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I. INTRODUCCIÓN

En mi opinión, la obra de Luis Prieto contiene una de las mejores contribuciones a la cultura del constitucionalismo, a la filosofía del constitucionalismo, de las últimas décadas. Desde sus primeras reflexiones sobre los derechos fundamentales, pasando por sus trabajos sobre la interpretación jurídica, hasta sus últimas reflexiones sobre el neoconstitucionalismo1.

Luis ha participado en todos los debates relevantes en lengua española sobre el constitucionalismo, ha iluminado aspectos que eran oscuros, nos ha hecho más conscientes de los retos que enfrentábamos, y lo ha hecho con perspicuidad y templanza. Es para mí, verdaderamente, un honor y un placer haber sido invitado a contribuir a este merecido homenaje en forma de libro. Quiero poner un ejemplo de lo que digo: en nuestra comunidad cultural hispana el más fecundo de los debates acerca del constitucionalismo de la última década ha sido el que contrapone el constitucionalismo principialista al constitucionalismo garantista, ha dado lugar a un número monográfico de la revista Doxa (34: 2011), después publicado como monografía (Ferrajoli et al., 2012). Pues bien, dicho debate se inicia en la contribución de Luis (Prieto Sanchís, 2008) al primer simposio sobre la entonces reciente publicación de la obra magna de Ferrajoli Principia Juris (2007). Todavía recuerdo, con nostalgia y asombro, como Luis desgranó sus argumentos en el evento organizado en Brescia por Tecla Mazzarese. Sus argumentos fueron retomados y desarrollados por Luigi Ferrajoli más adelante, pero la semilla de este debate fue sembrada por Luis.

Recientemente Luis ha publicado un trabajo que representa un poco su balance de más de una década de lo que en el mundo latino se conoce como neoconstitucionalismo (Prieto Sanchís, 2016) y yo, sin conocer este trabajo suyo, he tratado de hacer lo mismo hace muy poco (Moreso, 2019)2, mi contribución consistirá en comparar estos balances. Si alguien lee los dos trabajos, verá que nuestras coincidencias son mucho más amplias que nuestras diferencias. Diría que en lo que es relevante, estamos de acuerdo, sobre todo en el hecho de que el neoconstitucionalismo no es el nombre de una única doctrina, sino de un espectro de doctrinas que se solapan entre sí y que tratan de dar cuenta de la cultura del constitucionalismo de este comienzo de siglo.

Sin embargo, me parece que en el enfoque de Luis hay algo más de nostalgia de algunos rasgos de lo que Bobbio (1965) denominó positivismo jurídico teórico y que acertadamente Luis (Prieto Sanchís, 2016, p. 270) identifica como: legalismo o legicentrismo, coherentismo, reglas, subsunción y discrecionalidad. Por otro lado, en diversos trabajos Luis ha sostenido que el rechazo de la tesis de la separabilidad entre el derecho y la moral que siempre se ha asociado al positivismo jurídico (paradigmáticamente Hart 1958) puede ahora ponerse en duda en el ámbito del constitucionalismo, cayendo en una especie de moralismo constitucionalista. En este trabajo (Prieto Sanchís, 2016, p. 276) lo dice con las siguientes palabras: ‘ni siquiera es conveniente que el Estado se transforme en un Estado ético, lo que haría de él –nuevamente el “brazo secular” de una moral, eliminando la posibilidad de crítica externa, convirtiendo a la ley (o a los jueces) en el oráculo de la justicia y fundamentando un deber moral incondicionado de obediencia, en la línea del positivismo ético’.

Pues bien, voy a dedicar la sección segunda a tratar de mostrar por qué no hemos de tener nostalgia del modelo de derecho del positivismo teórico. La sección tercera va dedicada a argüir que una defensa razonable del constitucionalismo (sea positivista o anti-positivista) no ha de conllevar el moralismo constitucional. En la sección cuarta, concluiré.

