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I. ANOTHER VIEW OF THE CATHEDRAL

Empecé a familiarizarme con los trabajos de Luis Prieto ya como estudiante, durante la elaboración de mi tesis de licenciatura (la investigación escrita que el estudiante de Derecho en Italia tenía —y tiene aún hoy— que hacer al final de su plan de estudios). En aquella época, dos de sus ensayos habían sido recientemente publicados en «Analisi e Diritto» (Prieto 1994; 1996) que encontré extraordinarios por la claridad de la argumentación y por la seguridad con la que el autor expuso su planteamiento. Las tesis sostenidas por Prieto en esos trabajos me convencieron de inmediato y las encuentro, aún ahora, totalmente compartibles. Hoy puedo decir sin alguna exageración que esas lecturas fueron decisivas, aunque por supuesto no solo ellas, para dirigir desde un comienzo mis intereses teóricos hacia las cuestiones iusfilosóficas que giran en torno al Estado constitucional, un tema que nunca me ha abandonado.

Hago esta breve introducción no solo por razones “cultural-sentimentales”, sino también por una razón directamente relacionada con la elaboración de mi contribución. El hecho es que casi cada vez que leo un trabajo de Luis Prieto estoy de acuerdo con él. Quizás porque, como dije, muchas de las tesis que yo mismo he sostenido en varias ocasiones (en particular, sobre el Estado constitucional, sobre el neoconstitucionalismo, sobre la ponderación de los principios...) las he madurado leyendo también sus trabajos. Y he aquí el problema. Si te invitan al homenaje a un estudioso del rango de Luis Prieto, tal vez no sea de buen gusto explayarse en los temas en los que piensas exactamente como él. Dicho de otro modo, y como a Luis Prieto no le falta cierto aprecio por la discusión, no quiero desperdiciar esta oportunidad hablando de todas sus tesis que comparto casi en su totalidad, y prefiero más bien centrarme en un par de cosas en las que, por otro lado, estoy en desacuerdo.

Las cuestiones a las que me refiero, y que discutiré en este ensayo, son, en concreto: la noción de superioridad de la constitución (§ 2), y la relación entre el control judicial de legitimidad constitucional de las leyes y la democracia (§ 3). Ambas son cuestiones que se han debatido mucho en las últimas décadas y que se refieren a aspectos no secundarios de la construcción del Estado constitucional contemporáneo. En ambas, Luis Prieto ha hecho propuestas originales y sofisticadas. Por mi parte, trataré de mostrar que es posible proporcionar una reconstrucción diferente a la suya y, en mi opinión, más apropiada. En otras palabras, de esos aspectos absolutamente centrales del edificio del Estado constitucional (la noción de superioridad de la constitución, y la relación entre el control judicial de legitimidad constitucional de las leyes y la democracia) propondré “just another view”.

II. LA “SUPREMACÍA” DE LA CONSTITUCIÓN

En algunos ensayos importantes dedicados a la estructura normativa del Estado constitucional contemporáneo, Luis Prieto propuso distinguir tres aspectos que caracterizan la constitución de esta forma de Estado: supremacía, rigidez y garantía judicial (véase, en particular Prieto, 2003a; 2008). Estos son aspectos que bien podemos señalar como definitorios del Estado constitucional, y que a su vez presuponen un aspecto ulterior, fundamental y conceptualmente prioritario, como es la naturaleza plenamente jurídica de la constitución: en el Estado constitucional contemporáneo, la constitución es una verdadera fuente de derecho, es una norma jurídica para todo efecto, y no un documento puramente programático, o una loi politique.

Ahora, y omitiendo aquí la cuestión del carácter jurídico de la constitución1, Prieto tiene cuidado de subrayar que estas tres características de la constitución del Estado constitucional (supremacía, rigidez y garantía judicial) son distintas e independientes entre sí. Es decir, conceptualmente independientes; obviamente, entre ellas puede darse fuertes relaciones pragmáticas2. Así, por ejemplo, en presencia de una constitución con “supremacía”, puede ser una buena idea (o no, según el punto de vista) reforzarla con un procedimiento “rígido” de revisión, o garantizarla a través de algún tipo de control judicial de constitucionalidad. Pero, incluso en ausencia de estos recursos contingentes, esa constitución seguirá siendo “suprema”. Por lo tanto, según Prieto, la supremacía de la constitución no depende esencialmente ni de su rigidez ni de la existencia de un control judicial sobre la conformidad de las leyes con la constitución: una constitución puede ser suprema sin ser, a la vez, también rígida, y sin estar judicialmente garantizada.

Uno de los objetivos que se propone Prieto, al insistir en estas distinciones, es aportar una mayor claridad en el debate sobre la conocida “objeción democrática” al Estado constitucional: la idea de que la estructura y el funcionamiento del Estado constitucional provoca una restricción nefasta de los espacios de la democracia. Prieto intenta demostrar, mediante un cuidadoso reconocimiento de los conceptos pertinentes, que no es la supremacía de la constitución lo que es un límite para la democracia, sino que lo es la rigidez y, obviamente, también el control judicial de constitucionalidad. A partir de esto, se pueden configurar modalidades de revisión de la constitución y de control judicial de constitucionalidad que sean de alguna manera “sensibles” a las exigencias de la democracia, manteniendo firme, sin embargo, la idea de la supremacía de la constitución.

Por mi parte, tengo dudas de que las cosas sean así. En particular, si bien estoy de acuerdo con Prieto en que la supremacía de la constitución no puede identificarse con la rigidez, no comparto en cambio la tesis de que la supremacía puede separarse de algún tipo de control judicial de constitucionalidad3. Pero vamos en orden, empezando por la relación entre supremacía y rigidez de la constitución.

2.1. Supremacía y rigidez de la constitución

Prieto sostiene que la supremacía de la constitución se distingue de su rigidez, del siguiente modo. La supremacía de la constitución consiste en la circunstancia de que existe la obligación de respetar la constitución por parte de los poderes públicos, y de las demás normas del sistema. Esto implica que las normas inferiores que contradicen las normas superiores son inválidas4. La rigidez, en cambio, consiste en la circunstancia de que la constitución solo puede ser modificada por un organismo distinto del que la promulgó, o bien por el mismo órgano, pero con una mayoría calificada; por el contrario, una constitución es flexible si basta con que el mismo órgano que la aprobó la modifique con la misma mayoría necesaria para aprobar una ley ordinaria, aunque en hipótesis con un procedimiento distinto al exigido para aprobar una ley ordinaria5.

A esta tesis se le ha objetado (particularmente por parte de J.C. Bayón, quien directamente ha discutido este punto con Prieto) que la rigidez es, en cambio, constitutiva de la superioridad de la constitución: una constitución es suprema en tanto que es rígida. De acuerdo con esta forma de ver, por lo tanto, la rigidez sería una condición necesaria (¿y suficiente?) de la supremacía de la constitución6.

