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El “Tránsito” Jefatura de Policía de la Provincia de Santa Fe

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“Cuando nos sentamos a escribir estos recuerdos nos dijimos: ¡nos tenemos que juntar todas las del Tránsito! Tal vez para decirnos lo que nos faltó decir. Para contarnos cómo cada una de nosotras vive en el corazón de las otras. Seguramente, por lo vivido, por los años que llevamos puestos y por tantas razones, en nuestra reunión la ternura andaría como Perico por su casa. ¡Sería maravilloso! La Estación de Tránsito estaba ubicada en la zona sur de la ciudad de Santa Fe. Debido a que El Buen Pastor estaba saturado de mujeres y jóvenes menores de edad, entre fin de 1974 y fin de 1975 estuvimos allí “alojadas” un grupo de presas políticas provenientes del peronismo y de la izquierda. No sólo veníamos de prácticas políticas diferentes sino de realidades familiares diferentes. Algunas compañeras tenían a la mayor parte de su familia comprometida políticamente, otras tenían familias apolíticas, otras tenían familias muy católicas o tercermundistas, o sin práctica religiosa. Sin embargo todas éramos profesionales trabajando en su profesión o estudiantes hasta el momento de la detención. Alrededor de agosto del 75 llegamos a ser nueve compañeras que intentábamos vivir en la cárcel con los mismos principios de nuestra militancia en la libertad. Ninguna de nosotras tenía experiencia carcelaria anterior. Todo lo hicimos de acuerdo con nuestras ideas y a lo que sabíamos sobre el comportamiento de los presos políticos de la dictadura anterior. Esto significó concentrarnos en una buena convivencia entre nosotras y con las presas comunes, profundizar nuestra relación afectiva y política con nuestros familiares, mantenernos unidas compartiendo las informaciones que nos traían nuestras familias, la realización de actividades juntas, una postura única frente al personal que estaba a cargo del lugar. El recuerdo, en muchos momentos emotivos, de fechas históricas entrañables para todas nosotras.

Todas veníamos de detenciones más o menos traumáticas, dependiendo de la situación política o particular de las mismas. Pero sabíamos que, por poco o mucho que durara nuestra detención, la clave de volver sanas a la libertad estaba en nuestra unión, nuestro crecimiento, nuestra actitud para querernos, entendernos, confiar, respetarnos. Ser mujeres dignas fue nuestro horizonte durante los largos años que permanecimos detenidas.

“Estación de Tránsito”: tal nombre merece una explicación. Así estaba escrito en un escudo de la Provincia de Santa Fe adosado a la puerta de entrada de lo que a principios del siglo XX había sido un prostíbulo. A eso nos lo contó alguien. Su nombre se debe a que allí permanecían mujeres detenidas en tránsito hasta que un juez les diera la libertad o las derivara a una cárcel. Los delitos eran contravenciones y otros. Es decir, ejercicio de la prostitución, peleas callejeras. Estaban pocos días pero eran detenidas constantemente. Además había un grupo de menores de edad castigadas por haber querido fugarse del Buen Pastor. El edificio del Tránsito, prostíbulo acondicionado para detenidas mujeres, conservaba la estructura de aquella primera función. Surrealista, decía una de nuestras compañeras, estudiante de letras, cuando hablábamos de que la mayoría de las mujeres eran prostitutas. Se entraba por un pasillo en forma de L que desembocaba en un amplio corredor, que en otro tiempo había tenido amplios sillones de cemento donde se sentaban los hombres a esperar su turno. A ambos lados del corredor había dos hileras de puertas de dos hojas con visillos que cerraban pequeñas habitaciones ya sin luz eléctrica, porque en los días de lluvia se filtraba el agua por los techos viejos y se producían cortocircuitos. Cortaron por lo sano, es decir, por la luz. Nos alumbrábamos con velas. Al final del corredor había un único baño tan grande como las habitaciones, pero con un solo inodoro, una sola ducha para todas. El piso siempre mojado, el agua siempre fría. Luego la mampara que nos separaba del patio, la cocina y el comedor. A un costado había unas piletas para lavar la ropa, un terreno donde ponían la leña para la cocina. Un guardia armado estaba siempre del otro lado de la mampara.

Las condiciones de vida eran pésimas. El hacinamiento, la falta de luz, gas. Era casi imposible mantener la higiene. La sarna y los piojos eran males endémicos. Convivieron con nosotras y algunas nos contagiamos.

Comíamos todas juntas en el comedor, y teníamos un brasero para calentar agua o leche. Era sorprendente el olor a humo que teníamos impregnado en la ropa y en el cabello. Nuestros familiares nos hicieron notarlo. Nosotras ya lo teníamos incorporado.

