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4. Tercera parte: la letra ciudad letrada resignificada desde Chile

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En Chile, al igual que en el resto del continente, la escritura alfabética llegó con la hueste de conquista y se asentó en la ciudad. Junto con los conquistadores y la letra viajó un conjunto de prácticas de registro y comunicación provenientes del viejo mundo cristiano occidental, las que se adaptaron a las nuevas circunstancias, desarrollándose de formas y con tiempos diversos.

Aunque los tipos discursivos son numerosísimos, no son infinitos, ya que responden a maneras de hacer instituidas y aceptadas socialmente. Entre los que predominan en el Chile colonial, podemos mencionar la carta de relación, escrita para informar al rey de las acciones desplegadas en su nombre y pedir a cambio la retribución esperada; la historia y la crónica, para registrar hechos considerados notables, dignos de memoria, presentes o que constituían una cierta genealogía del presente; la descripción de la tierra y sus habitantes conforme a modelos que se irían afinando con el paso de las décadas hasta cristalizar en cuestionarios detallados; así como también prédicas, confesionarios, catecismos, libros parroquiales, contratos, conciertos, testamentos, inventarios, cuentas, mapas, comunicaciones epistolares y, de manera creciente, todos los actos de gobierno. Si ampliamos aún más la mirada, junto con estos escritos podemos incorporar otras modalidades fundamentales mediante las cuales se fijaron y comunicaron significados: la pintura mural y de caballete, la escultura, la vestimenta, los estandartes, las prácticas rituales y performativas asociadas a la toma de posesión, a la imposición del dominio concreto sobre el territorio y sus habitantes, y a la práctica religiosa, entre muchas otras. Estas otras formas de registro o comunicación no deben ser olvidadas, ya que guardan con la letra estrechos vínculos en su producción y, sobre todo, en su circulación y recepción.

En torno al escrito quedan implicados, en un primer nivel, aquellos que integran el pequeño mundo de los conocedores de la lectura y la escritura. Sin embargo, la literacidad alfabética no es un estatuto unívoco, es decir, no todos quienes manejan la lecto-escritura lo hacen del mismo modo ni con la misma frecuencia, ni dominan tampoco todos los modelos y formatos de su despliegue histórico específico. Por el contrario, esta cercanía, habilidad o destreza se despliega en un amplio abanico de posibilidades. Allí están los letrados formados en las universidades, conocedores además de un corpus de saber normalizado que abarca disciplinas y autores; los escribanos, notarios y amanuenses que dominan –según su pericia y estatus al interior de la institución notarial– dimensiones diversas de los protocolos del registro comercial, testamentario, judicial, administrativo y, completan, copian y pasan en limpio los documentos legales; todos quienes han aprendido las primeras letras en las escuelas parroquiales, y que conservan diversos grados de familiaridad o cotidianidad con el registro escrito, sus autoridades y sus procedimientos; y también quienes únicamente han debido consignar una rúbrica o firma en un documento ocasional; o quienes pueden leer, porque la han memorizado, alguna consigna escrita en el muro de una iglesia. Sobre todo en las primeras décadas, se trata de habilidades adquiridas en las ciudades y pueblos de la península ibérica. Con el correr de los años, esta función se traslada mayoritariamente a las instituciones creadas en América.

Pero en un segundo nivel, la letra afecta a todos quienes quedan incorporados a la sociedad colonial en construcción. Ciertamente, implica al gobernador en su relación con el virrey y la corona, al gobernador y sus lugartenientes, a los miembros de la Audiencia que tiene jurisdicción sobre el territorio, y a los cabildos y sus diversos integrantes en relación con todos los actos de gobierno. Pero también a quienes dejan consignada ante notario su voluntad o algún acuerdo entre particulares, lo hagan una vez en la vida o recurrentemente en relación con sus actividades comerciales o productivas; a los párrocos que registran bautismos, matrimonios, defunciones, pero también los bienes de la Iglesia; a todos quienes apelan a la justicia y dejan constancia de su súplica, petición o testimonio por medio de la escritura de otros; a quienes escriben cartas o guardan anotaciones sobre su quehacer económico o sus obligaciones fiscales; a quienes poseen, entre sus bienes, unos pocos o muchos libros impresos o registros manuscritos.

Historia crítica de la literatura chilena

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