Читать книгу Nosotras presas políticas - Группа авторов - Страница 13

La cárcel

Оглавление

Perder la libertad significaba transitar el camino impuesto de detención, tortura, comisaría, juez, cárcel. Secuencia que empezaba cuando nos sacaban de nuestras casas, por lo general en horas de la madrugada, encapuchadas. Después nos trasladaban en el piso o en el baúl de algún auto policial, esposadas o atadas las manos –a veces también los pies– hacia distintas comisarías, Coordinación Federal o alguna casa destinada para los interrogatorios. Era empezar a conocer el terror y el dolor de la tortura en el cuerpo y en la mente. Sentir ese olor tan particular, mezcla de suciedad y adrenalina. Perder la libertad implicaba sufrir simulacros de fusilamiento y, en algunos casos, ser víctimas de violación. Perder la libertad significó también sentir que nuestra vida no valía nada para nuestros captores, que pendía de un hilo muy delgado y que bastaba sólo una orden, una decisión, un sin sentido para acabar con ella. Cualquier circunstancia ínfima podía cambiar nuestro destino entre la vida y la muerte.

“Era domingo 16 de marzo de 1975, eran las 11 de la noche. Yo me encontraba de visita en una casa cuando llegó un grupo de hombres de civil. Entraron descargando sus ametralladoras sin parar. Sin saber que pasaba, salimos al patio y fue en ese momento que vi caer sin vida a un compañero que fue fusilado por la espalda. Al resto nos pusieron a empujones contra la pared, bajo una lluvia de balas que sentíamos sobre nuestras cabezas. En medio de todo esto apareció llorando mi hija de tan sólo 4 años, que hasta entonces había estado durmiendo. En mi desesperación, me di vuelta gritándoles que por favor pararan porque la podían matar, la tomé en mis brazos y me colocaron nuevamente contra la pared con ella alzada. A las otras personas las tiraron al suelo, les vendaron los ojos, les ataron las manos y comenzaron a golpearlas y a patearlas mientras les preguntaban cosas que no entendíamos. Mi hija estaba descalza y con mucho frío, lloraba sin parar aferrada fuertemente a mí como pidiéndome protección. Mientras destrozaban todo, se consultaban entre ellos si mataban a otro o no. Después se me acercaron, me quitaron a la niña y me vendaron los ojos. Nos llevaron a Coordinación Federal; allí me desvendaron los ojos y me trajeron a la nena, quien se quedó conmigo hasta el otro día al mediodía, cuando vinieron a llevársela pese a mis gritos de desesperación. De allí fui conducida vendada y con las manos atadas atrás a una pieza donde me desnudaron. Luego me ataron a una camilla y comenzaron a golpearme. Esto duró un buen rato pero luego vino la picana eléctrica: la sentía en todo el cuerpo, desde los pies hasta el cuero cabelludo; como mis gritos eran muy fuertes, pusieron música, me taparon la boca con un almohadón y me amenazaban constantemente con que no vería más a mi hija. Así transcurrió una hora, luego de la cual me dejaron para llevarme nuevamente a la noche, cuando se volvió a repetir lo mismo: la picana eléctrica. Esta segunda vez fue aplicada mayormente en los senos, el ombligo, la vagina y la boca. Cuando mis fuerzas ya estaban muy débiles, me desataron y me llevaron a una pieza. Allí había varios cuerpos tirados, calculo que eran alrededor de veinte. No teníamos abrigos ya que nos los habían quitado, pero ellos abrieron las ventanas y colocaran varios ventiladores: teníamos mucho frío. Las amenazas de muerte eran constantes, como así también los golpes y las patadas. Los quejidos de las personas que allí nos encontrábamos no paraban. Una de ellas pidió que la llevaran al baño pues quería vomitar, pero no se lo permitieron. En un momento le pregunté si estaba muy dolorido y me contestó que estaba reventado y que se llamaba Jorge M. Name; por hablar recibimos un fuerte puntapié cada uno. Al otro día, calculo que sería al amanecer, sentí que dos guardias se acercaban a él y luego oí que uno le decía al otro: “Saquémoslo, ya está muerto”: ¡Había quedado muerto al lado mío como consecuencia de la tortura! Ese mismo día sentí llorar a una mujer a la que le alcancé a ver las manos por debajo de la venda que me tapaba los ojos y vi que las tenía totalmente quemadas. Esto me impresionó mucho. Un guardia se acercó y le preguntó quién era; ella dijo que se llamaba Eleonora Cristina de Domínguez, entonces el guardia le contestó: “Ayer matamos a tu marido.” Esa persona, junto con otra llamada Néstor García, que también se encontraba muy cerca de mí y pedía por favor que los desataran pues tenía las manos muy hinchadas y lastimadas por las ligaduras, hoy están desaparecidas. Respecto a esta última persona, en varias oportunidades escuché su nombre cuando lo llamaban para torturar, y la última vez que lo escuché, el guardia le dijo: “Néstor García, vamos”, y se lo llevaron arrastrando pues al parecer no podía ni caminar. Así tirados en el piso, sin comer ni tomar agua y llevándonos al baño muy pocas veces, a pesar de nuestros pedidos, permanecimos seis días. Luego de las dos veces que me torturaron, el miércoles, creo, por la noche, pues había perdido la noción del tiempo, volvieron a llevarme a la sala de torturas y esta vez no usaron la picana eléctrica sino los golpes que se sucedían sin cesar, en la cabeza, en el cuerpo, en todos lados.”

STELLA

Después de estas experiencias, llegar a la cárcel era el “final feliz” de la espantosa secuencia. Era entrar en la legalidad y por lo tanto significaba la posibilidad de sobrevivir. En principio, después de varios días, a veces semanas, uno podía ducharse, dormir en una cama, tomar un mate caliente, comunicarse con la familia y, por sobre todo, encontrarse con las caras amistosas de aquellas compañeras que ya estaban detenidas.

Pero llegar a la cárcel también significaba separarse de la familia, los hijos, los maridos, los padres, hermanos, compañeros de militancia o de trabajo, de amigos y de vecinos. Separarse de los afectos, del entorno social, de todo lo que era nuestra vida.

Es difícil describir la sensación que nos producía pensar que no volveríamos a ver por mucho tiempo nuestro hogar, nuestras calles, las veredas y sus árboles, la costanera, el mar, el río o la montaña.

Pasábamos a ser enjuiciadas y nos convertíamos en Presas Políticas.

“Con el ruido metálico del cerrojo a mis espaldas, culminó el viaje a ese mundo desconocido.

Miré a mi alrededor y sólo pude vislumbrar algunas imágenes que se dejaban ver tímidamente por la débil luz que se colaba desde el pasillo. Eran mujeres en poses de desquicio, gordas, provocativas, en camisas de dormir, que se asemejaban más a enaguas y que dejaban asomar sus pechos caídos, sus figuras estaban como pegadas a los respaldos de las camas… De pronto, una mano me tocó el hombro sacándome abruptamente de ese paisaje: “Aquí somos todas presas políticas, descansa en este colchón, mañana hablamos, por ahora descansa y puedes estar tranquila, mi nombre es Berta.” Pocas palabras, pero las suficientes como para volverme el alma al cuerpo. No recuerdo si dormí o dormité, era mucha la ansiedad que me embargaba. Tampoco sé si tenía muchas ganas de que llegara el día siguiente, o que la noche se alargara eternamente… Tenía un montón de pensamientos y sentimientos encontrados que revoloteaban en mi cabeza. Se prendieron las luces, escuché voces y un movimiento agitado de pasos y correteos… Esto anunciaba la llegada de un nuevo día.

Todas a los pies de las literas esperando que entrara la guardia, allí me di cuenta de que las imágenes que vi cuando me empujaron dentro del pabellón eran una mala pasada que me había jugado mi imaginación, poblada de temores y prejuicios. Me levanté, me paré a los pies de la colchoneta y paseé mis ojos por el pabellón, con un telón de fondo que era la guardia pasando lista a nombres que más tarde me serían tan familiares… Sentí las miradas de esas chicas, todas muy jóvenes, sobre mi pequeña persona.

Después de pasada la guardia, se acercaron a mi: “Cómo estás, cómo te llamás, cómo te sentís, tomate un mate… Si sentís que querés hablar, hacelo”, eran miradas sanas, amistosas, que me hicieron sentir más tranquila. Comencé a contarles que nos habían traído de Coordinación Federal, Moreno, en un camión, que después supe que se llamaban “celulares”. Era un camión cerrado con pequeñas celdas. Nos habían sacado de Coordina y llevado a muchas partes, entre ellas al hipódromo, donde recogieron a todo tipo de gente para llevarla detenida, para finalmente llegar a Villa Devoto, una cárcel “modelo”, como le llamaban.

No sé cuánto rato más seguí hablando, tengo la sensación como de un mareo, seguramente me atrapó la ansiedad. De pronto, me callé. Me di cuenta de que en esos momentos las palabras no eran necesarias, que necesitaba silencio y acercarme con la mirada a cada uno de esos rostros, a cada rincón, para escudriñar cada cosa que había en ese pabellón, el 42… y que me acompañarían por un largo tiempo… ”

Casi 360 días…

“KATY” CATALINA PALMA

Para todas nosotras, acostumbrarnos al encierro fue un proceso doloroso que exigía un gran esfuerzo. Había que habituarse a la idea de que, de un día para otro y sin saber por cuánto tiempo, nuestra vida iba a transcurrir entre cuatro paredes, con rejas como puertas y ventanas con cielo cuadriculado. Teníamos que acostumbrarnos a dormir en cuchetas marineras, a tener letrinas por baños, a perder la intimidad y a compartir el devenir diario con otras mujeres que estaban en la misma situación. En un espacio que se hacía pequeño.

Había que aceptar que todo estaba reglamentado, que no podíamos transitar libremente, que no podíamos ir al trabajo, que no podíamos apagar y prender la luz cuando quisiéramos, que no podíamos ver la hora, porque nos sacaban el reloj, que no podíamos tomar sol o aspirar el aire fresco. Había que aceptar que esos estrechos metros se convertirían en nuestra vivienda, en el único lugar en el que podríamos desplegar lo que éramos, lo que sentíamos, lo que pensábamos. No era fácil. Sin embargo, semejante tragedia no fue vivida como tal por nosotras.

Sabíamos desde tiempo atrás que nuestra forma de concebir la vida tenía ciertos riesgos y, entre ellos, uno era la cárcel, por lo que lo tomábamos como una consecuencia natural, como un lugar más, otro escenario en el que había que seguir aprovechando el tiempo para estudiar y formarnos para el día en que recuperáramos la libertad. Mientras tanto, reproducíamos adentro la experiencia que habíamos vivido afuera, las mismas relaciones, los mismos criterios.

Saber, en ese momento, que la lucha continuaba, nos daba fuerza y alegría para sobrellevar cualquier situación que se presentara en nuestro encierro. Así nos sentimos frente a la huelga general de los trabajadores de Villa Constitución o cuando se produjo el “Rodrigazo”, en julio del 75, lucha masiva y nacional contra la política económica del ministro Celestino Rodrigo.

No nos sentíamos solas, porque nuestra familia, nuestros compañeros, amigos, y aún todos aquellos anónimos que desde su lugar sostenían nuestras ideas, eran nuestra compañía. Aun adentro sentíamos que seguíamos formando parte de esos lazos sociales que nosotras habíamos construido y que, afuera, seguían vigentes.

Tal era así que a mediados de este año nos llegó información acerca de que un sector de las fuerzas políticas estaba proponiendo al Congreso Nacional la conformación de la Asamblea Constituyente para lograr un gobierno con todos los sectores democráticos, y uno de los primeros puntos de la propuesta era la liberación de los Presos Políticos.

A pesar de la complejidad de posturas y de que veíamos un paulatino endurecimiento de la situación política que se manifestaba en las persecuciones, muertes y encarcelamientos, nosotras creíamos en la posibilidad de nuestra liberación, puesto que, así como ocurrían las detenciones, de pronto, también se daban libertades, porque estaba vigente el derecho constitucional a pedir “opción para salir del país”.

