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I.

Como es sabido, Ronald Dworkin se refiere en el inicio de la primera parte de A Matter of Principle a la consideración prácticamente unánime de que el Rule of Law o imperio de la ley “constituye un ideal político distintivo e importante”. Pero esta unanimidad se produce en un plano, podríamos decir, puramente (o casi puramente) verbal, pues la común reverencia hacia el Rule of Law oculta el hecho de que quienes participan de ella están centralmente en desacuerdo acerca de qué es aquello que reverencian, como lo muestra, a juicio de Dworkin, la existencia de dos concepciones “muy diferentes” y en pugna acerca del imperio de la ley o Rule of Law. Estas dos concepciones son, en primer lugar, aquella a la que el propio Dworkin denomina “del libro de reglas” y la concepción, que hace suya, a la que llama “de los derechos”. En términos del propio Dworkin, la primera de ellas, la concepción “del libro de reglas” pone el acento en que “en toda la medida en que resulte posible, el poder del estado nunca debería ejercerse contra ciudadanos individuales excepto de acuerdo con reglas explícitamente establecidas en un libro público de reglas accesible a todos”. La segunda concepción, la concepción “de los derechos”, tiene como eje central que “los ciudadanos tienen derechos y deberes morales unos frente a otros, y derechos políticos frente al Estado en su conjunto. Insiste en que esos derechos morales y políticos sean reconocidos en el derecho positivo, de forma que puedan ser impuestos a demanda de ciudadanos individuales por medio de tribunales u otras instituciones judiciales del tipo que nos resulta familiar en toda la medida en que ello sea factible. El imperio de la ley es, en esta concepción, el ideal de ser gobernados por una concepción pública precisa de los derechos individuales”.

La concepción “del libro de reglas” resulta, a juicio de Dworkin, “muy estrecha” porque “no estipula nada sobre el contenido de las reglas que se pueden poner en el libro de reglas (…)”. Las cuestiones de contenido son cuestiones de justicia sustantiva y, de acuerdo con esta concepción, “la justicia sustantiva es un ideal independiente, [que] en ningún sentido forma parte del ideal del imperio de la ley”.

La concepción de los derechos resulta en diversos sentidos “más ambiciosa” que la concepción del libro de reglas. Básicamente, porque la concepción de los derechos “no distingue, como lo hace la del libro de reglas, entre imperio de la ley y justicia sustantiva” (Dworkin, 1986, pp. 11-12). La concepción de los derechos requiere, como parte del ideal del imperio de la ley, que las reglas que forman parte del libro de reglas reflejen correctamente los derechos morales y políticos que deben reconocerse a los ciudadanos, así como que contengan los mecanismos adecuados para su garantía.

