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I. INTRODUCCIÓN

Cuando he releído algunos de los textos de Luis Prieto para preparar este escrito he vuelto a lugares muy familiares. Sus ideas y pensamientos y su planteamiento de la iusfilosofía han ido conformando lo que yo, como tantos otros de mi generación, he ido aprendiendo e interiorizando, hasta el punto de no ser consciente de cuánto de ello ha ido constituyendo el sustrato de lo que pienso y escribo. Quiero aprovechar mi contribución a este merecido libro-homenaje a volver sobre la noción de poder constituyente, por una parte, porque constituye una idea que va apareciendo en sus trabajos sobre constitucionalismo pero que nunca llega a ser el objeto de análisis específico en ningún escrito o epígrafe central de alguno de ellos. Pero, además, por otra parte, porque Luis Prieto tuvo la deferencia de leer con detenimiento y comentar un borrador mío sobre el tema, haciéndome lúcidos comentarios que irán apareciendo a lo largo de estas reflexiones.

Los problemas que plantea cualquier intento de abordar la idea de poder constituyente comienzan por la enorme ambigüedad del término y continúan por las relevantes consecuencias teóricas e ideológicas de la opción por una u otra concepción del mismo. Luis Prieto emplea el concepto con la finalidad de dar cuenta del fundamento del carácter garantista de la Constitución y de la concepción artificial e instrumental de cualquier poder constituido. Su distinción entre supremacía y rigidez permite mantener al mismo tiempo la idea de la Constitución como reforzamiento del sometimiento de todo poder a la legalidad y la de institucionalización de una vía democrática para la reforma constitucional. El carácter contramayoritario de la democracia constitucional no radica, según el profesor, en la idea misma de Constitución como límite al poder cuanto en la idea de rigidez que protege el statu quo impidiendo que el diálogo sostenido entre los poderes establecidos vaya adecuando su texto a las demandas sociales cambiantes. Su distinción entre supremacía y rigidez constitucionales sirve para subrayar que la Constitución, incluso una flexible, es la norma fundamental a la que se someten todas las autoridades, completando el contenido mínimo de la idea de Estado de Derecho conforme al que los poderes públicos deben actuar con arreglo a normas previas y conocidas. Esta es la idea fundamental del proyecto garantista del constitucionalismo. Que la Constitución sea una norma vinculante que se impone a todo el orden jurídico es conceptualmente independiente de que sea o no un marco inflexible que imponga las opciones político-morales de un momento histórico concreto.

Esta propuesta central para hacer compatible la exigencia de legalidad y el cambio democrático se configura en el marco de un concepto positivista de constitucionalismo que, en la línea de algunas ideas de Luigi Ferrajoli, han servido de contrapunto a la versión principialista y pospositivista. Esta base positivista de su propuesta, en la que radica gran parte de su especial contribución al debate sobre el neoconstitucionalismo, se refleja en una interpretación funcional y lógica del papel que desempeña la noción de poder constituyente, pero no la emplea para extraer algunas consecuencias sociopolíticas que podrían haber permitido un uso crítico del concepto.

II. EL PODER CONSTITUYENTE COMO FICCIÓN

En la abundante literatura existente se califica indistintamente como “constituyente” tanto al acto de formación originaria e imposición de un nuevo orden constitucional, a la función de producir ese nuevo orden como al sujeto al que corresponde legítimamente el desempeño de esa función.

En el primer sentido, como afirmó Juan Carlos Bayón, la lógica de un proceso constituyente originario es la de un puro acto, coronado por el éxito, de auto-atribución de competencia para decidir (Bayón, 2004, p. 89). En este uso, el término “atribución” no significa nada, en cuanto el ejercicio de competencias supone siempre la previa existencia de normas (Carrió, 1990, pp. 254-257). La Constitución sería, así, el producto contingente de una acción originaria. Como concepto perteneciente al plano de los hechos, la versión kelseniana del poder constituyente se limita a explicar causalmente la génesis de la constitución. Pero el fundamento de la validez de esta no radica en ese hecho de instauración eficaz de un orden jurídico ni depende de la persistencia del acto volitivo constituyente (Kelsen, 1960, pp. 205-208, 223-224). Aunque Luis Prieto asume la contingencia de los preceptos constitucionales, no emplea la noción de poder constituyente en este sentido de acto que crea de hecho la Constitución vigente.

El empleo del término en su sentido de función, como poder con un objetivo o finalidad predeterminada, implica límites lógicos que lo alejan de un poder absoluto. El poder constituyente no es potencialidad indefinidamente abierta. Sus posibilidades están restringidas en cuanto poder con la función específica de crear unidad política en torno a unos valores y principios. Es esta la paradoja del poder constituyente: se presenta como soberano, con capacidad absoluta de decisión política, pero su función es la de producir un orden vinculante para los poderes constituidos.

Esta última es la idea central en el empleo del concepto por Luis Prieto. Para él, el poder constituyente es una ficción que sirve para fundamentar la supremacía constitucional. La idea de poder constituyente es una traslación de la idea de soberanía concebida como omnipotencia normativa no continuada1. La superioridad del poder constituyente sobre los poderes constituidos se justifica en la doble idea del fundamento democrático del titular del poder y de su sometimiento a límites evocado por la ficción del contrato social. Es expresión del acto fundacional de la comunidad política al tiempo que impone el respeto a límites sustanciales que son inescindibles del procedimiento constituyente (Prieto, 2003, p. 147-148). El poder constituyente está orientado a delegar potestades limitadas a los poderes estatales. Por eso, la ficción solo tiene sentido para la democracia representativa. El concepto no apela a un poder innovador y revolucionario que proyecta una profunda transformación social, sino un poder con función garantista que es la base legitimadora de los poderes representativos. El poder constituyente se atribuye al pueblo cuando este deja de ser el protagonista directo de la decisión política, pues en una democracia directa la soberanía pertenece al pueblo y carece de sentido atribuirle también la función constituyente (Prieto, 1990, p. 113).