Al principio estábamos diseminadas en distintas cárceles, en todo el país, de acuerdo con el lugar en donde nos habían detenido. Estábamos en la Cárcel de Villa Gorriti de San Salvador de Jujuy; en Villa las Rosas, Salta; en la Alcaidía de Resistencia, Chaco; en la Alcaidía de Mujeres de la Jefatura de Policía, conocida como el “Sótano”, en Rosario; en El Buen Pastor, y la Jefatura de Policía, también llamada “El Tránsito” en Santa Fe; en Mendoza, en Santiago del Estero, en La Rioja, Catamarca; en la Unidad Penitenciaria 1 (UP1) de Córdoba; en Villa Urquiza, Tucumán; en la Cárcel de Olmos, La Plata, y en la U2 de Villa Devoto, Capital Federal.

Y allí, en cada una, todas juntas y “mezcladas”: abogadas defensoras de presos políticos o de sindicatos clasistas, anarquistas de Brasil, delegadas opositoras a la burocracia sindical, diputadas peronistas –detenidas en el momento de intervención a sus provincias–, de las Fuerzas Armadas de Liberación, del FIP, de las Ligas Agrarias, de Montoneros, Movimiento al Socialismo, del Movimiento de Izquierda Revolucionario de Chile, del Movimiento Nacional de Liberación Tupamaros, de Uruguay, Movimiento Revolucionario Che Guevara, de la Organización Comunista Poder Obrero, del Partido Comunista, del Partido Comunista Marxista Leninista, del Partido Comunista Revolucionario, del Partido Revolucionario de los Trabajadores –PRT/ERP–, del Partido Socialista Chileno, del Partido Socialista de los Trabajadores, del Peronismo de Base –FAP–, del Poder Obrero, Religiosas Tercermundistas, Vanguardia Comunista, y algunas otras “istas” que ya no recordamos.

En términos legales, la mayoría estaba a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN) a causa de la vigencia del estado de sitio, hecho que les permitía mantenernos detenidas sin proceso judicial alguno y trasladarnos a cualquier punto del país; a otras nos habían aplicado la ley 20.840(1), aprobada en el mes de septiembre de 1974, que penaba “actos de divulgación y propaganda” y muchas, además, estábamos acusadas de tenencia de arma de guerra o por el artículo 210bis del Código Penal.

Hasta ese momento las condiciones en cada cárcel dependían de directivas locales, de los Servicios Penitenciarios Provinciales o del Servicio Penitenciario Federal. Y, en cada una, conformamos grupos que tuvieron sus propias características, muy diferentes entre sí por las particularidades de cada institución, por las condiciones de vida, y también por las características de sus integrantes, el lugar de origen, la idiosincrasia.

En algunas cárceles los grupos eran pequeños, como en el Buen Pastor de Santa Fe, por ejemplo, donde había sólo 8 o 10 compañeras. En otras eran numerosos. En algunas convivíamos con prostitutas y menores. A veces primaba, entre nosotras, la unidad de pensamiento y criterios para enfrentar el encierro. En otras primaban las diferencias políticas, conformándose pabellones según afinidades, como “espejo” de las distintas expresiones a las que pertenecíamos. En otros casos se mantenía la propia identidad pero se establecían relaciones de vida comunitaria y una muy buena convivencia.

Esta primera “adaptación” nos marcó como un sello. A partir de las relaciones entabladas y del lugar en el que estábamos empezamos a sentir nuestra pertenencia. Con el tiempo pasamos a identificarnos como “las de Olmos”, “las de Rosario”, “las cordobesas”, “las de El Chaco”, “las viejas de Devoto”, “las de Tucumán”…

*

Villa Devoto se “reinauguró” cuando Ana, Carlota y Pety ingresaron en 1974. Fueron las primeras mujeres que volvieron a transitar sus pasillos después de la liberación de los Presos Políticos del año 73.

“En febrero de 1974 nos llevaron de Coordinación Federal al Buen Pastor y al mes a la U2 de Devoto. Este traslado fue aprobado por el juez Hipólito debido a un recurso de amparo que presentamos en razón de las amenazas de la Triple A, que decía que nos matarían a nosotras y también a nuestros familiares. Una mañana, sin previo aviso, nos llevaron, al fin, a Devoto. ¡Qué loco! La meta, el sueño, era otra cárcel: la libertad parecía inalcanzable. Y tan erradas no estábamos ya que pasaron diez años hasta que logramos la libertad.

Nos metieron en el pabellón 49, que antes había sido el de los contraventores. Devoto tenía todo el aspecto de cárcel de máxima seguridad. Éramos pocas, siete u ocho. No teníamos experiencia alguna pero, basándonos en lo que sabíamos por los presos políticos de la dictadura anterior, nos pusimos a revisar todos los recovecos para intentar comunicarnos con los compañeros que estaban en la cárcel. Vaciamos de agua las letrinas, buscamos cañerías que nos conectaran… y ¡nada! Estábamos lejos de los pabellones donde los tenían a ellos.

Los primeros presos con los que pudimos comunicarnos fueron los contraventores, quienes nos llevaban la comida. Ellos fueron, con actitud solidaria, los que nos narraron hazañas de la otra época y los que nos traían noticias de los compañeros.

Creo que fue en marzo de 1974 cuando detuvieron a los primeros militantes Montoneros, entre ellos Alberto Camps, uno de los sobrevivientes de Trelew (asesinado por los militares años después mientras estaba en libertad), el Negro Maestre (hermano de un desaparecido de la dictadura de Lanusse), y sus respectivas esposas: Rosa Pargas de Camps y Luisa Galli. El mejor recuerdo para ellas.

Rosa había estado presa durante la dictadura anterior y había participado de la fuga de Rawson en el 72. Ella fue la que realmente nos trasmitió la experiencia invalorable de aquellas presas políticas. Por eso desde su llegada nos organizamos mejor. Desde luego que nosotras estudiábamos, teníamos discusiones políticas, hacíamos gimnasia, aprovechábamos al máximo la visita, que era la ventana a través de la cual mirábamos al mundo. Pero desde entonces empezamos a debatir nuestra organización interna: el economato, el trabajo manual, la fajina, la recreación, la denuncia de nuestra situación, la discusión política interna, el intercambio político entre las organizaciones y la atención de los niños. (Recuerdo que por entonces vivía con nosotras Anita –la hija de la flaca Cossa–: “Tomatito, tiíta”, decía, y una le daba un tomate, y también la otra, y la otra. Cuando su madre la pescaba ya había seducido a todas las tías y había comido montones.)

Varias de las presas habían sido detenidas cuando estaban embarazadas: Pety, Ana, Rosa. Llegado el momento del parto trasladaban a la embarazada a la Maternidad Sardá. Después de la alegría y del festejo por el nacimiento empezaban las denuncias, porque incluso en el hospital las mantenían esposadas. Recuerdo que el primer bebé fue Mariano Camps, a quien le dieron ese nombre por Mariano Pujadas, uno de los fusilados en Trelew. Después creo que nació Eduardo Veiga –el Guaro–, y después Camilo, el hijo de Ana Altera. La llegada de estas compañeras con sus respectivos esposos nos abrió las puertas hacia la comunicación interna, no sólo porque Rosa nos había enseñado el sistema de sifones como caño telefónico (que no era aplicable en la infraestructura del pabellón 49) sino porque, ante el pedido de unificación familiar, el director de la cárcel accedió a la visita entre matrimonios y concubinos, visita que se llevaba a cabo en la capilla del Penal. Allí iban, creo, dos veces por semana, Luisa, Rosa y Liliana. Otras nos alimentábamos de sus relatos, pero carecíamos de un vínculo propio. En esas circunstancias fue que inventamos un “amor”. Entre nosotras la única soltera no embarazada era yo, y entre los varones eligieron a Ángel Gertel para lograr visita interna. Por supuesto hubo una serie de cartas (nos permitían la correspondencia interna) previas en las que nos declarábamos ardiente amor e íbamos hilvanando qué decir sobre cómo nos habíamos conocido. En la entrevista el director de la cárcel nos dijo que él no iba a oponerse a un noviazgo, pero que teníamos que tener testigos de afuera que aseguraran que nos habíamos conocido con anterioridad a la detención.

Yo tuve que convencer a mi tía Mary, que hoy tiene 92 años, y Ángel a su madre, que luego fue una de las Madres de Plaza de Mayo. Mi tía, como buena católica apostólica romana, me dijo: “Si a vos te hace bien, Carlotita, yo te salgo de testigo con una condición: que le enseñes a rezar y que todas las noches recen tres Avemarías.” Y después agregó: “¿No te podrías haber buscado alguno mejor? ¡Judío!, ¡psicólogo!, ¡y comunista!”

En la visita siguiente recibí a mi supuesta suegra. Ella me dijo: “Mirá, nena, yo le voy a salir de testigo a mi hijo porque me lo pidió, pero te aviso que aunque Ángel esté separado yo la tengo a mi nuera esperándolo. Ni se te ocurra hacer otras cosas que no sea el intercambio político. A eso sí lo entiendo porque soy militante, ¡pero que te quede claro!”

Al fin, testimonios y cartas mediante, lo logramos. Ese día les pedí a las demás compañeras que tenían visitas que cada una saludara a su compañero así, al quedar solo, yo me podía dar cuenta de cuál era Ángel, a quien nunca había visto en mi vida. Llegamos al lugar de visita, que era una suerte de pasillo ancho, y se pusieron a saludarse. Quedó un morocho libre, y yo me dije: “Es éste.” Me le fui al humo (siempre la visita era en presencia de personal del Servicio Penitenciario Federal) y lo abracé fervientemente:

—¡Ángel, tanto tiempo! Entonces sentí que otro me tironeaba del brazo y me decía:

—Ángel soy yo. ¡Qué vergüenza, me la pasé colorada toda la visita, y las otras compañeras se mataban de risa! Yo lo había confundido con el compañero de Luisa.

Durante todo el año en que nos estuvimos viendo, hasta su liberación, las celadoras me decían: “Ustedes son la única pareja que no hace papelones.” ¡Lógico! si hasta nos encajaban a los bebés y nos pedían que nos sentáramos en el primer banco de la capilla para que tapáramos a los demás del ojo de celadores y celadoras. Sólo dos veces escuché de boca de Ángel palabras que no fueran de intercambio político: una fue al despedirse, cuando le dieron la opción. Me regaló un anillo de hueso tallado por él que tenía grabado un puño.

Y me dijo:

—Para que me recuerdes siempre, te hice un anillo de compromiso. Me debo haber puesto roja, porque agregó:

—Revolucionario.

La otra vez fue la más bella carta de amor que recibí en mi vida, desde Perú. Allí estaba él, con muchos exiliados, entre ellos Norma Nesich de Fernández Palmeiro, que había estado detenida con nosotras y a quien asesinaron meses después, al volver al país, ya producido el golpe de Estado. Parece que todos los compañeros le preguntaban: “¿Y tu compañera? ¿Cómo está Carlota?” Él escribía la carta desde ese interrogante: “¿Por qué no me animé a pedirte que fueras mi compañera?” Y así continuaba una bella declaración. Todo el idealismo, la ingenuidad, y la fidelidad a la causa revolucionaria ante todo. (Ángel fue nuevamente detenido en 1976 y desaparecido. Fue visto por última vez en el centro clandestino de detención de Campo de Mayo.)

Casi terminaba el año 74 y un día la cartera me entregó un sobre cuyo contenido era un panfleto que empezaba diciendo: “Comunicado del Comando Nacionalista Juan Manuel de Rosas”. Era una nueva amenaza.

Por otro lado, nuestros familiares nos comentaban las repercusiones de las marchas con pancartas por nuestra libertad y por mejoras en las condiciones de vida carcelaria. No podíamos creerlo, porque en la otra dictadura éramos nosotros, desde afuera, los que pedíamos por los compañeros, ¡y ahora lo hacían ellos por nosotros!