Las cuestiones de definición de conceptos son, de entrada, algo elusivas, puesto que no hay definiciones verdaderas o falsas, sino que son, todas ellas, determinaciones del sentido en que cada cual —o un cierto grupo— emplea el término de que se trate. Cualquier definición, cabría decir, con tal de que se emplee consistentemente, resulta de entrada aceptable. No hay, de entrada, ninguna objeción a que alguien pretenda llamar “barco” a lo que los demás conocemos como imperativo categórico kantiano. Su propuesta resultará, sin duda, extravagante, no aportará nada de utilidad, pero de ninguna manera la podríamos calificar de falsa, porque no pretende informar de nada, sino proponer un uso para un término. Hay, sin embargo, un tipo de definiciones, las llamadas lexicográficas, que pretenden informar sobre el uso de un término en un determinado grupo de hablantes. Y así, la definición de “barca” como “embarcación pequeña” refleja, efectivamente, lo que los hablantes del español entendemos por tal, en tanto que la definición de ese término aludiendo al imperativo categórico no refleja ningún uso lingüístico no ya medianamente consolidado, sino ni siquiera presente entre los mismos hablantes. Pero podría conllevar alguna otra ventaja; me parece claro que de hecho no conlleva ninguna, pero si nos posibilitara, por ejemplo, presentar de forma más clara la ética de Kant, ello constituiría una buena razón para adoptarla, al menos dentro de ciertos contextos. Algo parecido ocurre con las definiciones de “imperio de la ley” correspondientes a la concepción del libro de reglas y a la concepción de los derechos. La definición correspondiente a la concepción del libro de reglas constituye una acertada definición lexicográfica, en el sentido de que refleja lo central del sentido en que en nuestras comunidades jurídico-políticas se emplea la expresión “imperio de la ley”, en tanto que Dworkin podría argüir, en su defensa de la definición derivada de la concepción de los derechos, que esta no pretende reflejar ningún uso lingüístico asentado, sino proponer un nuevo uso que podría justificarse por aportar claridad a nuestra comprensión de algún aspecto importante de nuestra idealidad política. Y si así fuera ello podría constituir una razón para adoptarla. Creo, sin embargo, que no es así: que la definición correspondiente a la concepción de los derechos no sólo no aporta ninguna ventaja en términos de claridad, sino que, por un lado, asimila de forma indiferenciada diversos aspectos centrales de esa idealidad política, que podemos entender más claramente, y también sus relaciones mutuas, si los vemos como distintos. Y que esta asimilación indiferenciada la lleva a cabo desde una perspectiva, la propia de la reconstrucción del derecho preconizada por la teoría dworkiniana, que lejos de constituir un terreno común, resulta ella misma fuertemente controvertida. De manera que podríamos decir que la concepción de los derechos, por un lado, incluye en la denotación de “imperio de la ley” más, mucho más, de lo que resulta aconsejable: pues viene a identificarse, al hacerlo con los derechos morales que se postulan para todos y cada uno de los individuos, con toda la componente central y de mayor importancia de nuestra idealidad política; y, por lo que hace a la justificación del imperio de la ley, la concepción de los derechos la aborda desde una perspectiva, la propia de la teoría dworkiniana, que, lejos de constituir un terreno compartido, resulta fuertemente controvertida.

La presentación del imperio de la ley que lleva a cabo Joseph Raz constituye, podríamos decir, una suerte de contrafigura de la dworkiniana. No sólo porque la presentación de Raz se ubique dentro de la concepción del rule of law no en términos de “derechos”, sino en términos de “libro de reglas”, sino porque de lo que trata Raz a este respecto es de aislar aquellos rasgos en relación con los cuales existe un consenso compartido de que constituyen condiciones necesarias para poder calificar a un cierto sistema jurídico-político como un sistema en el que se realiza el rule of law o imperio de la ley. Muchos autores añaden otros rasgos al conjunto de lo que consideran como condiciones necesarias para poder hablar de imperio de la ley, pero todos ellos están de acuerdo en que los rasgos señalados por Raz forman parte de tales condiciones necesarias. La elaboración de Raz viene a constituir, pues, una especie de mínimo común denominador que aceptarían todos aquellos que hacen suyo el ideal del imperio de la ley en términos de libro de reglas. En lo que sigue, (2) presentaré brevemente la elaboración de Raz; (3) defenderé que el minimalismo de Raz resulta preferible frente a otras reconstrucciones “más ambiciosas” dentro de la aceptación común de la concepción del modelo del libro de reglas; (4) defenderé también que, aun siendo preferible el minimalismo de Raz a otras reconstrucciones “más ambiciosas”, aun ese mismo minimalismo debe ser reformulado para que constituya un ideal viable; (5) señalaré, finalmente, que el imperio de la ley así entendido no resulta operativo cuando el sistema jurídico de que se trate presenta déficits de ciertos tipos que o bien imposibilitan la subsunción directa del caso individual en una regla predispuesta, o bien ocasionan que esta subsunción directa produzca anomalías valorativas graves. Sobre esta base (6) formularé alguna conclusión general.

II.

De acuerdo con Raz, una lista, que él mismo presenta como incompleta, de los principales principios que componen el Rule of Law vendría a ser la siguiente: (i) todas las leyes deben ser prospectivas, abiertas –en el sentido de promulgadas- y claras; (ii) las leyes deben ser relativamente estables; (iii) la elaboración de normas particulares (órdenes jurídicas particulares) debe ser guiada por medio de reglas promulgadas, estables, claras y generales; (iv) la independencia de la judicatura debe encontrarse garantizada; (v) deben observarse los principios de la justicia natural; (vi) los tribunales deben tener poderes de revisión sobre la implementación de los demás principios por parte de la legislación y de la acción administrativa, para asegurar su conformidad con el imperio de la ley; (vii) los tribunales deben ser fácilmente accesibles; (viii) no debe permitirse la discreción de las agencias dedicadas a prevenir los delitos de forma que estas perviertan la aplicación del derecho (Raz, 1979, pp. 214-218).