La idea de poder constituyente supone que los poderes regulados por la Constitución no tienen su fundamento en esta en cuanto tal sino en cuanto traduce la idea de la soberanía del pueblo. Con ello, como afirma Böckenförde, se consiguen tres cosas: a) se refuerza la validez normativa de la Constitución, puesto que todos los poderes constituidos se ven sometidos a la Constitución; b) se reconoce la necesidad y la existencia de un poder legitimador supremo; y c) se restringe la capacidad de esa instancia política suprema para intervenir en cualquier momento sobre la Constitución por él legitimada” (Böckenförde, 2000, p. 170).

Como ficción referida a ese prius lógico fundante, no tiene sentido traducir la cuestión constituyente en un problema acerca del modo de articular efectivamente la voluntad popular en el texto constitucional. No se trata de determinar cómo hacer que la Constitución incorpore efectivamente los derechos y exprese la voluntad de la ciudadanía. Se trata solo de ofrecer la premisa democrático-liberal que está detrás de la idea abstracta de valor normativo y supremacía constitucionales, sin considerar el grado en que el proceso histórico de creación y evolución de la Constitución se adecúa al modelo normativo.

En ocasiones Luis Prieto habla de “acto” y de “decisión” constituyente (cómo de hecho se implanta una constitución), dotando a la idea de un sentido voluntarista. Llega a hablar de la “emoción constituyente” que se muestra con más o menos intensidad (Prieto, 2003, p. 143)2. La Constitución no es, a diferencia de las tesis del legalismo europeo, el orden interno del Estado, cuanto una decisión de la soberanía popular sobre el Estado (Prieto, 2003, p. 91). La idea del poder constituyente como fuente creadora que se sitúa fuera del Estado, en un plano político y no jurídico, supone que es una “realidad de hecho” y no un órgano institucionalizado (Prieto, 1990, pp. 112-113). Pero esa imagen realista del poder constituyente se queda en una metáfora que opera como presupuesto lógico. La asunción del carácter fáctico del momento de creación de la Constitución originaria no se refleja en el reconocimiento de la relevancia de un análisis histórico y de legitimidad que pudiera servir para determinar si tal acto o decisión ha generado de hecho un orden justo. La idea constituyente se queda en un ideal regulativo necesario para afirmar la limitación del poder político y la supremacía de los derechos.

Aunque afirma que el modo en que el constitucionalismo pueda dar satisfacción al programa garantista dependerá de los concretos contenidos normativos que tengan entrada en la Constitución (Prieto, 2003, p. 105), no es objeto de preocupación en sus escritos cómo deba ser esa decisión, cómo deba hacerse o cómo hacer que el resultado se aproxime al modelo normativo. Y ello a pesar de que considera que los límites de la argumentación jurídica derivan, en parte, de las imperfecciones, técnica y moral, del Derecho, también de la Constitución. Los resultados de la racionalidad legislativa y judicial que requiere la presencia de los principios, afirma, quedan siempre limitados debido a que junto al ejercicio de esa racionalidad “queda siempre un hueco para la decisión, para el acto de poder” (Prieto, 2003, p. 135)3. Si la corrección de las decisiones legislativas y judiciales depende también de la corrección del contenido de la Constitución, ¿no limita un mal precepto constitucional también la racionalidad de las decisiones legislativas y judiciales?4 ¿No supone, pues, el acto constituyente una decisión y un acto de poder? La posición positivista de la Constitución de Luis Prieto debería haber permitido un planteamiento más explícito de estas cuestiones. Pero para llegar a plantear esta cuestión debo antes exponer algunas ideas que plantea en su discusión sobre la necesidad de distinguir entre supremacía y rigidez constitucionales.

III. LA SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL Y EL AGOTAMIENTO DEL PODER CONSTITUYENTE

Si la justicia se separa de todo Derecho, incluida la Constitución, ¿qué es lo que dota a esta de vinculación prioritaria, siendo una norma resultado de un acto instituido más?5. Desde la posición positivista que mantiene Luis Prieto, el sometimiento del legislador a la Constitución no se fundamenta en su validez moral sino en la ficción de ser la expresión de la voluntad de los ciudadanos de que sus derechos sean reconocidos y garantizados, actuando “como si fuese un orden moral que debe ser realizado” (Prieto, 1997, pp. 35, 65). La Constitución se debe obedecer como si fuera expresión de la voluntad de todos e instrumento esencial para articular la libertad individual. La idea del poder constituyente es necesaria para representar al legislador como sometido al Derecho. Cuando ha resultado anulada del discurso político-constitucional o ha sido absorbida por los poderes constituidos se ha caído en un legalismo en el que el Parlamento adquiere el rango de soberano. “[C]on la ruina de la soberanía popular se arruina la fuerza normativa de la Constitución” (Prieto, 2003, p. 78). La normatividad y supremacía de la Constitución encuentran su fundamento, así, en la necesidad de someter al poder legislativo a límites, condicionando el modo en que el legislador expresa el ejercicio de la soberanía popular (Prieto, 2003, p. 110). Sin ese marco supremo no pueden producirse ni denunciarse desajustes entre lo que hace el legislador y lo que debería hacer (Prieto, 2003, p. 106).

