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El descubrimiento

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De las memorias de un contemporáneo

… Hoy, estando en mi estudio después de comer, con un tono de ternura y preocupación, mi mujer dijo:

––Ha aparecido algo raro en tu trato hacia mí, Paul. A veces me miras con interrogación…, como si estuvieses esperando, queriendo saber: ¿cuándo..?, ¿será pronto? Y además te has vuelto especialmente atento hacia mí…, no como hacia una mujer, eso ni siquiera lo habría notado…, sería tan habitual y trivial…, no, es esa extraña atención interrogativa, en espera, al igual que tus miradas silenciosas. ¿Qué te pasa? ¡Me asustas, Paul!

Cuando lo dijo, brillaron las lágrimas en sus ojos, lágrimas de miedo y desconcierto… ¡Es tan sensible!

Yo también me asusté por su pregunta y me puse a consolarla como pude. No tardé mucho tiempo en conseguirlo, las mujeres se consuelan rápido. Cuando lo conseguí, le pregunté con un cierto temor si había intentado encontrar alguna explicación a mi disposición.

—Sí —dijo ruborizándose—. Creo que no estás contento con el hecho de que…, ya han pasado cinco meses desde que…, tú y yo…, somos marido y mujer…, y yo aún…

Enrojecida de vergüenza e inquietud, acabó su frase susurrando y, tapando la cara con las manos, se acurrucó a mi lado como una suave y bonita bola —una postura sensual y juguetona, solo posible en las gatas y en las mujeres—.

A través de los blancos y finos dedos de sus manos brillaban sus ojos negros. El vestido de color marino la cubría con olas suaves y suntuosas.

Justifiqué mi disposición con un ligero malestar físico. Se tranquilizó, y yo también, pues en sus palabras sentí que estaba segura de mi amor, y por eso, aun con toda su sensibilidad, era incapaz de comprender qué era lo que preguntaba con mi mirada. Me dio pena. Después me fui a pasear, y le dije que no me esperase, porque me pasaría por el club. Se lamentó y se despidió de mí con un beso. Cuando volví, ya estaba dormida.

... Acabo de apartarme de su cama, donde pasé dos horas sentado, mirándola, esa mujercita, mi mujer.

Tumbada boca arriba, semicubierta por una ligera manta que esboza todas las curvas de su cuerpo en relieve, tumbada, sonríe en el sueño. Alrededor de su cabeza, los mechones enredados de su pelo yacen a modo de una oscura corona sobre la almohada. Uno de ellos cayó sobre su hombro y garganta; el otro, sobre la mejilla rosada, un par de rizos se colaron cerca del ojo, cerca de sus largas pestañas…, otro mechón grueso se deslizó por su oreja izquierda. Toda ella es tan bella, su frescura es tan seductora, y su piel respira un agudo aroma de mujer que agita los nervios. La luna mira por la ventana, en el alféizar están las flores que dejan caer sus sombras sobre la alfombra al lado de la cama, sobre la pared. La noche es tan silenciosa y cálida… El verdor del primer mes del verano susurra tiernamente y llena el dormitorio de una suculenta y cálida narcosis que envuelve el alma con un placer indolente…

Soy un hombre completamente sano, un poco más fácilmente impresionable de lo normal, si bien sano. Pero dejemos las excusas —¿se puede hablar acaso de una norma en lo referente a la percepción, a las impresiones? Entonces, yo, un hombre sano, llevo ocho noches pasando el tiempo de esta manera tan rara y cómica, al lado de la cama de mi mujer, temiendo tocarla y sintiendo que si perturbo su sueño con mi caricia legal, la ofenderé tanto a ella como a mí mismo, aunque ella no entienda esa ofensa, sino que —como siempre— se alegraría por ella. Desde el momento en que, lleno de pasión, la acaricié por última vez, han pasado trece días.

¿Qué es lo que pasó desde aquel entonces?

