy larga, que parte, incluso, de los cazadores del neolítico: un ejercicio de «historia conjetural», como se habría dicho en el siglo XVIII. Sin embargo, también hay una reflexión implícita al respecto en mi itinerario de investigación, particularmente en Los benandanti y El queso y los gusanos: se trata de dos libros basados en casos anómalos representados, respectivamente, por un grupo y un individuo (volveré sobre la anomalía y sus implicaciones en breve). La perspectiva que, por entonces, estaba comenzando a emerger y que tomó el nombre de «microhistoria» puede ser descrita, en mi opinión, como un enfoque experimental con respecto a la investigación histórica (y a la escritura de la historia), basado en el caso y sus implicaciones. Uso el término «experimental» porque la microhistoria no enfrenta al lector con una narración pura y simple, sino con una narración que incluye una reflexión sobre la forma en que se construyó. El andamiaje no se desmonta cuando se completa el edificio, pero es parte fundamental del mismo: una elección estilística, cognitiva y política que se inspira (al menos en mi caso) en la literatura del siglo XX —una categoría suficientemente amplia como para incluir a Marcel Proust o Bertolt Brecht—.

Sin embargo, el experimento puede también abrir caminos a la revisión de un caso escrito por otros. Es eso lo que traté de hacer, a mediados de la década de 1980, al reexaminar uno de los casos más famosos de Freud, aquel del hombre de los lobos (Ginzburg, 1985). El paciente, un ruso, le había contado a Freud haber nacido con la camisa puesta, es decir, envuelto en el saco amniótico: un detalle que Freud registró sin darle importancia. Ahora bien, en el folclore ruso se dice que los niños nacidos con la camisa puesta están destinados a convertirse en hombres lobo: un detalle que me hace pensar inmediatamente en las historias de los benandanti friulanos que, habiendo nacido con la camisa, estaban obligados a luchar en espíritu, cuatro veces al año, contra brujas y hechiceros. Reflexionando sobre esta analogía, adelanté la hipótesis de que el sueño de la infancia en el que el paciente de Freud había reconocido el punto de partida de su propia neurosis —cinco lobos apoyados a un árbol, mirándolo fijamente— era una especie de sueño iniciático inducido por las historias de su njanja (niñera). Así, llegué a la conclusión de que «en lugar de convertirse en un hombre lobo se vuelve un neurótico, al borde la psicosis» (1986a, p. 242).

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Aquel breve ensayo, escrito hace tantos años, ilustra la porosidad intelectual del caso en cuanto género literario. Se puede reescribir el mismo caso a partir de un detalle mínimo («Dios está en los detalles», según la famosa frase de Aby Warburg), el cual, reinterpretado en otra clave, puede dar lugar a una configuración completamente distinta. ¿Podemos interpretar todo esto como un ejemplo del diálogo entre diversas disciplinas? Sí y no. Sí, porque el experimento involucró un diálogo metafórico entre un erudito de la historia profundamente interesado en la antropología (es decir, quien les habla) y el fundador del psicoanálisis (Ginzburg, 2009). No, porque aquello que había posibilitado este diálogo no eran las disciplinas como tales, sino el caso como un género hibrido (un «género epistémico», como lo ha definido Gianna Pomata), ubicado, repito, en la intersección entre medicina, derecho y teología (Pomata, 2014).

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Una reflexión sobre la casuística, en cuanto fenómeno histórico, era inevitable en aquel punto. En mi caso, esta reflexión surgió después de muchos años: un retraso que atribuyo a mi ambiente familiar, claramente orientado en una dirección opuesta, basado en el carácter absoluto de la ley moral3. Creo que tuve que superar una resistencia inconsciente frente a las implicaciones morales de la casuística. Aunque no había recibido una educación religiosa, creo que he absorbido una actitud hacia la moralidad que puede considerarse, para decirlo en términos un tanto apresurados, como una versión secularizada del rechazo a la casuística (y, en particular, de la casuística jesuítica) por parte de Pascal.