La justificación de esa supremacía es la necesidad de preservar los derechos y de instituir las condiciones para la política democrática (Prieto, 2003, p. 138). Esto es, la noción de poder constituyente tiene un carácter funcional: sirve como instrumento de incorporación de los derechos y las condiciones de la democracia al orden jurídico. El reconocimiento constitucional de los derechos es un requisito de su existencia como obligaciones estatales (Prieto, 1990, p. 111). Esta fundamentación implica asumir la incompatibilidad del constitucionalismo con un concepto de soberanía popular como poder absoluto, ilimitado e inagotable, conforme al que la generación constituyente no tiene legitimidad para atar las manos de los ciudadanos en el futuro. Para Luis Prieto, la idea de un pueblo constituyente que ha consentido la Constitución es una ficción para representar un poder que solo se ejerce para reservar una cuota de poder intangible para los poderes constituidos y se agota en esa función. Por ello, su ejercicio no puede ser inagotable. Un poder constituyente abierto, que no se agota, pierde su sentido y la ficción pierde su razón de ser. En consecuencia, el autor rechaza cualquier concepción inmanente del poder constituyente conforme a la que persiste en el orden constitucional en tanto este habilite los procedimientos y condiciones para que el pueblo se auto-legisle. En la versión habermasiana de esta idea inmanente, la soberanía radica en el propio proceso complejo de formación de la voluntad común, aunque para el autor tal proceso no solo supone la institucionalización jurídica de formas de comunicación, sino que, además, ha de permanecer permeable a las corrientes de comunicación espontánea de la comunidad política6.

La idea clásica de soberanía es, pues, una idea de difícil encaje en el Estado constitucional, puesto que, por una parte, los órganos estatales no ostentan un poder originario ni absoluto, pero, por otra parte, el pueblo al que una teoría democrática debe remitir necesariamente el poder político último no es el que adopta ni directa ni ordinariamente las decisiones políticas. Lo que fundamenta la normatividad y supremacía de la Constitución vigente (podría decirse, lo que justifica en la práctica el uso de la ficción del poder constituyente) es un criterio doble: la institucionalización del proceso democrático y el valor de los derechos que integra y que sirven de límites al poder establecido (Prieto, 1997, p. 87). Sin embargo, la fundamentación democrática del propio proceso de creación de la Constitución no aparece como necesaria (Prieto, 2003, p. 144). Lo relevante no es que la Constitución sea el producto de un proceso democráticamente legítimo cuanto que defina y ordene la formación de la voluntad democrática. Aunque Prieto llega a hablar de “voluntad histórica” no dedica atención al problema de cómo es creada la Constitución o cómo debería serlo para ser más justa.

De este modo, no coincidiría con las concepciones más procedimentales de la democracia para las que el valor básico de los derechos de participación les otorga un cierto carácter supraordenado (Ruiz Miguel, 2013, p. 212). Este valor esencial de los derechos políticos demandaría, en los conocidos términos de Jeremy Waldron (2005, caps. X-XIII), la distinción entre la teoría sobre los derechos y la teoría sobre la autoridad que debe decidir sobre las cuestiones social y políticamente disputadas. Esta segunda es necesaria si se considera que la cuestión de la determinación de los derechos no puede estar sustraída a actos de decisión. Tal es el caso de las decisiones necesarias para determinar qué derechos incorporar al texto constitucional y con qué alcance, las decisiones acerca de cómo debe institucionalizarse la reforma constitucional y cuándo llevarla a cabo, y las decisiones acerca de cómo concretar los derechos incorporados en la Constitución y resolver las colisiones entre ellos (Bayón, 2004, p. 88). Y puesto que las decisiones son inevitables respecto de estos tres momentos, el constitucionalismo democrático estima que, en relación con la decisión constituyente, la legitimidad que otorga a la Constitución el pueblo como titular del poder constituyente depende de que el proceso de creación de la Constitución se desarrolle efectivamente en órganos representativos de la pluralidad política y social de la comunidad y cuente con la participación y aprobación indudable de los ciudadanos7.

IV. EL CARÁCTER EXPRESO DE LA REFORMA Y LA POSIBILIDAD DE UNA “FLEXIBILIDAD AGRAVADA”

Luis Prieto muestra su preferencia por una cierta flexibilidad de la Constitución. Considera que la irreformabilidad de la Constitución basada en la corrección material de sus disposiciones asume una especie de positivismo ideológico, al que denomina constitucionalismo ético, al sustraer el texto constitucional al debate crítico y la posibilidad de mejora (Prieto, 2013, p. 103). De este modo, se corrompería el propio sentido último del constitucionalismo -que no es otro que el sometimiento de la acción de quienes ejercen el poder a condiciones formales y materiales-, al identificar lo justo con aquello que han decidido quienes han detentado de hecho el poder de elaborar la Constitución. ¿Qué fundamenta que quienes hicieron la Constitución condicionen lo que decidan las generaciones sucesivas?

Coherentemente con su concepción positivista de la Constitución como construcción histórica contingente, asume que la flexibilidad de la reforma facilita que la ciudadanía conserve la facultad de revisar la Constitución por vía legislativa. Aparece así como un procedimiento más de expresión democrática que no debería reforzarse de un modo que haga impracticable el cambio. Esta es su posición para enfrentar la objeción democrática al constitucionalismo, que considera basada en una malinterpretación de la distinción entre supremacía y rigidez constitucionales. Defender la flexibilidad de la Constitución no supone renunciar a su supremacía: la posibilidad de cambiar democráticamente la Constitución no quiere decir que los representantes del pueblo estén autorizados para violar las disposiciones de la Constitución vigente (Prieto, 2003, p. 150-151). La crítica democrática no sirve para impugnar la supremacía constitucional sino para recomendar su mayor flexibilidad (Prieto, 2003, p. 139).