De hecho, en este punto estoy de acuerdo con Prieto: yo también creo que la supremacía y la rigidez no solo son distintas, sino también conceptualmente independientes entre sí. En efecto, en primer lugar, la rigidez no basta para que la constitución sea superior a la ley. La rigidez no es una condición suficiente de supremacía. En mi opinión, como una cuestión general de “sintaxis” del Derecho, la existencia de un procedimiento particular para aprobar, revisar o suprimir algún tipo de acto normativo no hace de por sí que dicho acto normativo sea superior a otros actos normativos. Un acto normativo AN1 no parece convertirse en “superior” a un acto normativo AN2 solo por el hecho de que el procedimiento de producción de AN1 sea más complicado que el procedimiento de producción de AN2. Se pueden dar varios ejemplos al respecto: en el ordenamiento jurídico italiano, dentro del género “ley”, existen ciertos tipos de leyes que requieren procedimientos especiales de aprobación (las denominadas leyes reforzadas), así como leyes ordinarias, pero dotadas de lo que los juristas llaman una “fuerza pasiva” particular (es decir, no sujeta a derogación mediante los procedimientos ordinarios) pero, desde un punto de vista de la jerarquía de las fuentes, éstas se mantienen en el mismo nivel de la ley y de los actos que cuentan con fuerza de ley7. Y creo que se puede decir algo similar, para el ordenamiento español, a propósito de las “leyes orgánicas”. Ninguna de estas leyes, hasta donde yo sé, es considerada por los juristas como “superior” a otras leyes, y mucho menos se considera que tiene un carácter constitucional. Serían “superiores”8, y eventualmente “constitucionales”, si acaso, las normas que establecen los procedimientos para la aprobación, respectivamente, de una ley “ordinaria” y de una ley “reforzada”: una ley ordinaria que quisiera regular una materia reservada a una ley reforzada sería inválida, pero lo sería por contravenir las normas (constitucionales) que regulan los procedimientos pertinentes, y no porque dicha ley ordinaria contravenga, ella misma, la ley “reforzada”. Por el contrario, además, en el sistema italiano, los decretos-ley y los decretos legislativos tienen procedimientos de producción diferentes a los de la ley ordinaria, es decir, tienen condiciones de validez formal diferentes a la ley ordinaria, pero tienen la misma fuerza pasiva y el mismo rango en la jerarquía de las fuentes con respecto a la ley ordinaria (y, de hecho, se definen generalmente como “actos con fuerza de ley”). Por lo tanto, son perfectamente concebibles, y existen de hecho en varios sistemas, actos normativos equivalentes en su nivel de ordenación, aunque con distintos procedimientos de producción.

En segundo lugar, además, es fácil ver que la rigidez ni siquiera es una condición necesaria para la supremacía de la constitución. Al menos a modo de experimento mental, se podría imaginar fácilmente una constitución perfectamente igual a la ley en lo que respecta a los procedimientos de revisión, pero sin embargo considerada por la cultura jurídica de referencia como superior a la ley. (De hecho, en la cultura jurídica italiana anterior a la Constitución rígida de 1948, algunas normas formalmente legislativas eran comúnmente consideradas como materialmente constitucionales9). Desde este punto de vista, sin embargo, el argumento utilizado por ejemplo por J.C. Bayón para demostrar que la rigidez de la constitución es una condición necesaria (aunque no suficiente) de su superioridad jerárquica respecto a la ley resulta autodestructiva y termina, más bien, confirmando la tesis opuesta. En efecto, según Bayón, para que la constitución sea jerárquicamente superior es necesario, además de la rigidez, también una práctica constante de reconocimiento que la identifiquen como norma superior; en ausencia de tal práctica de reconocimiento, una constitución rígida podría ser de hecho (no superior, pero) equiparada con la ley (Bayón, 2004, “Apéndice”). Ahora bien, no se ve cómo este argumento de la práctica del reconocimiento, que según Bayón demuestra que la rigidez no es condición suficiente de la superioridad de la constitución, no pueda aplicarse también a la idea de que la rigidez es una condición necesaria de la superioridad de la constitución. En otras palabras, si lo que es realmente determinante no es el dato “formal” de la modalidad de revisión constitucional, sino el dato “efectivo” de la práctica de reconocimiento que prevalece en una determinada cultura jurídica, entonces no se puede descartar que una práctica de reconocimiento de hecho atribuya a una constitución flexible un valor superior a la ley. Y, con ello, la idea de que la rigidez es condición necesaria de la superioridad de la constitución se derrumba.

Al respecto, el dato importante a tener en cuenta, entonces, es que una jerarquía entre actos normativos no está establecida por el procedimiento distinto, y posiblemente más gravoso, de aprobación o de revisión de un determinado tipo de acto, y ni siquiera por la “fuerza pasiva” particular de un determinado acto normativo. No son las condiciones de validez formal, en sí mismas, las que determinan el rango jerárquico de las normas. La superioridad de la constitución no depende de su rigidez. Pero algo falta aún en el discurso. En efecto, he empleado la noción de “superioridad”, sin aclarar en qué consiste. Ahora nos debemos ocupar de esto.

2.2. Supremacía de la constitución y control jurisdiccional

No estoy de acuerdo con Prieto en cuanto a la noción misma de “supremacía” o “superioridad” de la constitución. Me parece, en efecto, que Prieto junta cosas (demasiado) distintas, y esto le lleva a decir que la supremacía de la constitución es algo marcadamente distinto de la existencia de un control judicial de constitucionalidad.

Según Prieto, conceptualmente, la garantía judicial de la constitución confiere un carácter jurídico a la propia constitución, es decir, un carácter de fuente del Derecho, pero no necesariamente el carácter de una fuente superior o suprema. Por supuesto, la existencia de un control constitucional podría ser un “síntoma”, un “indicio”, o un “corolario” de la supremacía de la constitución10. Pero, según Prieto, una constitución puede ser superior a la ley incluso en ausencia del control judicial de constitucionalidad.

Esta última tesis es, en mi opinión, algo cuestionable, pero para dejar claro mi argumento tengo que introducir una breve digresión sobre la teoría de las jerarquías normativas.

Al menos según algunas reconstrucciones11, en el derecho pueden operar jerarquías normativas de diferentes tipos: en particular, jerarquías estructurales, jerarquías materiales y jerarquías axiológicas. Es necesario dedicar unas palabras al respecto, porque la forma en que se articula esta distinción dejará en claro cuáles son, en mi opinión, los límites del análisis de Prieto.

Pues bien, una jerarquía estructural se refiere a la relación entre los actos normativos y las normas de producción que regulan la correcta producción de tales actos normativos; un acto normativo que ha sido producido de acuerdo con las meta-normas pertinentes es un acto normativo válido, y la noción de validez que se tiene en cuenta aquí es validez formal.