Creo que en esa época empezamos a ser muchas más, y por lo tanto el pabellón resultaba chico. El hacinamiento era un problema. Los bebés empezaron a ser separados de sus madres y discutíamos si era mejor que nuestros hijos se criaran con su mamá presa o con sus abuelos en libertad. No nos quedaba muy claro. El sentimiento era confuso y doloroso: los niños tenían que ser libres, pero también era fundamental que no se sintieran abandonados por sus madres. La llegada de nuevas compañeras implicó reordenamientos en nuestra organización interna. Si bien cada organización mantenía su propia estructura, hubo que debatir las reivindicaciones, el economato compartido, quiénes serían responsables, quién sería la delegada frente al Penal, cómo sería el diálogo con las autoridades, el trabajo político con los familiares y con el propio enemigo. Había acuerdos, pero también profundos desacuerdos. Tal es así que cuando nos llevaban a Tribunales los jueces deducían, por si tomábamos café o mate cocido, a qué organización pertenecíamos.

Leer nos era tan necesario como el agua fresca. Estaba permitida la entrada de todos los diarios, así que, con el tiempo a nuestra disposición que en libertad no se tiene, nos manteníamos muy informadas. En el Penal había una biblioteca que estaba a cargo de un maestro que, a pesar de ser empleado del Servicio Penitenciario Federal, era muy buen tipo. Nos decía que lo iban a mandar castigado al Sur si seguía permitiendo que entraran esos libros que nos mandaban nuestros familiares. Leímos, en esa época, casi todos los clásicos de la Revolución. También entraban periódicos de las organizaciones. Un año después todo esto había dejado de existir y al maestro, tal como nos había anticipado, lo habían mandado castigado al Sur.

Las visitas, ¡las tan esperadas visitas!, también fueron sufriendo cambios a lo largo del tiempo. Al principio se hacían en un pequeño locutorio de rejas que estaba al lado del pabellón. Cuando éramos pocas, a las que éramos medio parias por ser del interior nos dejaban asistir con la excusa de: “Celadora, hice una torta para las visitas. ¿Puedo llevársela?” Y la guardia, si era piola, hacía la vista gorda y te dejaba. Uno se sentía muy feliz compartiendo ese espacio de viento fresco que te traía la familia, aunque no fuera la propia. Recuerdo que a principios del 75, un día de muchas visitas, algunas madres lloraban porque decían que vivíamos en lugares sombríos. Como muestra de que no era para tanto (aunque ahora, desde lejos, uno pueda decir que sí lo era) le pedimos a la celadora –creo se llamaba Angélica– que les permitiera a los familiares conocer el pabellón en el que vivíamos para que no estuvieran tan acongojados. Nosotras, en medio de las limitaciones, poníamos toda la estética y armonía de que es capaz la creatividad de un ser encerrado, así que teníamos “bonitas” bibliotecas o mesitas de luz hechas con cajones de manzanas, algunos colgantes en macramé y otras cosillas por el estilo que nos suponía más agradable el hábitat. La cosa fue que Angélica, en su buena fe, permitió que los familiares entraran a conocer el pabellón 49. Las viejas estaban contentas, unas, y llorando, otras. ¡Se armó un despiole de aquéllos! Los guardias terminaron sacando a empujones a nuestros familiares y con la amenaza de sancionarnos con la suspensión de la visita. Mientras pasaba esto entraron dos celadoras bastante jodidas, una de ellas con más galones. Los familiares ya estaban afuera. Cuando estábamos debatiendo qué hacer vinieron unas compañeras y me dijeron:

—Vos que sos la delegada andá a enfrentarlas.

Miré para todos lados, y pregunté:

—¿Las apretamos?

Y la respuesta unánime fue afirmativa. Ahí me mandé. Cuando la celadora a cargo salió del lugar donde estaban los bebés, yo le cerré el paso. Las compañeras nos rodearon e hicieron como dos filas apretadas. Empecé a decirle que no se les ocurriera tomar represalia alguna contra nuestros familiares ni con las presas políticas porque se las verían afuera con los compañeros. Así iba el improvisado discurso cuando empecé a sentir que la Gorda Cristina me tironeaba de la camisa. Pensé que me decía que fuera más fuerte y entonces endurecí las amenazas. Más me tironeaba la Gorda, más fuerte era el discurso. Yo empecé a ver caras de espanto de varias compañeras y pensé en ponerle final. Le abrí paso a la celadora, las compañeras se corrieron, y le dije:

—Ahora se puede retirar.

Por supuesto que nos sancionaron y las compañeras me querían comer. Los tirones de la Gorda eran para que aflojara y no para lo que yo había interpretado.

Me acuerdo, por otro lado, de que hubo en Devoto dos huelgas de hambre: en las dos oportunidades pedíamos libertad a los Presos Políticos y que mejoraran nuestras condiciones de vida. Una fue en 1974 y otra en 1975. La primera fue la más larga y duró unos veinticinco días. No fue masiva, pero las compañeras que no participaron fueron muy solidarias comunicando al exterior lo que iba sucediendo. Al principio también la Pety y Ana, aunque estaban embarazadas, se plegaron, pero luego debieron interrumpir para no hacerles correr riesgo a los bebés. Los compañeros en huelga eran muchos más. Yo seguí durante los veinticinco días. La moral era muy alta pero el cansancio físico era enorme. Rebajé más de 15 kg. para preocupación de mi madre, a la que aún le costaba aceptar mi situación de presa política. Finalmente sobrellevé la huelga sola pero alentada por los demás. Y ocurrió algo extraño: a pesar del control médico, me salió entre las clavículas un eczema de puntos rojos en forma de cruz. ¡Extraña mística que no concordaba con la situación! Pero así nomás sucedió. Mi persistencia en la huelga, a pesar de que era masiva en el pabellón de varones, me significó algunos calificativos por parte de las autoridades penitenciarias: rebelde, peligrosa, irrecuperable, empecinada.

Pasado el tiempo, y a medida que iban llegando numerosas compañeras presas, conocimos la repercusión que había tenido aquella huelga en las marchas callejeras.

La segunda huelga de hambre fue en 1975, cuando ya éramos cerca de un centenar, con unos seis bebés y algunos niños. Tengo en la memoria los bebés, los niños, las mamaderas, los pañales de tela que las tías lavábamos por cientos en la fajina. Por entonces se inundó el pabellón. Fue una noche, y no dábamos abasto para sacar el agua que fluía por las alcantarillas, hasta que entraron las celadoras con algunos penitenciarios a destaparlas. Uno de ellos encontró la razón: un osito. Ahí nomás Anita apareció gritando “Mi osito, mi osito”.

Un abrazo, compañeras, en este tendido de puentes que es el hacer de la memoria colectiva.

CARLOTA MARAMBIO

A mediados del año 75 definieron la aplicación de un régimen de “máxima seguridad” para las que estábamos alojadas en la U2.

La aplicación del decreto 2023/74 (2) para determinar la forma en que debíamos vivir fue un proyecto de reglamento del Instituto de Seguridad (U6) propuesto a la Dirección Nacional del Servicio Penitenciario Federal.

Este decreto estaba compuesto por un conjunto de normas que limitaba aun más nuestras condiciones en la cárcel: restringía el ingreso de libros (que hasta ese momento era irrestricto) las publicaciones, las horas de recreo y las horas de visita.

Contra esto, por la libertad a los Presos Políticos y por mejores condiciones de vida, en mayo de ese año iniciamos, igual que el año anterior, una huelga de hambre, junto con los detenidos de otras cárceles. Duró alrededor de veinte días y fue masiva en relación a la del año anterior, aunque aún persistían las diferencias entre nosotras y no todas estábamos de acuerdo.

Todavía vivíamos en el pabellón 49, que era un espacio único y multifunción, que hacía las veces de cocina, baño, dormitorio, biblioteca y nursery. El hacinamiento nos exponía a plagas y enfermedades. Los piojos y las chinches eran las más comunes. El vinagre y el “detebencil” era la línea de cosmética capilar más solicitada en ese momento.

El tema del hacinamiento era realmente serio y quedó demostrado cuando se produjo una epidemia de hepatitis. Estábamos en plena huelga de hambre cuando Mila, Beatriz y Carlota se sintieron mal. Era lógico, no se estaban alimentando, pero el tono amarillo de su piel denunciaba lo que los análisis clínicos posteriormente determinaron. No quedaban dudas: era hepatitis. En muy poco tiempo muchas nos contagiamos y tuvimos que ser hospitalizadas. Se extendió inclusive a los pabellones de los compañeros y varios de ellos también fueron internados.

Mientras tanto manteníamos la huelga de hambre, algunas en el Hospital y otras en el pabellón.

El marido de Chali, que era médico y estaba también en huelga, aconsejó a las que estábamos enfermas abandonar el ayuno y, aunque lo escuchamos, decidimos seguir adelante hasta el final.

Pero esto no bastó. Nuestras condiciones de vida estaban lejos de mejorar…


Retratos de los niños que estaban en el pabellón 49, hecho por Mariana en una carta que envió a Fede, quien también estuvo con su mamá Cristina. Con fecha de enero de 1976.

En ese espacio de 20 metros por 9 convivíamos en ese momento 67 mujeres con 12 niños de pecho. Seguimos insistiendo en nuestros reclamos ante el director del penal, Prefecto Suppa, a quien le mandábamos cientos de pedidos de audiencias con el mismo fin. Pero no teníamos respuesta. Entonces, ya cansadas, decidimos una vez más expresar nuestra protesta negándonos al recuento. Esto significaba que cuando las celadoras ingresaban al pabellón a contarnos, en vez de quedarnos quietas, nos movíamos constantemente, algo que hacía imposible una labor tan simple. Mantuvimos esta protesta todo el tiempo que pudimos.

Pero aun así nuestras condiciones de vida todavía seguían lejos de mejorar…

Una tarde de agosto, después del recuento, inexplicablemente empezamos a sentir que un gas lacrimógeno invadía el pabellón, el olor era inconfundible y el aire enrarecido nos ahogaba, nos hacía llorar. Tomamos presurosas a los niños y los llevamos al lugar más alejado de la reja de ingreso al pabellón, los pusimos en el piso, les cubrimos las caritas con paños mojados, sobre todo los ojos y la boca, se los hacíamos chupar para evitar que respiraran ese gas, pero era imposible. Así estuvimos horas. Los chiquitos lloraban, se ahogaban y a nosotras nos desesperaba no poder darles alivio, no poder protegerlos de esa “locura”. De a poco el aire enrarecido se fue alejando y pudimos ponernos de pie y observar el desastre: agua en el piso, frazadas empapadas, algunas sentadas contra la pared dándose aire con pantallas improvisadas, tosiendo. Y las mamás intentando calmar como podían a sus niños.

Cuando pudimos comunicarnos con los compañeros, nos contaron que personal de la sección Requisa había ingresado al primer piso de Planta 6 y, mientras proclamaban a viva voz pertenecer al “Comando Valenzuela” que se “haría cargo de la represión a los presos políticos”, arrojaron granadas de gases lacrimógenos en varios pabellones y en el pasillo común del piso, golpearon a varios compañeros, y uno de ellos recibió el impacto de una granada en el cuerpo.

La proximidad del pabellón 49 había permitido que los gases llegaran hasta nosotras.

Este “Comando” fue una fuerza de choque, constituida ilegalmente y conformada por personal penitenciario. Se dedicaba a castigar y maltratar a los compañeros que ingresaban de las cárceles del interior del país, como así también a los que, en cualquier circunstancia, eran llevados fuera del penal.

Se acrecentaba en nosotras una sensación de endurecimiento, de violencia en el entorno, y hubo nuevas restricciones. Empezamos a tener menos días de visitas, ya no podríamos tener correspondencia irrestricta sino sólo con nuestros familiares, quienes debían comprobar el vínculo. Prohibieron las visitas con nuestros compañeros y esposos –presos en Devoto–. La capilla dejó de ser el lugar de encuentro familiar y Carlota no volvió a ver a Ángel.