La conformidad con el imperio de la ley es, señala Raz, una cuestión de grado. Una conformidad completa es imposible, por cuanto alguna dosis de vaguedad es inevitable y, por otro lado, la máxima conformidad posible sería en su conjunto indeseable, porque algún grado de discrecionalidad administrativa es mejor que ninguna discrecionalidad en este ámbito (Raz, 1979, p. 222).

Afirma Raz que los males que evita el imperio de la ley son males que únicamente podrían ser causados por el propio derecho (Raz, 1979, p. 224). “El imperio de la ley está diseñado meramente para minimizar el daño a la libertad y a la dignidad que el derecho puede causar en la persecución de sus fines, por laudables que estos puedan ser” (Raz, 1979, p. 228). Pero, de acuerdo con el propio Raz, el imperio de la ley, por sí mismo, no garantiza en modo alguno la evitación de estos males. No garantiza la no arbitrariedad gubernamental ni garantiza tampoco la libertad política individual. En cuanto a la arbitrariedad gubernamental, “muchas formas de gobierno arbitrario son compatibles con el imperio de la ley”, pues “un gobernante puede promover reglas generales basadas en su capricho o su autointerés, etc., sin violar el imperio de la ley” (Raz, 1979, p. 219). Por lo que hace a la libertad individual, ésta no se ve garantizada por el imperio de la ley, pues si bien el imperio de la ley asegura la predicibilidad de las intervenciones gubernamentales y con ella incrementa las posibilidades de acción de cada uno —y tal es el leitmotiv del justamente celebrado libro de Laporta (2007)—, “no produce la existencia de esferas de actividad libres de interferencia gubernamental y es compatible con graves violaciones de los derechos humanos (Raz, 1979, 221).

III.

Recapitulando lo visto hasta ahora, y aunque Raz no presenta las cosas en estos términos, podríamos decir que el imperio de la ley es, de acuerdo con él, condición necesaria de la evitación de males (tales como el gobierno arbitrario o la destrucción de la libertad individual) cuya posibilidad viene aparejada por la existencia misma de un sistema jurídico. Pero no es de ningún modo condición suficiente.

Ello, no obstante, podríamos preguntarnos si no resultaría preferible una concepción más robusta del imperio de la ley, que incluya dentro de su definición a elementos tales como la no arbitrariedad gubernamental o la garantía de los derechos humanos. Entiéndase bien: no estamos preguntándonos por una cuestión sustantiva, sino solamente por una cuestión definicional. No se trata de preguntarse si es o no mejor una situación en la que la actividad gubernamental esté guiada por reglas claras, públicas y prospectivas relativamente estables, en la que la judicatura sea independiente y tenga poderes de revisión de la conformidad con ello de las actividades de los poderes públicos o una situación en la que, además de darse todo ello, se evite la arbitrariedad y se encuentre garantizada la libertad individual en el sentido de la prohibición de interferencia de los poderes públicos en ciertos ámbitos. Poca duda cabe de que la segunda situación resulta con mucho preferible a la primera. Pero lo que nos estamos preguntando no es eso, sino si las notas incorporadas en la segunda situación deben introducirse o no en la definición de imperio de la ley. Y, en este sentido, creo que el introducir estas últimas notas en la definición de imperio de la ley reduce la claridad con la que podemos describir ciertas situaciones. Es más claro, creo, decir que en el territorio T rige un sistema jurídico acorde con el imperio de la ley, pero que ello no obstante no respeta, pongamos, la libertad de expresión, o la prohibición de discriminación por razón de raza, que afirmar que en relación con ese sistema jurídico no rige el imperio de la ley. La primera descripción permite poner de relieve que ese sistema jurídico proporciona previsibilidad de los comportamientos gubernamentales, lo cual —aunque no colme nuestra idealidad política— consideramos por sí mismo como algo valioso, mientras que la segunda no nos permite distinguir qué aspecto de nuestra idealidad política no se encuentra en él realizado, al cubrir diversos aspectos de la misma bajo el manto indiferenciado del término ‘imperio de la ley’. Una caracterización minimalista (al modo de Raz, en términos formales/procedimentales) del imperio de la ley facilita el acuerdo en torno a que las notas que la misma destaca son propiedades necesarias para poder hablar de tal cosa, en tanto que la presencia de términos sustantivos en su caracterización abre la controversia: puesto que, dado el prestigio indisputado del imperio de la ley, cada cual ubicará en dicha caracterización aquellos aspectos de su idealidad política a los que atribuya mayor importancia: desde la propiedad privada y la libertad económica, a los derechos humanos, la participación política o la justicia social. La claridad de la discusión pública se resentirá, inevitablemente, por ello. Y la función de las definiciones no es, de ningún modo, resolver discrepancias sustantivas sino aportar claridad a la discusión pública, también a la discusión que gira en torno a esas discrepancias sustantivas.