Estoy en capacidad de documentar de manera precisa el momento en el que mi actitud frente a estas cuestiones cambió. Por muchos años he enseñado en la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA); al inicio de cada año coordinaba un seminario para doctorandos que duraba seis meses. Después del 11 de setiembre de 2001, decidí inmediatamente que en el seminario que comenzaría pocos meses después leería El príncipe, de Maquiavelo, con los estudiantes. Nunca había trabajado sobre Maquiavelo; sin embargo, el primer seminario en el que había participado, de estudiante, en la Escuela Normal de Pisa había sido justamente sobre El príncipe. Había sido dirigido por un medievalista de gran originalidad, Arsenio Frugoni. Cuarenta y cinco años después asumí el mismo texto —aunque, como era inevitable, desde una perspectiva diferente—. Cuando comencé a construir la lista de lecturas que se repartirían a los participantes en el seminario, me di cuenta de que uno de los temas que me había propuesto explorar, casi sin darme cuenta, era la casuística. Después de décadas rumiando sobre los casos, había llegado el tiempo de la casuística. El espléndido capítulo dedicado al caso en el libro de André Jolles, Einfache Formen (que había leído en francés), me había estimulado en esa dirección (1972). No menos importante fue, pienso, una fuerza cuyo papel en la investigación suele ser extrañamente ignorado: la criptomemoria. Cuando comencé a explorar los posibles nexos entre Maquiavelo y la casuística, tuve la impresión de meterme en un terreno inexplorado. Me equivocaba: no recordaba (al menos, de manera consciente) que me había encontrado ya con este tema muchos años antes. Por un lado, en un ensayo de Benedetto Croce que rechazaba cualquier conexión entre el vigoroso compromiso moral de Maquiavelo y los sofismas de la casuística; por otro lado, en un libro de Luigi Russo que definía como «prefiguraciones de la casuística» los argumentos usados por Fray Timoteo, uno de los personajes de la Mandrágora, de Maquiavelo, para convencer a Lucrecia, la virtuosa mujer de Nicia, de que el adulterio no es pecado. Lo que surgió durante la investigación me dejó asombrado. Los argumentos usados por Fray Timoteo para demostrar que el adulterio es, en ciertas circunstancias, legítimo, hacen eco de los argumentos sobre la legalidad, en ciertas circunstancias, de la usura, propuestos por Giovanni d’Andrea, un famoso profesor de derecho canónico que murió en Bolonia durante la peste de 1348. Maquiavelo había podido consultar el libro de Giovanni d’Andrea en la biblioteca de Bernardo, su padre, quien poseía una copia. Continuando por este camino, me di cuenta de que los capítulos centrales de El príncipe —aquellos en los que Maquiavelo mismo veía la sección más original y más audaz de su tratado— invariablemente comienzan por enunciar una norma moral —por ejemplo, «El príncipe debe cumplir su palabra»—, seguida inmediatamente de una excepción: «No obstante…».

Del derecho canónico medieval a la teología más o menos imaginaria, al «arte del Estado» de Maquiavelo (una expresión casi intraducible); el estudio de casos me había llevado a la casuística y al feroz ataque contra la casuística lanzado por Pascal en sus Cartas provinciales. Sobre este tema he publicado recientemente un libro, titulado (era inevitable) Nondimanco. Machiavelli, Pascal (No obstante: Maquiavelo, Pascal) (Ginzburg, 2018; véase también 2007).

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He retomado rápidamente la historia de un caso centrado en un investigador que ha pasado la mayor parte de su vida escribiendo historias de casos, centradas sobre individuos muertos hace mucho tiempo —a menudo siglos—. Los dos modelos que he citado al inicio de mi exposición, Conan Doyle y Freud, implicaban una dimensión narrativa, aunque, en el caso de Freud, su extraordinario talento literario estaba puesto al servicio de un proyecto científico. Por supuesto, mi pasión por la literatura no se limitaba al género definible como «estudio de casos o case study». El ambiente familiar en el que crecí ha tenido un peso importante: mi madre era una escritora muy conocida; en los lugares en los cuales vivía había novelas por todas partes; yo mismo, al salir apenas de la infancia, me entretuve con la idea de escribir novelas —una fantasía que se disolvió casi de inmediato—. Sin embargo, la lectura de historias de todo tipo —desde Pinocho hasta La guerra y la paz— ciertamente ha nutrido lo que una vez llamé la «imaginación moral». Es una experiencia que todos conocemos. Participamos de las emociones de un títere, de un insecto, de un asesino. ¿Podemos definir como «estudios de caso» las narraciones que nos cuentan acerca de Pinocho, Gregorio Samsa o Raskolnikov? Desde el punto de vista del género literario, ciertamente no. Y, sin embargo, en esas narrativas reencontramos un elemento que está en el centro de lo que llamamos literatura: hablar de un fragmento (quizás minúsculo) de la realidad como si se tratara de un mundo, de hecho, del mundo. De manera similar, un caso implica por definición una serie, una comparación, una generalización implícita —incluso si se trata de una anomalía, de un caso que no está dentro de la norma—.

