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Traslado de la Alcaidía de Mujeres de la Jefatura de Policía de Rosario a Villa Devoto

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“Aquella calurosa mañana, desde las ventanas del sótano de la Alcaidía de Mujeres de la Jefatura de Policía de Rosario, observábamos que, paralelo a una de ellas, se encontraba estacionado el carro de asalto en el que se llevaban a cabo traslados y otros recorridos. Siempre estaba estacionado en la sombra. En las primeras horas de la tarde ingresaron al pabellón unas celadoras. Una de ellas leyó una lista de nombres de diecinueve compañeras que serían trasladadas “con sus efectos”. Nos despedimos de las compañeras que quedaban sin saber a dónde se nos llevaría. Era muy grande la emoción. Cuando íbamos subiendo al carro de asalto veíamos a través de las ventanitas del Sótano las cabezas de las compañeras que quedaban pegadas a las rejas despidiéndonos y dándonos fuerza y ánimo. El vehículo avanzaba a gran velocidad. Las diecinueve íbamos solas atrás. El calor era agobiante. Una de las compañeras tocó el techo creyendo que habría algún lugar por donde pudiera entrar el aire, pero no lo había. La marcada deshidratación comenzó a hacerse evidente: varias compañeras iban perdiendo el conocimiento. Una de ellas recomendó que nos lamiéramos las manos de manera de devolverles a nuestros organismos algo de la sal necesaria. El carro de asalto se detuvo y el silencio fue total. Sólo se oían pájaros y el ulular del viento. Las que todavía estábamos conscientes comenzamos a golpear la puerta llamando “celadora, celadora”, pero nadie nos respondía. Pasó alrededor de media hora. Finalmente la puerta trasera se abrió. Lo primero que vimos fue, a unos 30 metros de distancia, un avión estacionado. Al mirar alrededor vimos integrarse a la escena personal femenino de la Federal y personal armado del Servicio Penitenciario Federal. Bajamos del carro de asalto y fuimos conducidas al avión con gran violencia. Nos despojaron de relojes, cadenas, anillos, y a nuestros bolsos no los volvimos a ver. Nos acomodaron en los asientos (a mí me tocó del lado del pasillo, esposada a una compañera de quince años que era hija del profesor de latín de los Seminaristas de Rosario). Nos indicaron la posición que debíamos guardar: sentadas con la cabeza apoyada sobre las rodillas y el brazo libre, no esposado, sobre la nuca. Las mujeres de la Federal recorrían el pasillo controlando las posturas y pegándonos en la espalda con sus armas largas. Ya en pleno vuelo la compañerita esposada a mi mano derecha me preguntó a dónde nos llevaban. Yo traté de responderle con tranquilidad. Le dije que si el viaje era corto íbamos a Villa Devoto, y que si se alargaba quizá íbamos a Rawson. Detrás de mí en el avión iba Lucy García y fue confundida con una de las compañeras que habían quedado en el Sótano de Rosario, que estaba embarazada. Las policías se decían entre ellas: “Dale a ésta, que está esperando un hijo” y, confundidas, le pegaban a Lucy. Todo el traslado transcurrió de esta forma. La experiencia fue dolorosa, dramática y no esperada. Allí, en esa circunstancia, me di cuenta, realmente, de lo que era el fascismo. No puedo recordar para nada a qué lugar llegamos en Buenos Aires y cómo me vi, de pronto, sola en un celular, aunque otras compañeras iban de a dos y de a tres en cada celda del vehículo. Cuando se detuvo el celular oí el sonido de las puertas de las celdas abriéndose, nuevamente los empujones, por lo que me di cuenta de que estaban bajando a las compañeras. Después se produjo un prolongado silencio y comencé a golpear la puerta, creyendo que se habían olvidado de mí. Finalmente la puerta de mi celda se abrió, y cuando quise incorporarme noté que no tenía los bastones canadienses (*). Delante de mí había parado un guardia y se los pedí. Me respondió: “¿Y para qué los quiere?” “Para caminar”, fue mi respuesta. “No los necesita”, fue la de él. Alzándome con un solo brazo y ubicándome al costado de su cuerpo, debajo del brazo, como si yo fuera un paquete, rápidamente me bajó del celular. Se encontraban allí otros penitenciarios que irrumpieron en carcajadas. Al ingresar al edificio (en ese momento yo no sabía en qué lugar me encontraba) el guardia que me llevaba me impulsó hacia arriba y luego me arrojó al piso, al centro de un espacio gris. Cuando pude recuperarme observé que las compañeras estaban paradas contra y de cara a la pared, brazos atrás, cabeza baja. Otra voz me gritó que fuera hacia la pared y que me colocara de la misma manera que el resto. Volví a solicitar los bastones y no me respondieron. No pudiendo levantarme avancé arrastrándome y, cuando finalmente llegué, me sostuve de la pared y me puse de pie. Al rato me esposaron a otras dos compañeras. Quedé en un extremo. Con ayuda de ellas subí al segundo piso de Planta 6 y permanecí sin los bastones por lo menos dos días. Tanto yo como las compañeras los reclamamos de manera permanente. Después de un tiempo llegaron, completamente retorcidos y doblados. Con los bastones en esas condiciones me veía casi imposibilitada de caminar. Entre todas tratamos de enderezarlos pero fue imposible. Un tiempo después pedí una visita al kinesiólogo (servicio, el de kinesiología, que todavía existía en esa época en la cárcel de Devoto y que desapareció, junto con otros, a partir del golpe de Estado). El kinesiólogo, al escuchar mi relato y al ver el estado en que se encontraban los bastones, se indignó y me comentó que él no permanecería en ese trabajo por mucho tiempo más. Pidió a un guardia que le abriera la puerta de rejas que daba a las escaleras y trató de enderezar los bastones con mucho esfuerzo haciendo uso del espacio entre la puerta y el marco de metal y de las bisagras. Y desde ese momento hasta mi salida caminé valiéndome de ellos a pesar de los múltiples reclamos que hiciera, en función de obtener un par nuevo, a lo largo de casi cinco años.”

