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El arte es una reconciliación con la vida1

¡Soy culpable ante ti, alma mía! Todos los días me dispongo a escribir, pero una inconcebible desgana me retiene. ¡De nuevo Nápoles, el Vesubio y el mar ante mí! Los días corren en ocupaciones, el tiempo vuela de tal modo que no sabes de dónde tomar una hora más. Como un colegial, aprendo todo aquello que no quise aprender en la escuela. Pero ¿de qué sirve contar eso? Me gustaría hablar de aquello que solo puedo hablar contigo: sobre nuestro querido arte, por el que vivo, y el que ahora aprendo como un colegial. Ya que se aproxima mi viaje a Jerusalén, quiero confesarme ante ti; ¿ante quién si no? Ya que la literatura ocupa casi toda mi vida, mis principales pecados también están aquí. Han pasado casi veinte años desde que, siendo un muchacho recién salido al mundo, vine a ti, que ya estabas en mitad del camino en este campo. Fue en el palacio de Shepelev. Ya no existe esa sala, pero la veo como si fuese ahora, toda entera, hasta el mobiliario y las cosas más minúsculas. ¡Lleno de voluntad de ayudar al futu­ro compañero, me diste la mano! ¡Tan cariñosa, tan benévola era tu mirada!... ¿Qué era lo que nos unió, tan dispares en los años? El arte. Sentimos un parentesco, mucho más fuerte que el parentesco ordinario. ¿Por qué? Porque los dos sentíamos la sacralidad del arte.

No es mi asunto decidir hasta qué punto soy poeta; solo sé que antes de comprender el significado y el propósito del arte, ya sentía con toda mi alma que es algo sagrado. Y apenas desde nuestro primer encuentro, ya se convirtió en lo principal y lo primero en mi vida, y todo lo otro en secundario. Me parecía que ya no debía atarme a ningún otro lazo en la tierra, ni a la vida familiar, ni a la debida vida del ciudadano, y que el campo de la palabra también era un servicio. Aún no comprendía (apenas podía por aquel entonces) cuál debía ser el objeto de mi escritura, pero la fuerza creadora ya bullía en mí, y las propias circunstancias vitales me empujaban hacia los objetos. Todo acontecía como independientemente de mi propia (libre) voluntad. Por ejemplo, nunca pensé que me convertiría en un escritor satírico y haría gracia a mis lectores. Aunque es verdad que ya en el colegio en ocasiones sentía la predisposición por la graciosidad y molestaba a mis camaradas con chistes inapropiados. Pero eran ataques efímeros; en general tenía un carácter más melancólico y propenso a la reflexión. Posteriormente, a eso se unieron la enfermedad y el hastío. Y esa misma enfermedad y ese mismo hastío eran la causa de aquella comicidad que se manifestó en mis primeras obras: para divertirme a mí mismo, creaba personajes sin meta ni plan, les ponía en situaciones graciosas —¡ese es el origen de mis relatos! La pasión de observar al hombre, esa pasión que tenía desde que era pequeño, les dio una cierta naturalidad; incluso han empezado a llamarlos verdaderas imágenes de la naturaleza. Una circunstancia más: al principio mi burla era benigna; en ningún caso pensaba burlarme de lo que fuese con el propósito que fuese, y me sorprendía terriblemente cuando escuchaba que clases sociales y estamentos enteros se ofendían y se enfadaban conmigo, y entonces empecé a pensar. «Si el poder de la burla es tan grande que provoca miedo, será que no se debe derrochar». Decidí reunir toda la vileza que conocía y mofarme de ella de una vez —¡ese es el origen de El inspector! Fue mi primera obra, ideada para producir una benéfica influencia sobre la sociedad, lo cual no se logró: vieron en mi comedia el deseo de burla del orden establecido y de las formas del gobierno, mientras yo tenía la intención de burlarme únicamente de determinados individuos que abandonan el orden formal y establecido.