II. NOSTALGIA DEL JARDÍN DE VILLA VALERIA

Al referirse a la ponderación entre principios constitucionales que reconocen derechos fundamentales, Luis Prieto (Prieto Sanchís, 2016, p. 274) trae a colación una sentencia del Tribunal Constitucional (STC 51/2008, de 14 de abril) que deniega el amparo por vulneración del derecho al honor a la viuda del sr. Pedro Ramón Moliner, reclamado contra el escritor Manuel Vicent (Vicent, 1996) que en la novela Jardín de Villa Valeria3 escribió:

Bajo los pinos había jóvenes que luego se harían famosos en la política. El líder del grupo parecía ser Pedro Ramón Moliner, hijo de María Moliner, un tipo que siempre intervenía de forma brillante. Era catedrático de industriales en Barcelona, aparte de militante declarado del PSOE. Tenía cuatro fobias obsesivas: los homosexuales, los poetas, los curas y los catalanes. También usaba un taparrabos rojo chorizo, muy ajustado a las partes. Solía calentarse jugueteando libidinosamente bajo los pinos con las mujeres de los amigos para después poder funcionar con la suya como un gallo.

Pues bien, tal vez la genealogía de esta decisión pueda explicar la nostalgia a la que me refiero4. La primera demanda de la viuda de la persona mencionada por el autor de la novela fue desestimada por el Juzgado núm. 40 de Madrid en sentencia de 10 de diciembre de 1997. Recurrida en apelación la Audiencia Provincial de Madrid la revocó, considerando que había habido una intromisión ilegítima al honor, en la Sentencia 562/2000, de 22 de septiembre. La sala de lo Civil del Tribunal Supremo (STS 822/2004, de 12 de julio) casó y anuló la sentencia dictada en apelación, confirmando la primera decisión. Decisión confirmada, como sabemos, por el Tribunal Constitucional.

Sin embargo, la decisión del Tribunal Supremo (de la que fue ponente Xavier O’Callaghan, catedrático de Derecho Civil) razona del siguiente modo:

No se trata tanto de hacer una correcta ponderación de la colisión entre el derecho al honor y la libertad de expresión o el derecho a la información veraz, como de considerar si se ha producido una intromisión, proscrita legalmente, a aquel derecho, protegido constitucionalmente. Es decir, no es un tema de colisión, sino de calificación. En éste, se ha de tomar en consideración si lo expuesto o informado y si las expresiones tienen entidad suficiente para poder ser consideradas como intromisión ilegítima, sancionada por la ley como responsabilidad civil.

Es decir, el Tribunal Supremo no quiere renunciar al ideal del positivismo jurídico: la aplicación del derecho consiste en una operación de subsunción, es decir, la comprobación de si determinadas acciones (la publicación de este párrafo en la novela) son subsumibles en el caso genérico a la que la norma correlaciona determinada solución normativa. Como en este caso no hay, según la sentencia, intromisión al honor, entonces no procede la responsabilidad civil que establece la consecuencia jurídica (en el art. 7.1.1. en relación con el 2.1 de la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección civil al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen).

Dos son las matizaciones que la decisión del Tribunal Constitucional (de la que fue ponente el Magistrado Ramón Rodríguez Arribas) realiza a esta posición del Tribunal Supremo (dejemos ahora aparte la cuestión de si puede vulnerarse el honor de una persona fallecida): a) por un lado, adecuadamente, el Tribunal Constitucional aclara que lo que aquí está en juego no es la libertad de expresión, sino el derecho a la producción y creación literaria reconocidos en el art. 20.1 b) del texto constitucional y b) por otro lado, y mucho más relevante, el Tribunal admite que se trata de una cuestión de ponderación más que de calificación. Lo dice del siguiente modo:

Como resulta de su exposición, las diferencias entre estos diversos enfoques son más aparentes que reales. A primera vista un comportamiento que no tiene entidad suficiente para ser considerado lesivo de un derecho fundamental no puede ser censurado desde una perspectiva constitucional. Máxime si, como en el presente caso, está conectado con el ejercicio de otro derecho fundamental. Sin la concurrencia de dos derechos fundamentales no hay, en efecto, ponderación posible.