Tampoco podíamos escribirnos con ellos, aunque sí podíamos hacerlo con compañeras de otras cárceles. Así que las que éramos trasladadas hacia Devoto nos escribíamos con las que no lo habían sido, podíamos contarles cómo era nuestra nueva vida y seguíamos sabiendo cómo estaban. Era asombroso que nos permitieran esta comunicación intercárcel en el paulatino ajuste de la situación.

En cambio resultó ya muy difícil comunicarse con los esposos que estuvieran en libertad. Era un verdadero riesgo escribirles o que nos visitaran.

Un día hicieron movimientos internos. A los compañeros los llevaron a la planta 5 de celulares y a nosotras nos sacaron del pabellón 49 y nos distribuyeron en 8 pabellones de la planta 6, ubicándonos de a 10 o 15 por pabellón. Si bien se terminó el hacinamiento, no mejoraron las demás condiciones y seguíamos conviviendo con cucarachas, piojos, ratas, y las famosas y rebeldes chinches.

“Les decíamos ‘Devotis Amiguitus’. Se batieron con nosotras en variados duelos. Entre nuestra decisión de desterrarlas y la de ellas, de mantener su territorio, lo que hicieron con ingenio y velocidad, sin duda el final se convirtió en un claro empate. Algunos domingos decretábamos limpieza y desinfección general con el objetivo de erradicarlas; limpiábamos con esmero camas, mesas, cajones y hasta vidrios. Pero de noche ellas se vengaban. Después de un largo estudio y prolongada convivencia nos fuimos conociendo mejor. Estos bichitos, altamente organizados, sabían a quién picar, no atacaban a las que teníamos sueño pesado o carácter tranquilo. De día, con la luz, se escondían en los confortables agujeros de las camas, las paredes, y con el frío no salían. Cuando aparecían siempre iban acompañadas, una chiquita con una grande. Lo mejor era matarlas con la indiferencia o con agua hirviendo. Sin gritar ni ponernos nerviosas, simplemente las observábamos displicentemente unos segundos, nos acercábamos con lentitud, y ¡plaff! Cuando no veíamos ninguna presuponíamos que nos estaban estudiando, ya que en varias oportunidades se replegaron y luego surgieron por generación espontánea. Eran realmente de temer. Nos manteníamos en estado de alerta y nos preparábamos, hirviendo varias pavas de agua, silbando bajito, cosa de que no se dieran cuenta. Sacábamos colchones y el agua caía sobres sus cabezas, como en las Invasiones Inglesas, y a la noche… sus represalias.”

LAURA

*

Y seguían las restricciones.

A partir de este momento prohibieron la entrada de paquetes con alimentos y ropa –sólo podíamos recibir ropa interior– y restringieron la lista de materiales para trabajos manuales.

Teníamos dos formas de proveernos de lo que necesitábamos: por un lado nos llegaba el famoso “paquete” que, aunque cada vez podía contener menos cosas, despertaba nuestra ansiedad y fantasía. El paquete era muy importante para nosotras. Al abrirlo y revisar su contenido, casi podíamos sentir el contacto de nuestras manos con las de nuestros familiares. Acariciábamos las prendas una y otra vez como si nuestras manos tocaran las de mamá, papá, el amigo, el familiar, el compañero que las había acomodado. Olíamos el perfume de la ropa, que nos traía el de nuestra casa. Olor que contrastaba con ese otro, tan particular, que teníamos nosotras: a encierro, a humo de cigarrillo no ventilado, a grasa de la comida carcelaria y a jabón blanco que era, al mismo tiempo, nuestro jabón de tocador, shampoo y detergente, que usábamos para toda nuestra higiene del cuerpo, ropa, platos, jarros.

Por otro lado, la otra forma de proveernos era con dinero. Los familiares, en las visitas, nos llevaban algo de plata que nosotras administrábamos.

Podíamos comprar las cosas que necesitábamos en la proveeduría o “cantina” del penal, que tenía un moderno sistema de “delivery” que consistía en un penitenciario que retiraba nuestra lista y luego nos llevaba el pedido. Pero era muy limitada, la lista de “ofertas”, con el agregado de que ellos determinaban qué vender en cada ocasión: podía escasear el kerosene un día, otro los cigarrillos, pero lo que nunca faltaba era café, el más caro del mundo, y un lujo absurdo en esas condiciones y con una dieta tan limitada.

En realidad, los dos o tres panes que nos entregaban a diario, que eran esperados con ansiedad, junto con el agua para el mate, eran indispensables para “matar el hambre” porque, en verdad, la comida que nos traían era tremenda: guisos en mal estado, malolientes, con tripas sin lavar, arroz deshecho, recocinado: un pegote. Esa “tumba” carcelaria, que muchas veces rechazábamos, era nuestro nutritivo menú diario. Catalina, como nosotras, tenía hambre, y con gran paciencia sacaba del guiso pedazos de “vaya a saber qué”, en general tripas sucias, las lavaba con agua caliente una y otra vez, y luego las freía en grasa y se las comía, ante nuestra mirada perpleja. Nosotras, con la garganta y el estómago cerrados, admirábamos su arrojo.

El desayuno, el almuerzo y la cena eran traídos en tachos, en un carro que hacía un ruido muy particular –¡cómo olvidarlo!–, mezcla de falta de grasa con queja por la carga desmesurada que tenía que transportar. Lo empujaban los contraventores, que eran homosexuales detenidos. Ellos también hacían la limpieza del pasillo exterior del pabellón. Eran buena gente. Establecimos con ellos una relación cordial y solían ayudarnos a pasar cosas de un pabellón a otro, desde libros, ropa y noticias, en una suerte de trueque en el que nosotras agradecíamos sus favores mediante algunos regalos, entre los cuales nuestra ropa interior era su favorito.

Siempre que entraban hombres al pabellón la celadora gritaba “¡Personal masculiiinooo!”, y eso nos daba tiempo para cubrirnos, o para avisar, si alguien se estaba bañando. Pero un día Ana Inés terminó de bañarse y salió envuelta en una toalla. Se encontró, entonces, con el contraventor. Ana le reclamó a la celadora que no había dado el aviso correspondiente y “Vanessa”, como se hacía llamar él, se sintió agraviada y con movimientos amanerados dijo: “¿Masculino, yo? Si soy más mujer que vos. ¡Mirá si no!”, al tiempo que se levantaba la remera ajustada y mostraba sus tetas.

Pero la presencia de los contraventores duró poco ya que, para poder acceder al trabajo cotidiano y a la vez tener mayor desplazamiento, solicitamos a las autoridades que nos permitieran realizar a nosotras las tareas de limpieza del pasillo y el reparto de comida. Y accedieron. De este modo, en forma rotativa, salíamos al pasillo, lo que nos permitía comunicarnos, y alertarnos de cualquier novedad o movimiento que pudiera significar algún peligro.

Y un mal día nos prohibieron cocinar nuestros alimentos, y ahí nomás nos quitaron los calentadores a kerosene y los reemplazaron por eléctricos.

Nos dieron uno solo por pabellón. Eran desastrosos. Cuando funcionaban, cosa que no siempre ocurría, demoraban más de quince minutos en calentar un pequeño recipiente con agua. Nosotras éramos tantas que el calentador no lograba cubrir nuestras necesidades. Entonces hicimos unos aparatos sumamente precarios y peligrosos, a riesgo de quedar pegadas por una descarga eléctrica en cualquier momento. Contábamos con los cables que rescatábamos de los calentadores que dejaban de funcionar, o los que les “sustraíamos” a los de Mantenimiento del Servicio Penitenciario en algún descuido. Consistía en dos tiras de cable a las que se les ataba una cuchara en un extremo. Se sumergían las cucharas en una olla con agua y se las sostenía con una maderita. El otro extremo del cable iba conectado directamente a los tomacorrientes. La poca experiencia, las cuestiones del destino, el azar o la suerte hacían que a veces las cucharas se chocaran entre sí, o contra el fondo del recipiente de metal, lo que provocaba unos tremendos fogonazos que hacían volar los tapones de los pabellones. Una “fajina” llegó a extremos insólitos, de repente el fogonazo fue tan grande que la pared entera quedó negra. La estruendosa carcajada de la Gringa nos llamó la atención a todas: Queri, que estaba llevando a cabo el operativo, se había quedado sin cejas y sin pestañas, tenía la cara y las manos negras. Así las lució por varios días, ya que el tizne se había adherido con fuerza a la piel.

En este período las medidas que tomaban sobre nosotras eran de incesantes ajustes, pero aún la luz se apagaba a las 00.30 horas y para el recuento, que hacían dos veces por día –a la 7.30 y las 19.30– podíamos estar acostadas o sentadas; lo que les importaba era contarnos y punto.

El personal que nos vigilaba era masculino y femenino –celadores y celadoras–, y el trato para con nosotras era de acuerdo con sus características personales. Eran quienes nos custodiaban cuando nos trasladaban hacia dependencias internas del penal, trasponiendo rejas y rejas, con quienes debíamos entablar una relación de convivencia por el sólo hecho de estar 24 horas con nosotras en 3 turnos de 8 horas. A veces se presentaba un sacerdote que atendía en audiencias individuales, pero jamás oficiaba misa ni repartía los sacramentos.

Por ese entonces, cuando realizaban las requisas de pabellones, nos llevaban a todas al patio de recreo y nos permitían que sacáramos algunas cosas, como cigarrillos, algo para comer, el diario, y mientras charlábamos y tomábamos mate esperábamos que terminaran su tarea. A su vez la requisa personal consistía en una palpación profunda por encima de la ropa.

*

Con nuestros veinte años, veintipico, treinta, convertíamos este “espacio”, dentro de todo y a pesar de todo, en un lugar cálido y medianamente agradable.

Intercambiábamos ideas, discutíamos, estudiábamos. Desde temprano estábamos levantadas, aseadas, vestidas. Entonces ordenábamos las camas y la ropa. Después del recuento la “fajina” preparaba el desayuno para todas; se distribuían las tareas: cocinar, limpiar el pabellón y los baños. Cuando esto terminaba recién nos dedicábamos al estudio, al que le dábamos mucha importancia.

Teníamos bastante bibliografía porque siempre les pedíamos a nuestros familiares material de estudio sobre aquellos temas en los que queríamos profundizar y que, junto con los diarios y revistas de libre circulación y la radio, nos permitían estar informadas y tener una vida intelectual y políticamente activa.

En el transcurso del día armábamos grupos de estudio. Contábamos con dos recursos fundamentales: los libros y la memoria. Realizábamos cursos de economía, de historia argentina o internacional, táctica y estrategia, lectura y archivo de diarios. Estos últimos eran material muy preciado para el análisis de la situación política y para la previsión de lo que nos podía ocurrir.

En el mismo nivel de importancia que el estudio estaba la gimnasia; en un primer momento la hacíamos cuando salíamos al recreo, dirigidas por alguna de nosotras que era profesora de educación física, y hasta llegó a dirigirnos la “Pajarito”, una bailarina del Colón del grupo de Oscar Araiz.

Otra actividad era la del Taller de Manualidades, donde se aprendía o enseñaba a hacer tapices, tejidos, macramé, artesanías, telar. Intentábamos no solamente tener una rutina de trabajo sino también contar con un medio más para tener dinero y no ser un peso económico para nuestras familias. Estos trabajos eran entregados por ellos a los organismos de solidaridad, quienes los vendían y depositaban lo recaudado a nombre de alguna de nosotras. Con esto podíamos comprar algunas cositas, sobre todo papel, estampillas y biromes, elementos que no podían faltar porque los traslados de compañeras de las cárceles del interior eran periódicos y las detenciones constantes, por lo que resultaba imprescindible avisar a sus familiares y tranquilizarlos.

Pero, avanzado el año, también prohibieron el trabajo manual y, aunque igual nos ingeniábamos para trabajar, el Taller desapareció por mucho tiempo.

Organizábamos nuestra vida de tal manera que todo era compartido. Una vez la mamá de Beatriz en una visita pudo entrar con una bananita Dolca. La “locura” de alegría fue total, y entonces fue cortada en 25 pedacitos iguales para repartir entre todas.