(*) Nené padece de una secuela de poliomielitis que se manifiesta con una paraplejia inferior con luxación de cadera derecha y escoliosis dorso-lumbar. Los bastones canadienses a los que ella se refiere tienen la particularidad de calzar el antebrazo en un arco sobre el que pesa el resto del cuerpo. Sin ellos, en un caso como el de Nené, es imposible desplazarse.

(22 de diciembre de1975)

MATILDE (NENÉ) PERALTA PINO

*

“Permanecí en el sótano de la Alcaidía de la ex Jefatura de Policía de Rosario desde el 13 de agosto de 1975 hasta el 22 de diciembre del mismo año. Desde ese día en la U2 de Villa Devoto, hasta que me otorgaron la opción a Italia el 15 de agosto de 1980. Retorné al país el día de las elecciones nacionales de octubre de 1983. Desde entonces retomé mis trabajos docentes y de investigación en universidades e institutos terciarios de la provincia de Santa Fe. Habían llegado rumores al sótano (de la Alcaidía de la Jefatura de Policía de Rosario): estaban concentrando a todas las prisioneras políticas del país en Villa Devoto. Ése era el plan. Un día se llevaron a un grupo sin decirnos a dónde. Otro día, el 30 de diciembre de 1975, dieron la orden: ¡Prepararse! Dieron una lista de diecisiete mujeres, todas a disposición del PEN y algunas con causa judicial. Quedaron otras tantas. No supimos por qué seleccionaron así. Había incertidumbre y bronca. En esos días estábamos aisladas y pedíamos a voz en cuello rítmicamente: NA-VI-DAD-CON-NUES-TROS-FA-MI-LIA-RES… NA-VI-DAD… Preparamos los bolsitos. Nos arrastraron esposadas de a dos. A pesar de la rudeza del trato seguíamos entonando a voz en cuello “para el pueblo lo que es del pueblo, porque el pueblo se lo ganó…”, y cada verso era respondido con un sopapo, un tirón de pelo, una amenaza rajante. Las que quedaban también cantaban, colgadas de los barrotes de las ventanitas del sótano. Después supimos que fueron sancionadas. Íbamos las diecisiete en ese camión blindado al que le habían tapado todas las aberturas. Más de treinta grados de calor; pleno verano, todo cerrado. Se detuvo. De lejos, muy de lejos, se escuchaba esporádicamente un ruido de motor de avión. A pleno sol, la transpiración nos corría por la cara, los brazos, las manos, todo el cuerpo, como si estuviéramos debajo de la lluvia. Mientras tuvimos fuerza gritamos que nos abrieran, que nos moríamos. Unas se desmayaban, pedíamos médico. Nada, sólo risotadas de las celadoras con los tipos, que repetían, con tono de burla, “para el pueblo lo que es del pueblo…” Pasaban las horas. Ya no nos quedaron más fuerzas para pedir que abrieran. El calor insoportable de ese 30 de diciembre, encerradas adentro de una lata, horas así, mojadas, chorreando grandes gotones hasta por los cabellos, la piel arrugada por la deshidratación, varias desmayadas. Estábamos como en una nube de vapor, tumbadas unas sobre otras. Alcancé a decirles: “Tratemos de chuparnos la transpiración, estamos perdiendo sales, no debemos permitir deshidratarnos, no nos van a cuidar, por el contrario.” En ese momento pensé en qué me habría aconsejado mi padre, mi padre ingeniero que sabía siempre aplicar la ciencia a las situaciones de la vida cotidiana. Claro que esto que nos pasaba no era muy de la vida cotidiana que digamos… Pasaba el tiempo. Habían dejado el motor en marcha, con lo que garantizaban más calor. El sol empezó a bajar. Habrían pasado más de ocho horas. Escuchamos. Un avión se había detenido allí nomás. Nos abrieron y el viento nos estrujó, mojadas como estábamos con nuestro propio sudor. Nos fueron sacando a los empujones, de a dos, de los pelos, arrebatándonos cadenas y relojes, haciéndonos subir la escalerita