(…)

Como suele ser habitual, pues, en los conflictos entre particulares que afectan al art. 18.1 CE, la concurrencia de otros derechos fundamentales y el carácter no absoluto, sino principial y, por lo tanto, apriorístico, de todos ellos hacen de la ponderación judicial el método interpretativo materialmente empleado para resolver dichos conflictos, otorgando prevalencia a uno de ellos a la luz de las circunstancias del caso.

Sospecho que la decisión el Tribunal Supremo comparte la nostalgia de un mundo jurídico que es como un libro de reglas, que se adapta mejor al imperio de la ley, que es parte del ideal del Estado de derecho y que está en la médula del ideal del constitucionalismo. Sin embargo, este ideal desde siempre ha de hacerse, de alguna manera, compatible con la objeción de la equidad, la epiqueya5.

La objeción de la equidad consiste en argüir que el seguimiento de las reglas, algunas veces, hace imposible resolver las controversias equitativamente, dando a cada uno lo suyo.

Platón, al que debemos una de las primeras y más bellas formulaciones del ideal del imperio de la ley (Platón Las Leyes IV.715 d, 1983, p. 145)6:

Pues en aquella (ciudad) donde la ley tenga la condición de súbdito sin fuerza, veo ya la destrucción venir sobre ella, y en aquella otra, en cambio, donde la ley sea señora de los gobernantes y los gobernantes siervos de la ley veo realizada su salvación y todos los bienes que otorgan los dioses a las ciudades.

fue también uno de los primeros en formular la objeción de la equidad (Platón, El Político 294a-c, 1988, p. 582-3), de este perspicuo modo:

Que la ley jamás podría abarcar con exactitud lo mejor y más justo para todos a un tiempo y prescribir así lo más útil para todos. Porque las desemejanzas que existen entre los hombres, así como entre sus acciones, y el hecho de que jamás ningún asunto humano —podría decirse— se está quieto, impiden que un arte, cualquiera que sea, revele en ningún asunto nada que sea simple y valga en todos los casos y en todo tiempo (…) y la ley, en cambio —eso está claro—, prácticamente pretende lograr esa simplicidad, como haría un hombre fatuo e ignorante que no dejara a nadie hacer nada contra el orden por él establecido, ni a nadie preguntar, ni aun en el caso de que a alguna persona se le ocurriese algo nuevo que fuera mejor, ajeno a las disposiciones que él había tomado.

Una objeción que Aristóteles, en un célebre pasaje de la Ética a Nicómaco (1137b, 1984, p. 83), formula arguyendo que no todas las dimensiones de las acciones humanas particulares pueden ser capturadas por reglas universales y para tratarlas debemos usar instrumentos no rígidos, y las reglas generales son rígidas, debemos usar reglas flexibles (reglas con defeaters, como veremos):

Por eso lo equitativo es justo, y mejor que una clase de justicia; no que la justicia absoluta, pero sí que el error producido por su carácter absoluto. Esta es también la causa de que no todo se regule por la ley, porque sobre algunas cosas es imposible establecer una ley, de modo que hay necesidad de un decreto. En efecto, tratándose de lo indefinido, la regla es también indefinida, como la regla de plomo de los arquitectos lesbios, que se adapta a la forma de la piedra y no es rígida, y como los decretos que se adaptan a los casos.