Así también compartíamos nuestras pertenencias. Claro que una cosa era definir los principios de total solidaridad en la teoría y otra muy distinta fue llevarlos a la práctica. Acordábamos que todo se compartía, que todo era de todas, pero la realidad, a poco de andar, mostró que los conceptos tenían sus límites. Ése fue el caso del “ropero común”. Como había compañeras que tenían visitas y otras que no, habíamos dispuesto que la ropa que traían los familiares eran de “todas” por igual. El resultado fue un desorden descomunal. Cada una podía retirar lo que necesitaba para cada ocasión pero, lógicamente, no todas teníamos el mismo criterio de uso y cuidado de la ropa. Luego de varias reuniones con discusiones donde se expresaban posturas antagónicas y flexibilizantes, poco a poco fuimos encontrando las mejores soluciones y en este caso decidimos: cada una tendría igual cantidad de mudas de ropa, de las que nos haríamos cargo, por supuesto, cada una.

Estábamos tan acostumbradas a discutir y a votar cualquier cuestión que llegamos a someter a votación, por ejemplo, cuántos “puchos” debíamos fumar por día, y si las no fumadoras merecían –para compensar este gasto– un trozo de queso extra. O bien el orden de prioridades para el lavado de la ropa, de manera de no sobrecargar el tendedero. O si la compra de café era un gasto superfluo o un gusto “pequeño-burgués” que había que “erradicar”, o tantas cosas… Llegar a una votación implicaba que antes habíamos escuchado los argumentos de unas contra las posturas de otras, hasta que el ambiente “se caldeaba” y entonces definía la “mayoría”.

*

Los fines de semana pasaban a ser parte de las veladas de teatro o conciertos.

Los sábados, desde temprano, entre mate y mate, armábamos la diversión. A veces había alguna representación teatral a la que las más ingeniosas habían dedicado horas de ensayo. En general se representaban parodias de los temas de la semana, las furiosas discusiones que, por supuesto, ya se habían resuelto mediante el voto. Terminábamos riéndonos mucho de nosotras mismas y eso era un buen modo de distender situaciones complicadas. Inevitables, por el sólo hecho de tratarse de un grupo grande de mujeres que convivía las 24 horas.

“El ruido de la pena de mi compañera de litera no me permitía conciliar el sueño.

Primero asomé un brazo, luego el otro, después mi cabeza, hasta tener casi medio cuerpo colgando, como para acercarme un poco más a su tristeza…

—Helly –la llamé–, Helly, ¿quieres escuchar radio? Todo el peso de su tristeza se volvió hacia mí. Por la débil luz que entraba al pabellón desde el pasillo pude ver una sonrisa incrédula, casi divertida:

—Claro… una radio……je, je…

—¡Sí, de verdad! –exclamé–. Una radio… para ti……

Y así comenzó a gestarse “La radio del 42”.

Una vez que la guardia apagaba las luces, se hacía el silencio y comenzaba la audición… El programa más esperado y escuchado era “El rincón romántico de la noche”. Los pabellones aledaños al nuestro enmudecían y las celadoras se acercaban a hurtadillas para escuchar aquella historia, en la que todos nuestros amores y desamores se identificaban con la protagonista de la radionovela: Esmeralda, enamorada de ese niño rico llamado Danilo, que la esperaba todas las noches a la orilla del río…

Ya nos habían quitado la radio a transistores, la guitarra y, cada vez que había requisa, nos quitaban los naipes. ¡Claro que los teníamos! Hacíamos las cartas con mucho esmero con los cartones de las esquelas. ¡Eso sí que era entretenido!

Habíamos formado el grupo de “truqueras”. Hacíamos las cartas y nos ocupábamos también de su seguridad: es decir, buscar un buen escondrijo, el que tenía que ser diferente al de los “berretines” donde escondíamos los textos de adoctrinamiento, Mao, Marx y Engels, Lenin, Stalin, El hombre y el arma de ese gran revolucionario vietnamita, Santucho y otros. A las 4 de la madrugada, de manera sigilosa, salían de sus escondites para nutrir los espíritus revolucionarios de las “chicas”.

Las “truqueras” combinaban de todo: PRT, Movimiento Che Guevara, Montos, Vanguardia (un grupo maoísta). Yo era del PS de Chile y mi amiga, la Petisa, era trotskista.

Nos contaba que cuando la detuvieron pensó que ése era el último día de su vida y había que vivirlo intensamente, luchando hasta el final, y mientras le caían encima con todo, en el asiento de atrás del vehículo que conducían sus captores, se escuchaban los gritos de la Petisa: “VIVA TROTSKY, VIVA LA REVOLUCIÓN PERMANENTE, VIVA POSADAS…”

Sí, porque la petisa pertenecía al grupo de Posadas, ese trotskista que escribió un libro sobre la existencia de los platillos voladores y toda una teoría para capear la represión. Al menos eso decía la Petisa. Las otras decían que era un loco. Silvia era otra de las truqueras. Guardo gratos recuerdos de ella. Era PRT y había caído con su compañero, el Petiso, que no lo pasó nada de bien, ni afuera ni adentro. La Silvia era una profesional de muy buena facha que decidió “proletarizarse” y terminó igual que todas las que poblábamos el 42, en Villa Devoto, detenidas bajo el Poder Ejecutivo Nacional, el famoso PEN. Por algunos privilegios que podíamos apreciar que ella gozaba, suponíamos que provenía de una familia de recursos, pero por su generosidad las truqueras también podíamos disfrutar de esos pequeños privilegios.

Cuando ya “La radio del 42” se había apagado y nos cerciorábamos de que todo dormía, nos deslizábamos de nuestros camarotes a los baños. Nuestro salón de juego eran las duchas y donde estaban instalados los lavamanos, lavaplatos y lavatodo. Allí podíamos gozar de un leve rayo de luz… “¡Falta envido!, ¡truco!, ¡truco quiero!”… y un traguito de licor de “manjar”, que era aquél preparado con el alcohol que le contrabandeaban a la Silvia. Siempre sospechamos de la Estela, una celadora encantadora que parecía una buena persona y que a veces parecía estar de nuestro lado.

Los domingos eran días especiales. Los domingos actuábamos con la Zabala. Ella era la actriz principal y yo el actor principal. Del mismo modo que con “La radio del 42”, era una forma de construir un día de libertad.

Los días domingos concentrábamos las actividades recreativas: teatro, banquete, los “domingos sociales” en los que nos descubríamos unas a otras nuestras cuitas amorosas, que eran más de las que contábamos para preservar la “imagen revolucionaria”.

Nuestra querida radio funcionaba todos los días y nos daba desde noticias hasta el horóscopo, comerciales, además de nuestro “rincón romántico”. Otro gran acierto de nuestra creatividad fue la “Banda Brava del 42”. Con tarros con porotos, tenedores y cuchillos recortados y otros inventos para hacer todo tipo y harto ruido, formamos la Banda, y al ritmo del “patito chiquitito no quiere nadar, porque el agua salada…” se insertaban frases dedicadas a los compañeros, los que desde sus celdas individuales, donde metían a 5, nos devolvían con sus canciones. Me recuerdo especialmente del Gabo, un chileno que cantaba como los dioses, “levántate Huenchumán…, Arauco tiene una pena…” y nosotras también…

Así pasamos los días, en que compartíamos, discutíamos, nos desencontrábamos y nos reencontrábamos, como en los domingos. Las que actuábamos nos metíamos tanto en los personajes que recreábamos desde los de Chaplin hasta Corín Tellado –el Gran Soñador– el viudo dueño del castillo, de rostro enjuto, pantalón de pana y reservado…, la niña pobre, hija de la nodriza, que un buen día parte hacia el Viejo Continente y regresa hecha una mujer hermosa y rodeada de un aire intelectual y dos libros a su haber… y así, con la Pata Bianchi (¿dónde estará?, era la presa política más antigua del pabellón) escribíamos los libretos, ella ponía toda su imaginación y destreza epistolar y yo todos los retazos de las miles de novelas rosas que me había devorado en mis años adolescentes.

Por la tarde comenzaban a llenarse los palcos con esas bellas jóvenes luciendo las mejores vestimentas que su imaginación podía producir con los pocos recursos que se tenían. Las sábanas se convertían en hermosos trajes de gala. Actores y espectadores, cada cual desde su rol, traspasábamos los barrotes para disfrutar nuestro espacio de libertad.

Al término de la función nos esperaba el “banquete”, cuya instauración costó una votación porque no todas estaban de acuerdo con donar las migas de los panes diarios que repartía la “fajina”. Pero ganó el sector más lúdico y más hedonista, y no por ello menos revolucionario, del 42, lo que nos permitió darnos esos exquisitos banquetes domingueros.

Guardábamos la miga del pan y la grasa; a esta última la sacábamos con delicadeza de chef de encima de los preparados que nos ofrecía la poco elaborada cocina de Villa Devoto y que tan amablemente nos repartían los “contraventores”. (Hablar de los contraventores me trae a la memoria a Mami Blue. Era bonita, sufrida, coqueta y porfiada… Salía los viernes en libertad y ya estaba nuevamente de regreso los lunes, con las huellas del trasnoche y los abusos de los gendarmes y de los canas.)

La grasa, la miga y el dulce de leche se convertían en torta de panqueque, y la miga y el queso en empanaditas fritas de queso. Eso, más el matecito caliente, era un verdadero banquete. Hasta las chinches que nos acompañaban noche a noche ligaban algunas miguitas.

Por lo general teníamos derecho a una hora de recreo, siempre que no estuviéramos castigadas, algo que era de lo más habitual. A veces porque devolvíamos la comida: en “honor” a la mala comida organizábamos la “Peña del Chorizo Podrido”. O porque le pusieron una bomba a Villar. O porque los combatientes seguían la guerrilla en Tucumán. O porque, porque sí. La cuestión es que pasábamos meses en que no había diarios, visitas ni recreos. El patio era un cuadrado de unos 25 metros cuadrados rodeados de muros altos. Arriba, el cielo inmenso. Cada vez que lo miraba me invadía una sensación de inmensidad, de tanta anchura, y cuando pasaba un avión sobre nuestras cabezas me sentía elevar y traspasar las nubes para transportarme a esa imagen –de la que la Ali se reía– y que representaba más gráficamente mi idea de libertad, esa imagen de la Novicia Rebelde con el fondo musical que me envolvía…

…y las verdes colinas austríacas me veían aparecer corriendo, con los brazos abiertos y casi rozando el césped… palpando y respirando la libertad…

—Se terminó el recreo… adentro…1, 2, 3, 4, 5, 6… Palabras que nos hacían volver a cada cual a su rutina, a inventar otro nuevo día, a soñar con nuestro ideal más compartido, el único principio que nos podía unificar: nuestros deseos de libertad, con la esperanza, siempre, de escuchar un día esa frase tan ansiada: “Traslado con efectos”… Y que al día siguiente, cuando se apagaran las luces, al igual que la “bemba”, la radio del 42, en su espacio noticioso, escucháramos: “Esta mañana, muy temprano, casi despuntando el alba, salieron en libertad… la Negra, la Rusa, la Puppy, la Mimí, la Pata…, la Petisa… ahora vamos a comerciales y ya regresamos con más noticias.”

“Chanchito hoy… chanchito mañana, chanchito sabrosito toda la semana…”

“La radio del 42”

“KATY” CATALINA PALMA

Los conciertos tomaban diferentes matices: a veces cantábamos a viva voz canciones aprendidas en innumerables peñas; es increíble la cantidad que sabíamos de la guerra civil española, de la revolución rusa o La Internacional. Alguien empezaba “¡Cuándo querrá el Dios del cielo que la tortilla se vuelva, que los pobres coman pan y los ricos mierda, mierda!”, para seguir con “¡Agrupémonos toooodos en la lucha finaaal por la internacional!”. Otras contestaban:

“¡Perón, Perooooón, qué grande sos, mi general cuánto valeeeés…!” Minutos después se armaba un “duelo” que a veces resultaba divertido y otras provocaba ceños fruncidos de enojo por el fastidio que causaban las manifestaciones de las variadas expresiones políticas, por la existencia del sectarismo y el gran apasionamiento con que vivíamos cada una de nuestras experiencias.