Nada en especial…

Todo iba tal y como debía después de la boda, bien, tierna y cálidamente. Nos apreciábamos mutuamente, nos disfrutábamos y, muy a menudo, con admiración me decía que no se esperaba encontrar tanta novedad y dicha en el amor.

Con plena disposición y un corazón sincero, yo confirmaba sus palabras.

Pero de repente me alcanzó una sombra, una sombra extraña y fría que agota el sentimiento y agudiza la mente. Por primera vez sentí su presencia hace trece días o, más exactamente, hace trece noches.

Así ocurrió.

* * *

Volví a casa desde el club, agitado y disgustado por la conversación con un conocido. Habíamos hablado de la vida y su virulento juego con el hombre; es un tema que siempre acaba produciendo una sensación de agotamiento absoluto, de soledad e impotencia.

Y así, entré al dormitorio, donde todo estaba tan inquietantemente bello como hoy. Me paré al lado de la cama de mi mujer para admirarla antes de despertarla. Quería hablar- le mucho de esa vida que no se burla tan despiadada e irónicamente de ningún animal como del hombre, sobre todo del mejor hombre.

Me acerqué a mi mujer dormida para besarla en la frente —solía despertarla así—; me acerqué y la miré con admiración. Sonreía en el sueño, y los rayos de luna hacían que su cara pareciese translúcida. En toda su pequeña figura había algo de muñeca, de niña, y su sonrisa era ingenuamente astuta, infantil. Al principio me pareció que no dormía, sino que me observaba a través de las pestañas de sus ojos entreabiertos. Quise reírme de su pequeña astucia, pero vi que respiraba regularmente, y sabía que no podía fingir tanto tiempo. Entonces me dio pena despertarla.

«¿Para qué, en realidad, voy a despertarla? ¿Para decirle lo difícil que es la vida?» —me pregunté.

Me pareció estúpido, ridículo despertar a una persona para lamentarse de la vida, de cuya esencia ni ella ni yo tenemos una idea clara…

«¿Entenderá lo que le diré?».

Y, al pensarlo, tuve que contestarme a mí mismo: «¡No, no lo entenderá! Es demasiado joven, fresca e inexperta para sumergirse en el abismo de aquellos pensamientos que enfrían el alma y la cubren de dolorosas manchas oxidadas, manchas de tediosa perplejidad ante las manifestaciones de la vida. ¿Acaso necesita entenderlo?

»¡No! ¿Para qué? ¿Qué aportará tal entendimiento? En pocas ocasiones enseña a ubicarse y elegir un punto estable en la vida, pero siempre agota el alma.

»Y, al fin, ¿por qué yo, precisamente yo, que quiero a mi mujer y tengo la desgracia de conocer la vida más de cerca y en mayor grado que ella, por qué debo ilustrarla sobre la desagradable y severa esencia de lo que ocurre a su alrededor, por qué debo contarle sobre aquellas piedras y espinas que yacen en el camino del hombre, en su insoportablemente difícil y sanguinolento camino hacia lo desconocido?

»Me viene mejor cuidarla, para que ella, medio-niña, permanezca el mayor tiempo posible en ese estado de frescura del sentimiento y del pensamiento, en el agradable estado de semisueño del alma, esa alma que siente con tanta calidez y tiene tanta fe. Que entienda menos, eso me dará la posibilidad de poder disfrutarla como una flor.

»Y, si me apetece, podré complacerme con el refinado deleite de echar pequeñas gotas del escepticismo oscuro, de la punzante amargura del entendimiento en la luminosa humedad de sus sentimientos. Empezará a marchitarse paulatinamente, y yo observaré y disfrutaré de mi pequeña venganza contra la vida, que tanto me envenenó.

»Estoy envenenado, y así, enveneno yo mismo, enveneno a ese ser valioso que apenas ha vivido… Hago daño a la vida, privándola de la energía que serviría a sus propósitos si yo lo permitiese».

Y otra vez estiré la mano para despertar a mi mujer.