Una idea que la tradición escolástica preservaría y que llevó a Francisco Suárez a dedicar todo un volumen, el sexto, de su Tratado dedicado a las leyes, a la cuestión del lugar de la epiqueya aristotélica en la interpretación. Del siguiente modo (Suárez 1612-2012, cap. VI.1, p. 127):

Hasta aquí hemos explicado la interpretación de la ley humana en cuanto a su sentido general por el que la ley crea obligación. Ahora vamos a hablar de los cambios que en ella acontecen en virtud de los cuales deja de obligar. En la ley se pueden concebir dos tipos de cambio: uno, de suyo, por así decir, e intrínseco porque falta alguna causa que lo mantenga en su valor o alguna consideración para que obligue. El otro modo es extrínseco, por la acción de un superior que lo introduce al hacer el cambio en la ley.

Se trata de una advertencia muy relevante para el modelo de aplicación del derecho que surge de la modernidad ilustrada: una jurisprudencia de reglas, en donde sus aplicadores deben decidir siempre los casos conforme a las reglas. Una idea que suele ser asociada a Montesquieu para quien de este modo (1748-1964: XI.6., p. 587): ‘El poder de juzgar […] se convierte, por así decirlo, en invisible y nulo’.

Y ahora es cuando nos enfrentamos con el problema de la aplicación de estas prescripciones generales. La concepción de las leyes como reglas generales supone que la generalización que contiene determina su aplicación. Los órganos jurisdiccionales deben decidir los casos individuales a la vista de estas generalizaciones. De hecho, la generalidad de las reglas, suele decirse, tiene dos dimensiones: referida a los destinatarios y referida al contenido de la acción (a veces, se dice, entonces que las reglas son abstractas, por ejemplo, Guastini, 1993, p. 22). Sin embargo, en realidad todas las prescripciones son generales en relación con su contenido, siempre una prescripción, incluso la prescripción más particular, puede ser cumplida por un indefinido conjunto de acciones individuales (Moreso, 2017), así lo decía una importante caracterización de la Rule of Law (Neumann, 1986, p. 212):

La ley general se opone a cualquier tipo de orden individual. La diferencia es relativa. Es cierto que todas las órdenes de una autoridad superior a un órgano inferior de realizar cierto acto son, en relación con el cumplimiento de la orden, siempre generales y abstractas (...). Es indiscutiblemente verdad que el cumplimiento de cualquier orden deja a la persona a la que va dirigida un cierto margen de iniciativa. Desde este punto de vista, la orden individual puede ser contemplada como una orden general.

Laporta (2007, p. 89), por ejemplo, sostiene que una norma general respecto a los destinatarios, pero no acerca del contenido podría ser aquella que ordena ‘a todos los vecinos de una localidad (norma general respecto de los destinatarios) que vayan a donar sangre a un hospital un día determinado y sólo ese día, como consecuencia de que se ha producido una catástrofe natural en la localidad’. Sin darse cuenta, al parecer, de que esta orden es genérica, abstracta, acerca del contenido. Los vecinos pueden ir a donar sangre por la mañana o por la tarde, en bicicleta o en coche o paseando, vestidos de un modo o de otro, etc. Y más aún, parece que también cumplen con la norma los vecinos que donan sangre sabiendo que están enfermos de hepatitis o están infectados con el virus de inmunodeficiencia adquirida. Por otro lado, parece que la obligación no alcanza a los residentes no censados en la población.

Estas generalizaciones aparecen, como dice Frederick Schauer (1991, pp. 23-24) ‘atrincheradas’, opacas a la razón que las justifica. Lo que conlleva (Schauer, 1991, pp. 31-34) que habrá casos incluidos en la regla que conforme a la razón que justifica tener la regla no deberían estar incluidos: en el ejemplo de Laporta, los donantes enfermos de hepatitis, por ejemplo; y habrá casos también de infrainclusión, tal vez los que sin ser vecinos son residentes, en el anterior ejemplo. Suponiendo, como parece obvio, que el fin de la regla es conseguir sangre sana para poderla trasfundir a los heridos que la precisen. Aun así, hay razones para seguir manteniendo la opción de seguir las reglas. Podemos resumirlas en tres (presentes en Laporta, 2007; también Celano, 2016 y Moreso, 2016): a) nuestra racionalidad limitada: seguir reglas nos ahorra tiempo, recursos y nos permite eliminar nuestros sesgos a la hora de aplicarlas, b) hace la aplicación de las reglas predecible, respetando nuestra autonomía y c) asigna democráticamente el poder: el legislador crea las leyes generales y los jueces, sujetos a ellas, aplican las leyes generales a los casos individuales.

