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Prólogo

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Julio Moreno

El título de este libro es “Diálogos clínicos sobre psicoanálisis con familias y parejas” y no “de familias y parejas”. Es decir que desde el mismo título, este libro perfila una elogiable intención: unir la palabra “psicoanálisis” (con todo su bagaje que lleva ya unos 120 años) a “familias y parejas”.

Los autores de este libro –además de practicar el psicoanálisis y de atender familias y parejas– son, ante todo, psicoanalistas. Ese es quizás el factor común de los autores; todos somos a la vez psicoanalistas formados en el clásico formato del análisis individual y, a su vez, transitamos por nuevas rutas. Para ello, los que nos ocupamos del análisis de los vínculos, hemos debido ampliar o al menos extender conceptos del psicoanálisis clásico: transferencia, contratransferencia, exploración de mundos internos; tampoco solemos usar el dispositivo “diván” para que se acueste ahí nuestro único y principal paciente. Hemos dejado de lado –implícita o explícitamente– el prejuicio que tantas veces nos ha acosado bajo la forma “esto es psicoanálisis” versus “esto no es psicoanálisis”. No podemos usar los conceptos clásicos del psicoanálisis sin interpelarlos, sin reformularlos o suplementarlos aunque nos aúna la creencia de que “psicoanálisis” implica ante todo un modo muy especial de pensar la clínica, abriendo siempre planos diversos de comprensión; y eso atraviesa la diferencia entre lo que se ha denominado análisis individual, del de familias y parejas.

El hecho de que no necesiten aclarar que son psicoanalistas y que eso los habilita para atender configuraciones multipersonales puede parecer nimio, pero no lo es. Para dar una simple referencia, en el año 1986, Horacio Etchegoyen escribió su famoso libro Los fundamentos de la clínica psicoanalítica, libro traducido a gran número de idiomas que consta de unas 800 páginas de contenidos ampliamente abarcativos. Aunque Horacio fue una persona amplia y siempre abierta a las novedades, en todo su libro –ni siquiera en la última edición del 2010– no figura un solo capítulo sobre el análisis de vínculos. Pero, debemos decirlo, de esos conceptos fundamentales de los que su libro habla, de algún modo partimos nosotros, debiendo hacer una serie de transformaciones, usar nuevos conceptos y de algún modo abrirnos paso en un clima que pudo haber sido en un primer tiempo adverso, como es propio de lo radicalmente nuevo. Finalmente hemos hecho lugar para nuestras prácticas y nuestras teorías y este libro es un testimonio de ello.

Tal vez por ello, David y Mónica preceden su introducción a este libro con un epígrafe en el que Levi-Strauss elogia lo que él llamó la diversidad abarcativa. Los bordes de lo no diverso de una práctica suelen cerrar filas y dejar afuera lo que resulta ajeno y perturbador, pero cuando ingresa lo excluido suelen emerger fuentes enriquecedoras. Fuera del borde anidan las novedades radicales. ¿Será el nuestro otro de esos casos? Afortunadamente desde hace unas pocas decenas de años en la IPA y en Fepal –como en casi todas las instituciones que se adjetivan como “psicoanalíticas”– hay un área o un departamento que se dedica específicamente al tema de los vínculos.

De ahí que hayan surgido casi naturalmente modificaciones –algunas de ellas conflictivas, la mayoría a mi entender creativas– acerca de la problemática a encarar y el método que conviene aplicar cuando no se trata del psicoanálisis unipersonal o “clásico”.

Este libro pone en acto trabajos realmente contemporáneos; no sólo porque se basa en transcripciones de congresos que transcurrieron hace apenas unos años, sino porque muestran un trabajo “en vivo y en directo”, excediendo una perspectiva trascendente (como la que configuraría una reglamentación ya establecida de la técnica) que sin lugar a dudas opacaría su riqueza. Anduvimos un poco a tientas –dicen David y Mónica en su introducción– y yo opino que eso es mucho, y muy mucho; mejor que avanzar por los caminos de certeza rígida y fulminante que suele opacar la riqueza de ir abriendo caminos en el mismo andar.

Lector: no cuadra buscar unidades compactas en este libro; conviene, sí –y mucho– dejarse sacudir por los puntos de vista saludablemente diversos que lo transitan y no pocas veces discuten entre sí. Puntos de vista que, al decir de J. Derrida, no debemos esperar que se complementen, que compongan un todo homogéneo y usualmente estéril, sino que se suplementen, que exijan el trabajo de seguir reformulando nuestras hipótesis hasta, de ser necesario, desterritorializar lo establecido.

Quizás pueda leerse en la diversidad de puntos de vista un antagonismo que personalmente no creo que sea tan marcado como podría creerse. Por ejemplo, frente a la alternativa de 1) si debemos privilegiar las causas pasadas, las históricas, como responsables de lo que ocurre (o, lo que des-pliega) en el escenario de una sesión; o, de otro modo, 2) si conviene que privilegiemos lo que se produce en su inmanencia, los emergentes espontáneos que no son simplemente efecto de causas remotas. Hay escritos de este libro que parecen inclinarse hacia la preponderancia de las causas, como si creyesen que el mayor peso lo tiene la biografía pasada, la historia guardada en el inconsciente o en objetos internos plegados que se despliegan y se reproducen en la sesión. Otros (menos numerosos en este libro pero aun así presentes), parecen estar guiados por la idea de que lo privilegiado es el trabajo inmanente en la sesión, jerarquizar lo que se presenta y genera los sentidos que después permiten reformular causas; hasta el punto de que conciben la posibilidad de que se presente en el transcurso de una sesión lo que nunca fue.

