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Noches en la villa1

Eran dulces y pesadas aquellas noches sin sueño. Él estaba en su sillón, enfermo. Yo, con él. El sueño no se atrevía a tocar mis párpados. Mudamente, con desgana, parecía respetar la santidad de la vigilia nocturna. Me era muy grato estar sentado a su lado, mirarle. Hacía dos noches que nos tuteábamos. ¡Qué cercano se volvió para mí! Seguía siendo igual de apacible, silencioso, dócil. ¡Dios mío, con qué felicidad, con qué júbilo habría aceptado su enfermedad!; si mi muerte pudiese devolverle la salud, ¡con qué disposición me habría lanzado hacia ella!

Aquella noche no estuve con él. Decidí, por fin, dormir en mi casa. ¡Oh, cuán insolente, cuán infame fue esa noche, junto con mi despreciable sueño! Dormí mal a pesar de haber pasado la semana entera sin dormir. Me atormentaban los pensamientos sobre él. Se me aparecía suplicando, reprochando. Le veía con los ojos del alma. La mañana siguiente me apresuré y fui hacia él, sintiéndome como un criminal. Me vio desde la cama. Se rió con la misma risa angelical de siempre. Me dio la mano. La apretó tiernamente: «¡Traidor! —me dijo—, me has sido infiel» — «¡Mi ángel! —le dije—. Perdóname. Sufría con tu sufrimiento, estaba atormentado esta noche. ¡Mi descanso no fue reposo, perdóname!». ¡Apacible! ¡Me dio la mano! Me fueron recompensados todos los sufrimientos que padecí en esta noche pasada tan estúpidamente. — «Me pesa la cabeza», dijo. Empecé a abanicarle con una rama de laurel. — «¡Ah, qué frescor, qué bien!» —decía. Lo que eran sus palabras en aquel momento, ¡lo que eran! Entonces lo habría dado todo, todos los bienes del mundo, los despreciables, mezquinos bienes, ¡no!, no merece la pena hablar de ellos. Tú, en cuyas manos caerán estas débiles líneas disonantes, estas pálidas expresiones de mis sentimientos, si es que caen en tus manos, tú me entenderás. De no ser así, no caerían en tus manos. Entenderás lo repugnante que es todo el montón de tesoros y honores, ese cebo tintineante de las muñecas de madera que se llaman personas. ¡Oh, con qué alegría, con qué enfado habría aplastado y roto todo lo que se derrama del poderoso cetro del rey de medianoche, si supiera que puedo cambiarlo por una risa que anuncia el manso alivio sobre su cara!

—«¡Me ha tocado un mayo tan malo!», dijo al despertarse, sentado en el sillón, al oír el viento que gemía al otro lado de la ventana, arrancando los aromas de los jazmines silvestres y acacias blancas en flor, levantándolas junto con los pétalos de rosas.

A las diez volví a su lado. Le había dejado hacía tres horas para descansar un poco y para traer un poco de diversi- dad, para que mi regreso le fuera más grato. A las diez volví a su lado. Hacía más de una hora que estaba solo. Los visitantes se habían ido hacía mucho. Estaba solo, y su cara expresaba toda la pesadez del tedio. Me vio. Movió la mano ligeramente. —«¡Mi salvador!» —me dijo. Hoy en día estas palabras siguen resonando en mis oídos. «¡Mi ángel! ¿Estabas aburrido?». —«¡Oh, mucho!» —me contestó. Le di un beso en el hombro. Me puso la mejilla. Nos dimos un beso. Seguía sosteniendo mi mano.

NOCHE OCTAVA

Apenas se acostaba en la cama, se disgustaba por estar ahí. Prefería sus sillones y la misma posición sedente. Aquella noche el doctor le ordenó descansar. Se levantó con desgana y, apoyándose en mi hombro, fue caminando hacia la cama. ¡Mi querido! Su mirada cansada, su levita colorida y abrigada, el lento movimiento de sus pasos… Veo todo eso como si estuviese delante de mí. Me dijo al oído, apoyado en mi hombro y mirando la cama: «Ahora soy un hombre perdido» — «Solo nos quedaremos aquí una media hora —le dije—, después volveremos a los sillones».

Te miraba, ¡mi querido, mi dulce flor! Todo el tiempo que dormías o reposabas en la cama o en el sillón, miraba tus movimientos, tus instantes, unido a ti por una fuerza inconcebible.

¡Qué extrañamente nueva era mi vida en aquel momento, y cómo, al mismo tiempo, leía en ella la repetición de algo lejano que existió hace siglos! Me parece que es difícil dar una idea de ello: volvió a mí este fragmento fresco y alado de mis tiempos de adolescencia, cuando el alma joven busca amistad y fraternidad entre sus jóvenes compañeros, una amistad decididamente adolescente, llena de detalles tiernos, casi infantiles, de constante demostración de signos de delicado apego; cuando se mira dulcemente a los ojos, y cuando uno está presto a hacer cualquier sacrificio, incluso el más inútil. Todos estos deliciosos, jóvenes, frescos sentimientos — ¡Ay!, estos habitantes de un mundo sin retorno — todos esos sentimientos han vuelto a aparecer en mí. ¡Dios mío! ¿Por qué? Te miraba. ¡Mi querido, mi joven flor! ¿Acaso ese soplo tan fresco de juventud me envolvió para que después, de golpe, me sumergiese en un enfriamiento de sentimiento aún mayor, mortífero, para que de repente me volviese decenas de años mayor, para que viese mi vida en fuga con mayor angustia y desesperanza? Así es como el fuego que se extingue expulsa la última llama que estremecedoramente ilumina las sórdidas paredes, para después ocultarse por los siglos de los siglos y…

[Fin del manuscrito]

1 «Noches en la villa» fue escrito en 1839 y es un fragmento inacabado que relata los últimos días de la vida del conde Iósif Vielgórski (1817-1839), amigo íntimo de Gógol.

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