Pero “la sangre no llegaba al río”, ya que cuando Hilda, de San Justo, entonaba el tango “Los mareados”, o arrancaba con “Dicen que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esa razón…”, o Liliana y Marilú deleitaban con “Mediterráneo”, “Tu nombre me sabe a hierba”, o “Llévame camino de mi pueblo, donde no me sienta forastero, donde trae el viento aromas del cerro donde yo encontrara tu pañuelo…”, hacíamos silencio para disfrutar el concierto de bellas voces.

Stella, que estaba en Olmos y había hecho entrar una guitarra, compuso una canción que luego se convertiría en uno de nuestros himnos, el que nos acompañó todo el tiempo que estuvimos en la cárcel y que se fue trasmitiendo de unas a otras, y que era para nosotras un símbolo especial a la hora de darnos ánimos y fuerzas.

En tus ojos compañera

hay un profundo dolor

y hasta el silencio en tus labios

murmura revolución.

Esta guerra que vivimos

no logrará derrotar

ansias de lucha y justicia

que ellos quieren acallar.

Vamos juntas compañera

por el camino mejor

donde el obrero ha dejado

su semilla de sudor.

Vamos juntas compañera

que no tardará en llegar

nuestro día, nuestra hora

en que todo ha de cambiar.

Y por cada compañera

con tu fusil y mi mano

la justicia de los pobres

vengará a nuestros hermanos.

Mi compañera sin nombre,

compartamos nuestro pan,

nuestra risa, nuestro llanto,

mañana la libertad.

En Devoto también tuvimos, por un tiempo, una guitarra. La Rusa ensayaba unos acordes de un refrescante valsecito que cuando empezaban a sonar nos producían una sensación agradable de paz. Lo mismo sucedía cuando Catalina y Helly, las chilenitas, acercaban su “Dicen que era como un rayo cuando galopaba sobre su corcel, y que al paso del jinete todos le decían su nombre Manuel…” Yeya cantaba hacia la ventana una tonada y los muchachos, desde las suyas, le hacían el coro. Las canciones eran una de las pocas formas de comunicación con ellos. A veces se escuchaba la voz de Sopeto –a pedido del público masculino– con su “De piedra ha de ser la cama, de piedra la cabecera, la mujer que a miiií me quiera me ha de quererrrrrrr en de veras, ahhhhh…” Aunque era desentonado lo escuchábamos atentamente y entre risas. La cercanía de sus voces nos provocaba una cálida ternura. A la tardecita, Hilda llegaba por la ventana con ciertas “saudades” y se armaba un clima de añoranzas y melancolía, que a veces se rompía con alguna broma de ellos, como la que solía hacer Martín, que sacaba los pantalones por la ventana invitando a bailar a su compañera. Así terminaba el día, sabiendo que ellos estaban ahí, aunque sólo veíamos sus manos, esas manos que utilizaban para comunicarse con nosotras.

A las 6 de la mañana, bien tempranito, cuando las celadoras en general dormían, hablábamos con ellos por señas. Era bastante complicado, ese lenguaje, pero aun así nos entendíamos un “estoy bien”, “vino Marianito”, “estamos pasando hambre”, “¿cómo están ustedes?”. Carlota hablaba con Clavelito, Pety con Jorge, Ana Inés, Hilda y Liliana, con sus maridos. Gracielita hablaba con el Tati. Había una pareja, ella chilena, él inglés, que se comunicaban sólo en inglés y con el lenguaje de los sordomudos.

“Para mayo del 75 yo estaba detenida en Devoto. Conservé durante años (hasta alguna requisa) la única carta que recibí de mi esposo, mi amado compañero, que me contaba que había ido al cine a ver Pasaron la grullas (una película que trataba sobre la separación de una pareja durante la guerra). Decía que había llorado mucho y terminaba con palabras de ternura y esperanza. Pocos meses después su familia, que me visitaba con frecuencia, me avisó que había sido detenido, pero que no lo encontraban. Si bien ya había algunos desaparecidos, todavía no estaba clara esa modalidad; temíamos que lo tuvieran secuestrado en Coordinación Federal, torturándolo durante varios días, y luego lo asesinaran.

Recuerdo esos días intensos, de tenerlo presente a cada instante, conversar tanto con las compañeras y escribir para él una larga carta que, por suerte, le pude hacer llegar días después. Yo ya sabía que había aparecido cuando tuvimos nuestro primer encuentro en Tribunales, a donde nos llevaron juntos a declarar. Recuerdo mi emoción cuando escuché que en la oficina contigua silbaba, para mí, una canción revolucionaria. Después pudimos vernos y abrazarnos por unos instantes…

Ya en el Penal, corría septiembre del 75 y el régimen iba endureciéndose día a día. Alcanzamos a compartir dos visitas de contacto. Luego estuvimos cerca por varios meses, en Celulares, mientras nosotras vivíamos en Planta 6. Compartíamos peñas y hablábamos con las manos a través de las altas ventanas, trepadas como podíamos.

Me recuerdo ensayando poemas de Benedetti para recitar por la ventana, dedicados a él; lo recuerdo recitando también y gritándome “Peti, te amo”. A pesar de las restricciones continuamos comunicándonos. A la distancia reconocía sus manos nudosas, sus frases breves. Ya era tiempo de comunicarnos con campana –los guardias en la pasarela, las celadoras, vigilancia y prohibiciones– y ese pedazo de cielo azul o plomo entre nosotros y la vista aguzada para entender cada movimiento-palabra.

Después… trasladaron a los compañeros. El mío fue a La Plata. Vino el golpe y años de escasas noticias, alguna frase disfrazada en una carta de su mamá o de su hermano, hasta que años después volvió a Devoto. Eran los tiempos más duros, yo estaba en Celulares, Planta 5, y él en otra Planta, en el piso más alto, lejos. Nos veíamos la silueta en la ventana. Él hacía gimnasia, recortado en la luz, yo lo miraba y me parecía tan hermoso… Era un revuelo, en mi celda, más lo que imaginaba que lo que veía… Estábamos intentando comunicarnos con un código morse con pañuelos, pero en seguida lo llevaron a Caseros y otra vez hubo años de silencio.

Recuerdo el día que llegó. Teníamos un coro clandestino y, para recibirlo, cuando salimos al patio, cantamos la música de “Los sonidos del silencio” con su nombre (tatitatitatitaaaati…tá).

Para el 82 él estaba en Rawson y nos escribíamos con frecuencia, y nuestras cartas servían de puente también para otras parejas que no tenían permiso de escribirse. Los años de distancia, de empobrecimiento afectivo, no sé, nuestro poco tiempo como pareja afuera (9 meses contra 8 años de ausencia) me fueron desdibujando el amor. Sus cartas eran concisas y frías, hablaban de la vida en el pabellón, sus lecturas, sueños y esperanzas.

Le dije en una carta que sentía que nos unía solo una fría amistad. Entonces… como si fuese un milagro… Tati reverdeció. Comenzó a escribir todos los días unas cartas coloridas y bellas, con dibujos, poesías. Todos los días el cartero me traía una carta, era una fiesta, recuerdo las sonrisas pícaras y cómplices de mis compañeras; yo acompañé su “reconquista” y la brasita apenas conservada se hizo llama otra vez.

Fue mi gran amor… En el 84 nos reunimos en la calle otra vez, construimos una casa, tuvimos dos hijas y nos quisimos mucho… hasta que tomamos diferentes caminos para siempre.”

“GRACIELITA” GRACIELA SCHTUTMAN

*

Avanzado el año, la represión se extendió y mostró un especial tinte de crueldad en la provincia de Tucumán, donde los militares habían tomado el mando total con el comandante de la 5ª Brigada, general Acdel Vilas. Por los relatos de las que llegaban desde allí a Devoto nos enteramos de que ya habían habilitado centros clandestinos donde se torturaba, vejaba y mataba, y que algunos interrogatorios eran llevados adelante por personal especializado de Bolivia, Chile y Brasil.

Entonces empezaron a llegar a Devoto familias enteras, como doña Eva, de sesenta años, con sus dos hijas, a quienes habían arrancado del monte tucumano. También habían detenido a su esposo y a su hijo. Ellos vivían en una casa en las laderas del monte donde criaban animales y hacían su huerta. El ejército los acusó de abastecer de víveres a los guerrilleros, bombardeó su casa, al igual que todas las que se encontraban a la subida del cerro. Los detuvieron y destruyeron todo lo que encontraron a su paso matando, incluso, a los animales.

“Yo había nacido el 10 de julio de 1960. Tenía quince años, cursaba tercer año del Bachillerato en el Colegio San Miguel, jugaba al volley, me gustaba sentir el olor de los azahares, de la tierra cuando llueve, me gustaba sentir ese calor húmedo y, sobre todo, tenía muchos sueños.

Mi madre era maestra nacional; mi padre, taxista. Mi hermana cumplía 20 años la misma noche en que me detuvieron. Estaba casada con un médico, Carlos Gramajo, tenían un hijo, José Ernesto (que era mi primer sobrino y ahijado), y estaba embarazada de 3 meses. Vivía en esa época con mis padres, ellos estaban muy felices con el nieto varón. Mi papá lo mimaba con una ternura que me sorprendía, mamá le hacía ropita, lo cuidaba y se sentía feliz de ser abuela. Yo era muy menuda, pesaba unos 43 kilos. Mi cabello era muy ondulado. Practicaba deportes en el club del barrio, que me quedaba a una cuadra de casa.

Ese 24 de noviembre de 1975, hace veintiocho años, tenía 15 años, 4 meses y 14 días. Estaba durmiendo junto a mis padres cuando ingresaron por los fondos y por el frente de la casa muchos hombres que venían en falcon verde y con pañuelos negros para tapar sus rostros. Mi padre identificó a Marcos Hidalgo, y entonces continuaron el operativo a cara descubierta. Participaba también un oficial de la policía apodado el Tuerto Albornoz.

Requisaron toda la casa mientras mis padres estaban contra la pared en el comedor. A mí me sacaron con esposas y en el auto me vendaron los ojos. Aún recuerdo la cara de espanto de mis padres que no podían entender qué les estaba pasando.

Esa noche, luego de dar varias vueltas en la jefatura de policía de Tucumán, ingresé a un lugar con mucha luz donde me preguntaron si conocía a cientos de personas que me nombraban una tras otra. Yo temblaba de miedo y sentía los golpes de otros que ingresaban. Pasé la noche de pie, atada y vendada.

Luego de tres días, más o menos, me sacaron junto a otros detenidos y nos llevaron a un lugar de horror que luego supe que era la Escuelita de Famaillá. El ingreso fue durísimo: luego de desnudarnos a cada uno de los detenidos nos revisaron cada centímetro de nuestro cuerpo, nos colocaron unas esposas que se ajustaban al más mínimo movimiento, nos ataron los pies y nos colocaron vendas muy ajustada en los ojos, todo bajo la amenaza de volar nuestras cabezas ante el menor movimiento raro.

Pasé toda la noche parada, sin tomar un sorbo de líquido. Por la mañana nos pusieron al sol, con una música muy fuerte. Unas horas después ingresé a la cama de tortura, me ataron los pies y las manos como si estuviera estaqueada, abrieron mi pantalón y mi camisa y comenzaron a picanear mis pechos, mis manos, la cabeza… el dolor era intenso. No podía respirar. Quería llorar y no podía. Quería gritar y no podía. El aire me faltaba.

En total estuve veinte días desaparecida, y a disposición del PEN hasta mayo de 1978.

Esos días han sido de mucha angustia y aún hoy, tan sólo la semana pasada, no pude salir de casa: el miedo se apoderó de mí. Ni un instante he podido separar esos recuerdos de mi mente. Quiero que este día pase, quiero pensar en otra cosa y no puedo. Aparece esa adolescente asustada de quince años que quiere salir de Devoto y volver a casa.”