El régimen carcelario era flexible. Nos permitían entrar y salir de las habitaciones para movernos libremente dentro del patio interno, el corredor. Podíamos realizar actividades programadas por nosotras, los trabajos manuales, la gimnasia, la recreación, charlar con las presas comunes, hacer lecturas con ellas, fundamentalmente con las menores. Organizamos una escuelita y con el tiempo logramos que llevaran una maestra para ellas.

La relación humana y cordial nos posibilitó continuar con el trabajo social que, la mayoría de nosotras, realizaba afuera de esos muros. Ese intercambio nos puso en contacto con la moral, sacrificios y vicisitudes de la condición de prostituta. Para nosotras, señoritas de clase media, su mundo nos llenaba de asombro en muchos aspectos, y en otros nos fortalecía la decisión de querer cambiar una realidad que en algunas situaciones era insoportable. Como cuando, en el día de la madre, en el mes de octubre, las menores, abandonadas por sus madres, luego de un espectáculo recreativo alusivo a la fecha hecho por nosotras, protagonizaron un intento de suicidio masivo. Las menores no tuvieron ningún tipo de atención ante esto y sólo fueron socorridas por nosotras que, mientras exigíamos la presencia de médicos que nunca llegaron, le provocábamos vómitos con agua caliente y sal. Se salvaron, ya sea por lo que hicimos nosotras para socorrerlas o porque no habían tomado suficiente luminal como para morir. Eso sí, fue un día trágico que terminó con todas ellas durmiendo más de las horas acostumbradas.

En otra oportunidad castigaron a una presa común con aislamiento. Como protesta se cortaba la piel de las manos y de los brazos. Veíamos cómo se desangraba y nadie hacia nada. Nosotras con las menores y algunas más creamos una organización para reclamar por la jueza de menores, con carteles hechos por ellas mismas.

Cierta noche hubo una redada de prostitutas en un puente. Ellas nos decían que desde que las fuerzas de seguridad estaban en las calles persiguiendo a los militantes políticos ellas corrían más riesgos de ser detenidas. Esa noche hubo una pelea entre los policías y las prostitutas. Llegaron al Tránsito golpeadas y alteradas. Durante la noche, tal vez como venganza, se desnudaron y lo provocaban al guardia que estaba del otro lado de la mampara. Nos decían que nosotras no saliéramos a mirar ni a acompañarlas porque esto era una cosa de ellas. El hacinamiento era grande ya con las detenciones habituales, pero una noche detuvieron a muchísimas mujeres. Entraban en cantidades que ya eran imposibles de soportar. Fue entonces que espontáneamente todas, nosotras, las comunes y las menores, nos negamos a que siguieran entrando más mujeres. Trabamos la puerta de entrada al corredor con mesas, sillas y mujeres sentadas arriba para hacer presión, pero al rato ya estaba la policía adentro y tiraron gases lacrimógenos. Conseguimos frenar la entrada de mujeres.

Todo lo que nos llevaban nuestras familias era requisado y se daban hechos graciosos como el día en que no nos dejaron entrar la lana roja. No había restricción para los visitantes. Eran visitas de contacto, en una sala del frente. Todas podíamos salir a visita aunque no hubiera venido nuestro familiar. Había un recuento dos veces al día. Cada vez que cambiaba la guardia nos ponían contra una pared del corredor, nos nombraban y teníamos que cruzar caminando hacia la pared de enfrente. Nosotras éramos nueve: María, Luisa (Puru), Lili, embarazada, tuvo a Marianito en un hospital de Santa Fe, Elda (Piojo), Adriana, María del Carmen (Molly), Teresita (Diablito), Marga (Colo), Silvia. Nuestros padres y otros parientes nos acompañaron siempre. Nuestras madres, a veces tan desconcertadas por nuestra situación, eran más jóvenes de lo que somos ahora nosotras.

Era hermoso verlas y al mismo tiempo doloroso, a Maruca, Dulce, Ada, Chita, Francisca, Dina y tantas más. De todas ellas, dos consiguieron entrar para ver cómo vivíamos. Chita, la mamá de Lili, se las arregló muy bien para convencer a las celadoras de que tenía que entrar por quién sabe qué cosa. Quería ver dónde vivían su hija y su primer nieto. Y Ada, la mamá de Marga, llegó una noche hasta nosotras detenida por buscar a otro de sus hijos. Fue tremendo verla dormir en una de esas camas. Estuvo pocos días, los suficientes como para caerse en el baño mugriento y golpearse. Ella no se quejó de nada. Para nosotras, en esos días, el Tránsito era inhabitable. Pasó eso también y hasta nos reíamos de nosotras mismas, de situaciones surrealistas, como le gustaba decir a la Piojo. El grupo que conformamos ese año estaba compuesto por mujeres provenientes de diferentes prácticas, historias, pero era notable la similitud de nuestro origen social y cultural, éramos profesionales y estudiantes, y desarrollábamos nuestra militancia conjuntamente con el estudio, la profesión y el trabajo.