Me animo a decir que ambas teorías si bien se interceptan, podrían no ser opuestas. Walter Benjamin, filósofo e historiador, recomendó aplastar las causas del pasado, destruirlas a martillazos (lo cual implica desde ya tenerlas en cuenta aunque sólo sea para eliminarlas como obstáculos explicativos) para que su relampagueo ilumine el presente inmanente. Lo cual no quiere decir que olvidemos lo condicionante de las causas históricas, pero sí que no deberíamos dejar que su influencia nos ciegue ante la novedad creativa o contingente del presente.

La subjetividad y los vínculos están relacionados con las historias individuales, con lo cultural, con avatares pasados, transmitidos, acopiados, que están representados en las mentes de cada uno de los integrantes de la familia. Pero lo singular de un humano y la singularidad de los vínculos no puede ser ni reducido a, ni deducido sólo de eso. El sujeto y el vínculo nacen justamente como excepción del mundo de representaciones en que se han forjado. Por ello, ningún saber podría dar cuenta exclusiva de ellos. No puede haber tratados enciclopédicos de la subjetividades humanas ni, menos aún, de los vínculos; del mismo modo que no puede haberlos de las obras de arte. La teoría leibniziana de la soberanía causal colapsa o empobrece nuestra tarea.

El conflicto trágico (trágico por no tener solución) entre lo irrepresentable y lo determinante, entre lo inconsistente y el armado estructural, entre las causas del pasado y la presentación inmanente, entre la conexión y la asociación, viene constituyendo el motor del desarrollo del humano en una crisis que no se resuelve pero trabaja y se hace particularmente evidente en nuestra labor con vínculos.

Esto se relaciona con un debate constante entre dos posturas. Una dice que el humano debe ser entendido a través de lo que he denominado asociativo. El conjunto de representaciones (o el inter-juego de objetos internos) con reglas preexistentes que transcurren en un tiempo cronológico, extendido y continuo. El debate del que hablo es el que enfrenta esa postura con la versión de que debemos entender al humano a través de lo que emerge en la pura inmanencia, de la inconsistencia de sus relaciones con lo estructurado, de lo que he llamado conectivo, que acontece en instantes fragmentados en el tiempo aiónico del instante.

De ninguna de las dos versiones tomadas como absolutas –el transcurrir cronológico de lo asociativo o la irrupción instantánea de lo fragmentario o conectivo– puede de por sí deducirse lo vincular. Éste no emerge tampoco de una articulación entre ambos polos, sino de su superposición y del tope que uno de ellos le hace a la presunta hegemonía del otro. No se trata de tomar sentidos instantáneos olvidando el armado histórico. Tampoco a éste descartando la irrupción de fragmentos en su devenir. Ambos extremos por sí solos –el puro acaecer causal y la pura contingencia– fracasan en la misión de dar cuenta de lo humano y, particularmente, de sus vínculos.

En una época pudimos concebir sujetos y vínculos estables en mundos persistentes; pero hoy se trata de situaciones extremadamente tornadizas que nos obligan a cambiar las coordenadas con que miramos o intentamos entender las tramas de las familias en desorden. El objeto “familia y pareja” de este libro ya no es comparable con lo que fue en los tiempos en que despuntó el psicoanálisis, allá por principios del siglo XX. Y particularmente, es notable la diferencia del tránsito que atraviesa y conforman culturas diferentes que, por supuesto, están habitadas por subjetividades y vínculos diversos, como ilustra muy bien este libro.

Lo propiamente humano es que en el transcurrir cronológico inevitablemente emergen inconsistencias, espacios abiertos en los que se evidencia lo productivo dominado por una dialéctica a la que W. Benjamin llamó dialéctica en suspenso. Se trató del producto antisocial de la sociedad, como dijo Adorno refiriéndose al alma vital de la obra de arte. Esto vale para todo vínculo humano: conviene tomar contacto con lo singular de cada vínculo más que con las variantes de sus particularidades; pero como todo este libro ilustra muy bien, conviene ante todo conocer las coordenadas del entorno cultural y social que enmarcan eso singular que sería nuestro más preciado target.

Lo enigmático propio de los vínculos no se “resuelve” solo desenterrando las claves del pasado (personal, familiar, social) pero tampoco en el puro presente que no tenga en cuenta la plataforma de lanzamiento en cierto background en la historia y el entorno cultural. Quizá el modo ideal de trabajar (¡si hubiese uno!) sería estar advertido de que ambos puntos de vista (la determinación y lo inmanente) se deberían de algún modo entramar. Ninguno de ellos funciona de por sí solo.

Quizás otro nudo borromeano que se nos presenta a nosotros en nuestra tarea con vínculos familiares sea éste: ¿se trata de privilegiar el efecto de lo que desde cada uno de los mundos internos impacta en los otros, como tan bien describió el kleinismo a través del concepto de identificación proyectiva?, ¿o de algo que ocurre en el espacio entre, “entre” que no es reducible a ningún algoritmo que sume o reste a lo propio de los participantes y que se muestra en la sesión? Un entre que en realidad es capaz de transformar a los sujetos del vínculo. Los que me conocen sabrán que he apoyado más la segunda de las opciones; sin embargo, aquí se presentan varios ejemplos algunos de los cuales (por sólo nombrar dos de ellos, los de los capítulos 7 y 9) que saludablemente podrían poner en tela de juicio mi pre-concepción, y así lo han hecho. Es decir, este libro discute, hace pensar e interpela lo que creímos establecido y nos invita a transcurrir por esas experiencias vivas y enriquecedoras.

Agosto de 2016

Diálogos clínicos

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