“ANITA” ANA ROMERO

“Fueron a mi casa a las 3 de la mañana. Yo les abrí, quise prender la luz y me pegaron. Alcancé a ver que estaban encapuchados. Me sacaron descalza, me hicieron subir a un auto y me vendaron. Me llevaron a “Famaillá”, que era un campo de concentración. Me pusieron las manos atrás y me esposaron y me tiraron al suelo. Yo estaba embarazada de 4 meses. Después me sacaron para interrogarme. Allí me torturaron. ¡Cómo sufrí pensando que iba a perder a mi hijo! Sentí tanto odio e impotencia, tenía deseos de decirles tantas cosas, de gritarles el odio que sentía por ellos, pero tuve que callar. Estuve una semana allí. Después me llevaron a otro campo de concentración: “Fronterita”. Me torturaron y lo que más hicieron fue pegarme en la panza, porque a toda costa querían que perdiera a mi hijo. Estuve muy mal, pasé mucha tensión porque me amenazaban con que iban a matarme, sufrí humillaciones. Escuchaba noche y día cómo torturaban a otros. Después me llevaron a la cárcel de Villa Urquiza, llegué con 6 meses de embarazo, y cuando fue la hora del nacimiento de mi hijo no me llevaron a la maternidad: lo tuve en una celda y me atendieron las compañeras. Inés cortó el cordón con una tijera herrumbrada. Cuando empecé con los dolores de parto pedía por favor que me llevaran a la maternidad, pero no lo hicieron. Vino la partera y me puso una inyección para dormir y mi hijo casi se muere asfixiado, pero las compañeras lo sacaron a los tirones. Por pocos minutos no se muere.”

HORTENSIA

Desde la Provincia de Buenos Aires otra querida compañera, “Cachita” Margarita Fernández Otero, llegó a la cárcel con más de 60 años. La detuvieron las fuerzas policiales en su casa. Buscaban a su hijo, su único familiar, que fue fusilado cuando intentaba escapar de un cerco policial a los pocos días de la detención de Cachita.

“En marzo de 1975 llegué al penal de Olmos. Recuerdo que Cachita enseguida me tomó del brazo y “me invitó” a caminar por lo que era el patio del penal. Como hacíamos todas ante una compañera nueva, ella quiso saber por qué yo estaba ahí. A la vez que me contaba cómo se las arreglaban para que los días no pesaran tanto.

“¿Te martirizaron mucho, nena?”, me preguntó. Y comenzó a contarme cómo la trataron a ella en el momento en que la detuvieron.

“Me acusaron de poner “canfletos” (por panfletos) y no sé qué bombas”, decía.

Ella era viuda y con un hijo, el Indio, a quien fueron a buscar una noche las fuerzas parapoliciales de aquella época. Al no encontrarlo a él la llevan a ella, quedando detenida a partir de allí. Por entonces tendría alrededor de 60 años, creo. Su cabello era totalmente cano, delgada, de pasos cortitos, no dejaba de caminar cada vez que podía hacerlo.

Su vida en libertad había sido tranquila, con cierto bienestar económico. Nos contaba que iba elegantemente vestida con su tapado de piel al Teatro Colón a escuchar conciertos y a ver teatro, que tanto le gustaba. El “viejo Pera”, como lo nombraba a su marido, hacía algunos años que ya no vivía, y cuando ella lo recordaba lo hacía con mucho cariño. No tenía ningún familiar, por lo que en la cárcel no recibía visitas. Sin embargo, en las bolsas que nos hacían llegar nuestros familiares, algún regalito siempre entraba para Cachita. Debió acostumbrarse a los gritos y prepotencia de los carceleros/as. Cada “engome” a ella se le hacía verdaderamente dificultoso porque tenía que usar la letrina delante nuestro, o bañarse con el jarrito a escondidas de la guardia. Recuerdo que en días así solía comentar: “Si al menos tuviéramos algún perfume para tapar los olores del cuerpo humano.” Nos pasaba recetas de cocina para cuando estuviéramos en libertad y la comprometíamos a venir a nuestras casas a cocinar “esos ñoquis de ricota que bajan suaves…”, y acompañaba este comentario con la mano, el meñique erguido, señalando su cuello. La recuerdo cuando caminaba por el patio de la cárcel con su remera musculosa negra, rezurcida y desteñida. Mi madre, Elsa –la mamá de Adriana y Teresa–, la mamá de Mónica, siempre le llevaban ropa, pero ella guardaba todo para cuando se fuera en libertad, para no producir muchos gastos a quien se ocupara de ella. La ropa estaba en su bolsa toda dobladita e impecable.

Sufría de presión arterial alta y cada embate de los carceleros a ella le costaba caro a su salud. Pero, si bien su rostro y algún que otro comentario que hacía manifestaban sus temores o nerviosismos, nunca dejó de estar junto a todas nosotras en la resistencia al plan de desgaste y denigración que las autoridades del penal llevaron adelante.

Supo y quiso bancarlo. Fue sancionada al igual que cualquiera de nosotras, siempre prefirió la peor de las condiciones pero a nuestro lado. No le dieron la libertad acá como ella añoraba. Debió salir expulsada hacia otro país, en Europa. Todavía recuerdo de qué manera la despedimos cuando se fue. De todas las ventanas se escucharon “Chau, Cachita”, “¡Fuerza, Cachi!” A su hijo ya lo habían matado al poquito tiempo de la detención de ella. Sin embargo el ensañamiento de las fuerzas militares también cargó contra ella y la retuvo por más de 6 años en prisión, y varios de expulsión de su país. Cuando volvió a la Argentina una sola cosa tenía en mente y quería cumplir: visitar la tumba de su hijo y de su esposo.”

“LA MAGGI” NORA MAGGI

La llegada de nuevas compañeras hacía que buscáramos las mil y una formas para integrarnos. Así fuimos armando actividades que resultaron experiencias muy ricas.

“Brunilda, esposa de un militante, criada en una chacra de Entre Ríos, con una educación muy rígida, detenida y torturada junto a su marido. Al momento de conocerla estaba ganada por el resentimiento, que a partir del afecto conquistado en el aprendizaje se transformó en cariño, respeto y reconocimiento hacia el resto. Fundamentalmente, un gran cariño y deseo de permanecer junto a nosotras a pesar de no acordar con nuestros proyectos de resistencia. El proceso de alfabetización comenzó, no con palabras, sino con el dibujo de su casa materna. Fue un proceso maravilloso de conocimiento mutuo y de afecto. Teníamos historias personales tan diferentes que ella aprendió a leer y a escribir, pero yo aprendí cómo se vive tan distinto en el mismo país. Escribimos y nombramos cada detalle de su casa y cada palabra era una historia de su vida y la mía. Comenzó a escribirle a su hijo, a su familia. No fue por mucho tiempo el aprendizaje, pero nos llevó muchas horas de cada día. La compañera era de muy buena madera y durante la política de aniquilamiento hizo por mí cosas hermosas. Por ejemplo, después de cada requisa, ella, que no participaba de la resistencia, quedaba sola en la celda por quince días (cada vez que al resto nos sancionaban en las celdas de castigo), y a la vuelta tenía perfectamente acomodados los papeles de cigarrillos y las biromes de punta fina (que usábamos para escribir nuestros materiales de estudio). Era algo extraordinario sentir que ella había pensado en cuidar las cosas que eran importantes para mí, para nosotras, que cuando salió en libertad lo hizo queriéndonos, a pesar de no haber acordado nunca con ninguna medida de resistencia.”

“LA CAPPE” ADRIANA CAPPELLETTI

La represión se desplegaba sin límites; a Inés Urdampilleta la fueron a buscar a su casa. Ella era la mamá de Silvia Urdampilleta, a quien secuestraron en el año 1975 en una maldita cita en Chacarita, cerca del cementerio. Nunca más se supo de ella. Silvia sigue desaparecida.

Inés había nacido un 7 de junio, tenía 32 años cuando dio a luz a Silvia un 24 de marzo de 1947, así que calculamos que en el momento de su detención tendría 60. La detuvieron en febrero del 76.

“La Vieja Inés fue una compañera que compartió con nosotros dos años de duro encierro durante el 76 y el 77. Había nacido en Las Flores, en Buenos Aires. Maestra de alma, toda su vida la dedicó a la docencia y a acompañar a su hija cuando militaba, y luego a buscarla cuando fue desaparecida. Inés había nacido en una escuela donde su madre era directora y sus hermanos también fueron maestros. Con orgullo contaba esta especie de dinastía que la dotaba de una identidad indiscutible: maestra. Nació el día del Periodista, lo que recuerda a su amado Mariano Moreno, situación que sumaba motivos de orgullo a su estirpe. La Vieja era de una personalidad singular. Con apariencia de delicada dama era, sin embargo, muy enérgica, de muchas agallas, convencida y convincente, tenía argumentos sólidos y un estilo muy claro para trasmitir lo que pensaba y para convencer al otro. Así era común verla muy docente, muy pedagógica, paradita en la reja disputando oratoria con algún jefe de turno que no podía seguir el hilo de sus respetuosos pero contundentes reclamos. Era soltera y se había enamorado de un inspector que, en sus recorridas, había recalado en su escuela. La sedujo de por vida cuando una tarde, en medio de una muy seria reunión, le deslizo al oído: “Esa trompita va a ser mía.” Después del enorme susto que le provocó semejante audacia Inés quedó tocada para siempre por ese amor, que se presentaba imposible. A pesar de los prejuicios de la época, de las dificultades por mantener las formas y los sobresaltos que producían en ella semejante desafío, los amantes se veían a escondidas. Años después ella contaba con una amplia sonrisa cómo burlaban las miradas indiscretas entrando separados a distintas habitaciones de un hotel, que estaba preparado para que luego se reunieran en una misma habitación a través de pequeñas puertitas escondidas. Le gustaba rememorar estos recuerdos y entonces se encendía con esa deliciosa mirada maliciosa y divertida y explotaba en la tarde su risa única y maravillosa. Inés era muy hermosa, tenía un cuerpo privilegiado aún a los setenta y pico de años y sus ojos, a pesar de tantas lágrimas, nunca perdieron la vivacidad y la juventud que les daba su enorme fuerza interior. Tuvieron a Silvia en esos cuartos clandestinos, en esas escapadas que le quebraban el aliento. El amante volvió a su provincia y las promesas de matrimonio no se pudieron cumplir. Entonces Inés, “la señorita”, debió afrontar su maternidad sola en una época dura de maledicencias. Sostuvo su embarazo hasta el momento del parto y allí partió a Salta para tenerla en completa soledad. “La hija”, como ella le decía, se crió un poco solita, mientras la mamá atendía su trabajo en la escuela, un poco oculta, un poco enfrentando de a poco esa “irregularidad” que soldó particularmente la vida de ambas. Inés fue muy valiente siempre, enfrentándose a las normas sociales, peleando con las autoridades, defendiendo siempre a sus alumnos, innovando constantemente su pedagogía con mucho instinto. Le encantaba contar cómo muy tempranamente introdujo en su escuela la elección democrática del abanderado, del mejor compañero. Cómo educaba haciendo que sus alumnos participaran, se jugaran, se comprometieran con las cosas. Siempre enseñó en colegios pobres, dedicando muchas más horas que las que fijaba el reglamento. Estaba orgullosa de haber creado una escuela en Cura Brochero. Algunos de sus alumnos la visitaron hasta el día en que murió; tal era la huella que había dejado. Conoció al Partido a través de su hija pero descubrió rápidamente que lo que movía a esos militantes era lo mismo por lo que ella venía luchando hacía rato, y se enamoró del Partido, fue una militante que no eludió tareas ni riesgos, y por su dedicación fue nombrada “La madre del Partido”, título que la llenaba de orgullo. Soportó tres detenciones de Silvia, las consecuentes peregrinaciones para encontrarla, para tratar de frenar la tortura, y luego las visitas a las distintas cárceles, las peleas en las requisas, las peleas en los juzgados, la alegría de los encuentros en libertad, hasta la última y definitiva tarde de abril de 1975 en que a los rastros de Silvia se los llevó el viento. Buscándola encontró la cárcel en días anteriores al golpe del 76. En la cárcel fue como debía ser una maestra militante. Formó la escuelita donde algunas compañeras aprendieron a escribir o completaron su primaria. La recuerdo entre los bancos de cemento del pabellón ir y venir corrigiendo, dictando, y luego en la celda con los cuadernos. La imagen que me viene de esto es de completa libertad, como si hubiera estado dando clase en sus amados barrios de Córdoba.