Esta es, claramente, una cuestión normativa: ¿cómo debe ser nuestro derecho y como debe disciplinar la jurisdicción? En un extremo, tenemos lo que podemos denominar una jurisprudencia de reglas, lo que Laporta (2007, p. 83) denomina, un ‘libro público de reglas accesibles a todos’. En el otro extremo tenemos lo que Schauer (1987) denominó una jurisprudencia de razones, una concepción-derechos. Y Laporta añade: ‘La concepción del imperio de la ley que se mantiene en este libro es más bien la primera, es decir, la ‘concepción-libro de reglas’’, aunque añade: ‘se mantiene la convicción de que no es incompatible con la segunda [la jurisprudencia de razones]’.

La primera concepción es totalmente deferente a la ‘autonomía semántica’ (Schauer, 1991, p. 53) de las reglas. La segunda concepción ignora dicha autonomía y está abierta siempre a argüir si el caso individual enjuiciado está o no abrazado por la razón que justifica tener la regla.

Sin embargo, tal vez el derecho en los Estados de derecho ocupe un lugar intermedio entre estos extremos. Contiene causas de justificación en derecho penal, vicios del consentimiento y causas de invalidez de los contratos en el derecho privado, conceptos jurídicos indeterminados y cláusulas generales en especial en el derecho público y toda la panoplia de principios y derechos del derecho constitucional. Estos mecanismos funcionan autorizando a los jueces que apliquen el derecho a los casos individuales acudiendo, en determinadas ocasiones, a las razones que justifican la regla y que dichos elementos expresan. Y creo que es razonable, desde un punto de vista normativo, que así sea7. Juan Carlos Bayón (1996) argumenta de un modo semejante, aunque prefiere no pronunciarse por la cuestión normativa. Añade sin embargo (1996, p. 48) dos cautelas que muestran cómo es alcanzable esta posición intermedia. En primer lugar, ‘en un derecho de principios y reglas la solución prevista por la regla goza de una presunción prima facie de aplicabilidad que sólo puede ser desvirtuada en un caso concreto mediante una argumentación basada en principios’8 y, en segundo lugar, ‘el Estado constitucional no sólo incorpora principios que actúan como parámetros de justificación del contenido material de la acción de los poderes públicos, sino también principios formales como los de certeza y seguridad de naturaleza institucional, como los relativos a la división de poderes y funciones dentro del Estado, es decir, relativos a la atribución de autoridad’. Estas dos más que razonables cautelas de Bayón hacen que lo más sensato sea aspirar a un derecho que sea, en relación con su aplicabilidad, una ‘jurisprudencia de razones con reglas’ o, lo que es lo mismo, ‘una jurisprudencia de reglas con defeaters’. Son estos defeaters los que hacen posible que el aplicador de la regla de la transfusión de sangre obligatoria no acepte la transfusión de una mujer embarazada y acepte, en cambio, la transfusión de un residente que no es vecino.

Esta, y no otra, es según creo la razón de la importancia de los principios en el razonamiento judicial, que forma parte del panorama de la teoría jurídica contemporánea (Dworkin, 1977; Alexy, 1986; Prieto Sanchís, 1992; Atienza-Ruiz Manero, 1996, por ejemplo) y que caracteriza el constitucionalismo. No hay razón aquí para la nostalgia, para un regreso a una especie de Villa Valeria jurídica. Una jurisprudencia de razones con reglas es lo más adecuado al derecho del Estado constitucional.