La presentación de El inspector me causó una impresión pesada. Estaba enfadado con los espectadores que no me entendieron, y también conmigo mismo, el culpable de esa incomprensión. Quería huir de todo. Mi alma exigía aislamiento y reflexión sobre mi labor más importante. Hacía mucho tiempo que me llamaba la idea de una gran composición, en la que aparecería todo lo que hubiese de bueno y de malo en el hombre ruso, revelando así claramente las cualidades de nuestra naturaleza rusa ante nosotros mismos. Visualizaba y concebía muchas partes separadas, pero el plan de un todo entero no acababa por aclararse o definirse con fuerza suficiente para que pudiese ponerme a escribir. A cada paso sentía que me faltaba mucho, que aún no sabía enlazar ni desenlazar los acontecimientos y que tenía que aprender la construcción de grandes obras como los grandes maestros. Me puse con ellos, empezando por nuestro amable Homero. Me pareció que comenzaba a entender algo e incluso a adquirir sus recursos y costumbres, pero la capacidad de crear no volvía. Me dolía la cabeza de la tensión. Con enormes esfuerzos, a duras penas conseguí sacar a la luz la primera parte de Almas muertas, solo para llegar a ver en ella lo lejos que estaba de aquello a lo que aspiraba. Tras eso, de nuevo me invadió un estado sin gracia. Se desgastaba la pluma, se irritaban los nervios y las fuerzas, pero nada salía. Pensaba que ya se había atrofiado mi capacidad de escribir. Y, de repente, las enfermedades y los estados más graves del alma me arrancaron de todo, incluso del mismo pensamiento sobre el arte, volviéndome hacia aquello a lo que me inclinaba incluso antes de convertirme en escritor: la contemplación interna del hombre y del alma humana. ¡Oh, con qué profundidad se abre ante ti el entendimiento cuando empiezas por tu propia alma! En este camino, aunque no quieras, te encontrarás de cerca con Aquel, el Único de todos los que habían existido en la tierra, que mostró en sí mismo el pleno entendimiento del alma humana. Aun si su santidad fuese rechazada por las multitudes, no se podría rechazar esa última cualidad suya, solo si uno ya no es ciego, sino estúpido. Por ese gran giro que sucedió contra mi voluntad, fui llevado a horadar las profundidades del alma en general y descubrir que en ella existen manifestaciones y grados más altos. Desde aquel entonces, la capacidad de crear comenzó su despertar; las imágenes vivientes se revelan con claridad desde la oscuridad; siento que el trabajo irá bien, e incluso el lenguaje será apropiado y armonioso, y la palabra se hará más fuerte. Y, puede ser, un futuro profesor de lengua leerá a sus alumnos una página de mi futura prosa justo después de la tuya, diciendo: «Ambos escritores escribían bien, aunque no se pareciesen entre ellos». La publicación del libro Correspondencia con amigos me vino bien, aunque (por la felicidad provocada por la elocuencia de la pluma) me precipité sin pensar que con ella podría confundir a muchos antes de traer algún bien. Con ese libro vi hasta qué excesos había caído, igualándome a todo hombre empujado hacia delante en esa época de estado transitorio de la sociedad. A pesar de la tendencia a emitir juicios sobre ese libro y de la diversidad de esos juicios, finalmente se oyó la voz general que me mostró mi lugar y los límites que no debía cruzar como escritor.