Puede pensarse que rigidez y supremacía sirven a un objetivo común: limitar la libertad política del legislador. Pero no es este la única función que puede atribuirse a la rigidez. Si se considera que la rigidez se orienta al fortalecimiento del sistema democrático debería regularse de modo que sirviera para reforzar la legitimidad de la deliberación o para garantizar que la decisión constitucional corresponde efectivamente con la decisión mayoritaria de los ciudadanos (mediante segundas votaciones, renovaciones del órgano legislativo o referéndum). Si, por el contrario, se considera que, como la de la supremacía, la función de la rigidez es limitar la acción del legislador, no habría inconveniente en que se tradujera en mecanismos tales como las mayorías cualificadas o las cláusulas de intangibilidad.

Luis Prieto vacila acerca de la función de la rigidez. En alguna ocasión afirma que no “cabe duda de que las distintas fórmulas que dificultan la reforma del texto contribuyen a fortalecer su vigor frente a los poderes constituidos” (Prieto, 2016, p. 267). Pero, en otras ocasiones, parece considerar que la regulación de la rigidez debería orientarse en el primero de los sentidos, esto es, aquel favorable a su faz más democrática, rechazando la existencia de normas inmodificables por la mayoría y asumiendo su versión más débil como mera declaración expresa y solemne de reforma (Prieto, 2003, p. 154)8. Esta segunda concepción es coherente con dos tesis del autor: en primer lugar, con su concepción de la Constitución como producto contingente de una decisión originaria, en la medida en que esa contingencia hace inadecuado que existan preceptos constitucionales que escapen a un replanteamiento en el futuro. De acuerdo con esta concepción positivista de la Constitución, el texto vigente no incorpora sin más el modelo moral ideal y crítico. En segundo lugar, es coherente con su concepción difusa y deliberativa del papel de los jueces en el control del cumplimiento de la Constitución. Una rigidez excesiva convertiría a los jueces en los protagonistas exclusivos de la decisión sobre el contenido de los derechos. Sin embargo, en trabajos más recientes llega a afirmar que existen buenas razones para postular un modelo de constitución “moderadamente rígida” (Prieto, 2013, p. 156) o, lo que sería más acorde con su planteamiento (Prieto, 2013, pp. 162-164), una cierta “flexibilidad agravada”.

Con independencia de su preferencia por un modelo más o menos rígido, considera que la mera exigencia de que la reforma sea un acto expreso y deliberado es suficiente, en opinión de Prieto, para distinguir entre la reforma y la supremacía. El cambio expreso y transparente de la Constitución mediante el acto institucional previsto, aunque se lleve a cabo por la vía legislativa ordinaria, no supone incumplimiento de la Constitución. Bayón interpretó que esta tesis de Luis Prieto tenía su base en la distinción de Riccardo Guastini entre una norma que deroga otra norma precedente y una conducta que viola una norma. Ninguna norma puede ser derogada por una conducta, puesto que la derogación se produce por otra norma. En el marco de una Constitución flexible, si el legislador aprueba una ley mediante un procedimiento distinto del establecido en la Constitución, no deroga la norma constitucional de procedimiento, sino que la viola (Guastini, 2000, p. 246).

Luis Prieto no parece apreciar diferencia entre la violación y la derogación tácita de la Constitución, sino entre aquella y la reforma expresa: habla del “carácter expreso y solemne del acto de reforma”, que implica “asumir una carga de deliberación, transparencia y generalidad” y “con ello, un ejercicio de práctica democrática impensable ante la simple violación” (Prieto, 2003, pp. 151, 152). La exigencia de una forma constitucional expresa, aunque no reforzada, opera por sí misma como una garantía contra la arbitrariedad del legislador. Esta carga de deliberación de la ley de reforma sería una exigencia del valor normativo de la Constitución, en cuanto que supone que el Parlamento no puede desconocer sencillamente la Constitución, sin justificar la decisión que se aparta de ella (Prieto, 2001, p. 22). Víctor Ferreres, por el contrario, consideró que es precisamente esa necesidad de exigir razones al legislador lo que justifica la rigidez constitucional (Ferreres, 2000).

Una ley que contradiga tácitamente la Constitución no es ni un acto constituyente, porque no tiene tal facultad el legislador, ni una reforma, que debe ser expresa. Es una violación de la Constitución. Frente a las violaciones inadvertidas y los cambios informales que se presentan como mejores interpretaciones de la preceptiva constitucional, Luis Prieto defiende que la reforma se lleve a cabo de modo consciente y formal, afrontándose a través de la deliberación abierta por las vías formalmente establecidas. En ello consiste la obediencia a la Constitución. El establecimiento de un poder de revisión consciente y reglado supone encauzar formalmente mediante pautas preestablecidas cualquier pretensión de reforma. Ello tiene como fin evitar que la reforma quede a merced de alguno de los órganos del Estado, que son precisamente los primeros de los sujetos obligados.

El poder de reforma aparece, así, como un poder constituido pero distinto del poder legislativo ordinario del Estado9. La superioridad de las normas de reforma no es una cuestión puramente lógica ni jurídica, sino de reconocimiento. Será la práctica social e institucional la que determine la supremacía de la Constitución en función del modo de producir normas constitucionales válidas por los poderes ordinarios, exigiendo como mínimo que la propuesta de modificación sea expresa. Pero esta jerarquía no es un postulado presupuesto sino una práctica social derivada del modo de articular la reforma y la garantía (Prieto, 2013, p. 160). La mayor jerarquía de la reforma no aproxima el poder de revisión al poder constituyente, en la medida en que es un poder constituido por el Derecho. Aún en el caso de un orden constitucional flexible, la reforma debe realizarse de acuerdo con los requisitos establecidos en el Derecho vigente para realizar el acto institucional en que consiste la reforma. Lo que distingue el poder de revisión del poder constituyente es el hecho de ejercerse en los modos previstos y disciplinados por la Constitución (Guastini, 2016, p. 161; Baquerizo, 2018). Siempre y cuando la reforma se realice conforme a ese procedimiento se actúa en el marco del orden constitucional vigente y este persistirá en tanto en cuanto las pretensiones sociales transformadoras encuentren su cauce en los procedimientos establecidos. Solo así el constitucionalismo se compenetra con la democracia.