Una jerarquía material se da cuando una normaN1 no puede ser contraria a una norma N2, bajo pena de invalidez; aquí la noción de validez relevante es la validez sustancial o material. Nótese, sin embargo, que la jerarquía material no es una relación de “a dos”, entre N1 y N2; implica necesariamente una tercera norma (o conjunto de normas) N3, que instituya un control de legitimidad de N1 frente a N2, disponiendo la anulación de N1 en caso de que vaya en contra de N212. Ahora bien, es exactamente este control de legitimidad, establecido por N3, lo que hace a N2 “superior” a N1. En otras palabras, la jerarquía material se establece mediante el control de legitimidad. Típicamente, este control de legitimidad será de tipo jurisdiccional, pero no es algo necesario. Lo esencial es que exista una autoridad con el poder de eliminar de forma autoritativa el acto normativo que expresa la norma inválida, y precisamente porque expresa una norma inválida (y no, por ejemplo, por una libre elección política, como sucede en la derogación legislativa). Este poder puede atribuirse indistintamente (indistintamente desde un punto de vista conceptual, se entiende) a una autoridad judicial, administrativa, o de naturaleza mixta judicial y política, como de hecho sucede en el caso de muchas cortes constitucionales.

Para demostrar lo plausible de este nexo conceptual entre la jerarquía (material), la validez (material) y el control de la legitimidad, basta con un sencillo experimento mental. Probemos eliminar N3 de la definición de jerarquía material anteriormente dada: vemos entonces, de inmediato, que en ausencia de N3 no hay ningún elemento que permita afirmar que N2 sea superior a N1. En otras palabras, cada vez que afirmamos que una norma es superior que otra no podemos evitar preguntarnos en virtud de qué lo es. Si es superior en virtud del hecho de que la norma inferior es inválida cuando es contraria a la superior, entonces esto significa que hay órganos y procedimientos para declarar esa invalidez, removiendo (es decir, anulando) el acto que la expresa. Una invalidez que nadie tiene poder para declararla no tiene sentido, al menos en un ordenamiento normativo “dinámico”, y no puramente “estático”, como es el derecho13. De esto se sigue, además, que la validez (material) se puede predicar solo para las normas “inferiores” en una jerarquía material: no puede, en cambio, predicarse para normas supremas, por ejemplo, las constitucionales, precisamente porque para estas normas no existe una norma del tipo N3, que disponga un efecto de anulación en caso de conflicto con otras normas. Las normas constitucionales no son válidas ni inválidas14.

Por último, se da una jerarquía axiológica cuando una norma N1 se considera más importante que otra norma N2. Esta relación de importancia puede tener varias consecuencias: típicamente, N2 tendrá que ser interpretada de acuerdo con N1 (esta es exactamente la lógica subyacente a la interpretación “conforme a” la constitución); o bien, N2 deberá ser inaplicada si es incompatible con N1. Por lo tanto, mientras que una jerarquía material está vinculada a un juicio de validez (material o sustancial), una jerarquía axiológica está vinculada a un juicio de aplicabilidad15: que una norma N1 se considere aplicable en detrimento otra norma N2, presupone que N1 se considera “más importante” que N2. Esto es exactamente lo que sucede, por ejemplo, cuando un ordenamiento considera aplicables las normas más recientes respecto a las normas más antiguas (el criterio de la lex posterior), o las normas especiales respecto a las generales (el criterio de la lex specialis), o también cuando en materia penal se debe aplicar la norma obtenida con un argumento a contrario en lugar de una derivada por analogía (el denominado principio de taxatividad de la ley penal). Nótese que ninguna de estas opciones en cuanto a la aplicabilidad es conceptualmente necesaria: todas son el resultado de opciones valorativas contingentes, por ejemplo, a favor del cambio deliberado del derecho (en el caso de la lex posterior), a favor de la certeza de la sanción penal (en el caso de la prohibición de la analogía en materia penal), etc.

Este largo excursus debería dejar en claro por qué no encuentro posible separar conceptualmente la supremacía de la constitución de la existencia de un control judicial (en un sentido amplio) de constitucionalidad. Si la supremacía de la constitución sobre la ley significa (como afirma Prieto) que la ley contraria a la constitución es inválida, entonces esto significa que entre la constitución y la ley hay una jerarquía material o, lo que es lo mismo, que hay un control de legitimidad de la ley con respecto a la constitución (con el consiguiente poder de anulación de la ley inconstitucional).

En otras palabras, es el control de la legitimidad el que establece la jerarquía normativa (una jerarquía material y una relación de validez) entre las reglas implicadas en ese control. Por lo tanto, bien visto, el control judicial de la constitucionalidad no es simplemente una condición de efectividad de la constitución: no solo tiene por objeto reforzar la probabilidad de que se respete la constitución, introduciendo un instrumento que sancione o elimine las violaciones de la constitución16; el control de constitucionalidad es también condición conceptual de la superioridad de la constitución sobre la ley. Sin control de constitucionalidad, la ley y la constitución serían indistinguibles en cuanto a la fuerza normativa y al rango en la jerarquía de fuentes, la constitución nunca podría determinar la invalidez de las leyes que la contravienen. Ciertamente, una constitución así podría aún prevalecer sobre la ley, no como condición de validez de esta última, sino más bien en el plano de la aplicabilidad: una ley inconstitucional podría estar sujeta a la inaplicación, incluso si nadie tiene el poder de declarar su invalidez. En este caso, la constitución sería superior a la ley (no en un sentido material, sino más bien) en un sentido axiológico. Esto sucede, en efecto, en algunos ordenamientos jurídicos, y esto también podría ser una correcta reelaboración de la propuesta del propio Prieto, como veremos en el siguiente apartado.

Si todo esto es correcto, entonces las constituciones contemporáneas se ubican en el vértice de la jerarquía de las normas, en tanto que hay control de constitucionalidad de la ley. El control de constitucionalidad no es un síntoma ni un corolario, y mucho menos un rasgo contingente, de la superioridad de la constitución. Más bien, es constitutivo de la superioridad (en sentido material) de la constitución. Es la existencia del control de constitucionalidad lo que cambia la estructura del ordenamiento, y que sitúa a la constitución por encima de la ley ordinaria, condicionando su validez.

2.3. Supremacía de la constitución y revisión constitucional “solo explícita y formal”

En ausencia de un control de constitucionalidad (es decir, reitero, en ausencia de la posibilidad de que una ley contraria a la constitución sea anulada y, por lo tanto, en ausencia de una jerarquía material), la constitución podría seguir siendo, hipotéticamente, superior a la ley. De hecho, entre la constitución y la ley aún podría haber una jerarquía axiológica. Esto significa que la constitución, si bien no puede determinar la invalidez de las normas legales que la contravienen, aún puede ser capaz de influir en la aplicabilidad de estas últimas.