En efecto, no es mi asunto leer sermones. El arte ya es educación sin eso. Mi asunto es hablar con imágenes vivientes, no con razonamientos. Debo mostrar la cara de la vida, no escribir tratados sobre ella. Pero surge una pregunta: ¿acaso podía convertirme en un productor de arte sin dar tantos rodeos? ¿Podría haber mostrado la vida en su profundidad de tal modo que fuese didáctica? ¿Cómo retratar a las gentes sin haber conocido antes el alma humana? Primero, un escritor debe educarse como hombre y ciudadano de su tierra, y solo después coger la pluma, pero únicamente si está dotado de fuerza creativa para concebir sus propias imágenes. De no ser así, todo será disonante. ¿Qué sentido tiene impugnar al infame y al vicioso mostrándolo al resto si no tienes claro su contrario, el ideal del hombre bueno? ¿Cómo exponer los defectos y la indignidad humana si no te has preguntado en qué consiste la dignidad humana y no has obtenido una respuesta aceptable? ¿Cómo burlarse de las excepciones si aún no conoces aquellas reglas de las que destacas las excepciones? Eso sería destruir la vieja casa antes de tener la posibilidad de construir una nueva en su lugar. Pero el arte no es destrucción. En el arte se esconde la semilla de la creación, no de la destrucción. Se percibió así siempre, incluso en los tiempos en que reinaba la ignorancia. Las ciudades se construían acompañadas por el son de la lira de Orfeo. A pesar de que el entendimiento que tiene la sociedad del arte aún no es claro, todos dicen: «El arte es una reconciliación con la vida». Es cierto. La verdadera creación artística posee algo sosegador y apacible. En los momentos de lectura el alma se llena de armonía, y está satisfecha al terminar la lectura: no hay anhelos, no hay deseos, no se levanta en el corazón el movimiento de indignación contra el hermano, más bien fluye en él el amor que todo lo perdona. Y no se aspira a la amonestación de los actos del otro, sino a la contemplación de uno mismo. Si la creación del poeta no posee estas características, no es más que un noble ímpetu, fruto de un estado efímero del autor. Permanecerá como una manifestación notable, pero no se llamará obra de arte. ¡Se lo merece! ¡El arte es una reconciliación con la vida!

El arte es cuando el alma está impregnada de armonía y de orden, no de vergüenza y abatimiento. El arte debe retratar a las personas de nuestra tierra de tal modo que todos sintamos que son personas vivas, hechas y originadas de la misma car- ne que nosotros mismos. El arte debe manifestarnos todas las cualidades y propiedades valerosas de nuestro pueblo, incluso aquellas que, sin tener libertad suficiente para desarrollarse, no se notan y no se valoran tanto como para que las sienta cada uno, encendiéndose con el deseo de fomentar y amar en sí mismo lo que fue abandonado y olvidado.

El arte debe manifestarnos todas las cualidades y propiedades viles de nuestro pueblo de tal modo que cada uno encuentre sus huellas dentro de sí mismo, pensando en cómo, antes que nada, él mismo ha de desprenderse de todo cuanto oscurece la nobleza de nuestra naturaleza. ¡Solo así, de esta forma, el arte cumplirá con su fin y traerá orden y armonía a la sociedad!

Así, bendiciendo y rezando, acudamos a nuestro querido arte con más fuerza que nunca. En lo que a mí se refiere, dejando todo lo demás para el futuro (si Dios lo consiente), quiero ocuparme seriamente de Almas muertas. Iré a Jerusalén (sería hasta vergonzoso no hacerlo) a agradecer como pueda por todo lo pasado. Rezaré, y se fortalecerá mi alma, y se reunirán mis fuerzas y, con la ayuda de Dios, me pondré con ello. Me gustaría mucho, mucho, que Dios nos dejara vivir juntos otra vez, en Moscú, cerca el uno del otro. Releer lo escrito y ser el juez el uno del otro será aún más necesario que antes.

Así, con toda mi alma, te deseo un feliz año. Ojalá sea muy, muy fructífero para los dos, más fructífero que todos los anteriores. ¡Adiós, mi querido! Te mando un beso y un abrazo fuerte. Escríbeme. Tu carta aún me encontrará en Nápoles. No pienso moverme hasta febrero.

Abrazo a toda tu querida familia, y a los Reitern.

1 En su origen, el presente ensayo fue una carta dirigida al poeta Vasili Zhukouski (1783-1852), escrita el 10 de enero de 1848 en Nápoles. [N. de la T.]

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