Esta tesis acerca de la distinción entre la violación y el cambio flexible, pero reglado, de la Constitución plantea algunas cuestiones relevantes que dependen especialmente de la concepción que se adopte respecto de la interpretación constitucional. Si el texto constitucional permite una pluralidad de opciones interpretativas, ¿cuándo se entiende que los poderes constituidos violan o no respetan la Constitución? ¿cómo se determina que lo que hace el legislador es contrario al contenido de la Constitución y requiere un acto expreso previa deliberación? Conforme a la teoría moderadamente escéptica de la interpretación que asume Luis Prieto, si los derechos tienen significados plurales e indeterminados, ¿cuándo se traspasa su frontera? Él defiende un modelo de justicia constitucional difuso en que sean los jueces ordinarios los que, de acuerdo con una interpretación de la disposición constitucional a la luz de un caso, declaran que la aplicación de la ley en ese caso es contraria a la Constitución, “sin que ello prejuzgue que en otro caso diferente la misma ley no pueda ser perfectamente válida y aplicable” (Prieto, 2003, p. 171). Considera que el control difuso de constitucionalidad es más respetuoso con el principio democrático, en cuanto que no pone en juego la validez de la ley (Prieto, 2003, p. 214-215). El contenido de las normas de la Constitución se determina en el momento concreto de su aplicación, no de modo abstracto. Pero asume la existencia de un límite de racionalidad aceptable de las leyes, posibilidad que confía a una teoría de la argumentación capaz de garantizar la racionalidad y de suscitar el consenso con las decisiones judiciales si no se quiere incurrir en un judicialismo abusivo.

Si se admite la posibilidad de una diversidad de interpretaciones judiciales de las disposiciones constitucionales, en mayor medida cabe admitir la pluralidad de interpretaciones de estas por la actividad legislativa. Esta concepción de la interpretación que el legislador -igual que el juez- hace de la Constitución, que admite un grado elevado de discrecionalidad, vuelve menos nítida la línea que separa la reforma formal de los cambios informales producto de prácticas interpretativas que modifican el sentido de las disposiciones constitucionales. La tarea de concreción del contenido de los derechos no es para Luis Prieto una tarea exclusivamente política, a pesar de asumir ese carácter indeterminado de las normas constitucionales y la discrecionalidad que conlleva la decisión acerca de su significado. Legislador y juez han de entablar un diálogo o comunicación en torno al alcance y relaciones de prioridad de principios y derechos, contribuyendo a la mutua racionalización de sus decisiones (Prieto, 2003, p. 172). Pero ni uno ni otro debería tener la capacidad de adoptar decisiones generales y abstractas que cerrasen de modo definitivo lo que los preceptos constitucionales regulan de modo abierto ni eliminar el conflicto entre principios de modo general postergando en abstracto un principio en beneficio de otro. Arrogarse esa función sería asumir una tarea constituyente, que no corresponde ni al juez ni al legislador (Prieto, 2003, p. 195). En cierto modo, la supremacía que uno y otro recaban para sí, en nombre de los derechos el primero y de la democracia el segundo, es la traducción de sus respectivas pretensiones a la autoridad sobre la interpretación constitucional (no es exactamente esto lo que afirma Luis Prieto en 2013, p. 166). Pero, de nuevo nos encontramos, entonces, con la relevancia que habría de tener para hablar de creación y reforma de la Constitución la cuestión de la autoridad o legitimidad para decidir.

La tarea de adecuación de las normas constitucionales a las circunstancias cambiantes de cada caso aparece como un esfuerzo colectivo de instituciones políticas y jurisdiccionales, que implica una concepción de la Constitución como un texto abierto y en proceso de adaptación continuo a las circunstancias cambiantes en que debe ser aplicado. Pero considera que este proceso de adecuación evolutiva del texto constitucional encuentra su límite en aquella barrera última que marca lo que resulta discutible dentro de la Constitución. Más allá, lo único legítimo es la reforma expresa de la Constitución. Ni uno ni otro suponen la expresión de un poder constituyente que se prolonga en el marco institucional, pues, lo contario, supondría entregar ese poder constituyente (en su dimensión legitimadora) a los órganos constituidos. Salvo que se abrace el ideal rousseauniano de una soberanía popular abierta e indefinida, los instrumentos que refuerzan la participación ciudadana se entienden como elementos de la legalidad constituida.

El constitucionalismo democrático considera, por el contrario, que en el proceso de adaptación de la Constitución a la diversidad social intervienen consideraciones extrajurídicas, tales como las opciones que la sociedad positivizó en la Constitución (el pacto político que da legitimidad al orden constitucional vigente), y la actualización del contenido material de dichas opciones, por vía de interpretación o de reforma. Y se estima que esa labor de adaptación de la Constitución manteniendo su estabilidad es obra del poder constituyente del pueblo que actualiza el consenso en torno a ella. “El pueblo es también la fuente última del consenso político que dota de contenido material a aquellos conceptos fundamentales esencialmente evolutivos” (Bassa, 2008).