Creo que esto sería, a fin de cuentas, la noción de supremacía de Prieto. En otras palabras, la supremacía de la constitución sería esencialmente una supremacía en sentido axiológico; solo contingentemente —es decir, en caso se presente también un control de constitucionalidad— la constitución puede adquirir también una supremacía en sentido material. Y, en teoría, obviamente, no hay nada de malo en esto, siempre, sin embargo, que se tenga el cuidado de precisar que en el primer caso (supremacía solo en sentido axiológico) la constitución no puede ser condición de la validez de las leyes, sino solo de su aplicabilidad.

Que esta noción de superioridad de la constitución se resuelva en una jerarquía axiológica también se demuestra con otro argumento. Según Prieto, la supremacía de la constitución requiere, al menos, que los cambios en la constitución se hagan de manera explícita, de modo que la constitución, aunque flexible en hipótesis, no esté sujeta a la derogación tácita por parte de la ley17. Este punto ha sido malentendido (por Bayón, 2004, y quizá por el propio Prieto) como una cuestión relacionada con la flexibilidad / rigidez de la constitución. Pero claramente esto no es un problema de revisión constitucional en sentido estricto: por definición, una derogación tácita no modifica el texto de la constitución, así como no modifica el texto de una ley anterior. La derogación tácita es, más bien, una forma de resolver una antinomia entre dos normas haciendo prevalecer la norma posterior, es decir, aplicando esta última e inaplicando la norma anterior. El funcionamiento del criterio lex posterior, como es sabido, no afecta la validez de la norma anterior, sino únicamente su aplicabilidad18.

Pues bien, la tesis de que la constitución, aunque en hipótesis flexible, no debería en todo caso ser objeto de una derogación tácita significa simplemente que una constitución (aunque no asistida por el control de constitucionalidad) aún puede considerarse superior a la ley si, en caso de conflicto, es capaz de determinar la inaplicación de la ley. En este caso, de hecho, operaría un criterio de aplicabilidad inverso respecto al criterio de la lex posterior, de tal manera que la norma (constitucional) anterior prevalece sobre la norma (legislativa) posterior. Y esto no tiene nada que ver con las modalidades de revisión de la constitución, no tiene nada que ver con el carácter rígido o flexible de la constitución. Se trata, más bien, de la existencia —en hipótesis— de una jerarquía axiológica entre la constitución y la ley, lo que determina la inaplicación de la ley contraria a la constitución.

2.4. Haciendo un balance

Quizás sea oportuno resumir brevemente el argumento que he intentado presentar en los apartados anteriores.

Es cierto que la supremacía y la rigidez de la constitución son conceptos distintos. (Esto es algo que también sostiene Prieto, pero con argumentos parcialmente distintos a los míos.)

Sin embargo, no es del todo cierto que la supremacía de la constitución sea distinta del control judicial de constitucionalidad. En efecto, la superioridad en sentido material de la constitución (que conduce a un juicio de validez de la ley) está conceptualmente vinculada a la existencia del control de constitucionalidad, es decir, la posibilidad de anular la ley contraria a la constitución. En cambio, la supremacía axiológica (que conduce a evaluaciones en términos de aplicabilidad) es independiente de la existencia de un control de constitucionalidad. Incluso una constitución flexible puede ser superior a la ley en un sentido axiológico, si se autoriza a los jueces inaplicar leyes posteriores a la constitución, cuando su contenido entra en conflicto con la constitución. (Tal autorización puede provenir de una norma jurídica positiva, o bien puede derivar directamente de una “práctica de reconocimiento”). Incluso si no conduce a juicios en términos de validez / invalidez, esta sigue siendo una supremacía jurídicamente relevante, ya que se traduce en argumentaciones jurídicas y da lugar a consecuencias jurídicas.

Por último, una constitución podría ser superior a la ley en un sentido aún más débil: podría generar tan solo un “deber de respeto”, del que no se derivan consecuencias jurídicas de ningún tipo, ni siquiera en términos de aplicabilidad19. En este último caso, la constitución será (hipotéticamente) superior a la ley no en un sentido jurídico, sino en un sentido puramente “moral” o “cultural”.

III. JUSTICIA CONSTITUCIONAL Y DEMOCRACIA

Un segundo punto que quiero discutir brevemente se refiere a la relación entre el control judicial de constitucionalidad y la democracia. Prieto, como hemos visto, niega que el concepto de supremacía de la constitución esté en sí mismo en conflicto con el ideal democrático; más bien, según Prieto, la democracia mayoritaria está limitada, por un lado, por la rigidez de la constitución y, por el otro, por el control judicial de constitucionalidad.

Ambas cosas, sin embargo, según Prieto, pueden ser moduladas de distinta manera, e incluso diluidas, sin menoscabar la idea de la supremacía de la constitución. Así, como ya hemos visto, según Prieto, una constitución no rígida continúa siendo suprema, siempre que sus cambios se adopten mediante un procedimiento público y formal (aunque idéntico al procedimiento de elaboración de la ley ordinaria). Del mismo modo, según Prieto, es posible imaginar una modalidad de control judicial de constitucionalidad que sea relativamente respetuoso de la esfera democrática. Veamos de qué modo.

Como es bien sabido, los sistemas de justicia constitucional presentes en los Estados constitucionales contemporáneos oscilan entre dos modelos “puros”: el modelo concentrado, o “kelseniano”, que prevé una sola autoridad con la facultad de declarar con efectos erga omnes la inconstitucionalidad de una ley; y el modelo difuso, o “estadounidense”, que autoriza a cualquier juez a evaluar un posible contraste entre ley y constitución, pero con efectos limitados a la inaplicación en el caso concreto20. Generalmente, los sistemas que concretamente existen, consisten en una mezcla entre el modelo concentrado y el modelo difuso, a veces acentuando más el primero y a veces más el segundo: como señala efectivamente Prieto, a menudo la concreta predisposición de un sistema de justicia constitucional en un ordenamiento no responde en absoluto a razones puramente técnico-legales, sino más bien a complejas y a veces hasta contradictorias circunstancias políticas y concepciones ideológicas (Prieto, 2008, p. 169).

De hecho, por lo general, los sistemas de justicia constitucional presentes en Europa están inspirados, en principio, en el modelo kelseniano de control concentrado. Esto se debe probablemente a la influencia que el legicentrismo ha tenido en Europa (continental) durante los últimos dos siglos: es cierto que la constitución del Estado constitucional ha “destronado” a la ley, como le gusta decir a Paolo Grossi, pero esto, en todo caso, se ha hecho garantizándole a la ley un cierto resguardo, esto es, asegurándole un juez particular, por lo general, incluso, un poco “político”.