Cuando salió tuvo épocas duras. Su vida sin Silvia perdía sentido. En sus últimos años se fue a vivir a una especie de geriátrico muy particular, muy libre, en el valle de Calamuchita. Un lugar organizado por unas antiguas monjas a quienes les gustaba seguir desarrollando tareas culturales y hacia la comunidad. El lugar era paradisíaco con un enorme parque, un río que lo atravesaba y atrás los cerros. Tenía un viejo espacio, similar a un granero, que ellos acondicionaron para que hiciera las veces de taller. En frente existía un barrio muy pobre, prácticamente una villa. Entonces Inés, con otros compañeros de “pensión”, comenzaron a dar apoyo escolar. Las actividades tomaron cuerpo rápidamente y al poco tiempo estaban haciendo talleres de escritura, teatro, títeres, plástica y otras actividades, con participación incluso de la gente del pueblo a quienes invitaban. En el verano se disponían las representaciones en el parque a modo de anfiteatro. Estos viejos fantásticos seguían creando y recreando, sirviendo a los demás. Murió allí, cansada un poco de vivir, pero hasta el final buscándoles sentido a sus días, en lo que ella entendía siempre como “el servicio”.

“NEGRA MENA” MIRTA SGRO (COMPAÑERA DE INÉS)

Ya el 4 de noviembre de este año la estructura carcelaria, a través del Servicio Penitenciario Federal, pasó a depender, junto a las restantes fuerzas represivas, de la supervisión del Ejército, comenzando para nosotras una etapa de incomunicación.

El 16 de diciembre nos “sancionaron” por un tiempo no determinado, que luego se fue sumando a sucesivos períodos de incomunicación en que no teníamos recreos, visitas, correspondencia, diarios ni paquetes.

Cuando requeríamos información a las autoridades sobre los motivos de esta incomunicación, normalmente nos contestaban con evasivas o nos decían que las razones estaban en las acciones cometidas afuera contra las fuerzas de seguridad. Esto, sumado a los hechos vividos adentro, nos fue alertando sobre nuestra condición de rehenes, e iniciamos las discusiones sobre cómo defendernos y resistir.

Cristina Ércoli, desde Santa Rosa de la Pampa, ciudad en la cual estudió y fue presa por el grupo de Tarea Subzona 14 (cuyo jefe político y militar era el entonces coronel Camps, que después fue jefe de policía de la Provincia de Buenos Aires), nos cuenta que el miércoles 31 de diciembre de 1975 salió publicado en el diario La Arena de la ciudad de Santa Rosa, en la página 7 de Locales, el siguiente artículo:

“Las condiciones que padecen las presas políticas de Villa Devoto Transcurrido más de un mes y medio desde que se produjeron en La Pampa las primeras detenciones por las fuerzas de seguridad, el pueblo pampeano y los propios presos ignoran las causas por las cuales decenas de ciudadanos, médicos, profesores, periodistas fueron privados de su libertad y sometidos luego a un riguroso régimen carcelario, mucho más severo que el que se impone a los delincuentes comunes.

En los últimos años, nunca los presos políticos o gremiales han debido soportar un trato que llega al exceso, como el que actualmente sufren los que han sido privados de su libertad, y que tampoco hasta ahora, las familias de los que al transponer la “cortina de hierro” de la prisión, han sido humillados en la forma de una revisación y manoseo como el que tuvieron que soportar.

Jamás en la historia de la represión de las ideas de los partidos políticos, sus dirigentes, los sindicalistas y las autoridades, la prensa en general, dejaron sin atender como ahora, clamor de centenares de presos y millares de familiares que palpan, angustiados, la absoluta orfandad que los rodea. Las visitas que esos familiares realizaran al Congreso de la Nación, a los distintos bloques, a los legisladores en particular, pusieron de manifiesto la absoluta impotencia de los “poderes de la Patria” para, por lo menos, promover la iniciación de los procesos, nunca hubo tal proliferación de “Pilatos” como ahora, cuando padres, esposas, hijos o hermanos, han acudido para requerir que su familiar detenido sin causa ni proceso, reciba un trato humano y sea sometido a sus jueces naturales. Porque la falta de una acusación definida, la ausencia de una causa criminal contra los detenidos, hace suponer fundadamente que no existe motivo real y concreto para se prolongue su permanencia en prisión.

En este panorama de indefensión, nos ha llegado una nota que suscriben “Presas Políticas de Villa Devoto” alojadas en la Planta 6 de ese establecimiento carcelario, que comienza expresando:

“Las presas políticas del penal de Villa Devoto nos dirigimos a Ud. a fin de hacerle conocer la situación por la que estamos atravesando actualmente. Creemos que al dirigirnos a Ud., dado el carácter del órgano periodístico que dirige, encontraremos una acogida para comprender y denunciar la injusticia del régimen carcelario inhumano que nos somete.”

Detallan a continuación esas condiciones, que comienzan a hacerse efectivas desde el momento en que el Penal pasó a depender del Comando de Operaciones del 1er Cuerpo de Ejército:

1) “Falta de garantías para nuestra integridad física. En los traslados en general, se producen golpes, malos tratos, torturas psicológicas. Al ingresar a estas dependencias, son golpeadas por personal penitenciario, recibiendo humillaciones permanentes”.

2) “Se obstaculiza permanentemente atención legal: se traba el ingreso de abogados al Penal y las entrevistas deben realizarse a puertas abiertas, lo cual significa una gravísima y expresa violación que la Constitución Nacional otorga a los detenidos. Así mismo por orden expresa del Comando de Operación del 1er Cuerpo de Ejército, se suspendieron las visitas de apoderados.”

3) “Actualmente hay 17 bebés en Planta 6. Entre las arbitrariedades que sufrimos, es necesario destacar la situación del bebé que sufre las mismas privaciones que su madre detenida:

a.“Hacinamiento en pabellones de 12 por 6 metros, donde cohabitan de 15 a 17 personas, con hasta tres bebés por pabellón. Siendo los ingresos de nuevas detenidas constante, podemos predecir que ésta situación se agravaría”.

b.“Alimentación: el Penal no provee de los alimentos necesarios para la adecuada alimentación del bebé. Se restringe el ingreso de crudo y cocido y se limita la provisión de combustible (querosene) necesario para prepararles la comida y mamaderas a sólo cuatro litros semanales por bebé, siendo esta cantidad totalmente ineficiente. Tampoco se permite el ingreso de heladeras.”

c.“Los bebes permanecen encerrados 22 horas diarias. Cuentan con sólo cinco recreos semanales de dos horas cada uno, dado que los días de visita se les suspende como al resto de las personas de la Planta. Cuando se sanciona a los pabellones con quita de recreos, esta sanción se hace extensiva a los bebés que allí hubiera. Se les prohíbe a las madres la circulación con sus hijos a aquellos lugares donde fuese requerida su presencia (abogados, traslados a tribunales, consultorio médico, etc.).”

d. Las condiciones ambientales son insalubres: chinches, cucarachas, hormigas, moscas y mosquitos, se encuentran a diario en nuestros colchones y ropas de los bebés, siendo imposible combatirlos dado que el Penal no provee los elementos necesarios para desinfectar periódicamente el Pabellón.” 4) “Se han tomado una serie de disposiciones que atentan contra la seguridad física y psíquica y nuestra dignidad humana. Sólo se nos provee el almuerzo y cena sin ningún valor nutritivo. Consisten en guiso de arroz y fideos cocidos en abundante grasa, que nos provoca trastornos orgánicos como diarrea, cólicos, vómitos, afecciones hepáticas, gástricas, intestinales. El Penal no provee merienda y en forma irregular, el desayuno, ni podemos prepararlo nosotras por no permitirnos el ingreso de combustibles y alimentos de cualquier tipo.”

5) “Visitas: se nos suprimió una visita semanal, quedando ahora una sola, de 1 hora y 30 minutos. Se desalienta a los familiares con requisas vejatorias, constante mal trato, desinformación sobre la detenida que vienen a visitar y fundamentalmente el hacinamiento que sufren en un locutorio de 8 por dos metros donde deben concentrarse los visitas de las 140 personas detenidas en la Planta 6. La visita de los niños/as de cualquier edad es detrás de las rejas del locutorio, habiéndose suspendido las visitas de contacto, provocando trastornos emocionales, en madres e hijos/as.”

6) “Recreos: se nos suspendió un recreo diario. De 14 recreos semanales se redujeron a 5 solamente.”

7) “Prohibición absoluta de cualquier libro o revista de circulación en el país. Asimismo se nos prohíbe el ingreso de radios y relojes. Se prohíbe el ingreso de material para realizar trabajo manuales de cualquier tipo. Se nos prohíbe bajo pena de sanción realizar gimnasia en el Pabellón. Estas tres últimas medidas muestran claramente la intención de condenarnos a inmovilidad totalmente pasiva, casi diríamos vegetativa, con las obvias implicancias en lo que hace a la salud y el equilibrio vital de la detenida.”

8) “En el día 17 de diciembre, se nos comunica que por orden del Comando de Operaciones se nos sanciona con la suspensión de 5 recreos y 5 visitas, sin ningún tipo de explicación; esto implica que hasta el 4 de enero de 1976, no podremos ver a nuestras familias.”

“Queremos destacar la agresión que significa esta sanción luego de un largo año de penurias, no poder compartir, aunque sea detrás de las rejas del locutorio con nuestros padres, hermanos e hijos el profundo significado que tienen las fiestas de Navidad y Año Nuevo para todo nuestro pueblo.”

“Esto se agrava en el caso de aquellos familiares que viajan por motivo de las Fiestas, desde todos los puntos del país y que por la inminencia de la fecha no nos es posible comunicarles nuestra sanción. Viajarán inútilmente lo que les significará un gran costo económico y lo que es más importante un enorme costo afectivo.”

“Ud. comprenderá que este régimen atenta contra los más elementales derechos humanos y contra los fundamentales principios de humanidad. Les solicitamos entonces que dé a conocer a la opinión pública la situación por la que estamos atravesando, pues ello contribuiría en gran medida a modificarla. Además aprovechamos esta circunstancia para hacerle llegar nuestros saludos para las fiestas y nuestros deseos de un año nuevo mejor que permita concretar el deseo de nuestro pueblo, la paz y la justicia para todos y la liberación de nuestra Patria.”

Por pedido expreso de quienes envían esta nota, a través de estas líneas transmitimos su inquietud a autoridades, partidos políticos, legisladores, organizaciones gremiales y otros sectores populares.”

DIARIO LA ARENA

*

El año llegaba a su fin. La realidad de adentro y afuera iba cambiando.

Adentro, para festejar la Navidad realizamos una peña cantando por la ventana. Nuestros familiares rondaban la cárcel, pero los ánimos estaban caldeados: el ex jefe de Policía, Cáceres Monié, había muerto en un atentado, y el último día del año terminamos tiradas en el piso, protegiéndonos de una fuerte explosión –que supusimos era una granada– lanzada desde el sector donde se encontraba el personal del Servicio Penitenciario Federal.

Afuera, la represión desarticulaba las organizaciones sindicales, barriales, partidos políticos y toda resistencia organizada.

Los lazos sociales, de los que éramos parte, iban siendo desintegrados.

De enero a marzo del 76 una sola noticia llegaba a nosotras con insistencia: el golpe de Estado era inminente.

Nosotras presas políticas

Подняться наверх