El rechazo a esta prolongación del elemento constituyente en el seno del orden constitucional es el que está en la base del rechazo de Luis Prieto a considerar como cambio de la Constitución aquellas interpretaciones de las disposiciones vigentes que responden a un trasfondo de prácticas sociales o políticas amplias y alteran las fronteras de lo que hasta entonces se consideraba la racionalidad aceptable. Pero no creo necesario sostener la prolongación del poder constituyente en el orden constitucional para aseverar que la Constitución no es un proyecto estático y homogéneo, sino un texto abierto y heterogéneo que cobra sentido en un proceso continuo de resignificación. Algo similar llega a afirmar el autor que sostiene que el pluralismo de valores de la Constitución “invita a construir cooperativamente (democrática y también judicialmente) un Derecho más líquido y fluido” (Prieto, 2016, p. 272).

Y esta tesis no la considero incompatible con un concepto más amplio de cambio constitucional que combine elementos formales e informales como vía de expresión y actuación de quienes no acceden efectivamente a condicionar por las vías formales de reforma el sentido de los derechos10. Los movimientos sociales, asociaciones civiles, opinión pública y, en general, espacios y redes de socialización desempeñan un papel fundamental en la articulación de una interpretación alternativa de preceptos constitucionales. Pero la dimensión institucional no desaparece en este planteamiento, puesto que el fin último de la movilización social es alguna transformación dentro de las propias instituciones (Anderson, 2013, p. 891). Ciertamente, por mucho que se refuerce el carácter democrático de las decisiones acerca del contenido y alcance de las normas de la constitución, no deja de ser una ficción injustificada sostener que suponen el ejercicio del poder constituyente. Pero ello no obsta para considerar que cierto respaldo y apertura social a la labor de dotar de significado a los principios constitucionales desde las instancias formales aumenta la legitimidad del cambio. Como afirma Seyla Benhabib, los derechos y libertades básicos son “reglas del juego que pueden ser cuestionadas dentro del mismo, pero sólo en la medida en que uno primero acepte respetarlas y formar parte de él” (Benhabib, 2006, p. 125).

Luis Prieto asimila la violación de la Constitución a estos cambios informales (que van más allá de lo que racionalmente cabe dentro del texto constitucional) porque aceptar los segundos como vía legítima de reforma supone asumir, como hace el constitucionalismo democrático, que en el marco del orden constitucional el pueblo retiene la facultad constituyente y sigue actuando mediante las vías de participación formales e informales, politizando el proceso de determinación del sentido de los preceptos constitucionales. Las vías del asociacionismo y los institutos de democracia directa constituyen formas para la generación y manifestación de opiniones y voluntades que eviten la inmunidad del Derecho a cualquier lógica política. Prieto, por el contrario, sostiene la vinculatoriedad jurídica de la Constitución como límite a cualquier forma de poder, incluido el poder de reforma constitucional, y expresión de la idea del Estado de Derecho. Considera que el principio democrático es un principio fundamental que entra en juego en la interpretación de la Constitución y de la ley y que supone el respeto a la libertad del legislador. Pero, como el resto de los principios, ha de poder conjugarse con los demás en el marco jurídico (2003, pp. 212-213). Interpreto que para Prieto las propias condiciones que aseguran la participación democrática y la distribución adecuada del poder son principios protegidos por la Constitución que, sin embargo, no resultan fácilmente deslindables de otros valores sustantivos. Sostendría, así, una tesis similar a la de Luigi Ferrajoli, para quien existe un nexo indisoluble entre la soberanía popular y las diversas categorías de derechos fundamentales (Ferrajoli, 2011, vol. 2, pp. 11-12).

En este planteamiento, el poder constituyente decae ante las vías constituidas para la creación de normas constitucionales. El cambio y adaptación de la Constitución se canaliza mediante lo establecido en ella. Quienes consideran que sigue siendo necesario apelar a la idea de poder constituyente quieren con ello subrayar la incapacidad de que las constituciones históricas reconozcan y acomoden toda pretensión de cambio en la ordenación de la sociedad. Rechazan el pretendido consenso constitucional como estadio evolutivo último capaz de servir indefinidamente, sin modificaciones rupturistas, de marco ético-jurídico para nuestras democracias (De Cabo, 2014; Pisarello, 2014).

V. LA CONTINGENCIA DE LA CONSTITUCIÓN

La necesidad de ampliar el concepto de cambio de la Constitución y de prestar atención a la cuestión de la autoridad para adoptar decisiones constitucionales habría sido coherente con la concepción positivista de la Constitución de Luis Prieto. Esta debería haber condicionado su modelo de constitucionalismo en varios sentidos. En primer lugar, debería servir para plantear críticamente las condiciones reales en que han sido creadas las Constituciones y las posibilidades fácticas y jurídicas para incorporar a ellas las demandas sociales. Al modo kelseniano, transforma este problema en un presupuesto lógico de aceptación de lo fáctico. La reforma constitucional formal agota su planteamiento de la adaptación de la Constitución al entorno social, dejando fuera el problema de la distribución real del poder en la sociedad y el modo en que alcanza a reflejarse en el orden constitucional y obviando el modo de abordar situaciones de subordinación y asimetría que no pueden afrontarse solo desde el marco formal instituido. Se presupone la validez del orden constitucional, al margen del modo en que esos límites hayan sido incorporados mediante la acción constituyente y al margen de si se plantea la necesidad de abrir un nuevo tiempo constituyente que se oriente a mejorar y ampliar el proyecto constitucional. Como en Kelsen, el problema de la existencia y supremacía de la Constitución se traduce en un problema de eficacia (Prieto, 2013, p. 157). Y su fundamento se presupone en la ficción del poder constituyente.