Ahora, según Prieto, la presencia de control concentrado es, en cierta medida, incompatible con la estructura normativa del Estado constitucional, una especie de cuerpo extraño, un remanente de la mentalidad kelseniana y legalista de los juristas europeos. En efecto, una vez que se ha reconocido el carácter plenamente jurídico de la constitución, y una vez que la constitución ya no es solo la norma sobre las fuentes, sino que contiene principios y derechos susceptibles de algún tipo de aplicación en un juicio, se hace inevitable que la constitución entre en el razonamiento jurídico de todos los jueces, y no solo de un juez “especializado” como una Corte constitucional. En otras palabras, una vez que se advierte que la constitución del Estado constitucional no contiene una “materia constitucional” bien delimitada, sino que proclama principios y derechos de cualquier tipo (es decir, relevantes para el derecho civil, el derecho penal, el derecho tributario, etc.), no puede evitar que ella entre en todo tipo de controversia judicial (Prieto, 2003a, pp. 170-172; 2008, pp. 170-171).

No solo eso. Según Prieto, el control difuso es también respetuoso del principio democrático y, por lo tanto, puede minimizar (aunque no, obviamente, neutralizar del todo) la conocida objeción contra-mayoritaria a la judicial review. En efecto, el control difuso no incide sobre el texto de la ley considerada inconstitucional: no la manipula, ni la anula, sino que la inaplica en el caso concreto. La ley inaplicada permanece “íntegra” y podrá ser aplicada en otro caso, donde eventualmente no plantee problemas de inconstitucionalidad. Esto, a menos que la ley no resulte siempre inconstitucional, pues en ese caso su constante inaplicación terminará siendo, de hecho, equivalente a una anulación (Prieto, 2003a, pp. 172-173; 2008, pp. 171-173).

La conclusión, por lo tanto, es que un control difuso de constitucionalidad es, por un lado, más coherente con la estructura normativa del Estado constitucional y, por otro lado, más respetuoso del principio democrático. Por mi parte, en primer lugar, intentaré cuestionar los argumentos de Prieto (3.1), para luego esbozar una forma alternativa de conciliar el conflicto entre democracia y judicial review (3.2).

3.1. Control concentrado, control difuso y democracia

Prieto tiene toda la razón al advertir que en el Estado constitucional el control de constitucionalidad, si bien está formalmente concentrado, tiende inexorablemente a volverse (también) difuso. De hecho, tiene pleno sentido con la “lógica” o, mejor aún, la “cultura” del estado constitucional que los jueces ordinarios utilicen los principios constitucionales en los procesos judiciales: ya sea recurriendo a la aplicación “directa” de la constitución (si un caso no está regulado, o claramente regulado, en el nivel legislativo, el juez ordinario podrá colmar la laguna buscando la regulación de una determinada relación directamente en uno o más principios constitucionales) o mediante la aplicación “indirecta” de la constitución (el juez ordinario podrá evaluar el modo como el legislador ha actuado los principios constitucionales pertinentes, podrá interpretar la ley de tal modo que sea compatible con los principios constitucionales, o podrá usar principios constitucionales para integrar el significado de cláusulas generales y de conceptos elásticos).

En otras palabras, en el Estado constitucional el juez ordinario no se conformará con una simple ausencia de contradicciones entre la ley y la constitución, sino que exigirá que la primera sea congruente con la segunda (y se ocupará directamente a este fin). Todo esto, como resulta evidente, lleva a atribuir al control de constitucionalidad un carácter tendencialmente “difuso”: en efecto, incluso en un sistema en el que esté formalmente en vigor un control concentrado de constitucionalidad de las leyes, el uso extendido de las técnicas anteriormente mencionadas significa que la aplicación judicial de los principios constitucionales (y el trabajo de adecuar la legislación a ellos) tiene lugar mucho antes del inicio de un proceso de inconstitucionalidad ante la Corte constitucional. De este modo, las cortes asumen la tarea (o parte de la tarea) de actuar la constitución, situándose casi en una posición de competencia con respecto al legislador, competencia que puede, incluso, dar lugar a verdaderas inaplicaciones de las leyes consideradas contrarias a la constitución, posiblemente tras la apariencia de interpretaciones “conformes con la constitución”.

Sin embargo, me parece que esta tendencia a “difundir” el control constitucional solo es compatible con la estructura del Estado constitucional si también sigue estando asociada con el control concentrado. Trataré de explicarme.

Como se suele decir, el Estado constitucional aspira a una convivencia, a menudo problemática, entre diferentes valores: libertad, igualdad, solidaridad, dignidad, autonomía... A veces se dice que en el Estado constitucional no hay un único valor supremo en comparación con los otros o, lo que es el mismo, que el único valor supremo, o meta-valor, es el pluralismo. En esto, el Estado constitucional representa una superación del Estado legislativo que, en cambio, puso un valor en una posición preeminente sobre los demás, y este valor fue la seguridad jurídica. Esto no quiere decir que la seguridad jurídica haya desaparecido del horizonte normativo del Estado constitucional: más bien que, en el Estado constitucional, la seguridad jurídica es un valor que está destinado a entrar en equilibrio con otros valores constitucionales21.

Ahora bien, en un modelo de control constitucional difuso como el propuesto por Prieto, me parece que el valor de la seguridad jurídica está destinado a ser excesivamente sacrificado. En efecto, la utilización judicial de la constitución incentiva prácticas interpretativas bastante temerarias (interpretación “conforme a la constitución”, ponderación y concretización de principios constitucionales...) que solo valdrán en el caso concreto, sin que nada garantice que otros jueces no den una interpretación diferente de esa misma ley, o que evalúen de una manera distinta la incompatibilidad con la constitución, o no lleguen a una distinta ponderación o a una distinta concretización de los principios constitucionales. En otras palabras, el modelo difuso de justicia constitucional imaginado por Prieto (que, al parecer, es un modelo “puro”, carente de cualquier elemento de concentración, ni siquiera en el nivel de precedente vinculante) solo podría funcionar si se acepta alguna forma de cognitivismo interpretativo tal que los jueces ordinarios no pueden sino converger en sus evaluaciones del conflicto entre una ley y la constitución. Solo en este caso la “difusión” del control constitucional no se traduciría en una anarquía interpretativa que afectaría seriamente el valor (constitucionalmente relevante) de la seguridad jurídica y también, obviamente, en la igualdad.

Pero, como sabemos (y como Prieto también sabe bien), esta no es la realidad. En la realidad, diferentes jueces bien pueden llegar a conclusiones diferentes sobre si una ley contradice la constitución. El juicio de conformidad entre la ley y los principios constitucionales a menudo puede implicar evaluaciones complejas, y ser controvertido. En un sistema difuso “puro”, diferentes jueces podrán fácilmente expresar diferentes evaluaciones sobre cómo ponderar y concretizar los principios constitucionales relevantes, sobre cuál es la mejor manera de hacer que la ley “sea conforme a” la constitución mediante la interpretación. Por lo tanto, es bueno que la libertad interpretativa del juez común, y su posibilidad de “dialogar” directamente con la constitución, encuentren un contrapeso en alguna forma de “concentración” del control de constitucionalidad: esto puede, como mínimo, consistir en atribuir a una corte en particular el poder de formular decisiones dotadas de valor de precedente vinculante; o bien puede consistir en el establecimiento de una típica Corte constitucional de tipo “europeo” de sistema constitucional. Esta última solución, por lo demás, tendrá la ventaja de eliminar definitivamente las normas y los actos normativos contrarios a la constitución, y posiblemente también la ventaja adicional de proporcionar a los jueces comunes un punto de referencia particularmente autorizado (aunque no fuera vinculante) en la interpretación de la constitución. Y esto, repito, no será una traición a la lógica del Estado constitucional, sino que será totalmente coherente con ella, en salvaguarda de valores (igualdad, certeza) que distan mucho de ser irrelevantes para el Estado constitucional.