III. THE MORAL READING OF THE CONSTITUTION

Algunas veces se ha expresado la siguiente preocupación acerca de la era del constitucionalismo en el que vivimos: si las Constituciones tienen fuerza normativo para todos los órganos del Estado y están redactadas de modo que incorporan nociones valorativas y consideraciones morales, de manera que para ser interpretadas deben ser leídas de acuerdo con la moralidad que presuponen; entonces por un lado, el derecho tenderá a confundirse con la moralidad y será más difícil la crítica moral externa al derecho, al fin y al cabo una criatura contingente creada por los seres humanos y, por otra parte, el poder de los jueces devendrá de este modo insoportable9.

De un modo u otro esta crítica está presente en muchos de los análisis en la literatura constitucionalista, o bien escépticos o bien menos entusiastas con la lectura moral de la constitución, con el razonamiento a partir de principios y con la ponderación (por ejemplo, en Prieto Sanchís, 1999; Bayón, 2002; Comanducci, 2002; Raz, 2004; Shapiro, 2009; Marmor, 2011; Ferrajoli, 2012). Un análisis pormenorizado de estas cuestiones requeriría mucho más espacio. Por otra parte, tanto Luis como yo nos hemos referido a las dos objeciones en muchos lugares, que podemos denominar la objeción del moralismo y la objeción del activismo judicial. Por ello, tal vez baste ahora con dos cautelas que, de ser aceptadas, disminuyen la fuerza de la objeción del moralismo.

La primera cautela trata de responder a la objeción del moralismo: la lectura moral de la Constitución, se dice, tiene como consecuencia el constitucionalismo ético, la confusión entre validez y justicia. La tesis de la conexión necesaria entre el derecho y la moral termina siendo la tesis de la justicia de nuestros concretos arreglos institucionales, de nuestras constituciones reales. Si esto fuese verdad, habría razones para sospechar de este constitucionalismo. Pero ni siquiera Ronald Dworkin, al que se atribuye esta posición, sostiene algo semejante. Dworkin sostiene que el derecho es diferente de la moralidad y que la integridad jurídica previene a menudo al jurista de hallar en el derecho lo que él desearía que éste contuviera y añade (Dworkin, 1996, p. 36):

Yo no leo la Constitución como si contuviera todos los principios importantes del liberalismo político. En otros escritos, por ejemplo, he defendido una teoría de la justicia económica que requeriría una redistribución substancial de la riqueza en las sociedades políticas opulentas. Algunas constituciones nacionales intentan establecer un grado de igualdad económica como un derecho constitucional, y algunos juristas americanos han argüido que nuestra Constitución puede ser comprendida como estableciéndolo. Pero yo no pienso de este modo, por el contrario, he insistido en que la integridad detendría cualquier intento de argumentar desde las cláusulas morales abstractas de la declaración de derechos, o desde cualquier otra parte de la constitución, hasta tal resultado. (notas al pie omitidas)

Y cualquier jurista competente diría que un extranjero que no ha adquirido la nacionalidad española no tiene derecho a votar en las elecciones generales (con arreglo a los artículos 13 y 23 del texto de la Constitución española), a pesar de que lleve más de un lustro viviendo y trabajando entre nosotros y, es más, a pesar de que sí tiene este derecho una persona, español por ius sanguinis, que nunca ha pisado el territorio de España. Una regulación que muchos de nosotros tildaríamos de injusta, aunque constitucionalmente válida10.

La segunda cautela guarda relación con la dimensión institucional del derecho a la que me refería, precisamente, en la nota anterior. Es esta dimensión institucional precisamente la que hace posible que las decisiones jurídicas finales, que tienen fuerza de cosa juzgada, que ya no pueden ser revisadas, no estén ya sujetas a lo que Dworkin denominó la lectura moral. Pueden ser decisiones equivocadas jurídicamente, pero son jurídicamente vinculantes. En este sentido, como quería Hart (1961), la práctica jurídica está anclada en nuestras prácticas sociales con independencia de la moralidad. Soy consciente de que mucho más debería decir sobre esta conjetura para hacerla plausible (algo dije en Moreso, 2010 y 2019). Pero deberá quedar para otra ocasión porque no es cuestión de enredarse en este texto en las intrincadas cuestiones de metafísica social que esta cuestión conlleva.