En segundo lugar, debería haber condicionado en mayor medida su concepción acerca de la Constitución como límite a la racionalidad aceptable de las leyes. Para Luis Prieto, el valor de un modelo de organización jurídico-constitucional radica en su idoneidad para asegurar que las decisiones de los poderes públicos respeten los derechos básicos. Pero reconoce que este valor no viene dado automáticamente por la existencia de una Constitución. Concibe el constitucionalismo como un fenómeno histórico y, en consecuencia, considera que las normas constitucionales, como cualquier norma jurídica, pueden ser justas o injustas. La Constitución no contiene una teoría ética “con la que todo jurista habría de comulgar” y “dispuesta en todo momento a venir en nuestro auxilio para ofrecer la única solución correcta o la última palabra a los problemas prácticos” (Prieto, 2003, pp. 10-11). La Constitución es obra de opciones morales y políticas que se consagran de modo contingente y, en consecuencia, pueden tener cualquier contenido (Prieto, 2013, p. 111). Tanto el acto constituyente como las acciones de concreción e interpretación de los límites constitucionales constituyen actos de decisión evaluables desde criterios externos. El positivismo no niega que en el Derecho puedan existir valores morales, pero considera que la validez jurídica de los mismos no deriva de su plausibilidad moral sino de su vigencia efectiva. En este sentido, afirma que “los derechos humanos “valen” jurídicamente porque cuentan con el respaldo del constituyente”, en el sentido de ser expresión de la moral social que resulta legalizada (Prieto, 1997, p. 74).

No siendo el orden de valores de la constitución incontestable ni representando la última palabra sobre la justicia, el positivismo demanda la adopción de una posición crítica respecto de la Constitución, considerando que, aunque es indudable la dimensión moral presente en la misma, no toda moral está en el Derecho. De modo que la crítica interna necesaria para denunciar incumplimientos del deber ser constitucional en el seno del orden jurídico no impide que el texto constitucional sea susceptible de crítica desde una moral ideal que se mantiene externa al orden jurídico (Prieto, 2003, pp. 9-10, 26; 1997, p. 62-65, 86, 105). La mayor o menor posibilidad de una argumentación racional desde la Constitución dependerá de la mayor o menor corrección del texto constitucional. Si la Constitución es expresión de un contexto histórico-político concreto no puede ser tratada como una norma universalmente racional.

En tercer lugar, de su tesis sobre las fuentes sociales del Derecho en su aplicación a la Constitución como producto histórico y variable no extrae la consideración de la idea de un constituyente real con mayor o menor legitimidad. Esta idea ha permitido a muchos justificar la rigidez constitucional, al distinguir entre momentos constituyentes y momentos de política ordinaria11. Reconoce que hay momentos de mayor emoción constituyente o procesos de mayor legitimidad democrática. Pero estima que es algo contingente (Prieto, 2003, p. 144). Asumir la ficción del poder constituyente, como asumir la ficción de la voluntad popular expresada en la legislación ordinaria, es una mera consecuencia lógica de la filosofía política que vertebra nuestras instituciones sobre la base de la autonomía, el consenso y el respeto a los derechos. La ficción es necesaria para justificar la idea en sí de normatividad de la Constitución, no para identificar distintos grados de legitimidad de las decisiones constitucionales. Ciertamente, la ficción del poder constituyente es tan relevante para dar cuenta de la supremacía de la Constitución como la ficción de la soberanía popular lo es para justificar la prioridad de la ley frente al resto de fuentes.

Pero ¿por qué asume la ficción del poder constituyente respecto de la Constitución y es más crítico respecto de la expresión de la soberanía popular en las instituciones legislativas (Prieto, 2003, pp. 110, 112)? Luis Prieto, al reconocer el carácter de ficción de la noción de poder constituyente, parece incurrir en esa asimetría que denuncia entre el ideal de la Constitución, como expresión de ese poder constituyente del pueblo y la realidad de la “siempre insatisfactoria democracia representativa” (Prieto, 2003, pp. 144-145). Si se considera innecesario constatar la mayor legitimidad democrática del acto constituyente o su mayor capacidad para incorporar un contenido normativo justo, con ello se consigue que la ficción proporcione una base de justificación a cualquier Constitución. Sin embargo, no cualquier documento constitucional tiene por qué ser merecedor de la ficción de haber sido creado por el poder constituyente. Como afirma Javier Pérez Royo, “no todo poder que produce un ordenamiento jurídico estable para un Estado es poder constituyente. Únicamente lo es aquel que está en el origen de una Constitución digna de tal nombre. Y para ello el poder tiene que ser legítimo” (2018, p. 116). Identificar así qué texto constitucional puede ser considerado obra del poder constituyente sería más coherente con la idea básica de un positivista a lo Prieto para quien “el Derecho no deja de ser nunca expresión de fuerza y heteronomía, muy alejado por tanto de la autonomía de la moral, esfera en la que nada puede la fuerza, sino sólo acaso las buenas razones” (Prieto, 2016, p. 276). Esto debe afirmarse de cualquier Derecho, incluido el del Estado constitucional como él siempre ha mantenido.

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* Este trabajo se inscribe en el marco del proyecto de investigación “Reforma constitucional: Problemas filosóficos y jurídicos” (DER2015-69217-C2-2-R) concedido por el Ministerio de Economía y Competitividad.

** Profesora Titular de Filosofía del Derecho en la Universidad de Castilla-La Mancha.

1 Limitado el poder constituyente al momento fundacional y entendiendo que el valor normativo de la Constitución implica su agotamiento, no es posible concebirlo como un poder soberano absoluto, siempre disponible y en constante actividad (Luciani, 1996, p. 143-150). Se repite aquí la idea de Benjamin Constant o Luigi Ferrajoli de que en un Estado de Derecho cualquier poder soberano solo existe de una manera limitada y relativa (Constant, 1989, p. 9; Ferrajoli, 1999).