También se puede llegar a una conclusión similar desde una perspectiva diferente: ya no desde la perspectiva de los valores consagrados por el Estado constitucional, sino desde la perspectiva de los poderes, o de los centros de toma de decisiones que operan en él. Incluso desde este punto de vista, el Estado constitucional ha sustituido un modelo “vertical”, típico del Estado legislativo, en el que una autoridad (el legislador) tenía la última palabra como depositario de la soberanía, por un modelo “reticular” en el que diferentes autoridades contribuyen, a veces de manera cooperativa y a veces de manera conflictiva, a la definición y protección de los derechos fundamentales. La imagen vertical propia del Estado legislativo, con la ley en el vértice de las fuentes y el juez sujeto únicamente a la ley, se contrapone ahora con un modelo difuso, en el que la garantía de los derechos debe surgir del equilibrio y del control recíproco entre múltiples poderes, con diferentes títulos de legitimidad (legislador, autoridades administrativas independientes, jueces comunes, Corte constitucional, cortes supranacionales), sin que ninguna única autoridad sea capaz de imponer la última palabra. O bien —lo que es esencialmente lo mismo— la última palabra, el ejercicio del poder soberano, se retrasa en la mayor medida posible, diluida en un caleidoscopio de restricciones y contrapesos (Pino, 2017b, pp. 212-213). Y me parece que, en esta compleja arquitectura, la presencia de una Corte constitucional no es solo un accidente histórico, un residuo de un modelo (“kelseniano”) sustancialmente superado, sino que desempeña un rol estratégico para salvaguardar, una vez más, la certeza y la igualdad.

Por lo tanto: la aplicación directa de la constitución, la libertad interpretativa de los jueces, el respeto de la democracia, o la seguridad jurídica, tal vez puedan estar mejor equilibrados garantizando a los jueces ordinarios un grado de autonomía de interpretación conforme a la constitución, siempre que sea posible mantenerse dentro de los límites (aunque débiles) del texto; mientras que, cuando el texto de la ley no admita una posibilidad de interpretación conforme a la constitución, la palabra debería pasar a una Corte constitucional con poder (concentrado) para anular dicha ley.

3.2. El “carácter democrático” del control de constitucionalidad

Concluyo estas notas desordenadas con una reflexión sobre una posible manera, alternativa a la configurada por Prieto, para conciliar la democracia y el control judicial de constitucionalidad22.

Una primera observación que debe hacerse es la siguiente. Es indiscutible que, en cierta medida, el Estado constitucional sacrifica la democracia. Esto, por la simple razón de que la democracia es uno de los valores que protege el Estado constitucional, pero no es el único: en el Estado constitucional, la democracia convive con otros valores, y esta convivencia a veces puede ser problemática, del mismo modo que a veces puede ser problemática la convivencia entre otros valores protegidos por el Estado constitucional. No creo que debamos ir en busca de una imposible cuadratura del círculo, de enrevesadas demostraciones en las que todos los componentes del Estado constitucional conviven en perfecta armonía. Tal vez el Estado constitucional se basa sobre una apuesta diferente: sobre la posibilidad de que del pluralismo (a veces incluso conflictivo) de los diferentes valores surja una mejor protección de los derechos fundamentales (Costa, 2010; Fioravanti, 2014, p. 1091).

Dicho esto, también es cierto que muchas de las objeciones “democráticas” al Estado constitucional se basan en suposiciones bastante cuestionables. Un presupuesto, en particular, del que a menudo parece surgir este tipo de críticas es la idea de que el parlamento está dotado de legitimidad democrática, mientras que las cortes son órganos puramente técnico-burocráticos, casi “aristocráticos”. Pero esto parece una versión bastante edulcorada de la realidad. En efecto, el carácter democrático de un sistema político, o de sus componentes, es una cuestión de grado, no una cuestión del tipo “todo-o-nada”; el único régimen que realmente podría garantizar el pleno respeto de la autonomía personal y política de los ciudadanos sería, quizá, una democracia directa, mejor aún si funcionara con la regla de la unanimidad. Solo en este contexto todos los ciudadanos podrían ser considerados realmente “autores” de las elecciones colectivas. Pero es evidente que tal régimen no tiene posibilidad alguna de funcionar en un contexto social apenas complejo (incluso en un contexto social simple y restringido no sería muy funcional, dado el poder de veto sobre las decisiones colectivas que asignaría a cada ciudadano). Por lo tanto, dado que todavía es necesario tomar decisiones sobre la vida en sociedad, bajo pena de un retorno al estado de naturaleza, es necesario recurrir a mecanismos que, en alguna medida, se alejen del ideal de la democracia directa que decide por unanimidad: de ahí la democracia representativa, y la regla de la mayoría. Por no señalar, además, que hay muchos modos distintos, que no son funcionalmente equivalentes, de configurar los mecanismos sea de la representatividad23, o sea de la decisión por mayoría, y que a menudo solo por pura ficción se puede asumir que el ciudadano común se siente realmente involucrado y representado en un procedimiento parlamentario24. Por lo demás, una vez que se rechaza la identificación orgánica entre los ciudadanos y sus representantes, surge claramente la necesidad de proteger los derechos de los ciudadanos también contra sus representantes25.

De ser así, entonces, la introducción de un control judicial sobre las leyes para garantizar los derechos fundamentales no equivale necesariamente a una disminución en la tasa del carácter democrático del sistema: por el contrario, ella puede funcionar como un elemento para hacer más democrático el sistema. En efecto, una vez aceptado que los sistemas democráticos son solo más o menos democráticos, la judicial review puede ser considerada, bajo determinadas condiciones, como un mecanismo para asegurar el ingreso de nuevas formas de participación democrática en la formación de las decisiones colectivas. Mediante los mecanismos de la judicial review, normalmente activados por iniciativas de personas cuyos derechos o intereses se consideran afectados por las decisiones por mayoría, se asegura que el individuo tenga la oportunidad de intervenir en el proceso de formación o de consolidación de tales decisiones, cuestionándolas en un foro imparcial (ya que no refleja el juego de las mayorías políticas) sobre la base de sus derechos individuales.