del avión casi al vuelo. Aunque trataban de impedirlo, levanté la cabeza para mirar. Recibí un fuerte golpe, pero pude leer en el avión: Fuerza Aérea T 55. Una vez arriba nos tiraron contra el piso, una mano esposada al piso y la otra sobre la nuca. Así quedaba libre una zona de las costillas sobre la que golpeaban y pegaban patadas, culatazos y puntapiés durante todo el viaje. Traté de mantener la calma para darme cuenta de a dónde nos llevarían, aunque la hipótesis más firme era Villa Devoto. Espiando de reojo con la cara contra el piso alcanzaba a ver zapatos de mujer, negros con taquitos, semejantes a los que usaban las empleadas del Servicio Penitenciario; los tipos tenían botas y armas o bastones con los que daban puntazos fuertes, tan fuertes que en un momento se me cortó la respiración, fue un instante, no sé cuánto, un instante, apenas, del dolor agudo. Después supe que me habían fracturado dos o tres costillas. Nunca supe cuántas porque no me hicieron radiografías. Los machucones verdes, rojinegros, azulados que tuvimos todas durante meses, daban cuenta de la brutalidad ejercida contra nosotras en ese fatídico pero salvador traslado. Salvador, porque las que quedaron en Rosario debieron soportar la feroz represión de torturas, desapariciones y muertes después del golpe de marzo de 1976. En un momento del viaje escuchamos que decían, “dale, abrí la puerta, aquí las tiramos a estas hijas de puta. Ya estamos sobre el Río de la Plata”. Después supimos que fue una manera de hacer desaparecer prisioneros clandestinos. Pero esta anécdota que les cuento es de diciembre del 75, por eso pienso que ya lo estarían haciendo o lo estarían preparando. Siguieron los golpes. No sé dónde aterrizó ese avión. Nos cargaron a un celular y nos llevaron a un lugar, siempre obligadas a mirar para abajo y esposadas, sin comer ni beber por más de diez horas. Así y todo miré para arriba y vi un tanque de agua que decía U2. Alcancé a reconocer en voz alta: estamos en Devoto. En filas, destartaladas después de semejante viaje de horror, empezamos a escuchar “Para el pueblo lo que es del pueblo”, “Agrupééémonos toooooooodos, en la luuucha finaaaaaal…”, “combatiendo al capital…” coros de hombres que salían de la oscuridad, manos que hablaban un lenguaje que después aprendimos, puras manos que se movían y salían de los barrotes altos a nuestro encuentro. Sentimos el abrazo de la historia, una historia a la que todas pertenecíamos. El personal penitenciario nos identificó, nos revisó y anotó que nos recibían con esos golpes y magullones. Nos metieron a todas en un inmenso pabellón donde no había nada. Más tarde nos tirarían unos colchones en el suelo. Pedíamos agua a los gritos, ¡Agua! Estábamos deshidratadas. Por fin una celadora accedió a llevar un balde de limpiar el piso con un jarro; nos organizamos en una cola para poder recibir todas un poco de agua, para distribuirla solidariamente. Y así, sin comer, acomodamos en el piso los colchones y las diecisiete intentamos dormirnos. Serían las dos o las tres de la madrugada cuando escuchamos tiros y explosiones. Alguien atinó a gritar: “¡Chicas!, ¡cuerpo a tierra!, ¡meterse debajo de la cama!” En medio de esa escena, esa orden abstracta nos movió a risa: no había camas. No supimos qué fueron esas explosiones, quizás sólo para amedrentarnos aún más, para hacernos sentir que nada fácil nos esperaba en el nuevo lugar de prisión. Al día siguiente empezó la rutina en Devoto. Desde entonces la cárcel se fue poblando con grupos de mujeres trasladadas de los más lejanos rincones del país. Se fue convirtiendo en la cárcel de concentración de mujeres prisioneras políticas.”