IV.

Hemos visto antes que, de acuerdo con Raz, la conformidad completa con el ideal del imperio de la ley es imposible, porque no cabe eliminar por completo la vaguedad y que la máxima conformidad posible es indeseable, porque es deseable algún grado de discrecionalidad administrativa. Sin discutir en absoluto lo segundo, por lo que hace a lo primero habría que añadir que reducir la vaguedad, sin eliminarla por completo, es desde luego, posible en muchos contextos, pero también indeseable en algunos de ellos. Supongamos que sustituimos la mención a la tortura o a los tratos inhumanos o degradantes como formas de conducta prohibidas por una caracterización descriptiva precisa que pretendiera ser exhaustiva de todas aquellas formas de conducta que pensamos ahora que constituyen instancias de tortura o de tratos inhumanos o degradantes. Dada nuestra incapacidad para prever por completo en términos descriptivos precisos todas aquellas formas de conducta de las que, enfrentados a ellas, pensaríamos que constituyen casos de tortura o de tratos inhumanos o degradantes, la resultante sería que no prohibiríamos formas de conducta de las que pensaríamos sin duda que deben encontrarse prohibidas. Algo análogo ocurriría si caracterizáramos en términos descriptivos precisos las causas de justificación en materia penal o los vicios del consentimiento en materia de derecho privado. Sobre ello ha insistido particularmente Josejuan Moreso (2009). Y, más en general, podemos decir que algo análogo ocurriría asimismo si tratásemos de eliminar del lenguaje de las normas todos aquellos términos que se refieren a lo que los juristas gustan llamar conceptos jurídicos indeterminados, tales como, en una enumeración que de ninguna manera pretende ser exhaustiva, “razonable”, “contrario a la moral”, “diligencia propia de un buen padre de familia”, “buena fe”, “interés social”, “justiprecio”, “abuso del derecho”, “fraude de ley” o “desviación de poder”. Tales conceptos hacen referencia, todos ellos, a una propiedad valorativa (positiva o negativa), dejando para el órgano aplicador de la norma la tarea de determinar si una determinada combinación de propiedades descriptivas constituye o no una instancia de la propiedad valorativa correspondiente (Atienza-Ruiz Manero, 2001).

El lenguaje del derecho se aparta, en todos estos casos, en mayor o menor grado, de la exigencia de claridad y precisión que parece formar parte de los requerimientos del Rule of Law. Pero lo hace en virtud de otros requerimientos que gravitan asimismo sobre el derecho.

Pasemos, ahora, al requisito de estabilidad de las normas, que también parece formar parte de las exigencias del Rule of Law. Una estabilidad absoluta es ciertamente posible, pero también claramente indeseable. Para hacerla real, bastaría con adoptar como criterio la prevalencia de cualquier norma anterior sobre las posteriores incompatibles (como pretendió Moisés y aparece en el Deuteronomio, por ejemplo), esto es, el criterio opuesto a aquel según el cual lex posterior derogat priori. Que esta estabilidad absoluta sería ciertamente indeseable requiere, creo, de escasa argumentación: no sería compatible con la necesaria adaptación del derecho a circunstancias cambiantes ni con el principio democrático, al excluir la posibilidad de que la generación presente revisara cualquier cosa que se hubiera decidido por alguna generación pretérita. Lo que el imperio de la ley exige, entonces, es lo que podríamos llamar una estabilidad relativa de las normas, esto es, que estas no se encuentren en una situación de cambio permanente. Pues si se encontraran en situación de cambio permanente no podrían ser usadas como guía de la conducta por parte de sus destinatarios. Un ejemplo muy gráfico de ello es el que proporciona Timothy Endicott: “el gobierno no incurre necesariamente en un déficit del imperio de la ley si impone un nuevo plan de estudios en las escuelas. Pero sí incurre en tal déficit si su conducta da a los profesores razones para pensar que no pueden guiarse ellos mismos por un plan de estudios existente, porque el mismo puede ser reemplazado antes de que sus lecciones hayan sido enseñadas o antes de que se hayan celebrado los exámenes” (Endicott, 1999, p. 9).