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Aun cuando… ¿o, sobre todo, si?… hace mucho tiempo me di cuenta de que la norma no puede prever todas las anomalías, cada anomalía por definición implica la norma. A ello se debe la riqueza cognitiva de las anomalías, lo que no debe confundirse con idolatrarlas ideológicamente (pienso en la actitud de Michel Foucault, llena de esteticismo inmoralista, en la confrontación con el caso de Pierre Rivière)4. Aquí volvemos, una vez más, a Freud: sus casos se refieren a individuos con patologías más o menos graves. Pero un individuo no es una entidad aislada: podemos considerarlo (como argumenté años atrás) como el punto de intersección de diferentes conjuntos (Ginzburg, 2010). El paciente conocido como «el hombre de los lobos», por ejemplo, era miembro de la especie animal homo sapiens, de su mitad masculina, de una determinada comunidad lingüística (en este caso, ruso), de una determinada clase social (en este caso, burguesía adinerada), etcétera —y así podríamos continuar especificando, hasta llegar al punto del grupo del cual él era el único miembro, caracterizado por sus huellas dactilares—. Este último conjunto puede ser suficiente para identificar a un individuo en determinados contextos (por ejemplo, policíacos). No obstante, para un historiador (o para un psicoanalista) un individuo es el resultado de las interacciones de rasgos específicos y, en diversos grados, rasgos genéricos. Cada uno de estos rasgos se refiere a un contexto: por ejemplo, haber nacido con la camisa puesta se refiere a un contexto de la tradición popular rusa que el paciente habría compartido, según mi hipótesis, con su njanja. La posibilidad de reescribir el caso del hombre de los lobos a partir de este detalle prueba, a mi parecer, que Freud se movió en una perspectiva científica y, como tal, falsable.

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En italiano, una única palabra, caso, corresponde a dos palabras: ‘casualidad’ y ‘caso’. Detrás de esta homonimia existe una etimología común que remite al verbo en latín cadere —en español, ‘caer’—. La convergencia de los dos términos en italiano siempre me ha intrigado. Del caso y de la parte que este lleva a cabo en la investigación rara vez se habla. Pero no me cansaré de recordar aquello que una vez escribió un gran historiador de la literatura italiana, Carlo Dionisotti: «Por casualidad, o sea por la norma que preside en la búsqueda de lo desconocido» (véase Ginzburg & Prosperi, 1975, p. 125).

Naturalmente, el caso no actúa solo —es decir, por otra parte, está quien investiga, que puede reaccionar ante el caso o ignorarlo—. Pero el caso se puede multiplicar, por ejemplo, al decidir vagar por los catálogos sin una idea precisa. En la era de los catálogos electrónicos, y de Google, la multiplicación del caso se ha convertido en un instrumento muy potente, siempre que se sepa cómo usarlo (Ginzburg, 2001). Aquí me limitaré a un único ejemplo que muestra cómo la casualidad puede ponerse al servicio del informe de caso.

Hace más de diez años me había puesto a trabajar sobre Voltaire y, más precisamente, sobre las páginas de las Lettres philosophiques que se ocupan de la Bolsa de Londres. Había llamado mi atención sobre estas páginas el comentario de Erich Auerbach en su gran libro Mimesis (2013, pp. 401-413). Para describir su método, Auerbach había hablado, refiriéndose a Vico, de «perspectivismo» (1948). Me había propuesto poner en perspectiva a Auerbach, quien había puesto en perspectiva a Voltaire: un experimento en miniatura sobre la lectura y sus complejidades. En este punto se me ocurrió la idea de combinar este juego de cajas chinas con otro juego, al que me dedicaba de vez en cuando: buscar una palabra al azar en el catálogo de la UCLA, donde por entonces enseñaba, para ver qué surgía. Decidí buscar en los catálogos todas las palabras del primer párrafo del incompleto (y póstumo) Traité de métaphysique de Voltaire: un texto también elegido casi por casualidad (Voltaire, 1961, pp. 159-160). ¿Con qué propósito? Si mal no recuerdo, me propuse reconstruir el horizonte de espera para los lectores de Voltaire. Un propósito absurdo: sobre Voltaire y su público la documentación era inmensa; la mía hubiera sido una auténtica pérdida de tiempo.

Al inicio del Traité de métaphysique, Voltaire reelabora uno de sus temas preferidos: un ser proveniente del espacio llega a la tierra y describe lo que encuentra en la región donde ha caído, la Cafrérie (lo que es hoy Sudáfrica). Voltaire continúa con una variación sobre el tema del alejamiento, aquí con un matiz racista (que no es inusual en él). Después de haber visto «des singes, des éléphants, des nègres, qui semblent tous avoir quelque lueur d’une raison imparfaite (monos, elefantes, negros, que parecen tener algún atisbo imperfecto de razón imperfecta)», el ser venido del espacio concluye lo siguiente:

L’homme est un animal noir qui a de la laine sur la tête, marchant sur deux pattes, presque aussi adroit qu’un singe, moins fort que les autres animaux de sa taille, ayant un peu plus d’idées qu’eux, et plus de facilité pour les exprimer (El hombre es un animal negro que tiene lana sobre la cabeza, camina en dos patas, casi tan diestro como un mono, menos fuerte que otros animales de su tamaño, tiene algunas ideas más que ellos y más facilidad para expresarlas) (1961, pp. 159-160).