IV. A MODO DE CONCLUSIÓN: EL MERCADER DE VENECIA

Quiero concluir con una sugerencia sobre la que he pensado muchas veces pero que nunca me había animado a escribir. Habrá de quedar como una mera sugerencia a ser desarrollada en el futuro. Se trata de que la idea del derecho como un libro de reglas, interpretado y aplicado con extremo formalismo, se presta a menudo a la arbitrariedad. Parece un oxímoron, pero dado que cualquier ordenamiento jurídico alberga tantas reglas, siempre es posible seleccionar aquellas que convienen al aplicador e ignorar las que, en determinado caso, no convienen. Los que hemos vivido en dictaduras (yo, por fortuna, por poco tiempo, era un recién adolescente cuando murió Franco) que predicaban el dura lex, sed lex, sabemos cómo se maneja esta combinación de máximo formalismo y máxima arbitrariedad.

En esta situación de arresto domiciliario que ha producido la pandemia del coronavirus y, dicho sea de paso, en la cual las autoridades hacen bien en seguir los consejos de los expertos y los ciudadanos haremos bien en obedecer a las autoridades y activar nuestros deberes cívicos, un día de estos vi en la televisión una versión cinematográfica (dirigida por Michael Radford en 2004) de la gran obra de William Shakespeare The Merchant of Venice. Me pareció una versión muy lograda (a lo que ayudan los actores, Shylock es interpretado por Al Pacino, Antonio por Jeremy Irons, Bassanio por Joseph Fiennes y Portia por Lynn Collins). Pero me hizo reflexionar sobre lo que ahora digo: la pretensión de Shylock de conseguir el pago de una libra de carne, pegada al corazón, de Antonio, a lo que este se había comprometido en caso de no devolver un préstamo, una pretensión apoyada en una interpretación literal, y mendaz, del derecho veneciano aplicable, es eficazmente contrarrestada, por Portia —disfrazada de joven y erudito letrado— interpretando con el mismo tenor literal y rigor formalista otras disposiciones del derecho veneciano, que dejan a Shylock en la ruina económica. Cuando Shylock está a punto de cobrarse la deuda y asesinar al pobre Antonio, Portia razona de esta forma tan literal (Shakespeare 1596-1598: Act IV. Scene I):

Tarry a little, there is something else.

This bond doth give thee here no jot of blood.

The words expressly are ‘a pound of flesh’:

Take then thy bond, take thou thy pound of flesh,

But in the cutting it, if thou dost shed

One drop of Christian blood, thy lands and goods

Are, by the laws of Venice, confiscate

Unto the state of Venice.

Es decir, otra cosa que podemos aprender de Shakespeare, no es una buena idea concebir el derecho como un libro de reglas que se auto-aplican a los casos, y no sólo porque en muchos supuestos generarán soluciones patentemente injustas, sino también porque dicha concepción se presta fácilmente a una aplicación llanamente arbitraria. No hay, por lo tanto, buenas razones para sentir nostalgia de tal concepción.

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Schauer, F. (1991) Playing by the Rules (Oxford: Oxford University Press).

Shakespeare, W. (1596-1598): The Merchant of Venice. http://www.gutenberg.org/ebooks/1515

Suárez, F. (1612-2012) De legibus ac Deo legislatore. Liber VI: De interpretatione, cessatione et mutatione legis humanae [1612] C. Baiero, y J.M. Soto, eds. (Madrid: CSIC).

Raz, J. (2004): ‘Incorporation by Law’ Legal Theory 10: 1-17.

Scarpelli, U. (1965) Cos’è il positivismo giuridico (Milano: Edizione di Comunità).

Schauer, F. (1991): Playing by the Rules (Oxford: Oxford University Press).