Otra exigencia del imperio de la ley que forma parte del listado de Raz al que antes se ha hecho referencia es que el poder judicial tenga poderes de revisión sobre la implementación de los principios del rule of law por parte de la legislación y de la acción administrativa, para asegurar que las normas y resoluciones de una y de otra sean conformes con el imperio de la ley. Esto parecería exigir alguna suerte de control jurisdiccional mínimo de la legislación (mínimo porque se limitaría a controlar su conformidad con el imperio de la ley). Pero es el caso que hay sistemas jurídicos que, como el inglés, consideran como fuente jerárquicamente suprema del derecho lo acordado por “la Reina en Parlamento”, de forma que, si bien los tribunales realizan, por vía de interpretación, una tarea de adecuación de la legislación a los principios del common law (y no sólo a los principios directamente vinculados al rule of law) no cabe un control abierto de la legislación por parte de los tribunales, de forma que, en este sentido, el sistema inglés contendría un importante déficit en cuanto a la realización en él del rule of law. Lo mismo cabría decir de aquellos sistemas que aun teniendo una constitución escrita, no contienen, sin embargo, mecanismos de control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes. Pero todo ello sería, sin duda, exagerado. Pues si bien hay buenas razones para el control jurisdiccional de constitucionalidad, que se resumen en el adagio de que nadie debe ser juez en sus propias causas, hay también buenas razones, que se resumen en la mayor confianza que inspira un órgano de composición directamente democrática, para encomendar la constitucionalidad de las leyes al autocontrol del propio legislativo. Cuál de las dos soluciones resulta preferible es cuestión que depende de la historia institucional del sistema jurídico-político de que se trate, del grado de consenso básico que reine entre sus principales fuerzas políticas, de la virulencia de las divergencias que se den entre ellas, etc., pero tanto una como otra solución son, en principio, compatibles con el rule of law (Bayón, 2004).*

V.

Como hemos visto antes, un elemento clave del listado raziano de propiedades necesarias que integran el imperio de la ley es que las normas particulares —típicamente, las partes dispositivas de las sentencias judiciales— deben derivarse de reglas promulgadas, estables, claras y generales. El caso central, arquetípico de esta derivación se da cuando la norma particular o, lo que es lo mismo, la norma individual y concreta –la parte dispositiva de la sentencia- se deriva deductivamente de una norma predispuesta general y abstracta, junto con la descripción de los hechos del caso. Esta derivación deductiva es posible sólo bajo dos condiciones: primera, que haya una norma predispuesta general y abstracta que tenga una estructura de regla, esto es, por decirlo al modo ya clásico de Alchourrón y Bulygin (Alchourrón y Bulygin, 1974), de un enunciado que correlacione un caso genérico, un conjunto de propiedades, con la calificación normativa, como obligatoria, prohibida o permitida, de una determinada acción; la segunda condición es que el caso individual sobre el que va a recaer la sentencia esté comprendido dentro de la referencia del caso genérico contemplado en la regla, esto es, sea una instancia de dicho caso genérico. Pues bien, hay una serie de supuestos en los que tal derivación deductiva no es posible por falta de regla predispuesta aplicable (supuestos de laguna normativa, en la terminología de Alchourrón y Bulygin) o por exceso de reglas prima facie aplicables (supuestos de antinomia no resoluble mediante la aplicación de metarreglas para la selección de la regla definitivamente aplicable); en algunos otros supuestos la derivación deductiva produciría anomalías valorativas graves (es el caso de las lagunas axiológicas, en la terminología asimismo de Alchourrón y Bulygin, en los que la regla predispuesta aplicable no tiene en cuenta alguna propiedad que, de acuerdo con los valores que el derecho trata de realizar, debiera tener en cuenta para optar por una solución normativa distinta). Y si miramos el asunto desde la óptica del caso individual a resolver, nos encontramos con los supuestos de las lagunas de reconocimiento en los que resulta dudoso que el caso individual a resolver constituya una instancia del caso genérico contemplado en la regla. Aquí, la opción por subsumir o no subsumir el caso individual al que nos enfrentamos en el caso genérico contemplado en la regla resulta, en ausencia de ulteriores elementos de juicio, puramente arbitraria.