Por otra parte, a menudo la legislación puede favorecer a una mayoría, y perjudicar a algunas minorías, simplemente por inercia: porque un cierto conjunto de intereses se cristalizó en el tiempo (tal vez en un momento en el que ese particular desequilibrio entre los intereses mayoritarios y otros intereses ni siquiera era percibido, debido a la escasa visibilidad de las minorías, por una distinta sensibilidad social, etc.), y luego los órganos legislativos no pudieron encontrar un consenso suficientemente amplio, la voluntad política, o tal vez ni siquiera el tiempo para ponerlo a discusión. En tales casos, la judicial review puede representar una oportunidad adicional de participación democrática, ya que puede servir para poner en marcha un debate público, incluido un debate parlamentario, que simplemente faltaba26. Y nótese que, en algunos países, entre ellos Italia, el debate público (y parlamentario) sobre cuestiones de derechos fundamentales, como el matrimonio entre personas del mismo sexo o las decisiones sobre el final de la vida, ha sido incentivado y enriquecido, y no monopolizado ni congelado, precisamente por la presencia de intervenciones judiciales. Después de todo, la democracia no solo se ejerce el día de las elecciones, ni es solo decisión por mayoría (Bovero, 2016).

El hecho de que la “palabra” del legislador sea puesta en discusión en un foro imparcial (las cortes, relativamente inmunes con respecto a las presiones y a las pasiones de la política mayoritaria) significa que los ciudadanos que denuncian una lesión de sus derechos por parte de la mayoría pueden dar sus propias razones a) en un ámbito donde las razones de la mayoría no tienen necesariamente un valor preponderante, como en cambio sucede en el ámbito de la democracia representativa y mayoritaria; y b) ante un sujeto que luego tomará sus propias decisiones, idealmente, no sobre la base de menudos compromisos políticos, sino sobre la base de razones públicamente consumibles y, en cierta medida, “objetivadas” en las formas del razonamiento jurídico.

En síntesis, si el panorama descrito es plausible, se desprende que la judicial review no es por su naturaleza antidemocrática; más bien, en ella entran en juego dos dimensiones distintas de la democracia, o dos formas de ejercer la democracia. La primera es la conocida dimensión de la democracia representativa, basada en el principio de la mayoría, que concierne a las instituciones de gobierno (Parlamento y ejecutivo)27; la segunda, es una democracia “contestataria”28, referida a la posibilidad de que los ciudadanos cuestionen las decisiones adoptadas por sus representantes. La primera funciona como lugar para la formación de decisiones colectivas, adoptadas por órganos representativos y por mayoría; la segunda funciona como una oportunidad para impugnar tales decisiones por iniciativa de los propios ciudadanos (o incluso por iniciativa de sujeto que no han tenido ninguna representación en el proceso de toma de decisiones) y, en su caso, para corregirlas o enmendarlas a la luz de los derechos individuales involucrados. En esta segunda fase, además, la tarea del “tercero” no será sustituir, con su propia evaluación del fondo, la realizada por del legislador sino, más bien, verificar que todos los intereses involucrados en la decisión legislativa se han tenido debidamente en cuenta en el proceso de toma de decisiones (por ejemplo, recurriendo al test de proporcionalidad). Y todo esto aún merece el nombre de “democracia” porque, incluso si en la judicial review está implicada una institución aparentemente “aristocrática”29, ella no se mueve por sí misma, sino por iniciativa de los ciudadanos que asumen una afectación de alguno de sus derechos por parte de sus representantes.

Es cierto que estas dos dimensiones de la democracia podrían entrar en tensión entre sí, pero esto no es un efecto imprevisto o patológico: la democracia representativa es solo uno de los valores incorporados por el constitucionalismo contemporáneo, y bien se puede decir que el constitucionalismo contemporáneo apuesta precisamente por el hecho de que esta tensión entre diferentes elementos contribuya, en última instancia, a una mejor protección y promoción de los derechos fundamentales que ella proclama.

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* Traducción a cargo de Félix Morales Luna, profesor de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

** Profesor de Filosofía del Derecho, Università Roma Tre, Agradezco a Riccardo Guastini y a Matija Žgur por haber leído una versión previa de este trabajo.

1 De hecho, el reconocimiento de la naturaleza jurídica de la constitución no cierra aún la discusión. Una vez reconocida la naturaleza jurídica de la constitución todavía son posibles varios modos alternativos de conceptualizar el rol de la constitución como fuente del derecho: por ejemplo, como “límite” a la legislación, o bien como “fundamento” de todo el ordenamiento jurídico. La opción característica del constitucionalismo contemporáneo está a favor de esta segunda modalidad (véase Prieto, 2003b, p. 121 ss.). Para más reflexiones sobre la alternativa entre constitución como “límite” y como “fundamento”, y sus implicaciones para la interpretación constitucional, reenvío a Pino, 2017a; 2019.

2 Una tesis similar es sostenida también en Ruiz Miguel, 2003, en particular, pp. 82-83.

3 ¿Qué tipo de discurso tengo la intención de hacer? ¿Qué tipo de desacuerdo pretendo sacar a la luz? Claramente, no se trata de un desacuerdo empírico, sobre hechos. No intento, ciertamente, discutirle a Prieto la credibilidad empírica o histórica de alguna de sus afirmaciones. No quiero decir que Prieto se haya equivocado en alguna descripción de la realidad. Serán, más bien, desacuerdos conceptuales. Con esto quiero decir que no estoy de acuerdo con la reconstrucción conceptual que Prieto propone de la noción de superioridad de la constitución, e intentaré proponer una reconstrucción conceptual diferente y, en mi opinión, mejor. Por supuesto, que una reconstrucción conceptual sea mejor que otra no es algo fácil de probar (excepto, por ejemplo, en el caso de que una determinada reconstrucción sea autocontradictoria). Los criterios que ayudan a este fin son bastante elásticos: coherencia interna, simplicidad, elegancia, proximidad a intuiciones comunes (por ejemplo, en nuestro caso, las opiniones comunes de los juristas), una cierta relación con “la realidad”, aunque no pueda directamente calificarse en términos de “descripción”. Por lo tanto, se trata de oponer una conceptualización a otra, y ver cuál “funciona mejor”.

4 Prieto, 2003a, pp. 148, 149, 151; 2008, pp. 156, 158, 159, 160. Sobre el nexo conceptual entre jerarquías normativas y validez, véase Prieto, 2008, pp. 155, 157 nota. 4, 160.

5 Prieto, 2008, p. 164. Anteriormente, Prieto había sostenido que una constitución es rígida incluso si es modificable de la misma forma que la ley, pero a condición de que dicha modificación sea expresa; en otras palabras, si la constitución no es pasible de derogación tácita, entonces cuenta como “rígida”, incluso si los cambios pueden darse mediante un procedimiento legislativo ordinario (Prieto, 2003a). Más adelante discutiré esta tesis (§ 2.3).