Shapiro, S. J. (2009): ‘Was Inclusive Legal Positivism Founded on a Mistake?’, Ratio Juris, 22: 326-338.

Vicent, M. (1996) Jardín de Villa Valeria (Madrid: Alfaguara).

* Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Pompeu Fabra, Barcelona.

1 Sin ningún ánimo de exhaustividad, pueden verse Luis Prieto Sanchís, Gregorio Peces-Barba (1981), Luis Prieto Sanchís (1987, 1990, 1992, 1998, 1999, 2003, 2013).

2 Que, por cierto, tiene un título que, con gran probabilidad, fue -sin recordarlo explícitamente- sugerido por otro trabajo de Luis (Prieto Sanchís 2009).

3 Villa Valeria era una mansión abandonada, que antes de la guerra había formado parte de una colonia de la Institución Libre de Enseñanza. En los años sesenta del pasado siglo, sus jardines eran un lugar habitual de reunión de algunos jóvenes progresistas, sesentayocheros, que se oponían al franquismo. La novela de Vicent es una mirada nostálgica, algo irónica, a ese periodo.

4 Por otro lado, casualmente, los años sesenta del pasado siglo son los más sobresalientes en el desarrollo del positivismo jurídico (aunque, tal vez, ya no del positivismo teórico). Allí se halla la segunda edición de la teoría pura kelseniana (Kelsen 1960), la publicación del gran libro de H.L.A. Hart (1961), y la crucial contribución italiana al debate (Bobbio 1965, Scarpelli 1965), al que tal vez podemos añadir la temprana respuesta a la crítica de Dworkin, de la mano de Genaro R. Carrió (1970).

5 Desarrollo aquí algunas ideas ya presentes en Moreso (ms).

6 La idea del gobierno de las leyes, no de los hombres; leyes a las que todos, también los gobernantes, están sujetos se reitera como es sabido en, por ejemplo, Aristóteles: ‘Esto ya implica una ley, puesto que el orden es una ley. Luego, es preferible que la ley gobierne antes que uno cualquiera de los ciudadanos, y en virtud de la misma razón, aun en el caso de que sea mejor que gobiernen varios, éstos deben ser instituidos como guardianes y servidores de las leyes’, Política, III. 16 1287a, 1983: 103-104) y Cicerón, con una formulación más republicana (‘legum […] omnes servi sumus ut liberi esse possimus, ‘todos somos esclavos de las leyes para poder ser libres’ Pro Cluentio, 53: 146, 2000).

7 He defendido esta posición en diversos lugares, véase por todos Moreso, 2009.

8 Y la estructura institucional del derecho distribuye de manera diferenciada el poder de activar estos mecanismos de excepción a las reglas: los órganos de la administración no tienen el poder de inaplicar los reglamentos, en los sistemas de control concentrado los jueces ordinarios no tienen autoridad para inaplicar las leyes. Vd. Moreso (2016).

9 Esta, como es sabido, era la crítica kelseniana a la introducción de cláusulas valorativamente cargadas en el texto constitucional. En Kelsen (1928: 241) lo decía así: ‘Mais la puissance du tribunal serait alors telle qu’elle devrait être considérée comme simplement insupportable’.

10 Podría argumentarse tal vez que, en este supuesto, la necesidad de determinar con certeza el censo electoral —una razón institucional— conlleva que esta regulación sea opaca a las razones que subyacen a la concesión del derecho de sufragio que, dicho muy brevemente, guardan relación con la capacidad de elegir a aquellos que tomarán decisiones sobre los asuntos que nos afectan —una razón sustantiva—. Para la distinción entre razones institucionales y razones sustantivas véase (Atienza, Ruiz Manero 2001). Una crítica al iusnaturalismo por su incapacidad precisamente de dar cuenta de este rasgo de las razones jurídicas qua razones institucionales en Delgado Pinto (2006, p. 387).

El compromiso constitucional del iusfilósofo

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