IRMA ANTOGNAZZI

*

“Fui arrestada el 24 de septiembre de 1975. Llegué a la Alcaldía de Mujeres, a uno de los dos pabellones que había en el sótano del edificio. En uno había presas comunes. En el otro, políticas. Me mandaron al de las comunes porque ése era el lugar en el que aislaban a las nuevas detenidas políticas hasta que declararan en el Juzgado Federal. Se evitaba así que recibieran consejos y asesoramiento de las compañeras que ya habían pasado por esa experiencia. Estuve allí alrededor de dos meses. Durante ese tiempo cayeron muchas más compañeras que también iban al pabellón de comunes. Recuerdo que nos enteramos por el diario, que todavía nos era permitido ver, de la muerte del dictador español Francisco Franco (20 de noviembre). Festejamos con gran despliegue de alegría, y cantamos todas las canciones de la Guerra Civil Española que conocíamos. Inmediatamente después me trasladaron, junto a otras compañeras, al pabellón de las “brujas”, como nos llamaban las celadoras, para indicar que éramos las “más peligrosas”. Éramos alrededor de treinta compañeras, provenientes de diferentes organizaciones.

Reunirme con compañeras que conocía de afuera fue para mí un motivo de gran alegría, ya que se hacía obvio que no íbamos a recuperar la libertad en un plazo corto. Había que enfrentar una etapa que se percibía difícil, de manera que estar juntas iba a ser de gran ayuda.

Ese pabellón, de unos 12 metros de largo por 5 de ancho, estaba lleno de camas cucheta de dos y tres pisos, la mayoría ya ocupadas. En el fondo estaba lo que llamábamos “cocina”, separada del área de las camas por una angosta puerta de rejas, que se mantenía abierta. En la cocina había dos calabozos de cemento donde, hasta que la cocina nos fue clausurada, limábamos los huesos rescatados de la grisácea sopa, para convertirlos en anillos, colgantes, llaveros, que tallábamos con unas agujas que escondíamos, con la asistencia del elemento más corrosivo del que disponíamos: la saliva. Esto todo hecho pensando en nuestros familiares. También en uno de los calabozos manteníamos los pocos libros que nuestros familiares podían alcanzarnos, así que le llamábamos “biblioteca”.

Había una mesa larga de madera muy, muy vieja y astillada, y bancos largos, también de esa madera, en los que nos sentábamos a comer. Los bancos estaban completamente invadidos por las chinches, que nos picaban las piernas. Había, también, ratas y cucarachas. Todavía puedo ver a María Caria aparecer desde el área de la cocina con una escoba o un secador en una mano y, en la otra, una ratita que exhibía, triunfante, agarrada por la cola.

Con luz de tubos fluorescente las 24 horas del día y sin contacto con el aire exterior, las que fuimos trasladadas a Devoto en noviembre de 1976 permanecimos un año más en esa situación de total precariedad.