Hace ya treinta años, Antonin Scalia publicó un artículo con el sugerente título de “The Rule of Law as a Law of Rules” (Scalia, 1989). Pues bien: en todos los supuestos que acabamos de examinar la visión del sistema jurídico como un puro law of rules resulta impotente para satisfacer las exigencias del Rule of Law. Sólo una teoría de la ponderación entre principios puede preservar, también para estos supuestos, el núcleo central del imperio de la ley y, con él, la seguridad jurídica. Pero no sin pérdidas, pues la ponderación entre principios, y la generación como resultado de ella de una regla en la que subsumir el caso individual resulta ser una operación indudablemente más compleja y cuyo resultado correcto resulta más controvertible y difícil de anticipar que la mera subsunción del caso individual en una regla predispuesta. Y ello implica, obviamente, una pérdida en términos de predictibilidad de las decisiones jurídicas. Y una pérdida, por tanto, en términos de la capacidad de los sujetos para desarrollar su plan de vida pudiendo anticipar cuáles son las circunstancias en las que puede producirse la interferencia estatal.

VI.

A modo de conclusión: la mayor o menor realización en un determinado sistema jurídico del imperio de la ley es uno de los criterios desde los que podemos valorar ese sistema. Pero el imperio de la ley está en tensión con otros criterios que también empleamos para valorar cualquier sistema jurídico, como es el caso, singularmente, de su adaptabilidad a los cambios sociales que acontecen a lo largo del tiempo y de la adecuación de sus normas a las peculiaridades de los casos que se deben resolver y a las exigencias de justicia material que derivan de ellas. Si lo primero está en tensión con la exigencia de estabilidad del sistema, lo segundo lo está con la exigencia de que las decisiones que se adopten en su seno tengan el mayor grado posible de predicibilidad, porque deriven de un conjunto de reglas predispuestas formuladas en términos descriptivos y claros.

Estas tensiones no pueden, a su vez, encontrar una solución de una vez por todas. Las tensiones entre necesidad de estabilidad y necesidad de cambio, entre exigencias de predicibilidad y exigencias de justicia material son ineliminables de toda la vida del derecho que puede contener –y contiene- mecanismos para gestionarlas, pero no contiene, ni puede contener, mecanismos para superarlas.

BIBLIOGRAFÍA

Alchourrón, C. y Bulygin, E. (1974). Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y sociales. Buenos Aires: Astrea.

Atienza, M. y Ruiz Manero, J. (2001). Ilícitos atípicos. Sobre el abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder. Madrid: Trotta.

Bayón, J.C. (2004). Democracia y derechos. Problemas de fundamentación del constitucionalismo. En AA.VV. Constitución y derechos fundamentales, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Dworkin, R. (1986). A Matter of Principle, Oxford: Clarendon Press.

Endicott, T. (1999). The Imposibility of the Rule of Law, en Oxford Journal of Legal Studies, vol. 19.

Laporta, F. (2007). El imperio de la ley. Una visión actual, Madrid: Trotta.

Moreso, J.J. (2009). Principio de igualdad y causas de justificación. Sobre el alcance de la taxatividad, en Moreso, J.J. La Constitución. Modelo para armar, Madrid, Barcelona, Buenos Aires: Marcial Pons.

Raz, J. (1979). The Rule of Law and its Virtue, en Raz, J.: The Authority of Law, Oxford: Clarendon Press.

Scalia, A. (1989). The Rule of Law as a Law of Rules, The University of Chicago Law Review, vol. 56, nº 4.

* Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante.

El compromiso constitucional del iusfilósofo

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