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Fue el 22 de octubre de 1817

I

En una gran sala, muerta como un cementerio, un niño de unos cinco años estaba sentado cerca de la ventana. La palidez de su rostro, la pequeña estatura, la delicadeza y fragilidad de sus miembros apuntaban a una constitución débil y enfermiza; pero los rasgos de su cara eran bruscos, y los ojos infantiles chispeaban. Hay caras de niños que profetizan claramente toda su vida futura. Mirando al niño allí sentado, se podría predecir una serie de sufrimientos; quizás se podría vaticinar que, con sus manos rudas, la gente va a agarrar, doblar, romper esa delicada vasija —vasija de ardiente pensamiento y ardiente sentimiento—, y que pronto, resentido, ofendido, partirá a su lugar de origen si Dios no le brinda su mano amiga. Y de la misma manera, se podría predecir que Dios le daría esa mano amiga, pues no se la niega a nadie, porque todo el mundo material no es sino una mano amiga para el ángel caído.

Pensativo, el niño contemplaba el cielo, quizás sin ningún pensamiento; quizás, con el juguetón, vívido ensueño de su edad, el pequeño Swedenborg1 se imaginaba las cristalinas casas de los ángeles con una multitud de flores y aves del paraíso.

II

Desde el cielo, el niño era observado por el Espíritu de la Vida, un bondadoso guía de cada mortal, de todo el linaje humano y de todo el universo, por el camino esbozado por el destino. Un enjambre de ángeles portadores de luz volaban a su alrededor. El Espíritu miraba tristemente. —«Me das pena, joven visitante de la tierra; se te dio poco cuerpo y mucha alma. Tu vehemente carácter te traerá una multitud de sufrimientos, pero no tienes fuerza suficiente que te sirva de escudo frente al enemigo. Serás un extraño vagando entre la gente; no te reconocerán como suyo, y no podrás encontrar el hogar paterno por tu cuenta. El fuego en tus ojos no es el azur del cielo, sino la púrpura de la pasión terrenal. El orgullo te llevará como un caballo salvaje, y sobre el camino la gente tirará piedras contra las que estallarás». —Uno de los ángeles se puso a pensar, iluminando al niño con su mirada azul mientras este se dormía. —El Espíritu se dirigió al ángel y siguió: «Nació en medio de una terrible tempestad, cuando una arrasadora, antediluviana revuelta se extendía sobre la tierra con la espada y el fuego, con un desesperado esfuerzo contra la armonía y la iluminación. Él estiró la mano desde la cuna, y el guerrero enemigo, violento y ebrio, la agarró; pisó la tierra, y su pequeño pie se llenó de sangre humana. En una húmeda noche de otoño yacía sobre el camino; el mar de fuego que devoraba la enorme ciudad apenas podía calentar los miembros del niño, que se habían vuelto azules; las chispas caían sobre él, le golpeaban las pezuñas de los caballos; estaba hambriento y no podía gritar, el extenuado pecho de la madre no tenía ni una gota de leche para él. La vida empezaba a apagarse, la noche se desprendía ante los ojos del pequeño. —Le salvé, pero solo en cuerpo. Su alma heredó algo de la tempestad, del fuego y de la sangre». El ángel no apartaba los ojos del niño dormido; su expresión enfermiza se hizo más visible; movimientos febriles recorrían su cuerpo; parecía que algo monstruoso estaba ante él, horrorizándole. «¡Me da pena el pequeñín!» —dijo el ángel con la primera lágrima en su ojo eternamente feliz.

—Sálvale.

—¡Oh, estoy listo!

—Pero recuerda: las leyes son inamovibles, la vía de salvación es mostrada a todos los caídos, es la misma para el universo, para la humanidad y para cualquier persona. Requiere dos sacrificios enormes: la vida terrenal y el sufrimiento. ¡Cuán fatigante es esa vida de encierro en el cuerpo, esa dependencia de las fuerzas naturales! Cuán ácidas son las desgracias terrenas, con veneno en los labios, con enfermedad en el aliento…

—Lo soportaré todo. Me apiado del hermano caído, veo sobre su frente un sello no del todo borrado, el de la belleza de Lucifer, esa belleza que indujo a multitudes de ángeles. ¡Qué bello era Lucifer antes de la caída, con su resplandor púrpura, con su pensamiento elevado e inabarcable! Ese niño me recuerda a él; oh, le amo, solo deseo que el Padre me bendiga para que pueda llevarle al hogar paterno, el hogar de la dicha y de la oración; ¡cuanto más sufrimiento y más dificultades, más puro será!

—¡Que así sea! —profirió el Espíritu, cubriendo al ángel con un signo misterioso. De pronto este se sintió oprimido, se estremeció su pecho, su pensamiento fantasmal se cubrió de niebla, y le apresó un sueño desconocido para los habitantes del cielo; sentía que se estaba cayendo, que la luz se apagaba…, sofocación…, perdió la conciencia…, desapareció.

III

Se oyeron unos pasos en la habitación contigua; el pálido niño se despertó. Había anochecido. Alzó su mirada hacia el cielo; una estrella azur cayó sobre la tierra con la velocidad de un rayo. El niño sintió pena por la estrellita.

Se abrió la puerta. Una bella mujer entró en la sala con una vela. «Aleksandr, Aleksandr, ¿dónde estás?». —«Estoy aquí, maman2» —contestó Aleksandr. —«¿Dónde te has escondido? Te traigo una gran felicidad: acabas de tener una hermana pequeña». —Los ojos del niño emitieron un brillo, como si hubiese comprendido el alto misterio de ese nacimiento. —«Los niños vienen del cielo, ¿verdad?» —preguntó. «Sí, los da Dios». —«Entonces esa estrella tan brillante que acaba de caer debe ser mi hermana».

—¡Hijo! —dijo la madre sonriendo.

Escrito el 22 de octubre de 1837.

Vyatka.

1 Emanuel Swedenborg (1688-1722), teólogo, científico y místico sueco. [N. de la T.]

2 «Madre». [N. de la T.]

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