La atención médica prácticamente no existía, y menos aún la odontológica. Las requisas eran extremadamente violentas. Nos sacaban del pabellón y nos depositaban en el de enfrente (que en un momento fue vaciado de presas comunes y dispuesto para recibir más presas políticas) dejando en el nuestro a dos compañeras para que presenciaran la requisa y para hacerlas responsables de lo que encontraran, y cuando regresábamos el desorden y la destrucción eran tales que pasábamos muchos días tratando de volver a una cierta normalidad. Cuando se produjo el golpe de Estado, de inmediato nos hicieron una requisa en la que nos quitaron todo lo que habíamos tenido hasta ese momento, nos cancelaron la cocina (por lo que perdimos muchísimo espacio físico), cayeron elementos indispensables como la única radio a transistores que era nuestro puente al exterior y, a partir de allí, dejó de haber visitas y correspondencia. En esta situación se llevaron del Sótano a las dos compañeras que habían elegido ese día para que presenciaran la requisa y, ya de regreso en el pabellón y en medio del caos y la destrucción totales, y al ver que no habían vuelto las dos compañeras, las demás reaccionamos pidiendo por ellas, haciendo responsables a las celadoras por lo que pudiera sucederles, gritando por las ventanas del sótano para que las chicas pudieran oírnos y contestarnos, hasta que vimos acercarse por la calle interna de la Jefatura a los policías con las caras tapadas y pistolas lanzagases. Estábamos golpeando los platos y los jarros metálicos y reclamando a los gritos que devolvieran a las compañeras cuando los policías perforaron el alambre tejido de las ventanas y, haciendo entrar los caños de las pistolas a través de las rejas, tiraron dos o tres bombas de gases lacrimógenos. Nos cubrimos con toallas mojadas, como pudimos, tratando de respirar los gases lo menos posible, pero en un sótano, y de espacio tan reducido, los gases se metieron hasta en el rincón más escondido, y aún un mes después seguíamos oliéndolo entre las ropas. En medio del escenario de yerba nadando en kerosén, de detergente desparramado por el piso y mezclado con azúcar, de lo poco que teníamos para comer arruinado y mezclado con cúmulos de ropa desgarrada –todo como producto de la acción de los y las policías de requisa– y de la preocupación por el paradero de las dos compañeras, de pronto escuchamos sus voces diciéndonos que las habían llevado de regreso al sótano y las habían dejado, ahora, en el pabellón de enfrente. Pasado un tiempo las llevaron otra vez con nosotras, porque necesitaban el espacio para nuevas detenidas políticas que iban cayendo. Con el tiempo supimos que, cuando nuestros familiares fueron a dejar los paquetes de siempre, les dijeron que estábamos todas heridas y les pidieron todo tipo de elementos de primeros auxilios y medicamentos, con lo que no sólo les robaron una vez más sino que los pusieron en una situación de desesperación y tortura psicológica. De esas celadoras-policía recuerdo a la más violenta: alta, muy corpulenta, de pelo lacio y más o menos rubio. Se llamaba Elsa. Y otra, muy baja, rubia y de pelo muy enrulado, con manos huesudas, de la que se decía que era excelente en el manejo de armas de fuego. Este episodio fue muy importante porque a partir de este momento nuestra situación en el Sótano se volvió muy vulnerable y precaria. Hubo un intento de matar a la mitad de nosotras por parte de la Gendarmería como respuesta a una bomba que había sido colocada contra el Jefe de Policía, Feced, y que no había llegado a matarlo a él pero sí a ocho gendarmes de su guardia. Nos dieron la orden de que nos eligiéramos entre nosotras, quince de un pabellón y quince del otro. Por supuesto que nadie eligió a nadie y, por el contrario, resistimos obstruyendo la reja de entrada con cuchetas, y nos mantuvimos despiertas y bajo las camas toda la noche. El intento no llegó a concretarse por una contraorden superior. Nuestra salud se deterioró muchísimo, perdimos peso, y redoblamos los esfuerzos por sobrevivir haciendo uso del ingenio que sólo estas condiciones despiertan en uno, y consolidamos la ya ejercitada solidaridad, sin saber si lograríamos algún día salir de ese lugar.