2 En alguna ocasión habla de “constituyente” en relación con la voluntad mayoritaria acerca de la moralidad que resulta plasmada en el texto constitucional (Prieto, 1997, p. 74).

3 “El razonamiento jurídico”, afirma en otro lugar, “por depurado que resulte, se inscribe en un aparato institucional y no carente de coacción, es en la práctica asimétrico y en cualquier caso no asegura la moralidad del resultado” (Prieto, 2016, p. 276).

4 Luis Prieto menciona, por ejemplo, la redacción especialmente prolija y confusa del artículo 27 de la Constitución española que encarna planteamientos diversos y opuestos de filosofía educativa. ¿No habría sido deseable otra redacción de un derecho tan central como el derecho a la educación? Efectivamente, como afirma Luis Prieto, la redacción de este artículo es el resultado del esfuerzo por lograr un consenso constituyente entre opciones confesionales y laicas. Pero ¿no sería posible considerar que una de esas opciones habría sido más adecuada como principio rector de la política educativa?

5 Si el carácter normativo de la Constitución quiere decir que está dotada de un contenido material que se postula como vinculante (Prieto, 2003, p. 111), la supremacía significa que la Constitución condiciona la validez de todos los demás componentes del orden jurídico y representa frente a ellos un criterio de interpretación prioritario. La Constitución no vincula a autoridades y ciudadanos a través de la ley, sino con independencia y por encima de ella. En el constitucionalismo se modifica el modelo jerárquico de una visión positivista del Derecho: no es solo que la Constitución condiciona la labor legislativa y es aplicable por los jueces a través del tamiz de la ley, sino que pretende proyectarse sobre el conjunto de los operadores jurídicos a fin de configurar en su conjunto el orden social (Prieto, 2003, pp. 116, 121, 166). La fuerza normativa de la Constitución quiere decir que los poderes constituidos están obligados a cumplirla, que tienen el deber de respetar los límites formales y sustanciales que la Constitución establece. En este sentido, la supremacía supone un derivado del contenido mínimo de la idea de Estado de Derecho, esto es, la exigencia de que los poderes deben actuar con arreglo a normas previas y conocidas (Prieto, 2003, p. 153). Conforme a esto, como afirma Bayón coincidiendo con Luis Prieto, la objeción democrática, entendida como tesis que sostiene que las normas del pasado no deberían condicionar lo que se puede decidir en el futuro, descansa en un error conceptual porque es inevitable que las decisiones institucionales descansen en normas preexistentes (Bayón, 2004, p. 134). El fundamento de esta supremacía radica en la mayor fuerza que se reconoce de hecho a las normas de la Constitución (2013, p. 156-158).

6 “Pues no “vale” todo”, dice Habermas, “ni es “posible” todo lo que sería factible para el sistema político si el espacio público político y la comunicación política que se le (al sistema político) anteponen y a los que ha de remitirse han devaluado discursivamente mediante contrarrazones las razones normativas que él aduce a la hora de justificar sus decisiones (Habermas, 1998, pp. 609-610). Luis Prieto ha insistido en el riesgo de que el constructivismo ético relativice la separación entre Derecho y moral, otorgando un fundamento absoluto a aquel Derecho que trata de reflejar el modelo ideal de participación y cooperación colectiva en la elaboración de normas jurídicas (Prieto, 2013, p. 112-116).

7 En un cierto sentido se habla de constitucionalismo democrático si se considera la constitución como instrumental para la democracia, al institucionalizar los prerrequisitos para el funcionamiento del proceso democrático. Pero en un sentido más fuerte se entiende por constitucionalismo democrático aquel en el que la ciudadanía desempeña un papel más activo en la elaboración y desarrollo de la Constitución. La legitimidad democrática de un orden constitucional deriva de las posibilidades que otorga ese orden a la ciudadanía para constituir y reconstituir el orden jurídico (Colón-Ríos, 2012, pp. 35-36).

8 La tesis que subyace a estas posiciones, sin embargo, es una tesis controvertida. Hay quienes discrepan de la idea de que una constitución flexible es más democrática, considerando que el poder de reforma no puede ser delegado a la voluntad de un poder constituido. Por el contrario, se considera que la reforma exige vías para la manifestación de la voluntad popular, tales como iniciativas populares de reforma, convocatoria de procesos constituyentes democráticos o ratificación popular de la reforma. Lo que legitima la decisión no es su institucionalización sino la voluntad política democrática que se manifiesta de ese modo (Martínez Dalmau, 2014, p. 103).

9 Entiendo que este es el modo en que lo concibe Luis Prieto, a pesar de que en un momento dado afirma, lo que creo que es contradictorio con su construcción general sobre el poder constituyente, que la reforma constitucional “es la mejor prueba del carácter inagotable de la soberanía popular (Prieto, 2001, p. 22). Entiendo que para él el poder constituyente, como ficción, en ningún momento se hace presente en la dinámica de un orden constitucional establecido, sino que, por el contrario, es este el que institucionaliza el cambio. Lo contrario, esto es, dar por supuesto que el poder constituyente se expresa por la vía de la reforma, supondría una legitimación absoluta de la obra de los poderes constituidos de reforma.

10 Algo de esta idea creo que puede estar detrás de la tesis que expone Luis Prieto en El constitucionalismo de los derechos, que supone un cambio en su planteamiento de la cuestión, acerca de que el modo en que se articula efectivamente la reforma es una cuestión de cuál sea la práctica social respecto de lo que se acepta como cambio de la Constitución (Prieto, 2013, p. 160).

11 Luis Prieto se refiere críticamente a esta concepción dualista como fundamento, no de la rigidez, sino de la supremacía (2003, p. 143, nota 17).

El compromiso constitucional del iusfilósofo

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