Una sola compañera tenía un hijo de pocos años, Dimas. Ése fue nuestro primer hijo. El segundo fue Marianito, nacido en cautiverio. A él lo tuvimos con nosotras hasta la separación, cuando un grupo fue trasladado a Villa Devoto y otro quedó en Santa Fe. Había una compañera estudiante de enfermería y bailarina; otra cercana a los curas tercermundistas, excelente voz; otra trabajaba en bromatología, manos maravillosas; dos estudiantes de letras; una de Ciencias Económicas para la que todo tenía que tener una explicación científica; otra era pedagoga y organizadora de nuestro corito, y con María aprendimos el Gallizum (canción de la resistencia española), la paciencia y la amabilidad. No nos salvamos de su sonrisa irónica. La profesora de gimnasia, anticonvencional, no dejaba de reírse ni en los momentos más difíciles, mucho descaro, poca gimnasia. Otra de las más jóvenes era un soplo de aire fresco y divertido. Éramos nueve, construimos una buena convivencia, fuimos solidarias con el resto y ellas lo fueron con nosotras. Fue posible realizar tareas con muchas de ellas, sobre todo con las menores que, en su orfandad, nos habían elegido como madres. Cada una de ellas elegía a una de nosotras y se encargaba de cuidarnos, de mimarnos, de hacernos regalos, de cantarnos y de escucharnos.

Nos queda como recuerdo lo bien que vivimos juntas, las anécdotas entre nosotras, la vez que escribimos con carbón una leyenda en una de las piezas para burlarnos de una compañera que cambiaba algunas palabras, parecía que era para hablar mejor. La leyenda que armamos con dos de sus palabras claves fue algo como: “Estuve eculubrando que si esto sigue así nos van a mandar al caldaso.” En alguna medida, por todas las condiciones que se nos dieron, por las características personales y familiares del grupo de compañeras, nos salvamos del esquematismo y de la inflexibilidad. Todo lo hicimos en función de sentirnos bien, colaborar con las presas comunes, estudiar e intercambiar conocimientos. Probablemente no pensábamos seriamente en el futuro. Pensábamos y sentíamos el momento sin desligarnos del afuera. Las actividades recreativas ocupaban mucho espacio. Dimas, el hijo de María, un día pudo entrar y le preparamos un espectáculo para niños, y otros que hacíamos con las menores.

Una vez se nos ocurrió representar nuestro traslado. Nos vestimos con doble muda de ropa. Nos pusimos cartas, diarios, hilos, lanas, agujas de tejer y fotos que se nos caían de los bolsillos, nos saludábamos y les cantamos una canción de despedida al resto de las presas. A los pocos días esa representación se convirtió en realidad: nos separaron en dos grupos, hicimos lo que habíamos representado y fuimos a parar por una semana a una gran pieza del Buen Pastor. Incomunicadas, todo el día encerradas, sin saber qué había pasado con el otro grupo. Cantábamos una canción cada vez que veíamos por las hendijas de las altas ventanas que nuestros familiares estaban en la vereda de enfrente de la entrada principal para que supieran que estábamos bien. Un atardecer nos llevaron a Sauce Viejo, pero Molly y Lili quedaron en Santa Fe. El resto, más una compañera nueva y embarazada, subimos –nos subieron esposadas de a dos y a los empujones– a un avión TC52 de la Fuerza Aérea. Al rumbo lo rearmamos después. Allí mismo subieron a compañeros que estaban en la cárcel de Coronda, luego en Resistencia subieron a más varones, de allí fuimos a Rosario, donde subieron a algunas compañeras que estaban en el Sótano. Todo este viaje hasta Buenos Aires fue esposadas, con la cabeza entre las piernas y golpeadas por personal femenino que luego veríamos en Villa Devoto. A los varones los golpearon mucho más. Bajamos en el Jorge Newbery, en camiones celulares, y de a dos por celda nos condujeron a Villa Devoto. Era el 22 de noviembre de 1975. Teníamos puestos dos pulóveres, nos moríamos de calor, se nos bajaba la presión. Nos bajaron de los celulares haciéndonos zancadillas. Después de la identificación, las amenazas y un formal control médico, nos desparramaron por los pabellones del tercer piso de Planta 6. Alguna de nosotras pensó: “De aquí no salimos más.” Desde ese momento y durante años padeció amenorrea del encierro. Alguna de nosotras se dijo a sí misma: “Esto sí que es una cárcel.” Y nos integramos al conjunto.

De fines de 1974 a fines de 1975,

“LA CAPPE” ADRIANA CAPPELLETTI

Y “LA COLO IRURZUN” MARGARITA IRURZUN

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