Cuando nos trasladaron del Sótano a Villa Devoto nos despertaron a las cinco de la mañana y nos ordenaron que nos preparáramos con una muda de ropa. Nos esposaron de a dos. En un colectivo del Servicio Penitenciario Federal nos llevaron al aeropuerto, en el que nos subieron a la plataforma de un avión militar, nos hicieron sentar a lo Buda y nos engrillaron al piso de metal. Durante el vuelo debíamos estar con las cabezas bajas. Si intentábamos espiar, y lo hacíamos, nos pegaban con los borceguíes en la cabeza. Las compañeras que estaban en las orillas de la plataforma, contra las paredes del avión, eran las que más golpes recibían, porque por ahí caminaban los militares que nos custodiaban. Cuando llegamos a Devoto nos metieron en un espacio enorme y vacío, contra y de cara a la pared, con las cabezas bajas y con las manos atrás, sin permitirnos ir al baño, sin dejarnos hablar ni movernos, por cuatro horas o más. Después nos llevaron a lo que ellos llamaban revisación médica: nos desnudaron delante de médicos y celadoras, y nos sacaron los colgantes de hueso hechos en el Sótano y que estábamos tratando de conservar bajo la ropa y que, por supuesto, nunca volvimos a ver. Finalmente fuimos conducidas a los diferentes pabellones a los que nos habían destinado. Mientras caminábamos por los pasillos de la nueva cárcel no nos permitían mirar hacia los costados, pero se oían voces de mujeres desde el costado derecho. Yo miraba y veía chicas que decían a veces nuestros nombres, como preguntándonos si éramos nosotras o no. Finalmente nos ubicaron a todas en distintos pabellones, y yo quedé en el pabellón 31, que estaba vacío, y en el que entraron otras compañeras del Sótano y algunas chicas de las que habían agregado del Servicio de Informaciones. Éramos 25, creo. Entramos confusas y expectantes, y recuerdo que Mercedes González fue al baño directamente a vomitar.

Al rato empezaron a llegar, manteniéndose del lado de afuera de las rejas, unas mujeres grandotas, muy arregladas, altas, que nos traían (siempre sin hablar ni una palabra) cosas que nos mandaban las chicas de otros pabellones que nos habían reconocido con dificultad (por nuestra delgadez y deterioro físico) al vernos pasar, que habían estado con nosotras en el Sótano por unos meses, y que habían sido trasladadas a Devoto un año antes. Mandaban los cigarrillos que recordaban que fumábamos algunas, diarios, queso, otras cosas de comer, yerba. No sé si fue exactamente el primer día, pero muy pronto a Mercedes las compañeras de otros pabellones le hicieron llegar algunos diarios. La recuerdo leyéndolos. En ellos encontró las noticias de la muerte de Estrella y Rut (sus hermanas) y los compañeros de ambas que, según el diario, habían caído en un enfrentamiento, cuando nosotras sabíamos bien que a Rut González, Feced, el Jefe de Policía de Rosario, la había sacado del Sótano delante de nuestra propia cara (es decir, habíamos estado espiando, porque ella estaba en el pabellón de enfrente y con la guardia en el medio). Y había compañeras que la habían visto introducir a un coche con rumbo desconocido. Luego, por un sobreviviente, supimos que fue vista en el centro clandestino La Calamita. Finalmente de alguna manera logramos que las mujeres altas y muy arregladas en algún momento dijeran algo, ya que nos hacían de enlace con las otras compañeras de otros pabellones, y cuando hablaron descubrimos que tenían voces de hombre: eran trasvestis. Yo recuerdo que quedamos shockeadas porque eso era lo último que esperábamos. Como máximo pensábamos que eran prostitutas. Cuando de pronto oímos un ruido fuerte y desconocido para nosotras de algo que avanzaba por el pasillo. Mientras tratábamos de imaginarnos qué sería vimos aparecer en la reja un carro metálico con comida, que para nosotras fue de lujo total: recuerdo los redondeles rojos de remolacha, el verde increíble de la lechuga, la gran olla de guiso de no sé qué. En fin, nos sentimos revivir. Entre la infinitamente mejor comida, los recreos en el patio (el primer recreo al que fuimos fue inolvidable porque las recién llegadas nos mareábamos con la luz, con el aire repentino) y la posibilidad de tener correspondencia con nuestros familiares y también visitas, nos recuperamos incluso en términos de algunos problemas de salud que habíamos estado acumulando por la mala alimentación y la situación general en el Sótano.

Creo que fue el primer día que llegó y entró al pabellón el jefe del Penal, Galíndez, y se presentó y nos habló de lo que estaba permitido y lo que no, algo así como para que supiéramos a qué atenernos. Nos fuimos acomodando de a poco a la nueva vida que, desde ya, y comparándola a la desastrosa situación de la que veníamos, al principio nos pareció de lo mejor.”

ALICIA KOZAMEH

Nosotras presas políticas

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