Busqué en el catálogo la palabra Cafrérie, pensando que un nombre propio me habría dado un menor número de respuestas. No salió ninguna. Intenté entonces con un término cercano, Cafres. Aparecieron en la pantalla siete respuestas, cuatro de las cuales se referían a un único nombre, para mí desconocido: Jean-Pierre Purry. Uno de sus textos listados estaba inmediatamente accesible en los estantes, a pesar de su temprana fecha de publicación, porque, como descubrí luego, había sido fotocopiado y encuadernado. El título me intrigó: Mémoire sur le païs des Cafres, et de la Terre de Nuyts: par raport à l’utilité que la Compagnie des Indes Orientales en pourroit retirer pour son commerce (Purry, 1718).

Pocos minutos después estaba ojeando el librillo. Fue el inicio de una investigación que duró un par de años, y que plasmé en un ensayo titulado «Latitude, Slaves, and the Bible: An Experiment in Microhistory» (2005, p. 683). Rápidamente resumo el tema. Jean-Pierre Purry, calvinista, nacido en Neuchâtel en 1675, tuvo una vida de aventurero: sus proyectos de colonización, inspirados en la Biblia, lo llevaron a Ciudad del Cabo, a Batavia en los Países Bajos, a Carolina del Sur. Murió en 1736, en la ciudad que había fundado y que llevaba su nombre: Purrysburg. Hace algunos años visité lo que quedaba: un cementerio medio destruido, sepultado en la oscuridad del bosque.

En el ensayo me pregunté si un caso individual, investigado en profundidad, puede conducir a resultados teóricamente relevantes. A esta pregunta di una respuesta afirmativa. Partí del caso de Purry para establecer un diálogo entre Max Weber y Karl Marx sobre las formas en que estos pensadores habían abordado el problema de la colonización y sobre lo que estaba ausente en el uno y en el otro (en el caso de Weber, la violencia; en el caso de Marx, la religión). Al final del ensayo, cité un pasaje de Proust:

Los ingenuos se imaginan que las grandes dimensiones de los fenómenos sociales son una excelente oportunidad para penetrar profundamente en el alma humana; deberían entender, en cambio, que solo al sumergirse en las profundidades de un individuo estarían en capacidad de conocer esos fenómenos (Proust, 1959, p. 330; el pasaje es citado por Orlando, 1995, p. 21).

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El ensayo sobre Purry ha sido traducido a muchas lenguas5. En cuanto a la calidad de los resultados que he logrado, cedo la palabra a los lectores. Sin lugar a dudas, la investigación sobre el caso de Purry nació por casualidad. Pero ¿por qué recurrir a tal estrategia? Respondo: para contrastar el peso de los supuestos (y eventualmente de los prejuicios); para poner al investigador frente a lo desconocido, a lo inesperado; para sacar a la luz las potencialidades cognitivas del alejamiento. El investigador llega al espacio plano en la pantalla, recorre el catálogo y encuentra un nombre desconocido. Y, sin embargo, debo admitir que, en este caso, el peso de los presupuestos, si no de los prejuicios, se afirmó casi de inmediato. Mientras estaba hojeando los estantes de la biblioteca de la UCLA y Mémoire sur le païs des Cafres, et de la Terre de Nuyts... pensé en Max Weber. De Purry no sabía nada, pero la abundancia de citas sobre el Antiguo Testamento me estaba ya encaminando, sin que me diera cuenta, hacia los archivos de Neuchâtel y hacia los restos de Purrysburg, perdidos en un bosque de Carolina del Sur.

Referencias

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1 Traducción del italiano de Franklin Ibáñez.

2 Debí haber mencionado que Forrester, 2017, argumenta que el concepto más importante de Kuhn es el «ejemplo».

3 De mi padre, Leone Ginzburg, escribió su amigo de juventud Norberto Bobbio: «No podría definir mejor el carácter de la moralidad de nuestro amigo-maestro sino llamándola kantiana: ciertamente, las leyes que observó se presentaron en forma de imperativos categóricos o de leyes que deben obedecerse incondicionalmente, sin ninguna consideración de las circunstancias en las cuales la ley necesariamente se aplica» (2004 [1964], p. LIII).

4 Véase la introducción a Ginzburg, 1976. He insistido muchas veces sobre este punto antes de darme cuenta (gracias a Henrique Espada Lima) de que, sin saberlo, hacía eco de Schmitt, 2006, p. 15, quien se refería a un «teólogo protestante» (Kierkegaard).

5 Ha sido publicado en los siguientes idiomas: inglés, francés, turco, holandés, ruso, hebreo, catalán, portugués, polaco, georgiano, español, chino y japonés.

Verdad, historia y posverdad

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