* * *

No obstante… por alguna razón volví a echarme en el sillón y, mirándola a la cara, me puse a pensar preso de esas extrañas ideas, tan difícilmente distinguibles de sensaciones. Era como si en mi cabeza se deslizase una espesa avalancha de algo que desprendía sombras densas sobre mi alma. Estaba hastiado. Durante mucho tiempo no conseguía claridad ni conexión en mis pensamientos.

Pero cuando lo conseguí, sentí miedo y frío. Todo lo que pensé se ha fundido en una pregunta sólida y abrupta: ¿amo a mi mujer? Me levanté, me aparté hacia la ventana y, apoyando mi frente sobre el marco, me puse a mirar al jardín. Todo se inundaba de rayos lunares y sombras. El jardín callaba con el silencio concentrado de un ser que contempla los misterios, habiendo descifrado muchos de ellos.

«Mujer...» —me repetí a mí mismo, sintiendo que esa palabra corta, tan simple y, al parecer, clara, suena fría y plana y no suscita nada en la mente ni en el corazón.

Hay muchos sonidos así, nacen y mueren sin dejar nada detrás. ¡¿Mujer?! —hay incluso algo grosero, esclavizante en eso.

Estamos acostumbrados a pensar que entendemos nuestras palabras, y nos engañamos con esa costumbre. El alma de las palabras, su significado, nos es desconocida y oscura.

«Entonces, ¿amo a mi mujer?» —me pregunté. Amaba sus ojos, sus besos y su sonrisa, su voz y sus gestos, y muchos otros detalles y, quizás, a toda ella en esos detalles. Pero ¿la amaba sin ellos, como a una persona y un alma viva, como conciencia y misterio, como una respuesta siempre vibrante a las impresiones, como un instrumento fino, sensible y armónico? ¿La amaba así?

No pude decir que lo haya buscado en ella —ni que haya buscado, ni que haya deseado encontrarlo… Nos conocimos… Ella, una chica viva y vigorosa, me gustó más que otras. Por aquel entonces mi vida era tan dura y aburrida que pensé que no perdería nada al casarme. Hice que se interesase por mí y sentí el deseo de recibir sus cálidas caricias.

Hice que se consolase un poco. Es fácil hacer que una mujer se consuele a sí misma. Sobre todo ahora, cuando la masculinidad en un hombre es igual de rara que la feminidad en una mujer. Pero, aun habiendo perdido mucha feminidad, la mujer no ha perdido la capacidad de compadecerse, y hoy en día el amor de una mujer, casi todo, es la pena que siente hacia el hombre…, hacia el hombre, demasiado pobre de espíritu y débil de cuerpo.

... Pero me olvido de la cuestión principal…

Al encontrar la respuesta a esa pregunta, me hice otra....

«¿Qué es lo que ella ama de mí?». Esta fue más difícil de contestar: verdaderamente, si yo estuviese en su lugar, si yo fuese una mujer, no creo que fuera capaz de encontrar nada de positivo y fuerte, nada digno de atención en una persona como yo…, salvo, quizás, la capacidad de pensar en una especie de espirales sin fin que llevan el pensamiento hacia algún lugar del abismo sin una gota de luz.

Pero las mujeres tienen una lógica tan penosa…

Al solucionar la cuestión de su amor, me volví a preguntar:

«¿Por qué, para qué nos necesitamos, si somos extraños, desconocidos?».

Y ahí me di cuenta de que no amo a mi mujer, pues si la amase lo más mínimo, sería incapaz de preguntarme esas cosas… Sentí frío…

¿Qué pasará en adelante, cuando ella lo comprenda? ¿Qué le pasará? ¡Me sentiré tan mal, tan angustiado! ¡Cuántas lágrimas habrá, cuánto de lo inútil, agudo, de lo que destroza los nervios, de lo que envenena la vida! Al principio se creerá engañada, después se sentirá como una mártir del deber, después comenzará a buscar consuelo…, y se buscará un amante… ¡Puf!…

Otra vez me acerqué a ella. Dormía profunda y despreocupadamente y la tierna sonrisa infantil no abandonaba su rostro. Pero ahora ya no despertaba en mí esos sentimientos agradables que eran imperativos hacía tan poco… hasta ayer.