6 Véase Bayón, 1998, p. 58 («la supremacía requiere la rigidez»); Bayón, 2004 (véase, en particular, el “Apéndice” al final del ensayo). (Para la réplica de Prieto, véase Prieto 2008.) En este sentido, véase también Ferrajoli, 2013, p. 57 (la rigidez constitucional es «una connotación estructural de las constituciones vinculada a su ubicación en el vértice de la jerarquía de las normas»; «se identifica, en suma, con la posición supraordenada de las normas constitucionales con respecto a todas las otras fuentes del ordenamiento»).

7 Como ejemplos de leyes reforzadas consideren, en el ordenamiento italiano, las leyes de amnistía e indulto, las leyes que reconocen a determinadas regiones «formas y condiciones particulares de autonomía» (art. 116 de la constitución), las leyes de presupuesto, las leyes de autorización para la ratificación de tratados internacionales. Como ejemplo de leyes con una fuerza pasiva particular (más intensa que la de las leyes ordinarias) están, en el ordenamiento italiano, algunas leyes ordinarias que se sustraen de la derogación mediante el referéndum (véase el segundo párrafo del artículo 75 de la constitución), por lo que tienen una fuerza pasiva superior a las otras leyes ordinarias (todas ellas, en cambio, sujetas a la derogación mediante el referéndum). Pero no por esto son normalmente consideradas como situadas en un peldaño superior de la jerarquía de las fuentes. Sobre las “leyes reforzadas” y las “fuentes atípicas” en el ordenamiento italiano véase Bin, Pitruzzella, 2005, pp. 327-332.

8 En el sentido de la jerarquía “estructural”; véase infra, 2.2.

9 Se trataba, en concreto, de las normas sobre las fuentes y sobre las actividades de producción y aplicación del derecho. Véase, por ejemplo, Paladin, 1996, p. 27 ss.; al respecto, Pino, 2011a.

10 Sobre el control de constitucionalidad como “síntoma” o “indicio” de la supremacía de la constitución, véase Prieto, 2008, pp. 167, 169; como “corolario” de la supremacía de la constitución, véase Prieto, 2003a, pp. 153, 155, 174.

11 Sigo aquí, fundamentalmente, el análisis de Guastini (1998, p. 121 ss.; 2010, pp. 241-254) que tomé en cuenta, y en parte modifiqué, en Pino, 2016, Capítulo VII.

12 Para ser más precisos, el control de legitimidad consiste no en anular en sí misma la norma N1 sino, más bien, el acto normativo que la expresa. (Cuando una Corte constitucional advierte un contraste entre una norma legal y una norma constitucional anula la ley, no las normas que ella expresa). Y la razón por la que anula dicho acto consiste, precisamente, en la invalidez de la norma que expresa.

13 Evidentemente, me refiero aquí a la distinción entre sistemas normativos de tipo “estático” y de tipo “dinámico” tal como es planteada por Kelsen, 1960, § 34.

14 Otro ejemplo bastante significativo (al menos en el plano teórico): las normas aprobadas en el ámbito de la revisión constitucional y las demás leyes constitucionales. Si la Corte constitucional no tiene el poder de anular las leyes de revisión y las demás leyes constitucionales, las normas contenidas en ellas no serán ni válidas ni inválidas sino, a lo más, tan solo inaplicables.

15 Sobre la noción de aplicabilidad reenvío a Pino, 2011b; 2016, cap. VI (donde se pueden encontrar amplias referencias bibliográficas).

16 Esta es, por ejemplo, la posición de Ferrajoli, 2007, pp. 545, 693, a propósito de las “lagunas secundarias”, es decir, la posible ausencia de un instrumento de “garantía secundaria”, como lo es, precisamente, el control jurisdiccional de constitucionalidad. Para la tesis de que la superioridad de la constitución es lógicamente separable del control de constitucionalidad, véase también Nino, 1996, cap. 7; Bayón, 2004, p. 137.

17 Prieto, 2003a, pp. 151, 153, 173; 2008, pp. 161-165.

18 Esto, sin embargo, también está claramente reconocido por Prieto, 2008, p. 157, nota. 4.

19 Este es el sentido “mínimo” de superioridad según Ruiz Miguel, 1988. Prieto se refiere a él como una superioridad meramente “simbólica” (Prieto, 2008, p. 165).

20 Téngase en cuenta, en todo caso, que si en un sistema de este tipo hay una Corte Suprema cuyas resoluciones tienen carácter de precedente vinculante, los efectos de la decisión de inconstitucionalidad que emita son indistinguibles, concretamente, de la anulación dictada por una Corte constitucional en un sistema concentrado.

21 Pino, 2018. Me parece, en cambio, que Prieto acepta con demasiada facilidad el sacrificio a la seguridad jurídica que implica su modelo; véase, por ejemplo. Prieto, 2003a, p. 173.

22 Este apartado retoma la tesis que ya he expuesto en Pino, 2014, pp. 621-628; y 2017b, cap. 7.

23 Es evidente, por ejemplo, que ciertos mecanismos electorales producen resultados que se acercan más a un modelo decididamente “aristocrático” que a uno “democrático”: piénsese, por ejemplo, en el voto mediante listas cerradas, en el que los candidatos ubicados en posiciones “seguras” fueron seleccionados por las secretarías de los partidos.

24 Para la observación de que los críticos de la judicial review asumen una identificación demasiado directa y simplista entre los ciudadanos y sus representantes en el Parlamento, véase Fabre, 2000, pp. 275-276.

25 Para algunas observaciones más generales sobre la representación y la (ausencia de) identificación orgánica entre electores y elegidos, Ferrajoli, 2013, pp. 31 - 33.

26 Nótese, por otra parte, que la Corte constitucional italiana se ha dotado de técnicas decisorias como las “sentencias-exhortativas”, o las sentencias aditivas “de principio”, que parecen particularmente idóneas para esta función de motivar un debate parlamentario.

27 Utilizo aquí la frase “instituciones de gobierno” en el sentido estipulado por Luigi Ferrajoli, es decir, para denotar a todas las instituciones que ejercen “funciones de gobierno”; estas últimas, a su vez, «son expresiones de la esfera discrecional de lo decidible» e «incluyen tanto la función legislativa como la gubernamental de dirección política y administrativa» (Ferrajoli, 2007, p. 872); «la única fuente de legitimación de las funciones de gobierno es la representación política» (p. 876).

28 Tomo la distinción entre estas dos acepciones de democracia de Pettit, 1999; 2000. Sobre las cortes como instrumento de participación democrática, véase también Rodotà, 1999, pp. 169-186; Ferrajoli, 2013, p. 239.

29 Aparentemente: porque a menudo la composición de las Cortes constitucionales se organiza de tal manera que incluya una cierta sensibilidad política y democrática (atribución al Parlamento del poder de nombrar a una parte de los miembros de la Corte, procedimiento de confirmación de los jueces ante el Parlamento, etc.). Además, ya habíamos anticipado la sospecha de que incluso un órgano representativo puede, de hecho, incluir elementos “aristocráticos” (supra, nota 23).

El compromiso constitucional del iusfilósofo

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