La miraba y me preguntaba:

«¿Para qué necesito ese juguete? ¿Acaso debo buscar la unión con ella aun sabiendo que no existe? ¿Es posible para nosotros dos… y para la gente en general, esa infame “convergencia de las almas”, esa comprensión?... ¿Unión de intereses? ¡Bah! No coincidiremos en eso. Me gustaría que nada me hiriese, quiero tranquilidad —ese es mi único interés».

No me molesta pensar… pero vivir —¡no, gracias! Ya he vivido unos diez años y sé cuál es el valor de la vida: después de los veinticinco no es más que una progresiva pérdida de fuerzas, de deseos, de imaginación…, de todo lo mejor, de todo aquello que contiene esa misma esencia de la vida. Estás creado para algo y estás obligado a hacer algo.

Y todo lo que hagas debe, en primer lugar, corresponder al marco moral existente en el momento dado; un marco siempre lo suficientemente pesado y apretado para aplastar al hombre; en segundo lugar, todas tus acciones son muy vanas, muy aburridas, muy obscenas.

Porque no eres un genio…

Así pues, un buen día, esa niña, mi mujer, me preguntará si la amo, y desde ese día nuestra vida se volverá pésima.

¿Cómo llamarlo todo? ¿Un error? ¿Un malentendido? No lo sé, la verdad… Por cierto, casi siempre y, al parecer, todos lo hacen así: se enamoran y se casan, se conocen y se decepcionan, y después comienzan a «arrastrar la existencia» —lo que viene a llamarse «la vida familiar»… Arrastran la existencia aquellos cuya alma está atravesada por el clavo del deber; los que son un poco más inteligentes se separan con el buen recuerdo en forma de arrepentimiento por el tiempo perdido y el enfado mutuo. Tanto lo uno como lo otro es inexpresablemente horrendo.

Pero «todo eso es filosofía, hermano», como dice un conocido mío. Y la realidad es esta: mi mujer me da miedo como una persona que en el futuro me causará muchas penas y preocupaciones…

Y ahora, la miro y pienso:

«He aquí la persona que pronto reivindicará sus derechos a mi atención y a todo mi universo… Empezará a hurgar las cosas en mi interior, estudiarme, observarme, pensar en mí, y todo eso para saber qué es lo que soy. Y yo mismo tengo una idea muy borrosa de mi propio “yo”».

Y me parece que cuando los ojitos infantiles de mi mujer miran a los míos, intentan penetrar en un abismo sin fondo, lleno de niebla corrosiva.

Y me da pena mi mujer —perderá su visión clara sobre el hombre y sobre la vida al observar a su marido. Conozco su opinión sobre mí: me considera muy original, refinado e inteligente.

Ingenua…

Al parecer, ¿soy un poco cínico? ¡¿Qué le vamos a hacer?! No importa. No importa nada para el hombre salvo la fe en sí mismo. Y, en esencia, todo esto es más cómico que trágico. Sí… Y aun con eso, miro a mi mujer y espero… ¿su veredicto? ¡Por supuesto que no! ¿Me juzgará ella? Pero espero el día en que mi mujer se sentirá persona —¡la que se armará, diablos!— y reivindicará su derecho a mi mundo interior.

Y comenzará a estropear mi vida crónicamente.

Pero al final quizás ella también se ahogará en el pantano del hastío, de deseos inciertos, de ideas confusas… y excursiones escépticas a la provincia del alma del mundo, de su propia alma, del alma de su marido… Ja, ja…, ¡lo que le espera!..

… Ah, creo que pronto llegaré a odiarla, a mi querida mujer… una mujer que aún duerme tan tiernamente…

… ¡Ojalá no se despertase nunca más!

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